En momentos como éste, Harry Marks se comportaba mejor que nunca.
Después de salvarse de la cárcel, viajar con pasaporte robado, utilizar un nombre falso y fingir que era norteamericano, tenía la increíble mala suerte de tropezarse con una chica enterada de que era un ladrón, que le había oído hablar con diferentes acentos y que le llamaba en voz alta por su nombre real.
Un pánico ciego le atenazó por un instante.
Una horrenda visión de lo que dejaba a sus espaldas apareció ante sus ojos: un juicio, la prisión y la vida miserable de un soldado raso del ejército británico.
Pero entonces recordó que era un hombre afortunado, sonrió.
La chica parecía desconcertada por completo. Trató de recordar su nombre. Margaret. Lady Margaret Oxenford.
Ella le miraba estupefacta, demasiado sorprendida para decir algo, mientras él esperaba que una inspiración le iluminase.
—Me llamo Harry Vandenpost —dijo—, pero creo que mi memoria es mejor que la de usted. Es Margaret Oxenford, ¿verdad? ¿Cómo está?
—Bien —respondió ella, aturdida. Estaba más confusa que él. Dejó que se hiciera cargo de la situación.
El joven extendió la mano, como si fuera a estrechar la de Margaret, y ésta hizo lo propio. En ese momento, la inspiración acudió en auxilio de Harry Marks. En lugar de estrechar la mano de la muchacha, inclinó la cabeza, en un gesto pasado de moda, y susurró en su oído:
—Finja que nunca me ha visto en una comisaría de policía y yo haré lo mismo por usted.
Se irguió y la miró a los ojos. Advirtió que eran de un tono verde oscuro muy poco común; muy bellos.
Margaret continuó aturdida durante un momento. Después, su rostro se iluminó y sonrió. Había comprendido, y estaba complacida e intrigada por la pequeña conspiración que él proponía.
—Claro, soy una tonta. Harry Vandenpost.
Harry se tranquilizó. El hombre más afortunado del mundo, pensó.
—Por cierto… ¿Dónde nos conocimos? —añadió Margaret, frunciendo el ceño con malicia.
Harry no se arredró.
—¿No fue en el baile de Pippa Matchingham?
—No. No fui.
Harry comprendió que sabía muy poco sobre Margaret. ¿Residía en Londres durante la «estación» social, o se refugiaba en el campo? ¿Iba de cacería, colaboraba con instituciones caritativas, hacía campaña por los derechos de la mujer, pintaba acuarelas, o realizaba experimentos agrícolas en la granja de su padre? Decidió referirse a uno de los grandes acontecimientos de la temporada.
—Estoy seguro de que nos conocimos en Ascot.
—Sí, por supuesto —respondió ella. Harry se permitió una leve sonrisa de satisfacción. Ya la había convertido en su cómplice.
—Pero creo que no conoce a mi familia —prosiguió Margaret—. Mamá, te presento al señor Vandenpost, de…
—Pennsylvania —se apresuró a completar Harry. Se arrepintió de inmediato. ¿Dónde demonios estaba Pennsylvania? No tenía ni idea.
—Mi madre, lady Oxenford. Mi padre, el marqués. Y éste es mi hermano, lord Isley.
Harry había oído hablar de todos ellos, por supuesto; era una familia famosa. Estrechó la mano de los tres con energía y cordialidad, que los Oxenford tomaron por una costumbre típicamente norteamericana.
Lord Oxenford parecía lo que era: un viejo fascista, gordo e iracundo. Llevaba un traje de tweed marrón y un chaleco cuyos botones estaban a punto de reventar por el empuje de la tripa.
—Estoy encantado de conocerla, señora —dijo Harry a Lady Oxenford—. Me interesan mucho las joyas antiguas, y he oído decir que usted posee una de las mejores colecciones del mundo.
—Bueno, gracias —contestó ella—. Es mi afición favorita.
Su acento norteamericano sorprendió a Harry. Lo que sabía sobre ella lo había leído en las revistas de sociedad. Pensaba que era inglesa, pero ahora recordó vagamente algunas habladurías sobre los Oxenford. El marqués como muchos aristócratas propietarios de enormes fincas en el campo, casi se había arruinado después de la guerra, a causa de la bajada mundial de los precios de los productos agrícolas. Algunos habían vendido sus propiedades para irse a vivir a Niza o Florencia, donde sus menguadas fortunas les permitían un nivel de vida más alto. Sin embargo, Algernon Oxenford se había casado con la heredera de un banquero norteamericano, y su dinero había permitido al hombre continuar viviendo con su estilo de vida.
