Mientras el tren rodaba hacia el sur atravesando los bosques de pinos de Surrey en dirección a Southampton, Elizabeth, la hermana de Margaret Oxenford, hizo un anuncio sorprendente.
La familia Oxenford viajaba en un vagón especial reservado para los pasajeros del clipper. Margaret se encontraba de pie al final del vagón, sola, mirando por la ventana. Su estado de ánimo oscilaba entre la desesperación más absoluta y una creciente excitación. Se sentía irritada y mezquina por abandonar su país en una hora de crisis, pero la perspectiva de volar a Estados Unidos no dejaba de emocionarla.
Su hermana Elizabeth se apartó del grupo familiar y caminó hacia ella con semblante grave.
—Te quiero, Margaret —dijo, tras un breve instante de vacilación.
Margaret se conmovió. Durante los últimos años, desde que habían alcanzado la edad necesaria para entender la batalla ideológica desencadenada en el mundo, habían abrazado puntos de vista diametralmente opuestos, y ello las había alejado. Sin embargo, echaba de menos la intimidad con su hermana, y el alejamiento la entristecía. Sería maravilloso volver a ser amigas.
—Yo también te quiero —dijo, abrazando a Elizabeth.
—No voy a ir a Estados Unidos —dijo Elizabeth, al cabo de un momento.
Margaret jadeó, estupefacta.
¿Cómo es posible?
—Voy a decirles a papá y mamá que no voy. Tengo veintiún años… No pueden obligarme.
Margaret no estaba tan segura, pero apartó el tema de momento; había otras preguntas mucho más acuciantes.
—¿A dónde irás?
—A Alemania.
—¡Nooooo! —exclamó Margaret, horrorizada—. ¡Te mataran!
Elizabeth le dirigió una mirada desafiante.
—Los socialistas no son los únicos que desean morir por una causa, créeme.
—¡Vas a luchar por el nazismo!
—No sólo por el fascismo —repuso Elizabeth, con un extraño brillo en sus ojos—, sino por toda la raza blanca, que está en peligro de ser engullida por los negros y los mestizos. Es por la raza humana.
Una oleada de irritación invadió a Margaret. ¡No sólo iba a perder una hermana, sino que la iba a perder por culpa de una causa perversa! Sin embargo, no quería enzarzarse en una discusión política; estaba mucho más preocupada por la seguridad de su hermana.
—¿De qué vas a vivir?
—Tengo dinero.
Margaret recordó que ambas habían heredado una cantidad de su abuelo a los veintiún años. No era excesiva, pero suficiente para vivir una temporada.
Otra idea acudió a su mente.
—Tu equipaje ya ha sido enviado a Nueva York.
—Aquellas maletas estaban llenas de manteles viejos. Preparé otras maletas y las envié el lunes.
Margaret estaba asombrada. Elizabeth lo había planeado todo a la perfección y en el mayor secreto. Reflexionó con amargura en la precipitación de su intento de fuga. Mientras yo me hacía mala sangre y rechazaba la comida, pensó, Elizabeth encargaba su pasaje y enviaba su equipaje por anticipado. Claro que Elizabeth se había, mostrado a la altura de sus veintiún años y Margaret no, pero lo fundamental residía en la cuidadosa planificación y la fría ejecución. Margaret se sentía avergonzada de que su hermana, tan estúpida y equivocada en lo referente a política, se hubiera comportado con tanta inteligencia.
De pronto, comprendió de que echaría de menos a Elizabeth. Aunque que ya no eran grandes amigas, Elizabeth siempre estaba a mano. Casi siempre discutían, se peleaban y hacían burla de sus mutuas ideas, pero Margaret también iba a echar de menos esa rutina. Aún se consolaban en los momentos de aflicción. Las reglas de Elizabeth solían ser dolorosas, y Margaret la acostaba y le llevaba una taza de chocolate caliente y la revista Picture Post. Elizabeth había lamentado profundamente la muerte de Ian, aunque no le veía con buenos ojos, y había confortado a Margaret.
—Te echaré muchísimo de menos —dijo llorosa, Margaret.
—No des un espectáculo —le previno Elizabeth—. No quiero que se enteren todavía.
Margaret se serenó.
—¿Cuándo se lo dirás?
—En el último momento. ¿Actuarás con normalidad hasta entonces?
—De acuerdo —se obligó a sonreír—. Te trataré tan mal como de costumbre.
—¡Oh, Margaret! —Elizabeth se hallaba al borde de las lágrimas. Tragó saliva—. Ve a hablar con ellos mientras intento tranquilizarme.
Margaret apretó la mano de su hermana y volvió a su asiento.
Margaret pasaba las páginas del Vogue y, de vez en cuando, leía un párrafo a papá, sin hacer caso de su total desinterés.
