5

Por primera vez en su vida, Nancy Lenehan estaba engordando.

De pie en la suite del hotel Adelphi de Liverpool, junto a una montaña de maletas que esperaban ser embarcadas en el SS Orania, se miró en el espejo, horrorizada.

No era bonita ni fea, pero tenía facciones regulares (nariz recta, pelo oscuro, barbilla bien dibujada) y parecía atractiva cuando se vestía con acierto, lo que ocurría casi siempre. Hoy llevaba un vestido de franela muy ajustado, confeccionado por Paquin en color cereza, y una blusa de seda gris. La chaqueta, siguiendo la moda, se ceñía a la cintura, y por eso había descubierto que estaba engordando. Cuando se abrochó los botones de la chaqueta, apareció una arruga, leve pero muy reveladora, y los botones inferiores ejercieron presión contra los ojales.

Sólo existía una explicación. La cintura de la chaqueta era más breve que la cintura de la señora Lenehan.

Debía ser el resultado de haber comido y bebido durante todo agosto en los mejores restaurantes de París. Suspiró. Seguiría una dieta durante toda la travesía transatlántica. Al llegar a Nueva York, habría recobrado la figura.

Jamás se había plegado a una dieta. La perspectiva no la inquietaba; aunque le gustaba comer, no era glotona. Lo que en realidad la inquietaba era sospechar que se trataba de un síntoma de la edad.

Hoy cumplía cuarenta años.

Siempre había sido esbelta, y los vestidos caros a medida le sentaban bien. Había detestado la indumentaria suelta de los años veinte, y se alegró cuando las cinturas volvieron a ponerse de moda. Derrochaba mucho tiempo y dinero en ir de compras, una actividad que le encantaba. A veces, esgrimía la excusa de que necesitaba exhibir un buen aspecto porque trabajaba en el mundo de la moda, pero la verdad era que lo hacía por puro placer.

Su padre había fundado una fábrica de zapatos en Brockton, Massachusetts, en las afueras de Boston, en 1899, el año que Nancy nació. Le enviaban desde Londres zapatos de la mejor calidad y realizaba copias baratas; sus ventas crecieron gracias a estos plagios. Sus anuncios mostraban un zapato londinense de 29 dólares junto a una copia Black de 10, y preguntaban: «¿Distingue usted la diferencia?». Trabajaba bien y con denuedo, y durante la Gran Guerra se hizo con el primero de los contratos militares, que aún constituían el negocio más rentable.

Durante los años veinte estableció una cadena de tiendas, sobre todo en Nueva Inglaterra, que sólo vendían sus zapatos. Cuando llegó la Depresión, redujo el número de modelos de mil a cincuenta y fijó un precio de 6,60 dólares por cada par, independientemente del modelo. Su audacia fue recompensada y, mientras todos los demás negocios quebraban, los beneficios de Black aumentaron.

Solía decir que costaba lo mismo fabricar malos zapatos que buenos, y que era absurdo que la clase obrera fuera mal calzada. Cuando los pobres compraban zapatos de suela de cartón que se estropeaban al cabo de pocos días, las botas de Black eran baratas y resistentes. Papá estaba orgulloso de ello, al igual que Nancy. Según ella, las excelentes botas de la familia justificaban la gran mansión de Back Bay donde vivían, el enorme Packard con chófer, sus fiestas, sus ropas bonitas y sus criados. Ella no era como otros jóvenes adinerados, que se conformaban con heredar la riqueza.

Ojalá pudiera decir lo mismo de su hermano.

Peter tenía treinta y ocho años. Cuando papá murió, cinco años antes, dejó a Peter y a Nancy un número igual de acciones de la empresa, el cuarenta por ciento cada uno. La hermana de papá, tía Tilly, recibió el diez por ciento, y el diez restante fue a parar a Danny Riley, el desacreditado abogado de papá.

Nancy siempre había dado por sentado que ella tomaría el timón cuando papá muriera. Papá siempre la había preferido a Peter. No era normal que una mujer dirigiera una empresa, pero ya había sucedido otras veces en la industria textil.

Papá tenía un ayudante, Nat Ridgeway, un lugarteniente muy capacitado, que había expresado con gran claridad su convicción de que era el hombre adecuado para presidir «Black’s Boots».

Cosa que Peter también deseaba, y además era el hijo. Nancy siempre se había sentido culpable por ser la favorita de papá. Si Peter no heredaba el imperio de su padre, quedaría humillado y decepcionado. Nancy no fue capaz de asestarle un golpe semejante. Se mostró de acuerdo en que Peter se pusiera al frente del negocio. Entre ella y su hermano controlaban el ochenta por ciento de las acciones. Una vez establecido el acuerdo, cada uno siguió su camino.

Nat Ridgeway dimitió y fue a trabajar a la «General Textiles» de Nueva York. Fue una pérdida para el negocio, pero también fue una pérdida para Nancy. Justo antes de que papá muriera, Nat y Nancy habían empezado a salir.

Nancy no había salido con nadie desde la muerte de Sean. No quería, pero Nat había elegido el momento a la perfección, porque después de cinco años, Nancy empezaba a darse cuenta de que el trabajo ocupaba toda su vida, sin dejar espacio a la diversión. Estaba preparada para emprender un pequeño romance. Habían disfrutado de unas cuantas cenas tranquilas, uno o dos obras de teatro, y ella le había besado, a modo de despedida, con notable pasión; y en ese punto se hallaban cuando la crisis estalló, y el romance terminó cuando Nat abandonó la empresa. Nancy se sintió engañada.

Desde entonces, Nat había progresado espectacularmente en la «General Textiles», y ya era presidente de la empresa. También se había casado con una hermosa rubia diez años menor que Nancy.

