El día que estalló la guerra era un domingo agradable de finales de verano, templado y soleado.
Pocos minutos antes de que la noticia fuera retransmitida por radio, Margaret Oxenford se hallaba en el exterior de la enorme mansión de ladrillo que era su casa familiar, sudando un poco porque llevaba sombrero y chaqueta, y de mal humor porque la habían obligado a ir a la iglesia. Desde el otro lado del pueblo la única campana de la iglesia emitía una nota monótona.
Margaret detestaba la iglesia, pero su padre no le permitía que faltara al servicio, a pesar de que ya tenía diecinueve años y era lo bastante mayor para haberse forjado su propia opinión sobre la religión. Un año antes, aproximadamente, había reunido el valor suficiente para decirle que no quería ir, pero él se había negado a escuchar. Margaret había dicho: «¿No crees que es hipócrita de mi parte ir a la iglesia si no creo en Dios?», a lo que su padre había replicado: «No seas ridícula». Derrotada e irritada, le había dicho a su madre que cuando fuera mayor de edad no volvería a la iglesia. Su madre había dicho: «Eso dependerá de tu marido, querida». En lo que a sus padres respectaba, la discusión estaba zanjada, pero Margaret, desde entonces, hervía de indignación cada domingo por la mañana.
Su hermana y su hermano salieron de la casa. Elizabeth tenía veintiún años. Era alta, desgarbada y no muy bonita. En un tiempo, su intimidad había sido absoluta. Habían pasado juntas muchos años, sin ir a la escuela, educadas en casa por institutrices y profesores particulares. Habían compartido todos sus respectivos secretos, pero últimamente se habían alejado. Elizabeth, al llegar a la adolescencia, había abrazado los rígidos valores tradicionales de sus padres: era ultra-conservadora, monárquica ferviente, ciega a las nuevas ideas y hostil al cambio. Margaret había tomado el camino opuesto. Era feminista y socialista, y le interesaba la música de jazz, la pintura cubista y el verso libre. Elizabeth creía que Margaret era desleal a la familia por adoptar ideas radicales. La estupidez de su hermana irritaba a Margaret, pero el hecho de que ya no fueran amigas íntimas la entristecía y disgustaba. No tenía muchas amigas íntimas.
Percy tenía catorce años. No estaba a favor ni en contra de las ideas radicales, pero como era travieso por naturaleza, simpatizaba con la rebeldía de Margaret. Compañeros de sufrimientos bajo la tiranía de sus padres, se daban mutuamente solidaridad y apoyo, y Margaret le quería de todo corazón.
Mamá y papá salieron un momento después. Papá llevaba una espantosa corbata naranja y verde. Apenas distinguía los colores, pero lo más probable era que mamá se la hubiera comprado. Mamá tenía el cabello rojizo, ojos verdes como el mar y piel pálida y cremosa. Colores como el naranja y el verde la dotaban de un aspecto radiante. Por el contrario, el cabello negro de papá se estaba tiñendo de gris y su tez era sonrosada, de forma que, en él, la corbata parecía una advertencia contra algo peligroso.
Elizabeth se parecía a papá. Tenía el cabello oscuro y facciones irregulares. Margaret había heredado los colores de su madre; habría cambiado la corbata de seda de papá por una bufanda. Percy cambiaba a tal velocidad que nadie sabía a quién acabaría pareciéndose. Caminaron por el largo sendero hasta el pueblecito que se extendía al otro lado de las puertas. Papá era el dueño de casi todas las casas y de todos los terrenos de cultivo en kilómetros a la redonda. No había hecho nada para reunir tamaña riqueza: una serie de matrimonios celebrados a principios del siglo diecinueve había unido a las tres familias de terratenientes más importantes del condado, y la enorme propiedad resultante había pasado intacta de generación en generación.