Todo ello significaba que Harry se las tendría que ingeniar para engañar a una norteamericana autentica. No debía cometer ni un error, y la farsa se prolongaría durante treinta y seis horas.
Decidió mostrarse fascinante. Adivinó que la mujer no era inmune a los cumplidos, sobre todo procedentes de un hombre atractivo. Miró con atención el broche sujeto a la pechera de su traje de viaje color naranja. Estaba hecho de esmeraldas, zafiros, rubíes y diamantes, con la forma de una mariposa posada sobre una rama de rosas silvestres. Era extraordinariamente realista. Llegó a la conclusión de que era francés, que databa de 1880, y adivinó la identidad del fabricante.
—¿Ese broche es de Oscar Massin?
—En efecto.
—Es muy bonito.
—Gracias.
Era una mujer bella. Comprendió por qué Oxenford se había casado con ella, pero no por qué ella se había enamorado de él. Quizás él era más atractivo veinte años atrás.
—Creo que conozco a los Vandenpost de Filadelfia —dijo la mujer.
Vaya, pues yo no, pensó Harry. Sin embargo no parecía muy segura.
—Mi familia son los Glencarry de Stamford, Connecticut —añadió ella.
—¡No me diga! —exclamó Harry, fingiendo sentirse impresionado. Continuaba pensando en Filadelfia. ¿Había dicho que era natural de Filadelfia o Pennsylvania? Ya no se acordaba. Quizás fueran el mismo lugar. Encajaban bien. Filadelfia, Pennsylvania. Stamford, Connecticut. Recordó que cuando se le preguntaba a un norteamericano de dónde era, siempre daba dos respuestas: Houston, Texas. San Francisco, California. Ya.
—Me llamo Percy.
—Harry —contestó Harry, contento de moverse otra vez en territorio conocido.
El título de Percy era lord Isley. Era un título de cortesía porque lo utilizaba hasta que su padre muriera, momento en que se convertiría en el marqués de Oxenford. La mayoría de estos tipos estaban ridículamente orgullosos de sus estúpidos títulos. A Harry le habían presentado en una ocasión a un niño de tres años como el barón de Portrail. Sin embargo, parecía buen chico. Estaba comunicando a Harry con educación que no quería ser llamado por sus título.
Harry se sentó. Iba de cara al frente, de manera que Margaret se sentaba cerca de él, al otro lado del pasillo, y podría hablar con ella sin que los demás oyeran. El avión se hallaba tan silencioso como una iglesia. Todo el mundo estaba algo impresionado.
Trató de relajarse. Iba a ser un viaje tenso. Margaret conocía su verdadera identidad, lo cual creaba un peligro nuevo. Aunque aceptara su engaño, podía cambiar de opinión, o revelar la farsa sin querer. Harry no podía arriesgarse a levantar sospechas. Pasaría el control de inmigración norteamericano si no le hacían preguntas embarazosas, pero si algo ocurría y decidían verificar su identidad, no tardarían en descubrir que utilizaba un pasaporte robado y todo habría terminado.
Otro pasajero ocupó el asiento opuesto al de Harry. Era muy alto. Llevaba un sombrero hongo y un traje gris oscuro que había conocido tiempos mejores. A Harry le llamó la atención, y observó al hombre mientras se quitaba el abrigo y se acomodaba en su asiento. Calzaba zapatos negros muy usados y completaba su indumentaria con calcetines gruesos de lana, un chaleco color vino y una chaqueta cruzada. La corbata azul oscuro daba la impresión de haberse utilizado cada día, sin interrupción, durante diez años.
Si no supiera lo que vale un pasaje de este palacio flotante, pensó Harry, juraría que este tipo es un poli.
Aún tenía tiempo de levantarse y abandonar el avión. Nadie le detendría. Bajaría y desaparecería, así de sencillo.
¡Pero había pagado noventa libras!
Además, pasarían semanas antes de que encontrara otro billete para Estados Unidos, y cabía la posibilidad de que le detuvieran mientras esperaba.
Pensó otra vez en la idea de quedarse en Inglaterra, escabulléndose de la ley sería difícil en plena guerra; todo el mundo iría a la caza de espías extranjeros, pero, sobre todo, la vida de fugitivo le resultaría insoportable: vivir en pensiones baratas, esquivar a los policías, siempre de un lugar a otro.