—El encaje está de moda —citó—. No me había dado cuenta. ¿Y tú? —La falta de respuesta no la desanimó—. El blanco es el color que priva actualmente, a mí no me gusta. Acentúa mi palidez.
La expresión de su padre era insoportablemente plácida. Margaret sabía que estaba complacido consigo mismo por haber reafirmado su autoridad paterna y aplastado la rebelión. Lo que no sabía era que su hija mayor había colocado una bomba de relojería.
¿Tendría Elizabeth el valor de llevar adelante su plan? Una cosa era decírselo a Margaret, y otra muy distinta decirlo a papá. Cabía la posibilidad de que Elizabeth se arrepintiera en el último momento. La propia Margaret había tramado un enfrentamiento con él, pero al final se había echado atrás.
Y aunque Elizabeth se lo dijera a papá, no era seguro que pudiera escapar. A pesar de tener veintiún años y dinero, papá era muy tozudo y carecía de escrúpulos a la hora de lograr un objetivo. Si se le ocurría algún medio de detener a Elizabeth, lo pondría en práctica. En principio, no se opondría a que Elizabeth se pasara al bando de los fascistas, pero se enfurecería si la joven se negaba a plegarse a sus planes.
Margaret se había peleado muchas veces con su padre por motivos similares. Se había puesto furioso cuando aprendió a conducir sin su permiso, y cuando descubrió que ella había acudido a una conferencia de Marie Stopes, la controvertida pionera de la anticoncepción, estuvo a punto de sufrir un ataque de apoplejía. En aquellas ocasiones, no obstante, le había ganado la partida actuando a sus espaldas. Nunca había ganado en una confrontación directa. A la edad de dieciséis años, le había prohibido que fuera de camping con su prima Catherine y varias amigas de ésta, a pesar de que el vicario y su esposa supervisaban la expedición. Las objeciones de su padre se debían a que también iban chicos. Su discusión más virulenta había girado en torno al deseo de Margaret de ir al colegio. Había suplicado, implorado, chillado y sollozado, pero él se mostró implacable.
—Las chicas no tienen por qué ir al colegio —había dicho—. Crecen y se casan.
Pero no podía seguir castigando y reprimiendo a sus hijas por los siglos de los siglos, ¿verdad?
Margaret se sentía inquieta. Se levantó y paseó por el vagón, con tal de hacer algo. Casi todos los demás pasajeros del clipper, por lo visto, compartían su estado de ánimo indeciso, entre la excitación y la depresión. Cuando todos se reunieron en la estación de Waterloo para subir al tren, se produjo un regocijado intercambio de conversaciones y risas. Habían consignado su equipaje en Waterloo. Hubo un pequeño problema con el baúl de mamá, que excedía de manera exagerada el peso límite, pero la mujer había hecho caso omiso de lo que decía el personal de la Pan American, consiguiendo que el baúl fuera aceptado. Un joven uniformado había recogido sus billetes, acompañándoles al vagón especial. Después, a medida que se alejaban de Londres, los pasajeros se fueron sumiendo en el silencio, como si se despidieran en privado de un país que tal vez jamás volverían a ver.
Había entre los pasajeros una estrella de cine norteamericana de fama mundial, culpable en parte de los murmullos excitados. Se llamaba Lulu Bell. Percy estaba sentado a su lado en estos momentos, hablando con ella como si la conociera de toda la vida. Margaret deseaba hablar con la mujer, pero no se atrevía a acercarse y entablar conversación. Percy era más atrevido.
La Lulu Bell de carne y hueso parecía mayor que en la pantalla. Margaret calculó que frisaría la cuarentena, aunque todavía interpretaba papeles de jovencitas y recién casadas. En cualquier caso, era bonita. Pequeña y vivaz, hizo pensar a Margaret en un pajarito, un gorrión o un reyezuelo.
—Su hermano pequeño me está entreteniendo —dijo la actriz, respondiendo a la sonrisa de Margaret.
—Confío en que se esté portando con educación.
—Oh, desde luego. Me ha hablado de su abuela, Rachel Fishbein. —La voz de Lulu adquirió un tono solemne, como si estuviera comentando alguna heroicidad trágica—. Tiene que haber sido una mujer maravillosa.
Margaret se sintió algo violenta. Percy disfrutaba contando mentiras a los desconocidos. ¿Qué demonios le habría dicho a esta pobre mujer? Sonrió vagamente, un truco que había aprendido de su madre, y continuó paseando.
Percy siempre había sido travieso, pero su audacia había aumentado en los últimos tiempos. Crecía en estatura, su voz era más grave y sus bromas rozaban lo peligroso. Aún temía a papá, y sólo se oponía a la voluntad paterna si Margaret le respaldaba, pero ésta sospechaba que se aproximaba el día en que se rebelaría abiertamente. ¿Cómo se lo tornaría papá? ¿Podría dominar a un chico con la misma facilidad que a sus hijas? Margaret creía que no.