En contraste, a Peter le había ido fatal. De hecho, no estaba capacitado para el trabajo. El negocio había ido cuesta abajo durante los cinco años de su mandato. Las tiendas ya no rendían beneficios; se mantenían, y poco más. Peter había abierto una suntuosa zapatería en la Quinta Avenida de Nueva York, en la que se vendían zapatos caros de mujer, objetivo que absorbía todo su tiempo y atención…, pero perdía dinero.

Sólo la fábrica, bajo la dirección de Nancy, daba dinero. A mediados de los años treinta, cuando Estados Unidos salió de la Depresión, había impulsado la fabricación de sandalias para mujeres con los dedos de los pies al aire, que alcanzaron una enorme popularidad. Estaba convencida de que el futuro de los zapatos femeninos residía en productos ligeros y alegres, lo bastante baratos para tirarlos cuando hiciera falta.

Hubiera podido vender el doble de los zapatos que se fabricaban, pero las pérdidas de Peter absorbían sus beneficios, y no se podía invertir en la expansión.

Nancy sabía lo que era necesario hacer para salvar el negocio.

A fin de obtener capital, era preciso vender la cadena de tiendas, tal vez a sus gerentes. El dinero de la venta se emplearía en modernizar la fábrica y adoptar el método de producción basado en las cintas transportadoras que se estaban introduciendo en todas las fábricas de zapatos más adelantadas. Peter debería cederle las riendas y limitarse a dirigir su tienda de Nueva York, bajo un severo control de gastos.

Deseaba que su hermano conservara el cargo de presidente y el prestigio inherente, y continuaría subvencionando su tienda con los beneficios de la fábrica, dentro de ciertos límites. A cambio, debería renunciar a todo poder real.

Había puesto por escrito estas propuestas en un informe confidencial dirigido a Peter. Él le había prometido que lo pensaría. Nancy le había dicho, con la mayor delicadeza posible, que no se podía permitir la decadencia de la empresa, y que si él no accedía a su plan, debería pedir su cabeza a la junta de accionistas, con el resultado de que Peter sería despedido y a ella la nombrarían presidente. Deseaba con todo su corazón que lo comprendiera. Si pretendía provocar una crisis, ésta se saldaría con una derrota humillante para él y un conflicto familiar que tal vez no se pudiera solucionar jamás.

Hasta el momento, Peter no se había ofendido. Parecía tranquilo y pensativo, pero continuaba mostrándose cordial.

Decidieron viajar a París juntos. Peter compró zapatos de moda para su tienda, y Nancy adquirió prendas de alta costura para su uso exclusivo, vigilando los gastos de Peter. Nancy adoraba Europa, sobre todo París, y tenía muchas ganas de conocer Londres. Entonces, se declaró la guerra.

Decidieron regresar de inmediato a Estados Unidos, pero todo el mundo pensó lo mismo, por supuesto, y tuvieron muchos problemas para encontrar pasaje. Por fin, Nancy consiguió billetes para un barco que zarpaba de Liverpool. Después de un largo viaje desde París en tren y transbordador, habían llegado ayer a la ciudad inglesa, para embarcar el día de hoy.

Los preparativos para la guerra la ponían nerviosa. El día anterior, por la tarde, un botones había ido a su habitación para instalar una complicada pantalla a prueba de luz sobre la ventana. Todas las ventanas debían estar completamente oscurecidas durante la noche, para que la ciudad no fuera visible desde el aire. Tiras de cinta adhesiva cruzadas se pegaban sobre los cristales de las ventanas, para que las astillas de vidrio no saltaran cuando la ciudad fuera bombardeada. La parte delantera del hotel estaba protegida con sacos de arena, y se había habilitado un refugio antiaéreo en la parte posterior.

Lo que más temía Nancy era que los Estados Unidos entraran en guerra y sus hijos Liam y Hugh fueran reclutados. Recordó que papá decía, cuando Hitler accedió al poder, que los nazis impedirían la caída de Alemania en las garras del comunismo; ésa fue la última vez que pensó en Hitler. Estaba demasiado ocupada para preocuparse por Europa. No le interesaba la política internacional, el equilibrio del poder ni el auge del fascismo; eran abstracciones ridículas, comparadas con las vidas de sus hijos. Que los polacos, austriacos, judíos y eslavos se cuidaran de sí mismos. Su deber era cuidar de Liam y Hugh.

Aunque no necesitaban muchos cuidados. Nancy se había casado joven y había tenido hijos enseguida, de modo que los chicos eran ya mayores. Liam estaba casado y vivía en Houston, y Hugh cursaba el último año de carrera en Yale. Hugh no estudiaba tanto como debería, y le preocupó saber que se había comprado un veloz coche deportivo, pero ya había superado la edad de escuchar los consejos de su madre. Por lo tanto, considerando que no podía arrebatarles al ejército, no tenía grandes motivos para volver.

Sabía que la guerra favorecía los negocios. En Estados Unidos se produciría un gran auge económico, y la gente ganaría más dinero para comprar zapatos. Tanto si Estados Unidos entraba en guerra como si no, el potencial militar experimentaría una expansión, lo cual significaba más pedidos de los ya acordados en sus contratos con el gobierno. En conjunto, calculaba que sus ventas se duplicarían o triplicarían en el curso de los dos o tres años siguientes: otra razón para modernizar la fábrica.

Sin embargo, todo esto se reducía a la insignificancia ante la espantosa y evidente posibilidad de que sus hijos fueran reclutados, para luchar, ser heridos y, tal vez, morir entre horribles dolores en un campo de batalla.