El hombre sentado frente a él, si era policía, no iba en su persecución, desde luego; de lo contrario, no se estaría acomodando para el vuelo. Harry no tenía ni idea de lo que hacía aquel hombre, pero de momento lo apartó de su mente y se concentró en sus propios problemas. Margaret era el factor peligroso. ¿Qué podía hacer para protegerse?
La joven había admitido su subterfugio como si se tratara de una diversión. Tal como estaban las cosas, sería mejor no confiar en ella, pero aumentaría sus posibilidades de éxito manteniéndose cerca de Margaret. Si se ganaba su afecto, tal vez lograra de paso asegurarse su lealtad. Se tomaría esta charada más en serio y tendría cuidado de no traicionarle.
Conocer mejor a Margaret Oxenford era, de hecho, una tarea muy agradable. La estudió por el rabillo del ojo. Poseía el mismo pálido colorido otoñal de su madre: cabello rojo, piel cremosa con algunas pecas y aquellos fascinantes ojos verde oscuro. No podía precisar cómo era su figura, pero tenía pantorrillas esbeltas y pies estrechos. Llevaba una chaqueta ligera color camello, bastante sencilla, sobre un vestido pardo-rojizo. Aunque sus ropas parecían caras, carecía de la elegancia de su madre. Tal vez la adquiriría con el curso del tiempo, al hacerse mayor y confiar más en sí misma. Sus joyas eran vulgares: un simple collar de perlas. Era de facciones regulares y bien dibujadas, y su barbilla denotaba firmeza. No era el tipo de chica que solía frecuentar. Siempre elegía muchachas aquejadas de alguna debilidad, porque era mucho más sencillo engatusarlas. Margaret era demasiado bonita para dejarse manejar. Sin embargo, tenía la impresión de que le gustaba, y ya era un buen comienzo. Se propuso conquistar su corazón.
Nicky, el mozo, entró en el compartimento. Era un hombre bajo, regordete y afeminado de unos veinticinco años, y Harry pensó que, probablemente, era homosexual. Había observado que muchos camareros lo eran. Nicky le tendió una hoja escrita a máquina con los nombres de los pasajeros y la tripulación de vuelo.
Harry la estudió con interés. Conocía al barón Philippe Gabon, el acaudalado sionista. El siguiente nombre, profesor Carl Hartmann, también le sonó. No había oído hablar de la princesa Lavinia Bazarov, pero su nombre le sugirió una rusa que había escapado de los comunistas, y su presencia en este avión daba a entender que había huido de su país con parte de sus bienes, como mínimo. Sabía muy bien quién era Lulu Bell, la estrella de cine. Tan sólo una semana antes había ido con Rebecca Maugham-Flint a verla en Un espía en París, en el Gaumont de la avenida Shaftesbury. Interpretaba el papel de una chica resuelta, como de costumbre. Harry tenía cierta curiosidad por conocerla.
—Han cerrado la puerta —indicó Percy, que estaba sentado mirando hacia la parte posterior y podía ver el siguiente compartimento.
Los nervios volvieron a atenazar a Harry.
Por primera vez, notó que el avión oscilaba suavemente sobre el agua.
Captó un ruido sordo, como el tiroteo de una batalla lejana. Miró con ansiedad por la ventana. El ruido aumentó y una hélice se puso a girar. Habían puesto en marcha los motores. Oyó al tercero y cuarto cobrar vida. Aunque el aislamiento acústico efectivo amortiguaba el ruido, se notaba la vibración de los potentes motores, y los temores de Harry aumentaron.
Un marinero soltó las amarras de hidroavión. Harry experimentó una absurda sensación de fatalidad inevitable cuando las cuerdas que le ataban a la tierra cayeron al agua.
Le molestaba tener miedo y no quería que nadie se diera cuenta, de modo que sacó un periódico, lo abrió y se reclinó en el asiento con las piernas cruzadas.
Margaret le tocó las rodillas. No tuvo necesidad de alzar la vista para que la oyera. El sistema a prueba de ruidos era asombroso:
—Yo también estoy asustada —le confió.
Sus palabra mortificaron a Harry. Pensaba que había logrado aparentar calma.
El avión se movió. Se agarró al brazo del asiento; luego se obligó a soltarlo. No era de extrañar que la joven hubiera advertido su temor. Debía de estar blanco como el periódico que fingía leer.
Margaret estaba sentada con las rodillas muy apretadas y las manos enlazadas con fuerza sobre el regazo. Parecía asustada y excitada al mismo tiempo, como si estuviera a punto de subir a una montaña rusa. Sus mejilla sonrosadas, los grandes ojos y la boca entreabierta le daban un aspecto erótico. Se preguntó de nuevo cómo sería su cuerpo debajo del vestido.