Margaret distinguió al final del vagón a una misteriosa figura que le resultó familiar. Un hombre alto, de mirada intensa y ojos ardientes, que destacaba entre esta multitud de personas bien vestidas y alimentadas porque era delgado como la muerte y llevaba un traje raído de tela gruesa y áspera. Su cabello era muy corto, como el de un presidiario. Parecía preocupado y tenso.
Sus miradas se cruzaron, y Margaret le reconoció al instante. Nunca se habían encontrado, pero había visto su foto en los periódicos. Era Carl Hartmann, el socialista y científico alemán. Decidida a ser tan osada como su hermano, Margaret se sentó delante del hombre y se presentó. Hartmann, que se había opuesto a Hitler durante mucho tiempo, se había convertido en un héroe para los jóvenes como Margaret por su valentía. Luego, había desaparecido un año antes, y todo el mundo temió lo peor. Margaret supuso que había escapado de Alemania. Tenía el aspecto de un hombre recién salido del infierno.
—El mundo entero se preguntaba qué había sido de usted —dijo Margaret.
El hombre contestó en un inglés correcto, aunque de pronunciado acento.
—Estaba bajo arresto domiciliario, pero me permitían continuar mis trabajos científicos.
—¿Y después?
—Me escapé —dijo, sin más explicaciones. Presentó al hombre sentado a su lado—. ¿Conoce a mi amigo, el barón Gabon?
Margaret había oído hablar de él. Philippe Gabon era un banquero francés que utilizaba su inmensa fortuna para apoyar causas judías, como el sionismo, lo cual le había granjeado la antipatía del gobierno británico. Pasaba casi todo el tiempo viajando por el mundo, tratando de convencer a las naciones de que aceptaran a los judíos huidos del nazismo, Era un hombre bajo, regordete, de pulcra barba, ataviado cor un elegante traje negro, chaleco gris y corbata blanca. Margaret supuso que él era quien pagaba el billete de Hartmann. Estrechó su mano y continuó charlando con Hartmann.
—Los periódicos no han informado de su huida —señaló.
—Nuestra intención es mantener el secreto hasta que Carl haya abandonado Europa sano y salvo —dijo el barón Gabon.
Ominosas palabras, pensó Margaret; da la impresión de que los nazis aún le persiguen.
—¿Qué va a hacer en Estados Unidos? —preguntó.
—Trabajaré en el departamento de Física de Princeton —contestó Hartmann. Una amarga expresión cubrió su rostro—. No quería abandonar mi país, pero si me hubiera quedado, mi trabajo habría contribuido a la victoria nazi.
Margaret no sabía nada acerca de su trabajo, sólo que era científico. Lo que le interesaba de verdad eran sus opiniones políticas.
—Su valentía ha ejercido gran influencia en mucha gente —dijo.
Pensaba en Ian, que había traducido los discursos de Hartmann, cuando a Hartmann le permitían pronunciar discursos.
Sus alabanzas parecieron incomodarle.
—Ojalá hubiera continuado. Lamento haberme rendido.
—No te has rendido, Carl —intervino el barón Gabon—. No te acuses sin motivo. Hiciste lo único que podías.
Hartmann cabeceó. Su razón le decía que Gabon estaba en lo cierto, pero en el fondo de su corazón creía haber traicionado a su país. Margaret lo comprendió así, y habría querido confortarle, pero no supo cómo. La aparición del acompañante de la Pan American solucionó su dilema.
—La comida está preparada en el siguiente vagón. Vayan acomodándose, por favor.
—Ha sido un honor conocerle —dijo Margaret, poniéndose en pie—. Espero que tendremos más oportunidades de seguir conversando.
—Estoy seguro —dijo Hartmann, sonriendo por primera vez Viajaremos juntos durante cuatro mil ochocientos kilómetros.
Margaret entró en el vagón restaurante y se sentó con su familia. Mamá y papá estaban sentados a un lado de la mesa, y los tres hijos se apretujaban en la otra, con Percy entre Margaret y Elizabeth. Margaret miró de reojo a Elizabeth. ¿Cuándo soltaría la bomba?
El camarero sirvió agua y papá ordenó una botella de vino del Rin. Elizabeth guardaba silencio y miraba por la ventanilla. Margaret esperaba, intrigada.
—¿Qué os pasa, niñas? —preguntó mamá, notando la tensión.
Margaret no dijo nada.
—Tengo algo importante que deciros —habló por fin Elizabeth.
El camarero vino con una crema de champiñones y Elizabeth aguardó a que les sirviera. Su madre pidió una ensalada.
—¿Qué es, querida? —preguntó, cuando el camarero se hubo marchado.
Margaret contuvo el aliento.