Un mozo de cuerda vino a buscar sus maletas, interrumpiendo sus lúgubres pensamientos. Preguntó al hombre si Peter ya había entregado su equipaje. El mozo, con un fuerte acento local que Nancy casi no pudo entender, le dijo que Peter había enviado sus maletas al barco la noche anterior.

Nancy se dirigió a la habitación de Peter para comprobar si ya estaba preparado para marcharse. Cuando llamó, una camarera abrió la puerta, comunicándole con el mismo acento gutural que su hermano se había ido ayer.

Nancy se quedó perpleja. Los dos se habían registrado en el hotel juntos ayer por la noche. Nancy decidió cenar en su habitación y acostarse pronto; Peter dijo que iba a hacer lo mismo. Si había cambiado de idea, ¿a dónde había ido? ¿Dónde había pasado la noche? ¿Dónde estaba ahora?

Bajó al vestíbulo para telefonear, pero no sabía a quién llamar. Ni ella ni Peter conocían a nadie en Inglaterra. Dublin se hallaba justo enfrente de Liverpool, al otro lado del estrecho. ¿Habría viajado Peter a Irlanda, para conocer el país del que procedía la familia Black? Era lo que habían pensado en un principio, pero Peter sabía que no podría llegar a tiempo de coger el barco.

Guiada por un impulso, pidió a la operadora que marcara el número de tía Tilly.

Llamar a Estados Unidos desde Europa era cuestión de suerte. No había suficientes líneas, y a veces era preciso esperar mucho rato. Si había suerte, se podía obtener la llamada en pocos minutos. El sonido solía ser malo, y había que gritar.

Eran las siete de la mañana menos unos quince minutos en Boston, pero tía Tilly ya estaría levantada. Dormía poco y se despertaba temprano, como muchos ancianos. Era una persona muy activa.

Las líneas no estaban ocupadas en aquel momento, tal vez porque era demasiado pronto para que los hombres de negocios de Estados Unidos estuvieran sentados en su despacho, y el teléfono de la cabina sonó al cabo de cinco minutos. Se imaginó a tía Tilly en su bata de seda y zapatillas de piel, saliendo de su reluciente cocina para coger el teléfono negro del pasillo.

—¿Diga?

—Soy Nancy, tía Tilly.

—Santo Dios, pequeña, ¿estás bien?

—Muy bien. Han declarado la guerra, pero el tiroteo aún no ha empezado, al menos en Inglaterra. ¿Sabes algo de los chicos?

—Están bien. Liam me envió una postal desde Palm Beach. Dice que Jacqueline aún está más bonita bronceada. Hugh me llevó a dar un paseo en su coche nuevo, que es muy bonito.

—¿Conduce muy rápido?

—Me pareció muy prudente, y hasta se negó a tomar una copa, diciendo que la gente no debería conducir automóviles potentes después de beber.

—Me siento más tranquila.

—¡Feliz cumpleaños, querida! ¿Qué estás haciendo en Inglaterra?

—Estoy en Liverpool, a punto de tomar un barco para Nueva York, pero he perdido a Peter. No sabrás nada de él, ¿verdad?

—Pues claro que sí, querida. Ha convocado una junta de accionistas para pasado mañana, a primera hora. Nancy se quedó petrificada.

—¿Quieres decir el viernes por la mañana?

—Sí, querida; pasado mañana es viernes.

Tilly pronunció estas palabras en tono ofendido, como diciendo: «No soy tan vieja como para no saber el día de la semana que es».

Nancy no salía de su asombro. ¿Cuál era el sentido de convocar una junta de accionistas, si ni ella ni Peter estarían presentes? Los directores restantes eran Tilly y Danny Riley, y nunca decidirían nada por su cuenta.

Esto olía a conspiración. ¿Tramaría algo Peter?

—¿Cuál es el orden del día, tía?

—Ahora lo estaba repasando. —Tía Tilly leyó en voz alta—. «Aprobar la venta de ‘Black’s Boots’ a ‘General Textiles’, bajo las condiciones negociadas por el presidente.»

—¡Dios mío!

Nancy se sintió desfallecer. ¡Peter estaba vendiendo la empresa a sus espaldas!

Por un momento, la estupefacción le impidió hablar.

—¿Te importaría leerlo otra vez, tía? —dijo, tras un gran esfuerzo, con voz temblorosa.

Tía Tilly lo repitió.

Un escalofrío recorrió a Nancy de pies a cabeza. ¿Como había conseguido Peter traicionarla ante sus propios ojos? ¿Cuándo había negociado el acuerdo? Lo habría empezado a planear en cuanto recibió el informe confidencial de su hermana. Mientras fingía meditar en sus propuestas, conspiraba contra ella.

Siempre había sabido que Peter era débil, pero jamás le habría sospechado autor de una traición tan vergonzosa.

—¿Sigues ahí, Nancy?

Nancy tragó saliva.

—Sí, sigo aquí, pero atónita. Peter no me lo había dicho.

—¿De veras? Eso no es justo, ¿verdad?

—Es obvio que desea la aprobación de la venta estando yo ausente…, pero él tampoco llegará a tiempo a la junta. Hoy cogeremos el barco… El viaje dura cinco días.

Y sin embargo, pensó, Peter ha desaparecido…

—¿No hay un avión ahora?

—¡El clipper! —recordó Nancy. Había salido en todos los periódicos. Se podía cruzar el Atlántico en un día. ¿Era eso lo que Peter iba a hacer?

—Exacto, el clipper —dijo Tilly—. Danny Riley me ha dicho que Peter regresa en el clipper, y que llegará a tiempo de asistir a la junta de accionistas.

