4

Las primeras palabras que Mark Alder dijo a Diana Lovesey fueron:

—Santo Dios, eres lo más bello que he visto en todo el día.

La gente siempre le decía este tipo de cosas. Era bonita y vivaz, y le encantaba vestir bien. Aquella noche llevaba un vestido largo azul turquesa, con solapas pequeñas, un corpiño fruncido y mangas cortas hasta la altura del codo; sabía que tenía un aspecto maravilloso.

Se encontraba en el hotel Midland de Manchester, asistiendo a una cena, a la que seguiría un baile. No estaba segura de si la organizaba la Cámara de Comercio, los francmasones o la Cruz Roja; siempre acudía la misma gente a tales acontecimientos. Había bailado con casi todos los socios de su marido Mervyn, que la habían estrechado más de lo necesario y pisado los pies, consiguiendo que sus esposas la asaetearan con miradas asesinas. Era extraño, pensaba Diana, que cuando un hombre se ponía en ridículo ante una chica bonita, su mujer siempre odiara a la chica, en lugar de al hombre. A pesar de que a Diana no la atraían en absoluto aquellos maridos pomposos y anegados de whisky.

Había escandalizado a todas y molestado a su marido cuando enseñó al teniente de alcalde a bailar el jitterbug. Ahora, necesitada de una pausa, se había ido al bar del hotel, con la excusa de comprar cigarrillos.

Él estaba solo, bebiendo un coñac corto, y la miró como si hubiera traído la luz del sol al bar. Era un hombre bajo y pulcro, de sonrisa infantil y acento norteamericano. Su comentario pareció espontáneo y sus modales eran encantadores, de modo que ella le dirigió una sonrisa radiante, aunque no le habló. Compró cigarrillos, pidió un vaso de agua con hielo y volvió al baile.

Él debió preguntarle al camarero quién era, y averiguó su dirección de alguna manera, porque al día siguiente Diana recibió una nota del hombre, escrita en el papel del hotel Midland.

De hecho, era un poema.

Empezaba:

Fija en mi corazón, la imagen de tu sonrisa,
grabada, siempre presente en la mente,
no podrán borrarla el dolor, los años o la desdicha.

Le arrancó lágrimas.

Lloró por todo cuanto había anhelado y jamás conseguido. Lloró porque vivía en una mugrienta ciudad industrial, con un marido que detestaba irse de vacaciones. Lloró porque el poema era lo único hermoso y romántico que le había ocurrido en cinco años. Y lloró porque ya no estaba enamorada de Mervyn.

Después, todo sucedió a una velocidad vertiginosa.

Al día siguiente era domingo. Fue a la ciudad el lunes. Su rutina normal habría consistido en acudir primero a Boot’s para cambiar su libro en la biblioteca; después, habría comprado un billete combinado de almuerzo y sesión en el cine Paramount de la calle Oxford por dos chelines y seis peniques. Después de la película, habría dado una vuelta por los almacenes Lewis y por Finnigan’s, para comprar cintas, servilletas o regalos para los hijos de su hermana. Tal vez se habría acercado a una de las pequeñas tiendas de The Shambles para comprarle a Mervyn algún queso exótico o una mermelada especial. Luego, habría tomado el tren de vuelta a Altrincham, el suburbio donde residía, a tiempo para cenar.

Esta vez, tomó café en el bar del hotel Midland, comió en el restaurante alemán situado en los bajos del hotel Midland y tomó el té de las cinco en el salón del hotel Midland, Sin embargo, no vio al hombre fascinante de acento norteamericano.

Regresó a casa con el corazón roto. Era ridículo, se dijo. ¡Le había visto menos de un minuto y no le había dirigido ni una palabra! Parecía simbolizar todo cuanto le faltaba en la vida, pero si le veía de nuevo descubriría seguramente que era grosero, estúpido, morboso y maloliente, o todo a la vez.

Bajó del tren y caminó por la calle de grandes villas suburbanas en donde vivía. Cuando se acercó a su casa, se quedó conmocionada y aturdida al verle andando hacia ella, mirando su casa con un aire fingido de curiosidad ociosa.

Diana se ruborizó y su corazón se aceleró. Él también se mostró sorprendido. Se detuvo, pero ella continuó avanzando.

—¡Nos encontraremos en la Biblioteca Central mañana por la mañana —le dijo ella cuando pasó a su lado.

No esperaba que respondiera, pero el hombre, como ella averiguó más tarde, poseía una mente ágil e ingeniosa.

—¿En qué sección? —le preguntó al instante.

Era una biblioteca grande, pero no tan grande como para que dos personas tardaran en encontrarse mucho rato, pero dijo lo primero que le vino a la cabeza.

—Biología.

El hombre rió.

Diana entró en su casa con aquella carcajada campanilleando en sus oídos, una carcajada cálida, serena, complacida: la risa de un hombre que amaba la vida y se sentía a gusto consigo mismo.

La casa estaba desierta. La señora Rollins, que se encargaba de las tareas domésticas, ya se había marchado, y Mervyn aún no había llegado. Diana se sentó en la moderna e higiénica cocina y se entretuvo en antihigiénicos pensamientos pasados de moda sobre aquel divertido poeta norteamericano.

A la mañana siguiente le encontró sentado a una mesa, bajo un letrero que ponía silencio. Cuando le dijo «hola», él se llevó un dedo a los labios, señaló una silla y escribió una nota.

Decía: «Me encanta tu sombrero».

Diana llevaba un sombrerito parecido a una maceta vuelta del revés con un borde, y se inclinaba a un lado, hasta casi cubrirle el ojo izquierdo. Era la moda del momento, pero pocas mujeres de Manchester se atrevían a seguirla.

Ella sacó una pluma del bolso y escribió debajo: «No te quedaría bien».

«Pero mis geranios encajarían de maravilla», escribió él. Ella rió, y el hombre le indicó que callara.

¿Está loco, o sólo es divertido?, pensó Diana.

Ella escribió: «Adoro tu poema».

Él escribió a continuación: «Yo te adoro a ti».

Loco, pensó ella, pero las lágrimas acudieron a sus ojos. Escribió: «¡Ni siquiera sé tu nombre!»

Él le entregó su tarjeta. Se llamaba Mark Alder y vivía en Los Angeles.

¡California!

Fueron a comer temprano a un restaurante VHL (verduras, huevos y leche), porque estaba segura de que no se toparía en él con su marido: ni una manada de caballos salvajes le arrastraría a un restaurante vegetariano. Después, como era martes, había un concierto a mediodía en el Houldsworth Hall de Deansgate, con la famosa orquesta Hallé de la ciudad y su nuevo director, Malcolm Sargent. Diana se sentía orgullosa de que su ciudad pudiera ofrecer tal oferta cultural a un visitante.