Miró a los demás. El hombre sentado frente a él se estaba abrochando con parsimonia el cinturón de seguridad. Los padres de Margaret miraban por las ventanas. Lady Oxenford aparentaba tranquilidad, pero lord Oxenford carraspeaba con furia, un signo claro de tensión. El joven Percy estaba tan excitado que no paraba quieto, pero no parecía ni mucho menos asustado.
Harry bajó la vista hacia el periódico, pero fue incapaz de leer una palabra. Lo dejó y miró por la ventana. El poderoso avión se internaba majestuosamente en las aguas de Southampton. Vio transatlánticos que se alineaban a los largo del muelle. Ya se encontraban a cierta distancia, y varias embarcaciones más pequeñas que se interponían entre él y la tierra. Ya no puedo bajar, pensó.
El mar estaba más picado en el centro del estuario. Harry no solía marearse, pero cuando el clipper empezó a cabalgar sobre las olas se sintió incomodo. El compartimiento parecía la habitación de una casa, pero el movimiento le recordó la navegación de un barco, un frágil cascarón de aluminio.
El avión llegó al centro del estuario, aminoró la velocidad y empezó a girar. La brisa lo mecía, y Harry comprendió que iba a aprovechar el viento para despegar. Dio la impresión de que se detenía, vacilaba, cabeceaba a causa del viento y se mecía con el leve oleaje, como un monstruoso animal olfateando el aire con su enorme hocico. La tensión era excesiva; Harry, con gran esfuerzo de voluntad, reprimió su deseo de saltar del asiento y gritar que lo dejaran salir.
De pronto, se oyó un terrorífico ruido, como si se hubiera desencadenado una espantosa tormenta: los cuatro gigantescos motores funcionaban a toda su capacidad. Harry, sobresaltado, lanzó un grito, ahogado por el estruendo de las máquinas. El avión pareció estabilizarse un poco en el agua, como si se estuviera hundiendo a causa del esfuerzo, pero un momento después se precipito hacia adelante.
Ganó velocidad rápidamente, como una lancha motora, sólo que ningún barco tan grande podía acelerar tan deprisa. Chorros de agua blanca pasaban disparados por las ventanas. El clipper aún cabeceaba y oscilaba con los movimientos del mar. Harry deseaba cerrar los ojos, pero al mismo tiempo le aterraba hacerlo. El pánico se había apoderado de él. Voy a morir, pensó presa se la histeria.
El clipper aumentaba a cada segundo la velocidad. Harry nunca había viajado por el agua con tal celeridad; no había lancha que la alcanzara. Iban a setenta y cinco, noventa, ciento diez kilómetros por hora. La espuma azotaba las ventanas e impedía la visión. Vamos a hundirnos, estallar o estrellarnos, pensó Harry.
Captó una nueva vibración, como si corrieran en coche a campo traviesa. ¿Qué era? Harry estaba seguro de que algo iba muy mal, y que el avión se estrellaría de un momento a otro. Se imaginó que el avión había empezado a elevarse y que la vibración era producida por los choques contra las olas, como si fuera una lancha rápida. ¿Era normal?
De pronto, dio la impresión de que el tirón del agua disminuía. Harry forzó la vista a través de la espuma y vio que la superficie del estuario aparecía ladeada, y comprendió que el morro del avión apuntaba hacia arriba, aunque no había notado el cambio. Estaba aterrorizado y quería vomitar. Tragó saliva.
La vibración cambió. En lugar de correr a campo traviesa, parecía que brincaban de ola en ola, como una piedra lanzada en forma que rasara la superficie. Los motores aullaron y las hélices hendieron el aire. Era imposible, pensó Harry. Tal vez un aparato tan grande no podía elevarse en el aire; tal vez sólo podía cabalgar sobre las olas como un delfín gigantesco. Entonces, de súbito, sintió que el avión se había liberado. Se lanzó hacia arriba, y Harry notó que las esclavizantes aguas se alejaban. La ventana, a medida que la espuma quedaba atrás, le proporcionó mejor visión, y vio que el agua retrocedía bajo él mientras el avión se elevaba. Santo Dios, pensó, ¡este gigantesco palacio vuela de verdad!
Ahora que ya estaba en el aire, su temor se desvaneció y fue reemplazado por una tremenda sensación de júbilo, como si él fuera el responsable de que el avión hubiera logrado despegar. Quiso celebrarlo. Miró a su alrededor y observó que todo el mundo sonreía, aliviado. Al tomar conciencia otra vez de que había más gente con él, se dio cuenta de que estaba cubierto de sudor. Sacó un pañuelo blanco de hilo, se secó la cara a escondidas y escondió a toda prisa el pañuelo húmedo en su bolsillo.