A Nancy le costaba muchísimo asimilar las vergonzosas mentiras de su hermano. Había viajado hasta Liverpool con ella, para convencerla de que iba a coger el barco. Debió marcharse en cuanto se separaron en el pasillo del hotel, trasladándose en coche hasta Southampton para llegar a tiempo de subir al avión. ¿Cómo era posible que hubiera pasado todo el viaje con ella, hablando y comiendo juntos, comentando el inminente viaje, mientras al mismo tiempo planeaba su ruina?

—¿Por qué no vienes en el clipper, tú también? —preguntó Tilly.

¿Sería demasiado tarde? Peter lo habría planeado con todo cuidado. Habría anticipado que Nancy haría algunas averiguaciones al descubrir su desaparición, asegurándose de que su hermana no podría cazarle. Sin embargo, el sentido del tiempo no era el punto fuerte de Peter, y cabía la posibilidad de que hubiera incurrido en algún error.

Ni siquiera se atrevía a confiar en ello.

—Voy a intentarlo —dijo Nancy con repentina determinación—. Adiós. —Colgó el teléfono.

Reflexionó durante unos momentos. Peter se había marchado ayer por la noche, y debía de haber viajado toda la noche. El clipper saldría hoy mismo de Southampton para llegar a Nueva York mañana, a tiempo de que Peter se trasladara a Boston para la junta del viernes. ¿A qué hora despegaba el clipper? ¿Podría Nancy llegar a Southampton a tiempo de cogerlo?

Se acercó a la recepción con el alma en un hilo y preguntó al conserje mayor a qué hora despegaba el clipper de Southampton.

—Lo ha perdido, señora —contestó el hombre.

—Compruebe la hora, por favor —insistió Nancy, intentando ocultar su impaciencia.

El conserje sacó una lista de horarios y la examinó. A las dos.

Ella consultó su reloj: las doce en punto,

—No llegaría a tiempo a Southampton ni aunque tuviera un avión privado esperándola —dijo el conserje.

—¿Puedo alquilar algún avión?

El rostro del conserje adoptó la expresión tolerante de un empleado de hotel siguiéndole la corriente a un extranjero iluso.

—Hay un aeródromo a unos quince kilómetros de aquí. Por lo general, siempre hay algún piloto que la pueda llevar allí, a cambio de unos honorarios, pero ha de llegar al aeródromo, encontrar al piloto, hacer el viaje, aterrizar cerca de Southampton y trasladarse de la pista de aterrizaje al muelle. Es imposible hacerlo en dos horas, créame.

Nancy se alejó, frustrada.

Irritarse no servía de nada en los negocios, como había aprendido mucho tiempo atrás. Cuando las cosas se torcían, era preciso encontrar una forma de enderezarlas. No puedo llegar a Boston a tiempo, pensó, pero quizá pueda impedir la venta por control remoto.

Volvió a la cabina telefónica. En Boston pasaban unos minutos de las siete. Su abogado Patric MacBride, estaría en casa. Indicó a la operadora su número.

Mac era el hombre que su hermano tendría que haber sido. Cuando Sean murió, él intervino y se ocupó de todo: la investigación, el funeral, el testamento, y las finanzas personales de Nancy. Era maravilloso con los chicos; hablaba con ellos de deportes, iba a verlos cuando interpretaban obras en el colegio, les dio consejos sobre la universidad y las respectivas carreras. En momentos diferentes, habló con cada uno de ellos sobre las verdades de la vida. Cuando papá murió, Mac aconsejó a Nancy que impidiera a Peter asumir la presidencia; ella hizo lo contrario, y ahora los acontecimientos demostraban que Mac estaba en lo cierto. Sabía que Mac la amaba, más o menos, pero no era una relación peligrosa: Mac era un devoto católico, fiel a su fea, gorda y leal esposa. Nancy le apreciaba mucho, pero no era la clase de hombre del que podía enamorarse. Era afable, regordete, tranquilo y calvo, y ella siempre se había sentido atraída por tipos enérgicos y con mucho pelo; hombres como Nat Ridgeway.

Mientras esperaba la conexión, tuvo tiempo de reflexionar sobre la ironía de la situación. El cómplice de Peter en la conspiración contra ella era Nat Ridgeway, brazo derecho de su padre y galanteador de ella en otro tiempo. Nat había dejado la empresa (y a Nancy) porque no podía ser jefe; y ahora, desde su cargo de presidente de «General Textiles», intentaba controlar de nuevo «Black’s Boots».

Sabía que Nat había estado en París para presenciar los desfiles de modas, aunque no se había encontrado con él. Sin embargo, Peter se habría reunido con él y cerrado el trato en la capital francesa, mientras fingía dedicarse a inocentes compras de zapatos. Nancy no había sospechado nada. Cuando pensó en la facilidad con que la habían engañado, se sintió furiosa contra Peter y Nat…, y sobre todo contra sí misma.

Descolgó el teléfono de la cabina cuando sonó; hoy tenía suerte con las conexiones. Mac respondió con la boca llena del desayuno.

—¿Ummm?

—Mac, soy Nancy.

El hombre tragó la comida a toda prisa.

—Gracias a Dios que me has llamado. Te he buscado por toda Europa. Peter está intentando…

—Lo sé, acabo de enterarme —le interrumpió—. ¿Cuáles son las condiciones del trato?

—Una acción de «General Textiles», más veintisiete centavos en metálico, por cinco acciones de «Black’s».

—¡Jesús, eso es un regalo!

—A tenor de vuestros beneficios, no es un precio tan bajo…

—¡Pero el valor de nuestros bienes es mucho más elevado!

—Oye, no he dicho lo contrario —dijo Mac en tono apaciguador.

—Lo siento, Mac, es que estoy muy furiosa.

—Lo comprendo.