Aquel día averiguó que Mark escribía comedias para la radio. Nunca había oído hablar de la gente para la cual escribía, pero él dijo que era famosa: Jack Benny, Fred Allen, Amos ‘n’ Andy. También era propietario de una emisora de radio. Vestía una chaqueta de cachemira. Estaba pasando unas largas vacaciones, siguiendo la pista de sus orígenes. Su familia procedía de Liverpool, la ciudad portuaria que distaba pocos kilómetros al oeste de Manchester. Era un hombre bajo, no mucho más alto que Diana, y de su misma edad, de ojos color avellana y algunas pecas.

Y era un encanto.

Era inteligente, divertido y fascinante, de modales educados, uñas impecables y ropa excelente. Le gustaba Mozart, pero conocía a Louis Armstrong. Lo más importante era que Diana le gustaba.

Era muy peculiar que a pocos hombres les gustasen de verdad las mujeres, pensó Diana. Los hombres que ella conocía la adulaban, intentaban meterle mano, insinuaban discretas citas cuando Mervyn les daba la espalda y a veces, estaban borrachos, le declaraban su amor, pero en realidad no les gustaba. Su conversación era trivial, nunca la escuchaban y no sabían nada acerca de ella. Mark era diferente por completo, como fue averiguando durante los siguientes días y semanas.

El día después de citarse en la biblioteca, él alquiló un coche y la llevó a la costa, donde comieron bocadillos en una playa acariciada por la brisa y se besaron al abrigo de las dunas.

Mark tenía una suite en el Midland, pero no podían encontrarse allí porque Diana era muy conocida; si la hubieran visto subir a una habitación después de comer, la noticia se habría esparcido por toda la ciudad a la hora del té. Sin embargo, la mente inventiva de Mark aportó una solución. Fueron en coche a la ciudad costera de Lytham St. Anne’s, provistos de una maleta, y se inscribieron en un hotel como el señor y la señora Alder. Comieron y se fueron a la cama.

Hacer el amor con Mark fue muy divertido.

La primera vez, hizo una pantomima de intentar desnudarse en completo silencio, y ella se rió tanto que no sintió timidez cuando él la desnudó. Ya no la preocupaba que le gustara o no: era obvio que la adoraba. Era tan amable que no se puso nerviosa ni un momento.

Pasaron la tarde en la cama y después bajaron a pagar, diciendo que habían decidido no prolongar su estancia. Mark pagó como si hubieran pasado la noche para que no se produjeran enfados. La dejó en la estación anterior a Altrincham, y ella llegó a casa en tren como si hubiera pasado la tarde en Manchester.

Todo aquel verano procedieron de la misma forma.

El debía volver a Estados Unidos a principios de agosto para trabajar en un nuevo programa, pero se quedó, y escribió una serie de sketchs sobre un norteamericano de vacaciones en Inglaterra, enviándolos cada semana por el nuevo servicio de correo aéreo iniciado por la Pan American.

A pesar de este recordatorio de que el tiempo se les escapaba de las manos, Diana consiguió no pensar demasiado sobre el futuro. Mark volvería a su país algún día, por supuesto, pero mañana seguiría aquí, y ése era el único futuro que Diana osaba anticipar. Era como la guerra: todo el mundo sabía que sería espantosa, pero nadie era capaz de predecir cuándo estallaría. Hasta que ocurriera, lo único que cabía hacer era seguir adelante e intentar pasarlo bien.

El día después de que estallara la guerra, él le dijo que iba a regresar.

Diana estaba sentada en la cama, con la sábana por debajo del busto, mostrando los pechos. A Mark le encantaba esta postura. Pensaba que sus pechos eran maravillosos, aunque ella pensaba que eran demasiado grandes.

Sostenían una conversación seria. Inglaterra había declarado la guerra a Alemania, y hasta los amantes felices hablaban de ello. Diana había seguido el horrible conflicto de China durante todo el año, y la idea de una guerra en Europa la llenaba de pánico. Como los fascistas en España, los japoneses no tenían escrúpulos en lanzar bombas sobre mujeres y niños, y las carnicerías de Chungking e Ichang habían sido estremecedoras.

Formuló a Mark la pregunta que estaba en boca de todo el mundo.

—¿Qué crees que ocurrirá?

Por una vez, su respuesta no fue divertida.

—Creo que va a ser horrible —dijo con gravedad—. Creo que Europa quedará devastada. Es posible que este país sobreviva, por ser una isla. Eso espero.

—Oh —exclamó Diana.

De repente, tuvo miedo. Los ingleses no decían cosas semejantes. Los periódicos se mostraban beligerantes, y Mervyn deseaba la guerra sin ambages. Sin embargo, Mark era extranjero, y su opinión, pronunciada con su tranquilo tono norteamericano, sonaba preocupantemente realista. ¿Arrojarían bombas sobre Manchester?

Recordó algo que Mervyn había dicho, y lo repitió.

—Estados Unidos entrará en guerra tarde o temprano.

—Hostia, espero que no —fue la sorprendente contestación de Mark—. Esto es un conflicto europeo, y no tiene nada que ver con nosotros. Puedo entender por qué Inglaterra ha declarado la guerra, pero no tengo el menor deseo de ver morir a los norteamericanos por defender a los jodidos polacos. Nunca le había oído decir tacos de aquella manera. A veces, le susurraba obscenidades en el oído mientras hacían el amor, pero eso era diferente. Ahora, parecía irritado. Pensó que tal vez estaba un poco asustado. Sabía que Mervyn estaba asustado, pero lo expresaba en forma de optimismo imprudente. El miedo de Frank se traducía en aislacionismo y juramentos.

Su actitud la decepcionó, pero entendía su punto de vista: ¿por qué debían los norteamericanos ir a la guerra por Polonia, o incluso por Europa?

—Y yo ¿qué? —dijo Diana. Procuró expresarse con frivolidad—. ¿Te gustaría que me violasen unos nazis rubios de botas brillantes?

No era muy gracioso, y se arrepintió al instante.

Fue entonces cuando él sacó un sobre de la maleta y se lo dio.

Ella sacó el billete y lo miró. De pronto, se quedó aterrorizada.

—¡Vuelves a tu país! —gritó. Era como el fin del mundo.

—Hay dos billetes —se limitó a decir él, con aire solemne. Ella pensó que su corazón iba a dejar de latir.

—Dos billetes —repitió en tono monótono. Estaba desorientada y extrañamente asustada.

Él se sentó en la cama a su lado y le cogió la mano. Diana sabía lo que diría a continuación. Se hallaba emocionada y aterrorizada al mismo tiempo.

—Ven conmigo, Diana. Vuela a Nueva York conmigo. Después, iremos a Reno y te divorciarás, y luego iremos a California y nos casaremos. Te quiero.