Recorrieron la calle del pueblo, cruzaron el jardín y llegaron a la iglesia de piedra gris. Entraron en procesión: primero, mamá y papá; detrás, Margaret y Elizabeth; Percy cerraba la comitiva. Los aldeanos se llevaron la mano a la frente, mientras los Oxenford avanzaban por el pasillo hacia el banco de la familia. Los granjeros más acaudalados, todos los cuales pagaban un alquiler a papá, inclinaron la cabeza en señal de cortesía; y la clase media, el doctor Rowan; el coronel Smythe y sir Alfred, saludaron respetuosamente con un movimiento de cabeza. Este ridículo ritual feudal exasperaba y turbaba a Margaret cada vez que ocurría. En teoría, todos los hombres eran iguales ante Dios, ¿verdad? «¡Mi padre no es mejor que cualquier que ustedes, pero sí mucho peor que la mayoría!», deseaba gritar. Algún día reuniría el valor. Si hacía una escena en la iglesia, quizá no tendría que volver jamás. Pero la posible reacción de papá la asustaba demasiado.
—Llevas una corbata muy bonita, papá —dijo Percy, con un susurro estruendoso, cuando entraban en su banco, seguidos por las miradas de todos los presentes.
Margaret reprimió una carcajada, pero sufrió un acceso de risas histéricas. Percy y ella se sentaron precipitadamente y ocultaron sus rostros, fingiendo que rezaban, hasta que el acceso pasó. Después, Margaret se sintió mejor.
El sermón del vicario giró en torno al Hijo Pródigo. Margaret pensó que el viejo chocho bien podía haber elegido un tema más acorde con las preocupaciones de todo el mundo: la inminencia de la guerra. El primer ministro había enviado un ultimátum a Hitler, al que el Führer no había hecho caso, y se esperaba una declaración de guerra de un momento a otro.
Margaret temía la guerra. Un chico al que amaba había muerto en la Guerra Civil española. Había ocurrido justo un año antes, pero todavía se despertaba llorando por las noches. Para ella, la guerra significaba que miles de chicas más experimentarían el dolor que ella había padecido. La idea le resultaba casi intolerable.
Pero otra parte de ella ansiaba la guerra. La cobardía de Inglaterra durante la guerra española la había torturado durante años. Su país había hecho el papel de espectador pasivo, mientras el gobierno progresista electo era derribado por una pandilla de asesinos armados por Hitler y Mussolini. Cientos de jóvenes idealistas procedentes de toda Europa habían ido a España para luchar por la revolución, pero carecían de armas, y los gobiernos democráticos del mundo se habían negado a proporcionárselas. Los jóvenes habían perdido sus vidas, y las personas como Margaret se sentían airadas, impotentes y avergonzadas. Si Inglaterra se alzaba ahora contra el fascismo, podría volverse a sentir orgullosa de su país. Su corazón saltaba ante la perspectiva de la guerra por otro motivo. Significaría, casi con toda seguridad, el fin de la vida mezquina y asfixiante que llevaba con sus padres. Estaba aburrida, harta y frustrada de sus ritos invariables y de su absurda vida social. Deseaba escapar y vivir su vida, pero le parecía imposible: era menor de edad, no tenía dinero y no sabía trabajar en nada. Claro que, pensaba esperanzada, todo será diferente en tiempos de guerra.
Había leído fascinada que, en la última guerra, las mujeres se habían puesto pantalones y trabajado en fábricas. Actualmente, ya existían cuerpos femeninos del ejército, la armada y las fuerzas aéreas. Margaret soñaba con presentarse voluntaria al Servicio Territorial Auxiliar, el ejército de las mujeres. Una de las pocas habilidades que poseía era saber conducir. El chófer de papá, Digby, la había instruido en el Rolls, y Ian, el chico que había muerto, la había dejado montar en su motocicleta. Hasta sabía manejar una lancha a motor, pues papá tenía un pequeño yate anclado en Niza. El STA necesitaba conductores de ambulancia y repartidores de mensajes. Ya se veía en uniforme, llevando un casco, a lomos de una motocicleta, transportando informes urgentes de un campo de batalla a otro a toda velocidad, con una fotografía de Ian en el bolsillo de su camisa caqui. Estaba segura de que, si le daban la oportunidad, se comportaría con valentía.