Oía a las cinco hijas de Mac pelearse al fondo. También oía el sonido de una radio y el siseo de una tetera.

—Coincido contigo en que la oferta es demasiado baja —prosiguió el hombre, al cabo de un momento—. Se atiene al nivel de beneficios actual, en efecto, pero se desentiende del valor de los bienes y de las perspectivas futuras.

—Ya lo puedes decir.

—Hay algo más.

—Dime.

—Peter continuará durante los cinco años siguientes a la adquisición para encargarse de la operación «Black’s», pero no hay empleo para ti.

Nancy cerró los ojos. Éste era el golpe más cruel. Se sintió enferma. El perezoso y estúpido Peter, al que ella había protegido y cobijado, se quedaría; y ella, que había mantenido a flote el negocio, sería despedida.

—¿Cómo puede hacerme esto? —dijo—. ¡Es mi hermano!

—Lo siento muchísimo, Nan.

—Gracias.

—Nunca confié en Peter.

—Mi padre dedicó su vida a levantar este negocio —gritó Nancy—. No podemos permitir que Peter lo destruya.

—¿Qué quieres que haga?

—¿Podemos impedirlo?

—Si asistes a la junta de accionistas, creo que podrás convencer a tu tía y a Danny Riley de que voten en contra…

—El problema es que no puedo asistir. ¿No puedes convencerles tú?

—Es posible, pero no serviría de nada: Peter les supera en votos. Ellos sólo poseen el diez por ciento, cada uno, y Peter el cuarenta.

—¿No puedes votar en mi nombre?

—Me faltan tus poderes.

—¿Puedo votar por teléfono?

—Una idea interesante… Creo que se pondría a votación de la junta, y Peter utilizaría su mayoría para derrotar la propuesta.

Permanecieron en silencio mientras se estrujaban los sesos.

Durante la pausa, Nancy se acordó de las normas de educación.

—¿Cómo está la familia? —preguntó.

—En este momento, sin lavar, sin vestir y sin domar. Y Betty está embarazada.

Nancy se olvidó de sus problemas por un momento.

—¡No me tomes el pelo! —Pensaba que habían parado de tener hijas; la menor tenía cinco años—. ¡A estas alturas! —Pensaba que ya había averiguado cuál era la causa. Nancy lanzó una carcajada.

—¡ Felicidades!

—Gracias, aunque Betty se muestra un poco… ambivalente hacia el tema.

—¿Por qué? Es más joven que yo.

—Pero seis son muchos críos.

—Os lo podéis permitir.

—Sí… ¿Estás segura de que no puedes coger ese avión?

Nancy suspiró.

—Estoy en Liverpool. Southampton dista trescientos kilómetros y el avión despega antes de dos horas. Es imposible.

—¿Liverpool? Eso no está lejos de Irlanda.

—Ahórrame los datos turísticos…

—Es que el clipper hace escala en Irlanda.

El corazón de Nancy estuvo a punto de detenerse.

—¿Estás seguro?

—Lo leí en el periódico.

Este dato lo cambiaba de todo, comprendió Nancy, sintiendo renacer sus esperanzas. ¡Podría coger el avión, a pesar de todo!

—¿Dónde aterriza? ¿En Dublín?

—No, en algún lugar de la costa oeste, pero no me acuerdo del nombre. Aún te queda tiempo.

—Lo comprobaré y te llamaré después. Adiós.

—Oye, Nancy…

—¿Qué?

—Feliz cumpleaños.

Ella sonrió a la pared.

—Mac, eres grande.

—Buena suerte.

—Adiós.

Colgó y volvió a la recepción. El conserje mayor le dedicó una sonrisa condescendiente. Nancy resistió la tentación de ponerle en su sitio; aún le sería de menos ayuda.

—Creo que el clipper hace escala en Irlanda —dijo, obligándose a adoptar un tono cordial.

—En efecto, señora. En Foynes, en el estuario del Shannon. Ella tuvo ganas de replicar: «¿Y por qué no me lo has dicho antes, presumido de mierda?», pero se limitó a sonreír.

—¿A qué hora? —preguntó.

El hombre consultó la lista de horarios.

—Está previsto que aterrice a las tres y media y vuelva a despegar a las cuatro y media.

—¿Podría llegar a tiempo para cogerlo?

La sonrisa tolerante del hombre se desvaneció y la miró con mas respeto.

—No lo había pensado. Son dos horas de vuelo en un aeroplano pequeño. Si encuentra un piloto puede lograrlo.

La tensión de Nancy aumentó. Las posibilidades de conseguir su objetivo ya no parecían tan remotas.

—Consígame un taxi que me lleve al aeródromo cuanto antes, por favor.

El conserje chasqueó los dedos en dirección a un botones.

—¡Taxi para la señora! —Se volvió a Nancy—. ¿Y sus maletas? —Estaban amontonadas en el vestíbulo. No cabrán en un avión pequeño.

—Envíelas al barco, por favor.

—Muy bien.

—Hágame la nota cuanto antes.

—Ahora mismo.

Nancy cogió el maletín en el que guardaba sus útiles de aseo imprescindible, el maquillaje y una muda de ropa interior. Abrió una maleta y encontró una blusa limpia, para el día siguiente por la mañana, de seda azul marino, un camisón y una bata. Llevaba sobre el brazo una chaqueta de cachemira gris ligera, que tenía la intención de ponerse en el muelle si el viento era frío. Decidió conservarla; podía necesitarla para abrigarse ene el avión.

Cerró las maletas.

—Su cuenta, señora Lenehan.

Nancy extendió un talón y lo entregó, junto con una propina.

—Muy amable, señora Lenehan. El taxi está esperando.