—He decidido no ir a Estados Unidos —dijo Elizabeth.
—¿De qué demonios hablas? —estalló su padre—. Claro que irás… ¡Ya estamos en camino!
—No, no volaré con vosotros —insistió Elizabeth con calma. Margaret la observó con atención. Elizabeth hablaba sin alzar la voz, pero su largo rostro, no muy atractivo, estaba pálido de tensión. Margaret se sintió solidaria con ella, pese a todo.
—No digas tonterías, Elizabeth. Papá te ha comprado el billete —dijo su madre.
—A lo mejor nos devuelven el importe —intervino Percy.
—Cállate, idiota —le conminó su padre.
—Si intentáis obligarme —prosiguió Elizabeth—, me negaré a subir al avión. No creo que la compañía aérea os permita llevarme a bordo chillando y pataleando.
Elizabeth había sido muy lista, pensó Margaret. Había sorprendido a papá en un momento vulnerable. No podía subirla a bordo por la fuerza, y no podía quedarse en tierra para buscar una solución al problema porque las autoridades le detendrían por fascista.
Pero su padre aún no estaba derrotado. Había comprendido la gravedad de la situación. Bajó su cuchara.
—¿Qué piensas hacer si te quedas aquí? —preguntó con sarcasmo—. ¿Alistarte en el ejército, como pretendía la retrasada mental de tu hermana?
Margaret enrojeció de ira ante el insulto, pero se mordió la lengua y no dijo nada, esperando que Elizabeth le aplastara.
—Iré a Alemania —dijo Elizabeth.
Su padre enmudeció por un momento.
—Querida, ¿no crees que estás llevando las cosas demasiado lejos? —tanteó su madre.
Percy habló, imitando perfectamente a su padre.
—Éste es el resultado de permitir a las chicas hablar de política —dijo en tono pomposo—. La culpa es de Marie Stopes…
—Cierra el pico, Percy —dijo Margaret, hundiéndole los dedos entre las costillas.
Se quedaron en silencio hasta que el camarero se llevó la sopa intacta. Lo ha hecho, pensó Margaret; ha tenido las agallas de decirlo. ¿Se saldrá con la suya?
Margaret observó que su padre estaba desconcertado. Le había resultado fácil mofarse de Margaret por querer quedarse a luchar contra los fascistas, pero era más difícil escarnecer a Elizabeth, porque estaba de su parte.
Sin embargo, una pequeña duda moral nunca le preocupaba durante mucho rato.
—Te lo prohíbo absolutamente —dijo, en cuanto el camarero se alejó, en tono concluyente, como dando por finalizada la discusión.
Margaret miró a Elizabeth. ¿Cuál sería su reacción? Su padre ni siquiera se dignaba discutir con ella.
—Temo que no me lo puedes prohibir, querido papá —respondió Elizabeth, con sorprendente suavidad.—Tengo veintiún años y puedo hacer lo que me dé la gana.
—Mientras dependas de mí, no.
—En ese caso, me las tendré que arreglar sin tu apoyo. Cuento con un pequeño capital.
Papá bebió un veloz trago de vino.
—No lo permitiré y punto.
Parecía una amenaza vana. Margaret empezó a creer que Elizabeth iba a lograrlo. No sabía si sentirse contenta por la previsible derrota de papá, o enfurecida porque Elizabeth iba a unirse a los nazis.
Les sirvieron lenguado de Dover. Sólo Percy comió. Elizabeth estaba pálida de miedo, pero fruncía la boca con determinación. Margaret no tuvo otro remedio que admirar su fuerza de voluntad, aunque despreciaba su propósito.
—Si no vas a venir a Estados Unidos, ¿por qué has subido al tren? —preguntó Percy.
—He encargado pasaje en un barco que zarpa de Southampton.
—No puedes ir en barco a Alemania desde este país —dijo su padre, triunfante.
Margaret se sintió consternada. Claro que no. ¿Se habría equivocado Elizabeth? ¿Fracasaría todo su plan por este simple detalle?
Elizabeth no se inmutó.
—El barco va a Lisboa —explicó con calma—. He enviado un giro postal a un banco de allí y reservado hotel.
—¡Maldita trampa! —gritó su padre. Un hombre de la mesa vecina les miró.
Elizabeth continuó como si no le hubiera oído.
—Una vez en Lisboa, encontraré un barco que me lleve a Alemania.
—¿Y después? —preguntó su madre.
—Tengo amigos en Berlín, mamá. Ya lo sabes.
Su madre suspiró.
—Sí, querida.
Parecía muy triste. Margaret comprendió que había aceptado la inevitabilidad de la situación.
—Yo también tengo amigos en Berlín —gritó su padre.
Varias personas de las mesas contiguas levantaron la vista.
—Baja la voz, querido —dijo mamá—. Te oímos muy bien.