El avión siguió ganando altura. Harry vio que la costa sur de Inglaterra desaparecía bajo los estabilizadoras inferiores. Luego, miró al frente y divisó la isla de Wight. Al cabo de un rato, el avión se estabilizó y el rugido de los motores se redujo a un leve zumbido.
Nicky, el mozo, reapareció vestido con la chaqueta blanca y la corbata negra. Ahora que los motores se habían sosegado, no necesitó alzar la voz.
—¿Le apetece un combinado, señor Vandenpost? —preguntó.
Eso es exactamente lo que me apetece, pensó Harry.
—Un escocés doble —respondió al instante. Después, recordó que, en teoría, era norteamericano—. Con hielo —añadió, empleando el acento correcto.
Nicky atendió a los Oxenford y desapareció por la puerta de delante.
Harry tabaleó con los dedos sobre el brazo del asiento. La alfombra, el sistema de insonorización, los mullidos asientos y los colores relajantes le daban la sensación de estar en una celda acolchada, cómodo pero prisionero. Pasado un momento, se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó.
Siguió los pasos del mozo y salió por la misma puerta. A su izquierda estaba la cocina de acero inoxidable, diminuta y reluciente, donde el camarero preparaba las bebidas. A su derecha había una puerta señalada con el rótulo «Salón de Descanso para caballeros». Al lado, una escalera caracoleaba hacia la cabina de pilotaje, supuso. A continuación había otro compartimento de pasajeros, decorado en colores diferentes, y ocupado por los tripulantes uniformados. Harry se preguntó por un momento qué estaban haciendo allí, hasta comprender que, durante un vuelo de casi treinta horas, los tripulantes debían descansar y ser reemplazados.
Volvió atrás, pasó junto a la cocina, atravesó su compartimento y el otro más grande por el que habían subido a bordo. Hacia la parte posterior del avión había tres compartimentos de pasajeros más, decorados con juegos de colores diferentes: alfombra turquesa con paredes verde pálido o alfombra rojiza con paredes beige. Había peldaños entre los compartimentos, porque el casco del avión era curvo, y el suelo se alzaba hacia la parte posterior. Mientras paseaba, dirigió distraídos cabeceos de saludo a los demás pasajeros, como haría un joven norteamericano rico y seguro de sí mismo.
El cuarto compartimento tenía dos pequeños sofás a cada lado, y el otro albergaba el «Tocador de Señoras», otro nombre estrafalario pero un retrete, sin duda. Junto a la puerta de este lavabo, una escalerilla fija a la pared ascendía hasta una trampilla practicada en el techo. El pasillo, que corría a lo largo de todo el avión, finalizaba en una puerta. Debía ser la famosa suite nupcial de la que tanto hablaba la prensa. Harry intentó abrir la puerta: estaba cerrada con llave.
De regreso, echó otro vistazo a los demás pasajeros.
Supuso que el hombre vestido con prendas francesas era el barón Gabón. A su lado se hallaba un tipo nervioso que no llevaba calcetines. Muy peculiar. Quizá era el profesor Hartmann. Su traje era horripilante y perecía medio muerto de hambre.
Harry reconoció a Lulu Bell, pero se quedó sorprendido al comprobar que aparentaba cuarenta años: le había adjudicado la edad que aparentaba en sus películas, unos diecinueve años. Exhibía un montón de joyas modernas de buena calidad: pendientes rectangulares, enormes brazaletes y un broche de cristal de roca, obra de Boucheron, con toda probabilidad.
Volvió a ver a la hermosa rubia que había observado en el salón del hotel South-Western. Se había quitado el sombrero de paja. Tenía los ojos azules y piel clara. Reía de algo que su acompañante le estaba diciendo. Era obvio que la amaba, aunque no era un hombre muy guapo. A las mujeres les gustan los hombres que las hacen reír, pensó Harry.
El vejestorio del colgante de Farbegé compuesto de diamantes en talla de rosa debía ser la princesa Lavinia. Su rostro estaba petrificado en una expresión de desagrado, como una duquesa en una pocilga.
El compartimiento mayor, por el que habían subido a bordo, había estado desocupado durante el despegue, pero Harry observó que ahora se utilizaba como salón común. Ya se habían traslado a él cuatro o cinco personas, incluyendo al hombre alto que ocupaba el asiento opuesto al de Harry. Algunos hombre jugaban a las cartas, y a Harry le paso por la cabeza que un jugador profesional se harta de oro en un viaje de estas características.