Salió corriendo y subió a un estrecho automóvil inglés. El conserje colocó el maletín a su lado y dio las instrucciones al chófer.

—¡Vaya con la mayor rapidez posible! —añadió Nancy—. El coche circuló por el centro de la ciudad con una lentitud insufrible. Nancy golpeteó el suelo del taxi con su zapato de raso gris. El retraso se debía a que unos hombres estaban pintando rayas blancas en mitad de la calle, en los bordillos y alrededor de los árboles que bordeaban la calle. Se preguntó cuál era el propósito, irritada, y después se imaginó que servirían de ayuda a los conductores cuando se produjera el oscurecimiento.

El taxi ganó velocidad a medida que atravesaba los suburbios y salía a campo abierto, donde no tenía lugar preparativos bélicos. Los alemanes no bombardearían los campos, como no fuera por accidente. No paraba de consultar el reloj. Ya eran las doce y media. Si encontraba un avión y un piloto, y le convencía de llevarla sin la menor demora, podría despegar hacia la una. El conserje había dicho dos horas de vuelo. Aterrizaría a las tres. Después, por supuesto, tendría que trasladarse del aeropuerto hasta Foynes, aunque la distancia debía ser corta. Cabía la posibilidad de que llegara con tiempo de sobra. ¿Encontraría algún vehículo que la condujera a los muelles? Intentó serenarse. Tales especulaciones por adelantado eran absurdas.

Se le ocurrió pensar que tal vez el clipper estuviera lleno; todos los barcos estaban.

Apartó el pensamiento de su mente.

Cuando estaba a punto de preguntarle al chófer si faltaba mucho, el coche se desvió bruscamente de la carretera y entró en un campo, atravesando un portal abierto. Mientras el coche traqueteaba sobre la hierba, Nancy divisó un pequeño hangar. A su alrededor pequeños aviones de brillantes colores estaban sujeto a la tierra cubierta de verde césped, como mariposas clavadas sobre un paño de terciopelo. Notó con satisfacción que no había escasez de aparatos. Sin embargo, también necesitaba un piloto, y no se veía ninguno.

El chófer paró junto a la gran puerta del hangar.

—Espéreme, por favor —pidió Nancy mientras bajaba. No quería quedarse sin posibilidad de regresar.

Entró corriendo en el hangar. Había tres aviones en el interior, pero ninguna persona. Salió al sol de nuevo. Alguien tenía que responsabilizarse del lugar, pensó, presa de los nervios. Tenía que haber alguien cerca, de lo contrario la puerta estaría cerrada con llave. Rodeó el hangar hasta la parte posterior, y vio tres hombres de pie junto a un aeroplano.

El aparato era arrebatador. Estaba pintado por completo de amarillo canario, con pequeñas ruedas amarillas que le recordaron a Nancy coches de juguete. Era un biplano, con las alas superiores e inferiores sujetas mediante cables y puntales, y un solo motor en el morro. La hélice apuntaba al aire y la cola se hallaba apoyada en tierra, como un cachorrillo ansioso de que le sacaran a pasear.

Lo estaban aprovisionando de combustible. Un hombre ataviado con un grasiento mono azul y una gorra de tela se encontraba subido a una escalera de mano, vertiendo la gasolina de una lata en una protuberancia del ala situada sobre el asiento delantero. A su lado había un hombre alto y atractivo, de la misma edad que Nancy, que llevaba un casco de vuelo y una chaqueta de cuero. Hablaba animadamente con un hombre vestido con un traje de tweed.

Nancy carraspeó.

—Disculpen —dijo.

Los dos hombres la miraron, pero el alto continuó hablando y los dos desviaron la vista.

No era un buen comienzo.

—Lamento molestarles —insistió Nancy—. Quiero alquilar un avión.

—No puedo ayudarla —dijo el hombre alto, interrumpiendo la conversación.

—Es una emergencia —contestó Nancy.

—No soy un maldito taxista —repuso el hombre, apartando de nuevo la vista.

—¿Por qué es tan grosero? —preguntó Nancy, irritada.

Su frase consiguió atraer la atención del hombre, que le dirigió una mirada de interés y curiosidad. Nancy advirtió que tenía cejas negras y arqueadas.

—No era mi intención —se disculpó—, pero mi avión no se alquila, ni yo tampoco.

—No se ofenda, por favor —dijo ella, desesperada—, pero si es un problema de dinero, le pagaré lo que sea…

Estaba ofendido. Su expresión se endureció y volvió la cabeza.

Nancy observó que llevaba un traje gris oscuro bajo la chaqueta de cuero, y que sus zapatos negros de tipo oxford eran auténticos, y no imitaciones baratas como las que Nancy fabricaba. Era un hombre de negocios que pilotaba su propio avión por placer, evidentemente.

—¿Hay algún otro piloto? —preguntó.

El mecánico levantó la vista del depósito de combustible y meneó la cabeza.

—Hoy no —dijo.

—No me dedico a los negocios para perder dinero —dijo el hombre alto a su compañero—. Dígale a Seward que se le paga lo estipulado.

—El problema es que se le han abierto los ojos —contestó el hombre del traje de tweed.

—Lo sé. Dígale que la próxima vez negociaremos una tarifa superior.

—Puede que no le parezca suficiente.

—En este caso, que coja los trastos y se vaya a tomar por el culo.

Nancy quería chiflar de frustración. Tenía delante un avión y un piloto perfectos, pero sus palabras no lograrían que la condujeran a donde deseaba.

—¡He de ir a Foynes! —gritó, casi al borde de las lágrimas. El hombre alto se giró en redondo.

—¿Ha dicho Foynes?

—Sí…

—¿Por qué?

Al menos, había conseguido entablar conversación con él.

—Intento coger el clipper de la Pan American.