—Tengo amigos en Berlín que te enviarán de vuelta en cuanto llegues —siguió su padre, en voz más queda.
Margaret se llevó la mano a la boca. Su padre podía conseguir que los alemanes expulsaran a Elizabeth, por supuesto; el gobierno podía hacer cualquier cosa en un país fascista. ¿Terminaría la huida de Elizabeth ante un despreciable burócrata, que examinaría su pasaporte, menearía la cabeza y le denegaría el permiso de entrada?
—No lo harán —replicó Elizabeth.
—Ya lo veremos —dijo papá, con escasa seguridad, en opinión de Margaret.
—Me recibirán con los brazos abiertos, papá —afirmó Elizabeth, y la nota de cansancio en su voz dotó de más convencimiento a sus palabras—. Convocarán una rueda de prensa para anunciar al mundo que he escapado de Inglaterra para unirme a su causa, al igual que los miserables periódicos ingleses publicaron la deserción de judíos alemanes importantes.
—Espero que no descubran lo de la abuela Fishbein —declaró Percy.
Elizabeth se había preparado contra los ataques de su padre, pero el cruel humor de Percy atravesó sus defensas.
—¡Cierra el pico! ¡Eres un chico horrible! —gritó, y se puso a llorar.
El camarero se llevó de nuevo sus platos intactos. El siguiente consistía en costillas de cordero con guarnición de verduras. El camarero sirvió vino. Mamá tomó un sorbo, señal de que estaba afligida.
Papá empezó a comer, atacando la carne con el cuchillo y el tenedor y masticando con furia. Margaret estudió su rostro colérico, y se quedó sorprendida al detectar una huella de perplejidad tras la máscara de rabia. Pocas veces se le veía agitado; su arrogancia solía sortear todas las crisis. Mientras examinaba su expresión, comprendió que todo el mundo de su padre se estaba viniendo abajo. Esta guerra era el fin de sus esperanzas. Había querido que los ingleses abrazaran el fascismo bajo su liderazgo, pero en lugar de ello habían declarado la guerra al fascismo y le exiliaban.
La verdad era que le habían rechazado a mediados de los años treinta, pero hasta ahora había hecho la vista gorda, fingiendo que un día acudirían a él cuando fuera necesario. Supuso que por esa razón estaba tan irritado: vivía una mentira. Su celo de cruzado había degenerado en una manía obsesiva, su confianza en fanfarronadas, y al fracasar en su intento de convertirse en el dictador de Inglaterra sólo le había quedado la opción de tiranizar a sus hijos. Ahora, sin embargo, ya no podía ignorar la verdad. Abandonaba su país y, como comprendió Margaret de repente, nunca le permitirían regresar.
Y para colmo, en el momento en que sus esperanzas políticas se reducían a la nada, sus hijos también se rebelaban. Percy fingía ser judío, Margaret había intentado escapar, y Elizabeth, el único seguidor que le quedaba, le estaba desafiando.
Margaret pensaba que agradecería la aparición de una brecha en su armadura, pero se sentía incómoda. El firme despotismo de papá había sido una constante en su vida, y el hecho de que pudiera desmoronarse la desconcertaba. Se sintió repentinamente insegura, como una nación oprimida que encarase la perspectiva de una revolución.
Intentó comer algo, pero apenas podía tragar. Mamá jugueteó con un tomate durante unos momentos, y luego dejó caer su tenedor.
—¿Hay algún chico de Berlín que te guste, Elizabeth? —preguntó de súbito.
—No —contestó Elizabeth.
Margaret le creyó, pero la pregunta de mamá, en cualquier caso, había sido muy perspicaz. Margaret sabía que Alemania no sólo atraía a Elizabeth desde un punto de vista ideológico. Había algo en los altos y rubios soldados, en sus uniformes inmaculados y botas centelleantes, que estremecía profundamente a Elizabeth. Mientras la sociedad londinense consideraba a Elizabeth una chica más bien fea y vulgar, procedente de una familia excéntrica, en Berlín era algo especial: una aristócrata inglesa, la hija de un pionero del fascismo, una extranjera que admiraba a la Alemania nazi. Su deserción nada más estallar la guerra le granjearía una gran popularidad; la agasajarían como a una celebridad. Se enamoraría de algún oficial joven, o de un relevante miembro del partido, se casarían y tendrían hijos rubios que hablarían alemán.
—Lo que vas a hacer es muy peligroso, querida —dijo mamá—. Papá y yo estamos preocupados por tu seguridad.
Margaret se preguntó si a papá le preocupaba en realidad la seguridad de Elizabeth. A madre sí, seguro, pero lo que más irritaba a papá era la desobediencia. Tal vez, oculto bajo su furia, existía un vestigio de ternura. No siempre había sido intratable. Margaret recordaba momentos cariñosos, incluso divertidos, tiempo atrás. El recuerdo la entristeció hasta límites insospechados.