Según descubrieron después, la guerra se declaró durante el servicio. Hasta se produjo una señal de ataque aéreo a las once y veintiocho minutos, en pleno sermón, pero no llegó al pueblo, y en cualquier caso era una falsa alarma. La familia Oxenford volvió a casa ignorante de que estaban en guerra con Alemania. Percy quería coger una escopeta para ir a cazar conejos. Todos podían disparar; era un pasatiempo familiar, casi una obsesión. Papá, por supuesto, se negó a la petición de Percy, porque no estaba bien disparar los domingos. Percy se disgustó, pero obedeció. Aunque muy travieso, aún no era lo bastante hombre para desafiar a papá abiertamente.
Margaret amaba las picardías de su hermano. Era el único rayo de sol que iluminaba las tinieblas de su vida. Deseaba a menudo burlarse de papá como Percy lo hacía, y reírse a sus espaldas, pero se enfurecía demasiado para bromear sobre ello.
Al llegar a casa, se quedaron estupefactos al ver a una camarera descalza que regaba las flores del vestíbulo. Papá no la reconoció.
—¿Quién es usted? —preguntó con brusquedad.
—Se llama Jenkins y ha empezado esta semana —dijo mamá, con su suave acento norteamericano.
La muchacha hizo una reverencia.
—¿Y dónde demonios están sus zapatos? —preguntó papá. Una expresión de suspicacia cruzó el rostro de la chica, que lanzó una mirada acusadora a Percy.
—Su señoría, por favor, fue el joven lord Isley. —El título de Percy era conde de Isley—. Me dijo que las camareras deben ir descalzas los domingos para santificar la fiesta.
Mamá suspiró y papá emitió un gruñido de exasperación. Margaret no pudo reprimir una sonrisa. Era la broma favorita de Percy: dar instrucciones imaginarias a los nuevos criados. Podía decir lo más ridículos del mundo con el rostro imperturbable, y como la familia tenía fama de ser excéntrica, la gente se creía cualquier cosa.
Percy hacía reír con frecuencia a Margaret, pero ésta sentía pena en estos momentos por la pobre camarera, descalza en el vestíbulo y sintiéndose como una idiota.
—Vaya a ponerse los zapatos —dijo mamá.
—Y no crea nunca lo que diga lord Isley —añadió Margaret.
Se quitaron los sombreros y entraron en la sala de estar.
—Lo que has hecho ha sido vergonzoso —siseó Margaret, tirando del pelo a Percy. Percy se limitó a sonreír: era incorregible. En una ocasión le había dicho al vicario que su padre había muerto de un ataque al corazón durante la noche, y todo el pueblo inició el duelo antes de descubrir que no era cierto.
Papá conectó la radio y fue entonces cuando supieron la noticia: Inglaterra había declarado la guerra a Alemania.
Margaret sintió que un salvaje regocijo crecía en su pecho, como la excitación de conducir a excesiva velocidad o de subir a la copa de un árbol alto. Se habían disipado las incógnitas: habría tragedia y aflicción, dolor y pena, pero ya era inevitable. La suerte estaba echada y lo único que se podía era combatir. La idea aceleró su corazón. Todo sería diferente. Se abandonarían las convenciones sociales, las mujeres participarían en la contienda, las diferencias de clase desaparecerían, todo el mundo trabajaría codo con codo. Casi podía palpar la atmósfera de libertad. Y entrarían en guerra contra los fascistas, los mismos que habían asesinado al pobre Ian y a otros miles de jóvenes excelentes. Margaret no creía ser vengativa, pero se sentía así cuando pensaba en luchar contra los nazis. Era una sensación desconocida, aterradora y escalofriante.
Papá estaba furioso. Ya se le veía hinchado y rubicundo, y cuando se enfadaba siempre parecía que estaba a punto de estallar.
—¡Maldito Chamberlain! —exclamó—. ¡Maldito sea ese canalla!