«Volar.» Apenas se podía imaginar volando sobre el océano Atlántico: tales cosas sólo ocurrían en los cuentos de hadas.

«A Nueva York.» Nueva York era un sueño de rascacielos y clubs nocturnos, gangsters y millonarios, herederas elegantes y coches enormes.

«Y te divorciarás». ¡Y librarse de Mervyn!

«Luego, iremos a California.» Donde se rodaban las películas, y crecían naranjas en los árboles, y el sol brillaba todos los días.

«Y nos casaremos.» Y estar con Mark todo el tiempo, cada día, cada noche.

No pudo hablar.

—Tendremos hijos —dijo Mark.

Ella quiso llorar.

—Pídemelo otra vez —susurró.

—Te quiero. ¿Quieres casarte conmigo y ser la madre de mis hijos? —dijo él.

—Oh, sí —respondió Diana, y tuvo la sensación de que ya estaba volando—. ¡Sí, sí, sí!

Tenía que decírselo a Mervyn aquella noche.

Era lunes. El martes debería viajar a Southampton con Mervyn. El clipper despegaba el miércoles a las dos del mediodía.

Flotaba en el aire cuando llegó a casa el lunes por la tarde, pero en cuanto entró en la casa se desvaneció su euforia. ¿Cómo se lo iba a decir?

La casa era bonita, un gran chalet nuevo, blanco y de tejado rojo. Tenía cuatro dormitorios, tres de los cuales casi nunca se habían utilizado. Tenía un cuarto de baño moderno y una cocina con los últimos adelantos. Ahora que se aprestaba a abandonarla, la miró con tierna nostalgia: había sido su hogar durante cinco años.

Ella preparaba las comidas de Mervyn. La señora Rollins se encargaba de la limpieza y de lavar la ropa. Si Diana no cocinara, no habría tenido nada que hacer. Además, Mervyn era en el fondo un producto de la clase obrera, y le gustaba que su mujer le trajera la comida a la mesa cuando volvía a casa. Todavía llamaba a la comida «el té», y la acompañaba con té, aunque siempre era copiosa: salchichas, filete o pastel de carne. Para Mervyn, «la cena» se servía en los hoteles. En casa se tomaba el té.

¿Qué le iba a decir?

Hoy tomaría buey frío, las sobras del asado del domingo. Diana se puso un delantal y empezó a cortar patatas para freír. Cuando pensó en la previsible irritación de Mervyn, le temblaron las manos y se cortó con el cuchillo de las verduras.

Intentó serenarse mientras se lavaba el corte bajo el agua fría, lo secaba con una toalla y se lo vendaba. ¿De qué tengo miedo?, se preguntó. No me va a matar. No puede detenerme: ya tengo más de veintiún años y vivimos en un país libre. Estos pensamientos no calmaron sus nervios.

Se sentó a la mesa y lavó una lechuga. Aunque Mervyn trabajaba mucho, casi siempre llegaba a casa a la misma hora. Decía: «¿De qué sirve ser el jefe si he de parar de trabajar cuando los demás se van a casa?». Era ingeniero, y el dueño de una fábrica de la que salían toda clase de rotores, desde aspas pequeñas para sistemas de refrigeración hasta enormes hélices de transatlánticos. Mervyn siempre había tenido éxito —era un buen negociante—, pero dio en el clavo cuando empezó a fabricar hélices de avión. Volar era su afición favorita, y poseía un pequeño avión, un Tiger Moth, aparcado en un aeródromo de las afueras de la ciudad. Cuando el gobierno empezó a crear las Fueras Aéreas, dos o tres años antes, había muy pocas personas que supieran fabricar hélices curvas con precisión matemática, y Mervyn era una de ellas. Desde entonces, sus negocios habían experimentado un gran auge.

Diana era su segunda esposa. La primera le había abandonado, siete años atrás, y huido con otro hombre, llevándose a sus dos hijos. Mervyn se divorció de ella en cuanto pudo y se declaró a Diana nada más concluido el divorcio. Diana tenía veintiocho años, y él treinta y ocho. Era un hombre atractivo, masculino y próspero, y la adoraba. Su regalo de bodas consistió en un collar de diamantes.

Unas semanas antes, para su quinto aniversario, le había regalado una máquina de coser.

Al pensar en el pasado, comprendió que la máquina de coser había sido la gota que colmaba el vaso. Ella deseaba un coche. Sabía conducir y Mervyn se podía permitir el lujo. Cuando vio la máquina de coser, supo que su paciencia se había agotado. Llevaban cinco años juntos, pero él aún no se había dado cuenta de que Diana no cosía nunca.

Sabía que Mervyn la amaba, pero no la veía. Para él, era una persona con la etiqueta de «esposa». Era bonita, interpretaba su papel social de la forma adecuada, le ponía la comida en la mesa y se comportaba en la cama como una puta; ¿qué más se podía pedir? Nunca la consultaba acerca de nada. Como no era ni ingeniero ni hombre de negocios, ni se le ocurría que poseyera un cerebro. Hablaba a los hombres de su fábrica con más inteligencia que a ella. En su mundo, los hombres deseaban coches y las mujeres máquinas de coser.

Aun así, era un hombre muy inteligente. Hijo de un tornero, había asistido a una escuela de segunda enseñanza de Manchester y estudiado Física en la universidad de Manchester. Había tenido la oportunidad de ingresar en Cambridge y licenciarse, pero carecía de vocación académica, y consiguió un empleo en el departamento de proyectos de una importante empresa de ingeniería. Estaba al día en los avances de la física, y hablaba intensamente con su padre, aunque nunca con Diana, por supuesto, de átomos, radiaciones y fisión nuclear.

Por desgracia, Diana no entendía ni jota de física. Sabía mucho sobre música, literatura y un poco sobre historia, pero a Mervyn no le interesaba la cultura, aunque le gustaba el cine y la música de baile. Así pues, no tenían ningún tema en común del que hablar.

Habría sido diferente de haber tenido hijos, pero Mervyn ya tenía dos hijos de su primera mujer y no quería más. Diana se sentía inclinada a quererlos, pero no tuvo la menor posibilidad; su madre les predispuso en contra de Diana, con el argumento de que ésta había causado la ruptura de su matrimonio. La hermana de Diana que vivía en Liverpool tenía dos lindas gemelas con trenzas, y Diana les dedicaba todo su afecto maternal.

Perdería a las gemelas.

A Mervyn le entusiasmaba mantener una vida social intensa con los principales políticos y hombres de negocios de la ciudad, y Diana disfrutó al principio con su papel de anfitriona. Siempre le había gustado la ropa bonita, y le sentaba de maravilla. Pero la vida era algo más que aquello.