—Sé que es peligroso, mamá —contestó Elizabeth—, pero mi futuro se juega en esta guerra. No quiero vivir en un mundo dominado por financieros judíos y mugrientos sindicalistas manipulados por el partido Comunista.
—¡Qué disparate! —exclamó Margaret, pero nadie la escuchó.
—Entonces, ven con nosotros —dijo mamá—. Estados Unidos es un lugar estupendo.
—Los judíos controlan Wall Street…
—Creo que exageras —dijo mamá con firmeza, evitando mirar a papá—. Es cierto que hay demasiados judíos y otros personajes desagradables en el mundo de las finanzas norteamericanas, pero la gente decente les sobrepasa en número. Recuerda que tu abuelo era banquero.
—Es increíble que hayamos pasado de afiladores a banqueros en sólo dos generaciones —dijo Percy.
—Estoy de acuerdo con tus ideas, querida —continuó mamá—, ya lo sabes, pero creo que no hace falta morir por ellas. Ninguna causa lo merece.
Margaret se quedó estupefacta. Mamá estaba diciendo que no valía la pena morir por la causa del fascismo, lo cual suponía casi una blasfemia a los ojos de papá. Nunca había visto a su madre rebelarse contra él de esta forma. Margaret también se dio cuenta de que Elizabeth estaba sorprendida. Las dos miraron a papá, que enrojeció un poco y gruñó, expresando su desaprobación, pero no se produjo la explosión que todos esperaban. Y esto fue lo más sorprendente de todo.
Sirvieron el café y Margaret vio que habían llegado a las afueras de Southampton. El tren se detendría dentro de pocos minutos en la estación. ¿Iba Elizabeth a conseguirlo?
El tren redujo la velocidad.
—Me bajo del tren en la estación central —dijo Elizabeth al camarero—. ¿Quiere traer mi equipaje del vagón contiguo, por favor? Es una bolsa roja de piel, y me llamo lady Elizabeth Oxenford.
—Desde luego, señorita.
Casas suburbanas de ladrillo rojo pasaron ante las ventanillas del vagón como filas de soldados. Margaret observaba a papá. No decía nada, pero su rostro, a causa de la rabia contenida, estaba hinchado como un globo. Mamá apoyó una mano en su rodilla.
—No hagas una escena, querido, por favor —dijo.
Papá no contestó.
El tren se detuvo en la estación.
Elizabeth estaba sentada junto a la ventanilla. Miró a Margaret. Ésta y Percy se levantaron para dejarla pasar, y después se volvieron a sentar.
Papá se puso en pie.
Los demás pasajeros presintieron la tensión y contemplaron la escena: Elizabeth y papá plantándose cara en el pasillo, mientras el tren se detenía.
La idea de que Elizabeth había elegido el momento perfecto volvió a llamar la atención de Margaret. A papá le resultaría difícil emplear la fuerza en estas circunstancias; los demás pasajeros podrían impedírselo. Sin embargo, el miedo la atenazó.
El rostro de papá se había teñido de púrpura, y sus ojos casi se le salían de las órbitas. Respiraba con violencia. Elizabeth temblaba, pero su boca reflejaba firmeza.
—Si bajas del tren ahora, no quiero volver a verte nunca más —dijo papá.
—¡No digas eso! —gritó Margaret, pero ya era demasiado tarde. Nadie podía borrar aquellas palabras.
Mamá se puso a llorar.
—Adiós —se limitó a contestar Elizabeth.
Margaret se levantó y le echó los brazos al cuello.
—¡Buena suerte! —susurró.
—Lo mismo digo —replicó Elizabeth, abrazándola.
Besó la mejilla de Percy, se inclinó con torpeza sobre la mesa y besó el rostro de mamá, anegado en lágrimas. Por fin, miró a papá de nuevo.
—¿Nos estrechamos las manos? —preguntó con voz tensa y dolorosa.
El rostro de papá era una máscara de odio.
—Mi hija ha muerto —replicó.
Mamá emitió un sollozo de pesar.
El silencio reinaba en el vagón, como si todo el mundo fuera consciente de que un drama familiar estaba llegando a su conclusión.
Elizabeth dio media vuelta y se marchó.
Margaret deseó aferrar a su padre y agitarle hasta que sus dientes castañetearan. Su insensata obstinación la estremecía. ¿Por qué no podía darse por vencido una sola vez? Elizabeth era una persona adulta; ¡no estaba obligada a obedecer a sus padres el resto de su vida! Papá no tenía derecho a proscribirla. Impulsado por la ira, había destruido la familia, absurda y vengativamente. Margaret le odió en aquel momento. Al contemplar su semblante furioso y beligerante, quiso decirle que era mezquino, injusto y estúpido, pero se mordió los labios y calló, como siempre hacía con su padre.