Volvió a su asiento y el mozo le trajo el whisky.
—El avión parece semivacío —comentó Harry.
Nicky meneó la cabeza.
—Va completo.
Harry miró a su alrededor.
—Hay cuatro asientos libres en este compartimento, y en los demás ocurre lo mismo.
—Claro, porque en este compartimento van sentadas diez personas de día, pero sólo duermen seis. Lo entenderá cuando preparemos las literas, después de la cena. Hasta entonces disfrute del espacio.
Harry bebió su whisky. El mozo era muy educado y eficiente, pero no obsequioso como por ejemplo, un camarero de un hotel londinense. Harry se preguntó si los camareros norteamericanos se comportaban de manera diferente. Confió que sí. En sus expediciones al extraño mundo de la alta sociedad de Londres, siempre había considerado un poco degradante las reverencias y que le llamaran «señor» cada vez que se daba la vuelta.
Ya era hora de estrechar lazos con Margaret Oxenford, que bebía una copa de champán y hojeaba una revista. Había flirteado con docenas de muchachas de su edad y posición social, y llevó a cabo la rutina de forma automática.
—¿Vive en Londres?
—Tenemos una casa en la plaza Eaton, pero vivimos casi siempre en el campo —contestó ella—. Nuestra residencia está en Berkshire. Papá también tiene un pabellón de caza en Escocia.
Su tono era tan desapasionado en exceso, como si considerara la pregunta aburrida y quisiera soslayarla lo antes posible.
—¿Suele ir de caza seguido? —preguntó Harry. Era un tema de conversación manido: casi todos los ricos la hacían, y les encantaba hablar de ello.
—No mucho. Preferimos tirar al blanco.
—¿Usted tira al blanco? —preguntó Harry sorprendido, pues no pensaba que fuera una ocupación muy femenina.
—Cuando me dejan.
—Supongo que tendrá montones de admiradores.
Margaret le miró y bajo la voz.
—¿Por qué me hace unas preguntas tan estúpidas?
Harry se quedó sin habla, pasmado. Había formulado las mismas preguntas a docenas de chicas y nunca había reaccionado así.
—¿Son estúpidas?
—A usted le importa un pito dónde vivo y si voy a cazar.
—¡Pero son los temas favoritos de la alta sociedad!
—¡Pero usted no pertenece a la alta sociedad!
—¡Que me aspen! —exclamó Harry, recobrando su acento normal—. ¡Usted no se anda con rodeos!
—Así está mejor —rió Margaret.
—Si sigo cambiando de acento, me confundiré.
—Muy bien. Soportaré su acento norteamericano si me promete dejar de decir tonterías.
—Gracias, cariño —contestó Harry, asumiendo de nuevo el papel de Harry Vandenpost.
No es tan ingenua, pensó. Era una chica que sabía lo que quería, estupendo. Eso la hacía todavía más interesante.
—Lo imita muy bien —continuó ella—. Nunca habría adivinado que lo fingía. Supongo que debe formar parte de su modus operandi.
Las chicas que hablaban latín siempre le desconcertaban.
—Imagino que sí —dijo, sin tener ni idea de lo que había querido decir. Debía cambiar de tema. Se preguntó cuál sería el mejor método de acceder a su corazón. Estaba claro que no podía flirtear con ella como hacía con las demás. Tal vez es del tipo psíquico, interesada en sesiones espiritistas y nigromancia—. ¿Cree en los fantasmas?
Se ganó otra contestación sarcástica.
—¿Por quién me ha tomado? ¿Y por qué ha cambiado de tema?
Se habría reído de cualquier otra chica, pero Margaret, por alguna razón, le llegaba al fondo.
—Porque no hablo latín —respondió con brusquedad.
—¿A qué demonios se refiere?
—No entiendo palabras como modus andy.
Ella pareció desconcertada e irritada por un momento; después, su rostro se serenó y repitió la frase.
—Modus operandi.
—Me fui del colegio antes de cursar esa asignatura. Sus palabras causaron en Margaret un efecto muy sorprendente: enrojeció de vergüenza.
—Lo siento muchísimo —dijo—. He sido muy grosera.
Esta vez le tocó a Harry sorprenderse. Mucha gente de la alta sociedad parecía considerar un deber presumir de su educación. Se alegró de que Margaret fuera más considerada que los demás miembros de su clase.
—Perdonada —dijo, sonriendo.