Durante un tiempo, pasó por ser la inconformista de la sociedad de Manchester: fumaba puros, vestía de forma extravagante, hablaba sobre el amor libre y el comunismo. Le encantaba escandalizar a las matronas, pero Manchester no era una ciudad muy conservadora, Mervyn y sus amigos eran liberales, y no había provocado una gran conmoción.

Estaba descontenta, pero se preguntaba si tenía derecho a ello. La mayoría de las mujeres pensaban que era afortunada: tenía un marido serio, digno de confianza y generoso, una bonita casa y montones de amigos. Se decía que debía ser feliz, pero no lo era…, y entonces apareció Mark.

Oyó que el coche de Mervyn frenaba en la calle. Era un sonido familiar, pero esta noche se le antojó ominoso, como el gruñido de una bestia peligrosa.

Puso la sartén sobre el gas con mano temblorosa. Mervyn entró en la cocina.

Era tremendamente atractivo. Su cabello oscuro ya se había teñido de gris, pero le dotaba de un porte aún más distinguido. Era alto y no había engordado, como la mayoría de sus amigos. No era presumido, pero Diana le animaba a vestir trajes oscuros a medida y camisas blancas caras, porque le gustaba que pareciera tan triunfador como era.

La aterrorizaba que él distinguiera la culpabilidad en su rostro y le preguntara cuál era la causa.

La besó en la boca. Avergonzada, ella le devolvió el beso. A veces él la abrazaba, le introducía la mano entre las nalgas y la pasión se apoderaba de ellos, que se precipitaban al dormitorio y dejaban que la comida se quemara; pero esto ya no solía ocurrir, y hoy, gracias a Dios, no fue una excepción. Él la besó distraído y se alejó.

Se quitó la chaqueta, el chaleco, la corbata y el cuello, y se subió las mangas. Después, se lavó las manos y la cara en el fregadero de la cocina. Era ancho de pecho y tenía los brazos fuertes.

No se había dado cuenta de que algo iba mal. Ni lo haría, por supuesto; no la veía. Ella era un objeto más, como la mesa de la cocina. Diana no tenía por qué preocuparse. No se enteraría de nada hasta que ella se lo dijera.

No se lo diré aún, pensó.

Mientras se freían las patatas, untó el pan con mantequilla y preparó el té. Todavía temblaba, pero lo disimuló. Mervyn leía el Manchester Evening News y apenas la miraba.

—Tengo un alborotador en el trabajo —dijo, mientras ella colocaba su plato frente a él.

Me importa un pimiento, pensó Diana. Ya no tengo nada que ver contigo.

Entonces, ¿por qué te he preparado «el té»?

—Es de Londres, de Battersea, y creo que es comunista. En cualquier caso, ha pedido aumento de sueldo por trabajar en la nueva taladradora de plantillas. En realidad, no le falta razón, pero pago el trabajo de acuerdo con las tarifas antiguas, así que deberá pasar por el tubo.

—He de decirte algo —ensayó Diana, armándose de valor. Después, deseó con todas sus fuerzas no haber pronunciado las palabras, pero ya era demasiado tarde.

—¿Qué te has hecho en el dedo?

—preguntó su marido, reparando en el pequeño vendaje.

Esta pregunta vulgar la disuadió.

—Nada —contestó, dejándose caer en la silla—. Me hice un corte mientras preparaba las patatas.

Cogió el cuchillo y el tenedor.

Mervyn comió con voracidad.

—Debería mirar con más cuidado a quien contrato, pero el problema es que actualmente no se encuentran buenos fabricantes de herramientas.

No estaba previsto que ella contestara cuando él hablaba de sus negocios. Si hacía una sugerencia, su marido le dirigía una mirada irritada, como si hubiera hablado cuando no le tocaba. Su deber era escuchar.

Mientras él hablaba acerca de la nueva taladradora de plantillas y del comunista de Battersea, ella recordó el día de su boda. Su madre aún vivía. Se habían casado en Manchester, y habían celebrado la fiesta en el hotel Midland. Mervyn vestido de novio había sido el hombre más apuesto de Inglaterra. Diana había supuesto que siempre lo sería. Ni siquiera había cruzado por su mente la idea de que su matrimonio podía fracasar. Nunca había conocido a una persona divorciada antes de Mervyn. Al recordar sus sentimientos de aquella época, tuvo ganas de llorar.

También sabía que su separación destrozaría a Mervyn. No tenía ni idea de lo que ella planeaba. Aún empeoraba más la situación el hecho de que su primera mujer le hubiera abandonado de la misma manera, por supuesto. Iba a enloquecer. Pero antes se pondría furioso.

Terminó el plazo y se sirvió otra taza de té.

—Apenas has cenado —dijo. De hecho, Diana no había probado nada.

—He comido mucho —contestó ella.

—¿A dónde fuiste?

Aquella inocente pregunta la embargó de pánico. Había comido bocadillos con Mark en la cama de un hotel de Blackpool, y no se le ocurrió ninguna mentira plausible. Acudieron a su mente los nombres de los principales restaurantes de Manchester, pero cabía la posibilidad de que Mervyn hubiera comido en alguno de ellos.

—Al Waldorf Café —dijo, tras una penosa pausa.

Había varios Waldorf Cafés; era una cadena de restaurantes baratos en los que se podía comer filete con patatas fritas por un chelín y nueve peniques.

Mervyn no le preguntó en cuál.

Diana recogió los platos y se levantó. Sentía tal debilidad en las rodillas que tuvo miedo de caer, pero consiguió transportarlos hasta el fregadero.

—¿Quieres postre?

—Sí, por favor.

Diana buscó en la alacena y sacó una lata de peras y leche condensada. Abrió las latas y llevó el postre a la mesa.

Mientras le contemplaba comer peras, el horror de lo que iba a hacer la estremeció. Parecía imperdonablemente destructor. Como la inminente guerra, iba a destrozarlo todo. La vida que Mervyn y ella habían creado juntos en esta casa, en esta ciudad, quedaría reducida a escombros.

Comprendió de súbito que no podía hacerlo.

Mervyn dejó la cuchara sobre la mesa y consultó su reloj de bolsillo.

—La siete y media… Vamos a poner las noticias.

—No puedo hacerlo —dijo Diana en voz alta.

—¿Cómo?

—No puedo hacerlo —repitió.

Lo dejaría correr todo. Iría a ver a Mark ahora mismo y le diría que había cambiado de idea, que no iba a huir con él.

—¿Por qué no puedes escuchar la radio? —preguntó Mervyn, impaciente.

Diana le miró. Estuvo tentada de revelarle la verdad, pero no se atrevió.

—He de salir —respondió. Buscó frenéticamente una excusa—. Doris Williams está en el hospital y he de ir a verla.