Elizabeth pasó frente a la ventanilla del vagón, cargada con su maleta roja. Les miró a todos, sonrió entre lágrimas y agitó su mano libre, casi con timidez. Mamá se puso a llorar en silencio. Percy y Margaret le devolvieron el saludo. Papá apartó la vista. Después, Elizabeth se perdió de vista.
Papá se sentó y mamá le imitó.
Se oyó un silbato y el tren se movió.
Volvieron a ver a Elizabeth, esperando en la cola de salida. Levantó la vista cuando pasó su vagón. Esta vez no sonrió ni saludó; su aspecto era triste y taciturno.
El tren aceleró y pronto dejaron de ver a Elizabeth.
—La familia es algo maravilloso —comentó Percy, y aunque se expresó con sarcasmo, su voz estaba desprovista de humor, aunque henchida de amargura.
Margaret se preguntó si volvería a ver a su hermana.
Mamá se secó los ojos con un pequeño pañuelo de hilo, pero no paraba de llorar. No solía perder la compostura. Margaret no recordaba la última vez que la había visto llorar. Percy parecía conmovido. La fidelidad de Elizabeth a una causa tan vil deprimía a Margaret, pero no podía reprimir cierta sensación de júbilo. Elizabeth lo había conseguido: ¡había desafiado a papá y ganado! Se había mostrado a su altura, le había derrotado, había escapado de sus garras.
Si Elizabeth podía hacerlo, Margaret también.
Captó el olor del mar. El tren entró en los muelles. Corría paralelo a la orilla del agua, dejando atrás poco a poco cobertizos, grúas y transatlánticos. A pesar de la pena que la embargaba por la partida de su hermana, Margaret experimentó un escalofrío de anticipación.
El tren se detuvo tras un edificio designado como «terminal de Imperial». Era una estructura ultramoderna que recordaba un poco una tienda. Las esquinas eran redondeadas y el piso superior tenía un amplio mirador similar a una plataforma, con una barandilla a lo largo de todo el perímetro.
Los Oxenford, al igual que los demás viajeros, recogieron su equipaje y bajaron del tren. Mientras comprobaban que las maletas eran trasladadas del tren al avión, acudieron a la terminal de Imperial Airlines para completar las formalidades de salida.
Margaret se sentía mareada. El mundo que la rodeaba estaba cambiando a demasiada velocidad. Había abandonado su hogar, su país estaba en guerra, había perdido a su hermana y faltaban pocos minutos para que volara en dirección a Estados Unidos. Deseó detener un rato el reloj y tratar de asumirlo todo.
Papá explicó a un empleado de la Pan American que Elizabeth no vendría con ellos.
—No hay problema —contestó el hombre—. Hay alguien que espera comprar un billete. Yo me ocuparé de todo.
Margaret reparó en que el profesor Hartmann, que fumaba un cigarrillo en un rincón, dirigía nerviosas y preocupadas miradas a su alrededor. Parecía nervioso e impaciente. Gente como mi hermana le ha convertido en lo que es ahora, pensó Margaret; los fascistas le han perseguido hasta transformarle en un manojo de nervios. No me extraña que tenga tanta prisa por abandonar Europa.
Desde la sala de espera no podían ver el avión, de modo que Percy fue a buscar un lugar más a propósito. Volvió con cantidad de información.
—El despegue tendrá lugar a las dos en punto, tal como estaba previsto —anunció. Margaret experimentó una punzada de aprehensión—. Tardaremos una hora y media en llegar a nuestra primera escala, que es Foynes. En Irlanda es verano, al igual que en Inglaterra, así que llegaremos a las tres y media. Esperaremos una hora, mientras lo reaprovisionan de combustible y deciden la ruta de vuelo definitivo. Volveremos a despegar a las cuatro y media.
Margaret vio caras nuevas, gente que no había viajado en el tren. Algunos pasajeros habrían acudido directamente a Southampton por la mañana, o habrían permanecido en algún hotel. Mientras pensaba en esto, una mujer increíblemente hermosa llegó en taxi. Era rubia, tendría unos treinta años y llevaba un vestido magnífico, de color crema con lunares rojos. La acompañaba un hombre sonriente, de aspecto vulgar, vestido con una chaqueta de cachemira. Todo el mundo les miró; parecían muy felices, y su aspecto era atractivo.
Pocos minutos después, el avión estaba preparado para que los pasajeros subieran.
Pasaron por las puertas principales de la terminal al muelle, donde se hallaba amarrado el clipper, oscilando sobre el agua. El sol arrancaba destellos de sus costados plateados. Era enorme.