—Sé muy bien cómo se siente, porque yo tampoco he tenido una educación adecuada —explicó la joven.
—¿A pesar de su dinero? —preguntó Harry, incrédulo. Ella asintió con la cabeza.
—Nunca fuimos al colegio.
Harry se quedó estupefacto. Los londinenses respetables de la clase obrera consideraban vergonzoso no enviar a sus hijos al colegio; era casi tan malo como ser incordiado por la policía o expulsado por los caseros. La mayoría de los niños se quedaban en casa el día que llevaban a reparar sus botas al zapatero, porque no tenían otro par de repuesto; su madre sufría mucho por este motivo…
—Pero los niños deben ir al colegio… ¡Lo exige la ley! —dijo Harry.
—Teníamos aquellas estúpidas institutrices. Por eso no puedo ir a la universidad. No cumplo los requisitos necesarios. —Parecía triste—. Creo que me habría gustado la universidad.
—Es increíble. Pensaba que los ricos podían hacer lo que les daba la gana.
—Gracias a mi padre, no es mi caso.
—¿Y el chico? —Harry señaló a Percy.
—Oh, él va a Eton, por supuesto —dijo con amargura—. Con los chicos es diferente.
Harry reflexionó unos momentos.
—Eso quiere decir que usted disiente de su padre en otros temas. ¿En política, tal vez?
—Claro que disiento —respondió Margaret con pasión—. Soy socialista.
Ésa podía ser la llave de su afecto, pensó Harry.
—Yo era del partido Comunista —dijo. Era verdad: se había afiliado a los dieciséis años y lo abandonó tres semanas después. Aguardó su reacción para decidir el alcance de sus confidencias.
La joven se animó de inmediato.
—¿Por qué lo dejó?
La verdad era que las reuniones políticas le aburrían sobremanera, pero sería un error decirlo.
—Es difícil explicarlo con palabras —mintió.
Tendría que haber adivinado que ella no iba a conformarse con eso.
—Ha de saber por qué lo dejó —dijo, impaciente.
—Se parecía demasiado a la escuela dominical.
Margaret lanzó una carcajada.
—Sé lo que quiere decir.
—De todos modos, estoy seguro de que he hecho más que los comunistas por devolver la riqueza a los trabajadores que la han producido.
—¿Por qué?
—Bueno, saco dinero de Mayfair y lo llevo a Battersea.
—¿Quiere decir que sólo roba a los ricos?
—Es absurdo robar a los pobres: no tienen dinero.
Margaret volvió a reír.
—¿A que no devuelve sus mal habidas ganancias, como Robin de los Bosques?
Pensó en lo que iba a contestar. ¿Le creería ella si le decía que robaba a los ricos para dárselos a los pobres? Era inteligente aunque también ingenua, pero… no tan ingenua, decidió.
—No soy una institución de caridad —respondió, con un encogimiento de hombros—. Pero a veces ayudo a la gente.
—Sorprendente —comentó Margaret. Sus ojos centelleaban de interés y animación, y su aspecto era arrebatador—. Sabía que existía gente como usted, pero es extraordinario conocerle y hablar con usted.
No exageres, pimpollo, pensó Harry. Las mujeres que se entusiasmaban con él le ponían nervioso; eran propensas a sentirse ofendidas cuando descubrían que era humano.
—No soy tan especial —dijo, con autentico embarazo—. Lo que pasa es que procedo de un mundo desconocido para usted.
La mirada de Margaret reveló que sí le consideraba especial.
Hasta aquí hemos llegado, decidió Harry. Ya era hora de cambiar de tema.
—Me está poniendo violento —reconoció avergonzado.
—Lo siento —se disculpó Margaret al instante—. ¿Por qué viaja a Estados Unidos? —preguntó, tras meditar un momento.
—Para huir de Rebecca Maugham-Fint.
Margaret rió.
—Dígame la verdad.
Cuando agarraba algo, era como un terrier, pensó: no lo soltaba. Era imposible controlarla, lo cual aumentaba su peligrosidad.
—Tenía que salvarme para no ir a la cárcel.
—¿Qué hará cuando lleguemos?
—Pensaba alistarme en las Fuerzas Aérea Canadienses. Me gustaría volar.
—Qué emocionante.
—¿Y usted? ¿Por qué viaja a Estados Unidos?
—Es una fuga —replicó disgustada.
—¿A qué se refiere?
—Ya sabe que mi padre es fascista.
Harry asintió con la cabeza.
—He leído sobre él en los periódicos.