—¿Quién es Doris Williams, por el amor de Dios?

Esa persona no existía.

—La conoces —dijo Diana, improvisando a marchas forzadas—. La acaban de operar.

—No la recuerdo —dijo él, sin suspicacia. Tenía mala memoria para los encuentros fortuitos.

—¿Quieres acompañarme? —preguntó Diana, guiada por su inspiración.

—¡No, por Dios! —respondió él, justo como Diana sabía que haría.

—Iré en coche.

—No corras mucho con el oscurecimiento.

Mervyn se levantó y se dirigió a la sala donde estaba la radio.

Diana le contempló un momento. Nunca sabrá lo poco que ha faltado para que le abandonara, pensó, entristecida.

Se puso un sombrero y salió con la chaqueta en el brazo. El coche, gracias a Dios, arrancó a la primera. Enfiló el camino particular y se desvió hacia Manchester.

El trayecto fue una pesadilla. Tenía una prisa desesperada, pero debía conducir a paso de tortuga, porque llevaba los faros delanteros velados y sólo veía unos metros por delante de ella; además, el llanto incesante nublaba su visión. No sufrió un accidente porque conocía bien la carretera.

La distancia era menor de quince kilómetros, pero tardó más de una hora en recorrerla.

Cuando por fin frenó el coche frente al Midland, estaba agotada. Se quedó inmóvil un minuto, intentando serenarse. Sacó la polvera y se maquilló para ocultar las huellas del llanto.

Sabía que le rompería el corazón a Mark, pero lo superaría. No tardaría en considerar su relación como un romance de verano. Era menos cruel concluir una relación amorosa corta y apasionada que cinco años de matrimonio. Mark y ella siempre recordarían con ternura aquel verano de 1939…

Volvió a estallar en lágrimas.

Al cabo de un rato, decidió que no tenía sentido continuar sentada pensando en ello. Debía salir y terminar de una vez. Se recompuso el maquillaje y bajó del coche.

Atravesó el vestíbulo del hotel y subió la escalera sin detenerse en la recepción. Sabía el número de la habitación de Mark. Era muy escandaloso que una mujer sola acudiera a la habitación de un hombre, por supuesto, pero hizo caso omiso. La alternativa habría sido encontrarse con Mark en el salón o en el bar, pero era impensable darle semejante noticia en un lugar público. No miró a su alrededor, indiferente a si alguien conocido la veía.

Llamó a la puerta. Rezó para que estuviera en la habitación. ¿Y si había decidido cenar fuera, o ir a ver alguna película? No hubo respuesta, y volvió a llamar con más fuerza. ¿Cómo podía ir al cine a estas horas?

Entonces, oyó su voz.

—¿Sí?

—¡Soy yo! —respondió Diana, llamando otra vez.

Escuchó pasos rápidos. La puerta se abrió y Mark apareció en el umbral, con expresión de estupor. Sonrió, la invitó a entrar, cerró la puerta y la abrazó.

Ahora, Diana se sentía tan infiel hacia él como antes hacia Mervyn. Le besó y, como siempre, una oleada de deseo la invadió, pero se contuvo.

—No puedo irme contigo —dijo.

Mark palideció.

—No digas eso.

Ella paseó la mirada a su alrededor. Mark estaba haciendo las maletas. El armario y los cajones estaban abiertos, la maleta en el suelo, y había por todas partes camisas dobladas, pilas ordenadas de ropa interior y zapatos guardados en bolsas. Era muy pulcro.

—No puedo ir —repitió Diana.

Él la cogió por la mano y la condujo al dormitorio. Se sentaron en la cama. Su rostro expresaba abatimiento.

—No lo dices en serio.

—Mervyn me quiere, hemos estado juntos cinco años. No puedo hacerle esto.

—Y yo, ¿qué?

Ella le miró. Vestía un jersey rosa oscuro, pajarita, pantalones de franela gris-azulados y zapatos de cordobán. Le habría devorado en aquel mismo instante.

—Los dos me queréis, pero él es mi marido.

—Los dos te queremos, pero tú me gustas —subrayó Mark.

—¿Piensas que a él no le gusto?

—Pienso que ni siquiera te conoce. Escucha, tengo treinta y cinco años, no es la primera vez que me enamoro, y sostuve una relación durante seis años. Nunca me he casado, pero ha faltado poco. Sé que esta vez es decisiva. Nunca me había sentido así. Eres hermosa, eres divertida, eres heterodoxa, eres brillante y te gusta hacer el amor. Soy guapo, soy divertido, soy heterodoxo, soy brillante y quiero hacerte el amor ahora mismo…

—No —mintió ella.

Él la atrajo hacia sí con suavidad y se besaron.

—Estamos hechos el uno para el otro —murmuró Mark—. ¿Recuerdas cuando nos escribíamos notas bajo el letrero de silencio? Tu comprendiste el juego al instante, sin más explicaciones. Otras mujeres piensan que estoy chiflado, pero a ti te gusto como soy.

Era verdad, pensó ella, y cuando hacía excentricidades, como fumar en pipa, salir a la calle sin bragas o asistir a mítines fascistas y conectar la alarma de incendios, Mervyn se irritaba, en tanto Mark se reía a carcajada limpia.

Él le acarició el cabello, y después la mejilla. El pánico de Diana se fue calmando, y empezó a serenarse. Apoyó la cabeza en el hombro de Mark y rozó con los labios la suave piel de su cuello. Sintió las puntas de sus dedos sobre la pierna, debajo del vestido, acariciando la parte interna de sus muslos, donde terminaban las medias. Se supone que esto no debía ocurrir, pensó débilmente.

Él la tendió poco a poco sobre la cama. Se le cayó el sombrero.

—Esto no está bien —murmuró.

Mark la besó en la boca, mordisqueándole los labios. Notó que sus dedos se internaban bajo la fina seda de las bragas, y se estremeció de placer. Al cabo de un momento, introdujo toda la mano.

Él sabía lo que debía hacerse.

Un día, a principios del verano, mientras yacían desnudos en la habitación de un hotel escuchando por la ventana abierta el sonido del oleaje, Mark le había dicho:

—Enséñame lo que haces cuando te tocas.

Diana se sintió violenta, y fingió no haberle entendido.

—¿Qué quieres decir?

—Ya lo sabes. Cuando te tocas. Enséñame. Así sabré lo que te gusta.

—Yo no me toco —mintió.

—Bueno… Cuando eras más joven, antes de casarte. Debías hacerlo entonces… Todo el mundo lo hace. Enséñame lo que solías hacer.

Estuvo a punto de negarse, pero luego comprendió la sensualidad de la situación.

—¿Quieres que me autoestimule…, mientras tú miras? —preguntó, con voz ronca de deseo.