Margaret no había visto jamás un avión ni la mitad de grande. Era del tamaño de una casa y largo como dos pistas de tenis. Una gran bandera norteamericana estaba pintada sobre su morro, parecido al de una ballena. Las alas eran altas y estaban situadas a la altura de la parte superior del fuselaje. Había cuatro enormes motores empotrados en las alas, y las hélices debían medir unos cuatro metros y medio de diámetro.
¿Cómo era posible que aquel trasto volara?
—¿Pesa mucho? —preguntó en voz alta.
Percy la oyó.
—Cuarenta y una toneladas —se apresuró a contestar. Sería como volar por los aires en una casa.
Llegaron al borde del muelle. Una pasarela descendía hasta un embarcadero flotante. Mamá avanzó a toda prisa, aferrándose a la barandilla; daba la impresión de que se tambaleaba, como si hubiera envejecido veinte años. Papá cargaba con las maletas de ambos. Mamá nunca cargaba con nada; era una de sus fobias.
Una pasarela más corta les condujo desde el embarcadero flotante hasta lo que parecía un ala secundaria roma, medio sumergida en el agua.
—Un hidroestabilizador —indicó Percy—. También conocido como ala acuática. Impide que el avión se incline hacia un costado en el agua.
La superficie del ala acuática era ligeramente curva, y Margaret pensó que iba a resbalar, pero no fue así. Se situó a la sombra de la gigantesca ala que se cernía sobre su cabeza. Le habría gustado tocar una de las enormes hélices, pero no llegaba.
Había una puerta en el fuselaje bajo la palabra AMERICAN de LÍNEAS AÉREAS PAN AMERICAN. Margaret agachó la cabeza y pasó por la puerta.
Bajó tres escalones hasta pisar el suelo del avión. Margaret se encontró en una habitación de unos seis metros cuadrados, con una lujosa alfombra de color terracota, paredes beige y sillas azules, cuyo tapizado estaba adornado con estrellas. Había lámparas en el techo y grandes ventanas cuadradas con celosías. Las paredes y el techo eran rectos, en lugar de curvos como el fuselaje; no daba la impresión de subir a un avión, sino de entrar en una casa.
La habitación tenía dos puertas. Algunos pasajeros fueron conducidos hasta la parte posterior del avión. Margaret observó que, en aquella dirección, había una serie de saloncitos, alfombrados y decorados en suaves tonos verdes y canelas. A los Oxenford, sin embargo, les había tocado la parte de delante. Un mozo bajo y regordete con chaqueta blanca, que se presentó como Nicky, les guió hasta el compartimento siguiente.
Era algo más pequeño que el anterior, decorado de manera diferente: alfombra turquesa, paredes verde pálido y tapicería beige. A la derecha de Margaret había dos largas otomanas de tres plazas, una enfrente de la otra, separadas por una mesita situada bajo la ventana. A su izquierda, al otro lado del pasillo, había otro par de otomanas, un poco más pequeñas, de dos plazas.
Nicky les indicó los asientos más amplios de la derecha. Papá y mamá se sentaron al lado de la ventana, y Margaret y Percy junto al pasillo, dejando dos asientos libres entre ellos, y otros cuatro al otro lado del pasillo. Margaret se preguntó quien se sentaría en ellos. La hermosa mujer del vestido a topos sería interesante. Y también Lulu Bell, sobre todo si quería hablar de la abuela Fishbein. Lo mejor sería que le tocara Carl Hartmann.
Notó que el avión se movía al compás de las aguas. Era un movimiento casi imperceptible, suficiente para recordarle que se encontraba en el mar. Decidió que el avión era como una alfombra mágica. Era imposible imaginar cómo simples motores lograban que volara. Resultaba mucho más sencillo creer que un antiguo hechizo le sostendría en el aire.
Percy se levantó.
—Voy a echar un vistazo —dijo.
—Quédate aquí —ordenó papá—. Si empiezas a dar vueltas, molestarás a todo el mundo.
Percy se sentó al instante. Papá aún no había perdido toda su autoridad.
Mamá se empolvó la nariz. Había dejado de llorar. Margaret llegó a la conclusión de que se sentía mejor.
—Prefiero sentarme mirando hacia adelante —dijo una voz de acento norteamericano.
Margaret levantó la vista. Nicky, el mozo, le enseñó al hombre un asiento, al otro lado del compartimento. Margaret no le identificó, pues se encontraba de espaldas a ella. Era rubio y llevaba un traje azul.
—No hay problema, señor Vandenpost —dijo el mozo—. Acomódese en el asiento opuesto.
El hombre se volvió. Margaret le miró con curiosidad, y los ojos de ambos se encontraron.
Se quedó atónita al reconocerle.
Ni era norteamericano ni se llamaba Vandenpost.
Los ojos azules del joven le dirigieron una advertencia, pero ya era demasiado tarde.
—¡Caramba! —exclamó Margaret—. ¡Si es Harry Marks!