—Bien, él piensa que los nazis son maravillosos y no quisiera luchar contra ellos. Además. El gobierno lo metería en la cárcel si se quedara.
—¿Van a vivir en Estados Unidos?
—La familia de mi madre es de Connecticut.
—¿Cuánto tiempo se quedarán?
—Mis padres se quedarán hasta el fin de la guerra. Es posible que no regresen nunca.
—¿Usted no quiere ir?
—Desde luego que no —replicó ella con vehemencia—. Quiero quedarme a luchar. El fascismo es algo aterrador y esta guerra puede ser de importancia vital. Quiero aportar mi granito de arena.
Se puso a hablar de la Guerra Civil Española, pero Harry la escuchó sin prestarle mucha atención. Le había asaltado un pensamiento tan estremecedor que su corazón latía lo más rápido y debía esforzarse por mantener la expresión normal de su rostro.
«Cuando la gente huye de su país al estallar una guerra, no abandona sus objetos de valor.»
Era muy sencillo. Cuando huían de un ejercito invasor, los civiles se llevaban sus posesiones. Los judíos huían de los nazis con monedas de oro, cosidas en los forros de la chaquetas. Después de 1917, aristócratas rusos como la princesa Lavinia llegaban a todas las capitales de Europa aferrando sus huevos de Farbegé.
Lord Oxenford debía de haber pensado en la posibilidad de que nunca volvería. Además, el gobierno había dispuesto controles de cambio de divisas para impedir que la alta sociedad inglesa sacara todo su dinero al extranjero. Los Oxenford sabían que tal vez no volverían a ver lo que dejaban atrás. Estaba seguro de que se habían traído la mayor cantidad de bienes posible.
Transportar una fortuna en joyas en el equipaje era arriesgado, por supuesto, pero ¿existía un método menos peligroso? ¿Enviarlo por correo, por valija diplomática, dejarlas en el país, para que un gobierno vengativo las confiscara, un ejército invasor las robara, o una revolución postbélica las «liberara»?
No. Los Oxenford llevaban sus joyas encima.
Se habrían llevado el conjunto Delhi, en particular. Sólo pensarlo le dejó sin aliento.
El conjunto Delhi era la pieza principal de la colección de joyas antiguas de lady Oxenford. Consistía en un collar de rubíes y diamantes, con monturas de oro, además de pendientes y un brazalete a juego. Los rubíes eran birmanos, de la variedad más preciosa, y absolutamente enormes; el general Robert Clive, conocido como Clive de la India, los había llevado a Inglaterra en el siglo dieciocho, y los joyeros de la Corona los habían montado.
Se decía que el conjunto Delhi estaba valorado en un cuarto de millón de libras, más dinero del que un hombre podía gastar en su vida.
Y este conjunto se encontraba, casi con toda seguridad, en este avión.
Ningún ladrón profesional robaría durante un viaje en barco o en avión: la lista de sospechosos sería demasiado corta. Además, Harry suplantaba a un norteamericano, viajaba con pasaporte falso, estaba en libertad bajo fianza y se sentaba frente a un policía. Sería una locura intentar apoderarse del conjunto, y sólo pensar en los riesgos implicados le provocaba temblores.
Por otra parte, nunca tendría una oportunidad semejante. De pronto, necesitó aquellas joyas como un hombre a punto de ahogarse jadea en busca de aire.
No podría vender el juego por un cuarto de millón, desde luego, pero conseguiría una décima parte de su valor, unas veinticinco mil libras, más de cien mil dólares.
En cualquier caso, le bastaría para vivir el resto de su vida. Se le hizo la boca agua de pensar en tanto dinero, pero, además, las joyas eran irresistibles. Harry había visto fotos de ellas: las piedras del collar eran perfectamente iguales, los diamantes resaltaban sobre los rubíes como lágrimas sobre la mejilla de un niño, y las piezas más pequeñas, los pendientes y el brazalete, eran de proporciones perfectas. El conjunto, en el cuello, orejas y muñeca de una mujer hermosa, resultaría arrebatador.
Harry sabía que nunca se encontraría más cerca de una obra maestra como aquella. Nunca.
Tenía que robarla.
Los riesgos eran abrumadores, pero siempre había sido afortunado.
—Creo que no me está escuchando —dijo Margaret.
Harry se dio cuenta de que no prestaba atención.
—Lo siento —sonrió—. Ha dicho algo que me ha hecho pensar en otra cosa.
—Lo sé —contestó Margaret—. A juzgar por la expresión de su rostro, estaba soñando con alguien a quien ama.