—Qué curioso. Yo también.

Recobró de nuevo las esperanzas.

—Dios mío. ¿Se dirige a Foynes?

—Sí. —El aspecto del hombre era sombrío—. Persigo a mi mujer.

A pesar de su excitación, comprendió que se trataba de una declaración muy extraña; semejante confesión revelaba que el hombre era muy débil, o muy seguro de sí mismo.

Nancy miró al avión. Al parecer, tenía dos cabinas, una detrás de la otra.

—¿El avión es de dos plazas? —preguntó, ansiosa. El hombre la miró de arriba abajo.

—Sí. Dos plazas.

—Lléveme con usted, por favor.

El hombre vaciló, y después se encogió de hombros.

—¿Por qué no?

Nancy estuvo a punto de desmayarse de alivio.

—Gracias, Dios mío —exclamó—. Le estoy muy agradecida.

—Olvídelo. —El hombre extendió una mano enorme—. Mervyn Lovesey. Encantado de conocerla.

Se estrecharon las manos.

—Nancy Lenehan. Es un placer.

Eddie se dio cuenta por fin de que necesitaba hablar con alguien.

Tenía que ser alguien de su plena confianza; alguien a quien pudiera confiar lo sucedido.

La única persona con la que hablaba de este tipo de cosas era Carol-Ann. Era su confidente. Ni siquiera hablaba de ciertos temas con papá, cuando éste estaba vivo; no le gustaba mostrarse débil ante su padre. ¿Podía confiar en alguien?

Pensó en el capitán Baker. Marvin Baker era el tipo de piloto que gustaba a los pasajeros: apuesto, de mandíbula cuadrada, seguro y confiado. Eddie le respetaba y apreciaba, pero Baker sólo debía lealtad al avión y a los pasajeros, y era muy estricto en el cumplimiento de las normas. Insistiría en que se dirigiera de inmediato a la policía. No le servía.

¿Alguien más?

Sí. Steve Appleby.

Steve era hijo de un leñador de Oregon, un chico alto, de músculos duros como el acero, criado en el seno de una familia católica y muy pobre. Se habían conocido cuando eran guardiamarinas en Annapolis. Habían entablado amistad el primer día, en el inmenso comedor pintado de blanco. Mientras los demás novatos protestaban del rancho, Eddie limpió su plato. Levantó la vista y reparó en otro cadete cuya pobreza le hacía pensar que la comida era excelente: Steve. Sus ojos se encontraron y se entendieron a la perfección.

Su amistad prosiguió cuando salieron de la academia, pues ambos fueron destinados a Pearl Harbor. Cuando Steve se casó con Nella, Eddie fue el padrino, y Steve intercambió papeles con Eddie el año anterior. Steve continuaba en la Marina, destinado en el astillero de Portsmouth (New Hampshire). Ahora se veían con menos frecuencia, pero no importaba, porque su amistad era de aquellas que sobreviven a largos períodos sin contacto. No se escribían, a menos que tuvieran algo importante de contar. Cuando coincidían en Nueva York cenaban, iban a bailar y compartían una estrecha amistad, como si se hubieran visto por ultima vez el día antes. Eddie habría confiado su alma a Steve.

Steve era muy habilidoso. Conseguía lo que los demás no podían: un pase de fin de semana, una botella de licor, un par de entradas para un partido importante…

Eddie decidió que intentaría ponerse en contacto con él.

Se sintió un poco mejor después de haber tomado algo parecido a una decisión. Entró corriendo en el hotel.

Se dirigió a la pequeña oficina y dio el número de la base naval a la propietaria del hotel. Después subió a su habitación. La mujer vendría a buscarle cuando consiguiera la comunicación.

Se quitó el mono. No quería que le interrumpieran en mitad del baño, de modo que se lavó la cara y las manos en el dormitorio, vistiéndose a continuación con una camisa blanca y los pantalones del uniforme. La rutina le calmó un poco, pero estaba muy impaciente. No sabía lo que Steve diría, pero compartir el problema constituiría un alivio.

Se estaba anudando la corbata cuando la propietaria llamó a la puerta. Eddie bajó corriendo la escalera y descolgó el teléfono. Le habían conectado con la operadora de la base.

—Póngame con Steve Appleby, por favor —dijo.

—El teniente Appleby no puede ponerse al teléfono en este momento —contestó la mujer. El corazón le dio un vuelco a Eddie—. ¿Quiere que le dé el recado?

Eddie se sentía amargamente decepcionado. Sabía que Steve no podría agitar una varita mágica y rescatar a Carol-Ann, pero al menos habrían hablado, y tal vez habría surgido alguna idea.

—Señorita, es una emergencia. ¿Dónde diablos está?

—¿Puede decirme quién le llama, señor?

—Soy Eddie Deakin.

La operadora abandonó al instante su tono formal.

—¡Hola, Eddie! Fuiste su padrino de bodas, ¿verdad? Soy Laura Gross. Nos conocemos. —Bajó la voz como una conspiradora—. Steve no ha pasado la noche en la base, extraoficialmente.

Eddie gruñó para sí. Steve estaba haciendo algo que no debía… en el momento menos apropiado.

—¿Cuándo volverá?

—Tenía que haber regresado antes de amanecer, pero aún no ha dado señales de vida.

Peor aún. Steve no sólo se hallaba ausente, sino que tal vez se había metido en algún lío.

—Puedo pasarte con Nella —dijo la operadora—. Está en la oficina.

—Vale, gracias.

No iba a confesar sus problemas a Nella, desde luego, pero quizá averiguaría algo más sobre el paradero de Steve. Dio pataditas en el suelo, nervioso, mientras aguardaba la conexión. Recreó en su mente a Nella: era una muchacha afectuosa de rostro redondo y pelo largo rizado.