Mark le dirigió una sonrisa lasciva y asintió con la cabeza.

—Quieres decir… ¿hasta el final?

—Hasta el final.

—No podré —dijo; pero lo hizo.

Ahora, las puntas de sus dedos la tocaban con sabiduría, en los lugares precisos, con el mismo movimiento familiar y la presión exacta. Cerró los ojos y se abandonó a la sensación.

Al cabo de un rato, Diana empezó a gemir con suavidad y a subir y bajar las caderas rítmicamente. Sintió el cálido aliento de Mark sobre su cara cuando se inclinó más sobre ella.

—Mírame —la urgió Mark, cuando ella ya empezaba a perder el control.

Abrió los ojos. Mark continuó acariciándola de la misma manera, sólo que con más rapidez.

—No cierres los ojos —dijo él.

Mirarle a los ojos mientras la acariciaba era muy íntimo, una especie de hiperdesnudez. Era como si él pudiera verla por completo, conocerla por completo, y Diana experimentó una libertad embriagadora, porque ya no le quedaba nada que ocultar. Sobrevino el clímax, y ella se obligó a sostener su mirada, mientras sus caderas brincaban y ella jadeaba y se contorsionaba al compás de los espasmos de placer que sacudían su cuerpo; y él no cesaba de mirarla, mientras musitaba:

—Te quiero, Diana, te quiero muchísimo.

Cuando todo hubo acabado, ella se aferró a Mark, jadeante y temblorosa de emoción, deseando que la sensación durara eternamente. Habría llorado, pero las lágrimas se habían agotado.

Nunca se lo dijo a Mervyn.

La mente inventiva de Mark encontró la solución, y ella la ensayó mientras volvía a casa, serena, sosegada y decidida.

Mervyn estaba en pijama y bata, fumando un cigarrillo y escuchando música por la radio.

—Una visita larguísima, por lo que veo —dijo en tono plácido.

—Tuve que conducir muy despacio —contestó Diana, sólo un poco nerviosa. Tragó saliva y contuvo el aliento—. Me voy fuera mañana.

Mervyn no se sorprendió en exceso.

—¿A dónde?

—Me gustaría visitar a Thea y ver a las gemelas. Quiero asegurarme de que están bien, y no hay forma de saber cuándo tendré otra ocasión; los trenes ya empiezan a fallar y el racionamiento de gasolina empieza la semana que viene.

Él asintió con aire ausente.

—Sí, tienes razón. Será mejor que vayas ahora que aún puedes.

—Subiré a hacer las maletas.

—Prepárame la mía, por favor.

Por un espantoso momento, creyó que iba a acompañarla.

—¿Para qué? —preguntó, con un hilo de voz.

—No pienso dormir en una casa vacía. Pasaré la noche de mañana en el Reform Club. ¿Volverás el miércoles?

—Sí, el miércoles —mintió.

—Muy bien.

Diana subió al primer piso. Mientras guardaba en la maleta la ropa interior y los calcetines de Mervyn, pensó: «Es la última vez que le hago la maleta». Dobló una camisa blanca y eligió una corbata gris plateada; colores sobrios que hacían juego con su cabello oscuro y los ojos pardos. El que hubiera aceptado su historia la tranquilizaba, pero también se sentía frustrada, como si hubiera dejado algo a medias. Comprendió que, si bien la aterrorizaba enfrentarse a él, también deseaba explicarle por qué se marchaba. Necesitaba decirle que la había decepcionado, que se había convertido en un hombre insoportable y desconsiderado, y que ya no la mimaba como antes. Sin embargo, ya no tendría la oportunidad de decirle esas cosas, y se sentía extrañamente decepcionada.

Cerró la maleta y empezó a guardar artículos de maquillaje y tocador en la bolsa de aseo. Amontonar medias, pasta de dientes y crema para el cutis se le antojó una forma peculiar de poner fin a cinco años de matrimonio.

Mervyn subió al cabo de un rato. Las maletas estaban preparadas y Diana se había puesto su camisón menos atractivo. Se hallaba sentada frente al espejo del tocador, quitándose el maquillaje. Él se colocó detrás de ella y se apoderó de sus pechos.

Oh, no, pensó Diana; ¡esta noche no, por favor!

Aunque estaba aterrorizada, su cuerpo respondió de inmediato, y enrojeció de culpabilidad. Los dedos de Mervyn apretaron sus pezones erectos, y ella emitió un leve gemido de placer y desesperación. Mervyn le cogió las manos y la obligó a levantarse. Ella le siguió sin fuerzas hasta la cama. Su marido apagó la luz y yacieron en la oscuridad. Él la montó de inmediato y le hizo el amor con una especie de furiosa desesperación, casi como si supiera que le iba a abandonar y no podía hacer nada por evitarlo. El cuerpo de Diana la traicionó, y se estremeció de placer y vergüenza. Se dio cuenta con extrema mortificación de que había llegado al orgasmo con dos hombres en menos de dos horas y trató de evitarlo, pero no pudo.

Cuando se produjo, lloró.

Por suerte, Mervyn no se dio cuenta.

El miércoles por la mañana, sentada en el elegante salón del hotel SouthWestern, mientras esperaba el taxi que la conduciría junto con Mark al amarradero 108 del muelle de Southampton para subir a bordo del clipper, se sintió libre y triunfante.

Todos los presentes en el salón o la miraban o procuraban no mirarla. Un hombre atractivo, vestido con traje azul, que debía ser diez años menor que ella, la miraba con particular insistencia, pero ya estaba acostumbrada. Ocurría siempre que acentuaba su belleza, y hoy estaba espléndida. Su vestido a lunares crema y rojos era fresco, veraniego y llamativo, perfectos sus zapatos color crema, y el sombrero de paja culminaba el acierto de su indumentaria. Tanto el lápiz de labios como el barniz de las uñas eran rojo naranja, como los lunares del vestido. Había pensado en ponerse zapatos rojos, pero el resultado sería demasiado chillón.

Le encantaba viajar: hacer y deshacer las maletas, conocer gente nueva, beber champán y comer hasta la saciedad, y ver sitios nuevos. Volar la ponía nerviosa, pero cruzar el Atlántico era el viaje más fascinante, porque al final la esperaban los Estados Unidos. Se moría de ganas de llegar. Se había hecho una idea acerca del país extraída de las películas. Ya se veía en un apartamento art décco, todo ventanas y espejos; una doncella uniformada la ayudaba a ponerse un abrigo de pieles blanco; un coche negro largo, con un chófer de color al volante, la esperaba en la calle con el motor en marcha para llevarla al club nocturno, donde pediría un martini, muy seco, y bailaría a los sones de una orquesta de jazz, cuyo cantante sería Bing Crosby. Sabía que era una fantasía, pero estaba ansiosa de descubrir la realidad.