—Por favor, Algernon —dijo mamá, reprochándole su lenguaje destemplado.
Papá había sido uno de los fundadores de la Unión Británica de Fascistas. A partir de ese momento, cambió; no sólo rejuveneció, sino que adelgazó, ganó en apostura y mitigó sus nervios. Había cautivado a la gente y logrado su lealtad. Había escrito un libro controvertido llamado Los mestizos: la amenaza de la contaminación racial, sobre el declive de la civilización desde que la raza blanca empezó a mezclarse con judíos, asiáticos, orientales e incluso negros. Se había carteado con Adolf Hitler, al que consideraba el estadista más grande desde Napoleón. En la casa se celebraban grandes recepciones cada fin de semana, a las que acudían políticos, a veces hombres de estado extranjeros y, en una inolvidable ocasión, el rey. Las discusiones se prolongaban hasta bien entrada la noche; el mayordomo subía más coñac de la bodega, en tanto los criados bostezaban en el vestíbulo. Durante la depresión económica, papá había esperado que el país le llamara a rescatarle en su hora de crujir y rechinar de dientes, pidiéndole que fuera primer ministro de un gobierno de reconstrucción nacional. Pero la llamada nunca se produjo. Las recepciones de los fines de semana fueron espaciándose y perdiendo participantes; los invitados más distinguidos buscaron y encontraron formas de desligarse públicamente de la Unión Británica de Fascistas; y papá se convirtió en un hombre amargado y decepcionado. Su encanto desapareció junto con su confianza. El resentimiento, el aburrimiento y la bebida dieron al traste con su apostura. Su intelecto nunca había sido auténtico. Margaret había leído su libro, y se asombró al descubrir que no sólo era desacertado, sino grotesco.
En los últimos años, su programa se había reducido a una idea obsesiva: Inglaterra y Alemania debían unirse contra la Unión Soviética. Lo había defendido en artículos de revistas y cartas a los periódicos, y en las cada vez menos frecuentes ocasiones en que era invitado a hablar en actos políticos y conferencias universitarias. Se aferró a la idea con ahínco, si bien los acontecimientos que sacudían Europa ponían de manifiesto día tras día lo absurdo de su política. Sus esperanzas quedaron reducidas a cenizas con la declaración de guerra entre Inglaterra y Alemania. Margaret descubrió en su corazón una pizca de piedad por él, junto con las demás emociones tumultuosas.
—¡Inglaterra y Alemania se borrarán mutuamente del mapa y permitirán que Europa sea dominada por el comunismo ateo! —dijo.
La referencia al ateísmo recordó a Margaret que la habían obligado a ir a la iglesia.
—No me importa, yo soy atea —replicó.
—Es imposible, querida, eres de la iglesia anglicana —dijo mamá.
Margaret no pudo reprimir una carcajada.
—¿Cómo te atreves a reír? —preguntó Elizabeth, que estaba al borde del llanto—. ¡Es una tragedia!
Elizabeth era una gran admiradora de los nazis. Hablaba alemán (lo hablaban las dos, de hecho, gracias a una institutriz alemana que había durado más que la mayoría), había ido a Berlín varias veces y cenado en dos ocasiones con el propio Führer. Margaret sospechaba que los nazis eran unos presuntuosos que se complacían en la aprobación de la aristocracia inglesa.
—Ya es hora de que nos enfrentemos a esos criminales —dijo Margaret, volviéndose hacia Elizabeth.
—No son criminales —repuso Elizabeth, indignada—. Son orgullosos, fuertes, arios de pura cepa, y es una tragedia que nuestro país les haya declarado la guerra. Papá tiene razón: la raza blanca se autoinmolará y el mundo quedará en manos de los mestizos y los judíos.
Estas tonterías acababan con la paciencia de Margaret.
—¡No tiene nada de malo ser judío! —contestó con vehemencia.
Papá levantó un dedo en el aire.
—No tiene nada de malo ser judío… en el lugar adecuado.
—Lo que significa bajo el tacón de la bota en tu…, tu sistema fascista.