Por fin, escuchó su voz.

—¿Diga?

—Nella, soy Eddie Deakin.

—Hola, Eddie. ¿Dónde estás?

—Llamo desde Inglaterra, Nella. ¿Dónde está Steve?

—¡Desde Inglaterra! ¡Santo Dios! Steve está, hummm, ilocalizable ahora. ¿Pasa algo? —preguntó, en tono preocupado.

—Sí. ¿Cuándo crees que volverá Steve?

—En el curso de la mañana, tal vez dentro de una hora o así. Eddie, pareces muy nervioso. ¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema?

—Dile a Eddie que me llame aquí, si llega a tiempo. Le dio el número de teléfono del Langdown Lawn. Ella lo repitió.

—Eddie, ¿quieres hacer el favor de contarme qué ocurre?

—No puedo. Dile que me llame. Me quedaré aquí otra hora. Después, he de volver al avión… Hoy regresamos a Nueva York.

—Lo que tú digas —dijo Nella, vacilante—. ¿Cómo está Carol-Ann?

—He de irme. Adiós, Nella.

Colgó sin esperar la respuesta. Sabía que se había comportado con rudeza, pero estaba demasiado preocupado para que le importara. Se sentía a punto de estallar.

Como no sabía que hacer, subió la escalera y regresó a su cuarto. Dejó la puerta entreabierta, para oír el timbre del teléfono del vestíbulo, y se sentó en el borde de la cama individual. Tenía ganas de llorar, por primera vez desde que era niño. Sepultó la cabeza entre sus manos.

—¿Qué voy a hacer?

Recordó el secuestro de Lindbergh. Se publicó en todos los periódicos cuando estaba en Annapolis, siete años antes. Habían asesinado a su hijo.

—Oh, Dios mío, salva a Carol-Ann —rezó.

Ya no solía rezar. Los rezos nunca habían servido de nada a sus padres. Sólo creía en sí mismo. Meneó la cabeza. No era el momento de acudir a la religión. Tenía que pensar y hacer algo.

La gente que había secuestrado a Carol-Ann quería que Eddie subiera al avión, eso estaba claro. Tal vez era motivo suficiente para no hacerlo, pero en este caso no se encontraría con Tom Luther ni averiguaría qué querían de él. Quizá pudiera frustrar sus planes, pero perdería hasta la más ínfima posibilidad de lograr el control de la situación.

Se levantó y abrió su maletín. Sólo podía pensar en Carol-Ann, pero guardó como una autómata los útiles de afeitar, el pijama y la ropa sucia. Se peinó y guardó los cepillos.

El teléfono sonó cuando iba a sentarse otra vez.

Salió de la habitación en dos zancadas. Bajó la escalera como un rayo, pero alguien llegó al teléfono antes que él. Cruzó el vestíbulo y oyó la voz de la propietaria.

—¿El cuatro de octubre? Voy a ver si quedan plazas libres.

Volvió sobre sus pasos, cabizbajo. Se dijo que Steve tampoco podría hacer nada. Nadie podía ayudarle. Alguien había raptado a Carol-Ann, y Eddie iba a obedecer sus órdenes para recuperarla. Nadie le sacaría del apuro en que se encontraba.

Entristecido, recordó que se habían peleado la última vez que la vio. Nunca se lo perdonaría. Deseó con todo su corazón haberse mordido la lengua. ¿De qué mierda habían discutido? Juró que nunca más se pelearía con ella, si conseguía rescatarla con vida.

¿Por qué sonaba ese jodido teléfono?

Llamaron a la puerta y entró Mickey, vestido con el uniforme de vuelo y cargando la maleta.

—¿Preparado para marcharnos? dijo en tono jovial. El pánico se apoderó de Eddie.

—¿Ya es hora?

—¡Claro!

—Mierda,..

—¿Qué pasa, tanto te gusta esto? ¿Quieres quedarte a luchar contra los alemanes?

Eddie tenía que concederle unos minutos más a Steve.

—Ve pasando —dijo a Mickey—. Enseguida te alcanzo.

Mickey pareció herirle un poco que Eddie no quisiera acompañarle. Se encogió de hombros.

—Hasta luego —dijo, y se marchó.

¿Dónde cojones estaba Steve Appleby?

Siguió, sentado durante quince minutos, con la vista clavada en el papel pintado.

Por fin, cogió su maleta y bajó la escalera poco a poco, mirando el teléfono como si fuera una serpiente venenosa dispuesta a atacar. Se detuvo en el vestíbulo, esperando que sonara.

El capitán Baker bajó y miró a Eddie, sorprendido.

—Vas a llegar tarde —dijo—. Será mejor que vengas conmigo en taxi.

El capitán poseía el privilegio de ir en taxi hasta el hangar.

—Estoy esperando una llamada —contestó Eddie.

El capitán frunció levemente el entrecejo.

—Bien, pues ya no puedes esperar más. ¡Vámonos!

Eddie no se movió durante un momento. Después, comprendió la estupidez de la situación. Steve no iba a llamar, y Eddie debía estar en el avión si quería hacer algo. Se obligó a coger la maleta y a salir por la puerta.

Entraron en el taxi que les estaba esperando.

Eddie se dio cuenta de que casi había incurrido en insubordinación. No quería ofender a Baker, que era un buen capitán y siempre trataba a Eddie con suma corrección.

—Lo siento —se disculpó—. Esperaba una llamada de Estados Unidos.

El capitán sonrió, con semblante risueño.

—¡Coño, pero si llegaremos mañana!

—Tiene razón —contestó Eddie, sombrío.

Estaba solo.