La invadían los sentimientos contradictorios por abandonar Inglaterra cuando la guerra empezaba. Lo consideraba una cobardía, pero estaba ansiosa por partir.

Sabía muchas cosas acerca de los judíos. En Manchester residía una extensa comunidad judía. Los judíos de Manchester habían plantado un millar de árboles en Nazaret. Los amigos judíos de Diana seguían los acontecimientos de Europa con horror y miedo. No se trataba únicamente de los judíos; los fascistas odiaban a los negros, los gitanos y los maricones, y a cualquiera que rechazara el fascismo. Diana tenía un tío maricón, que siempre la había tratado como a una hija.

Diana era demasiado mayor para alistarse, pero debería quedarse en Manchester y realizar trabajos voluntarios, como preparar vendajes para la Cruz Roja…

Eso también era una fantasía, más improbable aún que bailar arropada por la voz de Bing Crosby. No era el tipo de mujer propenso a preparar vendajes. La austeridad y los uniformes no eran su fuerte.

A fin de cuentas, nada de eso le importaba. Lo único fundamental era que estaba enamorada. Seguiría los pasos de Mark. Le seguiría al campo de batalla, de ser preciso. Se casarían y tendrían hijos. Él volvía a su país, y ella le acompañaba.

Echaría de menos a sus adorables sobrinas. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a verlas. Ya habrían crecido para entonces, llevarían perfume y sujetador en lugar de calcetines y trenzas.

Pero ella también tendría hijas…

El viaje a bordo del clipper de la Pan American le resultaba emocionante. Había leído un reportaje en el Manchester Guardian, sin soñar siquiera que un día volaría en él. Trasladarse a Nueva York en poco más de un día parecía un milagro.

Había escrito una nota a Mervyn. No contenía nada de lo que había querido decirle; no explicaba cómo se había desvanecido su amor, lenta pero inexorablemente, por culpa del descuido y la indiferencia; ni siquiera decía que Mark era maravilloso. «Querido Mervyn», había escrito, «te dejo. He notado tu progresiva frialdad hacia mí, y me he enamorado de otro hombre. Cuando leas estas líneas, ya me encontraré en Estados Unidos. Lamento herirte, pero creo que tienes parte de la culpa.» No se le ocurrió ninguna forma apropiada de despedida (era incapaz de escribir «tuya» o «con amor»), y se limitó a garrapatear «Diana».

Al principio, pensó en dejar la nota sobre la mesa de la cocina. Después, la obsesionó la posibilidad de que Mervyn cambiara de planes, y en lugar de quedarse a pasar la noche del martes en su club volviera a casa, encontrara la nota y les causara dificultades a ella o a Mark antes de abandonar el país. Al final, la envió por correo a la fábrica, a donde llegaría hoy.

Consultó su reloj, un regalo de Mervyn, que le imponía siempre puntualidad. Conocía bien su rutina: pasaba casi toda la mañana en la planta de la fábrica, subía a mediodía a su oficina y examinaba el correo antes de salir a comer. Había escrito en el sobre «Personal», para que su secretaria no la abriera. Estaría sobre su despacho, entre un montón de facturas, pedidos, cartas e informes. En estos momentos, la estaría leyendo. Pensar en ello la hizo sentirse culpable y apesadumbrada, pero también aliviada de que se hallara a trescientos kilómetros de distancia.

—Nuestro taxi ha llegado —dijo Mark.

Diana estaba un poco nerviosa. ¡Cruzar el Atlántico en avión!

—Es hora de irnos —insistió él.

Diana reprimió su angustia. Dejó sobre la mesa la taza de café, se levantó y le dedicó la más radiante de las sonrisas.

—Sí —respondió en tono alegre—. Es hora de volar.

Eddie siempre había sido tímido con las chicas.

Aún era virgen cuando se graduó en Annapolis. Mientras se hallaba destinado en Pearl Harbor acudió a prostitutas, y esa experiencia le había dejado una sensación de desagrado consigo mismo. Después de abandonar la Marina había sido un solitario; recorría en coche los pocos kilómetros que le separaban de un bar cuando necesitaba compañía. Carol-Ann era una azafata de tierra que trabajaba para la línea aérea en Port Washington, Long Island, la terminal de hidroaviones de Nueva York. Era una rubia tostada por el sol con los ojos azules de la Pan American, y Eddie jamás se había atrevido a pedirle una cita. Un día, en la cantina, un joven operador de radio le dio dos billetes para ir a ver Vivir con papá en Broadway, y cuando dijo que no tenía con quien ir, el radiotelegrafista se volvió hacia la mesa de al lado y preguntó a Carol-Ann si quería acompañarle.

—Siiií —respondió ella, y Eddie comprendió que pertenecía a su parte del mundo.

Averiguó más tarde que, en aquella época, la joven se sentía desesperadamente sola. Era una chica del campo, y la sofisticación de los neoyorkinos le producía ansiedad y tensión. Era sensual, pero no sabía qué hacer cuando los hombres se tomaban libertades, de manera que, desconcertada, rechazaba sus propuestas con indignación. Su nerviosismo le ganó la reputación de «témpano», y no recibía muchas invitaciones.

Pero Eddie no sabía nada de esto en aquel momento. Se sintió como un rey con ella del brazo. La llevó a cenar y la devolvió en taxi a su apartamento. Le dio las gracias por la agradable velada en la puerta, y reunió el coraje suficiente para besarla en la mejilla; entonces, ella se puso a llorar y dijo que él era el primer hombre decente que conocía en Nueva York. Antes de que Eddie se diera cuenta de lo que estaba diciendo, le había pedido otra cita.

Se enamoró de ella durante esa segunda cita. Fueron a Coney Island un caluroso viernes de julio, y ella se puso pantalones blancos y una blusa azul cielo. El comprendió asombrado que ella se sentía orgullosa de que la vieran caminando a su lado. Comieron helado, subieron a unas montañas rusas llamadas El Ciclón, compraron sombreros absurdos, se cogieron de las manos y se confesaron secretos íntimos triviales. Cuando la acompañó a casa, Eddie le confesó que nunca había sido tan feliz en toda su vida, y Carol-Ann le asombró de nuevo al decirle que ella tampoco.

No tardó en olvidarse de la granja y pasar todos sus permisos en Nueva York, durmiendo en el sofá de un estupefacto pero alentador compañero de profesión. Carol-Ann le llevó a Bristol (New Hampshire) para que conociera a sus padres, dos personas menudas, delgadas y de mediana edad, pobres y trabajadoras. Le recordaron sus propios padres, pero sin la implacable religión. Apenas podían creer que habían engendrado una hija tan hermosa, y Eddie comprendió sus sentimientos, porque apenas podía creer que una chica como aquella se hubiera enamorado de él.

Pensaba en cuánto la amaba, mientras se hallaba de pie en el jardín del hotel Langdown Lawn, contemplando el tronco del roble. Se encontraba sumido en una pesadilla, uno de aquellos espantosos sueños que se inician con una sensación de bienestar y felicidad, luego se piensa, por mero placer especulativo, en lo peor que podría ocurrir, y de repente sucede, lo peor ocurre, sin remedio, y es imposible remediarlo.

Lo más terrible es que se habían peleado antes de que se marchara, y no se habían reconciliado.

Ella estaba sentada en el sofá, vestida con una camisa de dril de Eddie y nada más, con las largas piernas bronceadas extendidas y el liso cabello rubio cayéndole sobre los hombros como un chal. Leía una revista. Sus pechos eran pequeños, pero ahora se habían hinchado. El sintió el deseo de tocarlos, y pensó «¿por qué no?». Deslizó la mano por debajo de la camisa y le tocó el pezón. Ella levantó la vista, sonrió con ternura y continuó leyendo.

Él le besó la cabeza y se sentó a su lado. Carol-Ann le había sorprendido desde el primer momento. Ambos se habían comportado al principio con timidez, pero en cuanto volvieron de la luna de miel y empezaron a vivir juntos en la vieja granja, las inhibiciones de la joven desaparecieron por completo.

De entrada, quiso hacer el amor con la luz encendida. Eddie se sintió un poco cohibido, pero consintió, y le gustó, aunque no perdió la vergüenza. Después, reparó en que ella no cerraba la puerta cuando se bañaba. A partir de ese momento consideró absurdo encerrarse en el cuarto de baño y la imitó, y un día ella entró desnuda ¡y se metió en la bañera con él! Eddie jamás se había sentido más violento. Ninguna mujer le había visto desnudo desde que tenía cuatro años. Le sobrevino una enorme erección de sólo mirar a Carol-Ann lavarse las axilas, y se cubrió el pene con una toalla hasta que ella estalló en carcajadas.

Empezó a pasear por la granja en diversos estados de desnudez. Ahora, por ejemplo, era como si no llevara nada, aunque, según su criterio, la cantidad de ropa que la cubría era más que suficiente, y esto consistía en un pequeño triángulo de algodón al final de las piernas, donde la camisa dejaba al descubierto las bragas. Por lo general, aún era peor. Él estaba preparando café en la cocina y ella entraba en ropa interior y empezaba a tostar panecillos, o se estaba afeitando y Carol-Ann aparecía en el lavabo en bragas, pero sin sujetador, y se lavaba los dientes tal que así, o irrumpía desnuda en el dormitorio, trayéndole el desayuno en una bandeja. Se preguntó si sería una «ninfómana». Había oído esa palabra en boca de otra gente. De todos modos, le gustaba que ella fuera así. Le gustaba mucho. Nunca había ni soñado que poseería a una hermosa mujer que pasearía por su casa desnuda. Pensaba que era muy afortunado.

Vivir con ella durante un año le cambió. Se había vuelto tan desinhibido que iba desnudo desde el dormitorio al cuarto de baño. A veces, ni siquiera se ponía el pijama para irse a dormir, y en una ocasión la poseyó en la sala de estar, justo en ese sofá.

Seguía preguntándose si ese tipo de comportamiento era el síntoma de alguna anormalidad psicológica, pero había decidido que daba igual: Carol-Ann y él podían hacer lo que les diera la gana. Cuando aceptó este planteamiento, se sintió como un pájaro escapado de una jaula. Era increíble; era maravilloso; era como vivir en el cielo.

Se sentó a su lado sin decir nada, disfrutando de su compañía, oliendo la suave brisa que entraba por las ventanas, procedente del bosque. Tenía preparada la maleta y dentro de unos minutos saldría hacia Port Washington. Carol-Ann había dejado la Pan American (no podía vivir en Maine y trabajar en Nueva York) y trabajaba en una tienda de Bangor.

Eddie quería hablar con ella sobre ese tema antes de marcharse.

—¿Qué? —preguntó CarolAnn, levantando la vista del Life

—No he dicho nada.

—Pero ibas a hacerlo, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes? —sonrió él.

—Eddie, ya sabes que oigo tu cerebro cuando está en funcionamiento. ¿Qué pasa?

Él colocó su mano ruda y grande sobre el estómago de su mujer y palpó su leve hinchazón.

—Quiero que dejes tu trabajo.

—Es demasiado pronto…

—No hay problema. Nos lo podemos permitir. Y quiero que te cuides de verdad.

—Ya me cuidaré. Dejaré el trabajo cuando lo necesite. Eddie se sintió herido.

—Creí que te gustaría la idea. ¿Por qué quieres continuar?

—Porque necesitamos el dinero y yo necesito hacer algo.

—Ya te he dicho que nos lo podemos permitir.

—Me aburriría.

—La mayoría de las mujeres casadas no trabajan.

—Eddie, ¿por qué intentas tenerme amarrada? Carol-Ann había alzado el tono de voz.

Él no intentaba tenerla amarrada, y la sugerencia le enfureció.

—¿Por qué estás tan decidida a llevarme la contraria?

—¡No te llevo la contraria! ¡No quiero quedarme sentada aquí como el ayudante de un estibador!

—¿No tienes cosas que hacer?

—¿Como qué?

—Tejer ropa de bebé, hacer conservas, echar siestas…

Ella se mostró desdeñosa.

—Oh, por el amor de Dios…

—¿Qué hay de malo en eso, cojones? —se irritó Eddie.

—Habrá mucho tiempo para eso cuando nazca el niño. Me gustaría pasar bien mis últimas semanas de libertad. Eddie se sintió humillado, pero no estaba seguro de cómo había ocurrido. Quería marcharse. Consultó su reloj.

—He de coger el tren.

Carol-Ann parecía entristecida.

—No te enfades —dijo en tono conciliador.

Pero Eddie estaba enfadado.

—Creo que no te comprendo —contestó, irritado.

—Detesto que me coaccionen.

—Sólo trataba de ser amable.

Eddie se levantó y se dirigió a la cocina, donde la chaqueta del uniforme colgaba de una percha. Se sentía estúpido e incomprendido. Se había propuesto un acto de generosidad y ella lo consideraba una imposición.

Carol-Ann trajo la maleta del dormitorio y se la dio en cuanto Eddie acabó de ponerse la chaqueta. Levantó la cara y él le dio un beso rápido.

—No te vayas enfadado conmigo —dijo Carol-Ann. Su deseo no se cumplió.

Y ahora, Eddie se hallaba en un jardín de un país extranjero, a miles de kilómetros de ella, con el corazón encogido, preguntándose si volvería a ver alguna vez a Carol-Ann.