Había estado a punto de decir «en tu asqueroso sistema», pero se asustó de repente y reprimió el insulto. Era peligroso irritar en exceso a papá.
—¡Y en tu sistema bolchevique son los judíos quienes cortan el bacalao! —dijo Elizabeth.
—Yo no soy bolchevique, soy socialista.
—Es imposible, querida —intervino Percy, imitando el acento de mamá—, eres de la iglesia anglicana.
Margaret rió, pese a todo; sus carcajadas volvieron a enfurecer a su hermana.
—Lo único que quieres es destruir cuanto es bello y puro, para reírte después —dijo Elizabeth con amargura.
Apenas era una respuesta, pero no impidió que Margaret insistiera en sus trece.
—Bien, en cualquier caso, estoy de acuerdo contigo en lo referente a Neville Chamberlain —dijo, dirigiéndose a su padre—. Ha empeorado mucho más nuestra posición militar permitiendo que los fascistas se apoderasen de España. Ahora, el enemigo nos acecha por el este y por el oeste.
—Chamberlain no permitió que los fascistas se apoderasen de España —la corrigió papá. Inglaterra firmó un acuerdo de no intervención con Alemania, Italia y Francia. Lo único que hicimos fue cumplir nuestra palabra.
Era una hipocresía absoluta, y él también lo sabía. Margaret enrojeció de indignación.
—¡Cumplimos nuestra palabra mientras los italianos y los alemanes quebrantaban la suya! —protestó—. Los fascistas consiguieron cañones y los demócratas nada…, excepto héroes.
Se produjo un momento de embarazoso silencio.
—Lamento mucho que Ian muriera, querida —dijo mamá—, pero era una mala influencia para ti.
De pronto, Margaret tuvo ganas de llorar.
Ian Rochdale era lo mejor que le había ocurrido en su vida, y el dolor de su muerte todavía la dejaba sin aliento.
Margaret había bailado durante años en los bailes de cacería con frívolos jóvenes de la clase terrateniente, chicos con sólo un par de ideas en la cabeza: beber y cazar. Casi había desesperado de encontrar un chico de su edad que la interesara. Ian había irrumpido en su vida como la luz de la razón; desde su muerte, ella vivía en la oscuridad.
Ian cursaba su último año en Oxford. A Margaret le hubiera encantado ir a la universidad, pero era imposible: jamás había ido a la escuela. Sin embargo, leía muchísimo (!no había otra cosa que hacer!) y ansiaba con todas sus fuerzas encontrar alguien parecido a ella, a quien le gustara hablar sobre las ideas. Él era el único hombre que le explicaba cosas sin aires de superioridad. Ian era la persona más lúcida que había conocido. Su paciencia durante las discusiones era infinita, y carecía de vanidad intelectual; nunca fingía comprender algo si no era así. Ella le adoró desde el primer momento.
Paso mucho tiempo antes de que ella pensara en el amor, pero Ian se le declaró un día, con torpeza y enorme turbación, esforzándose por primera vez en elegir las palabras adecuadas.
—Creo que me he enamorado de ti —dijo—. ¿Va a resentirse nuestra relación?
Y entonces ella comprendió, llena de alegría, que también le amaba.
Ian cambió su vida. Era como si se hubiera trasladado a otro país, en el que todo era diferente: el paisaje, el clima, la gente, la comida. Todo le gustaba. Las coacciones y molestias de vivir con sus padres se hicieron más llevaderas.
Incluso cuando Ian se enroló en las Brigadas Internacionales y fue a España para luchar en defensa del gobierno progresista electo contra los fascistas rebeldes, continuó iluminando su vida. Estaba orgullosa de él, porque poseía la valentía de sus convicciones, y estaba dispuesto a arriesgar su vida por la causa en la que creía. A veces, recibía una carta de él. En una ocasión, le envió un poema. Después, llegó la nota que anunciaba su muerte, destrozado por una granada. Margaret experimentó la sensación de que su vida había terminado.
—Una mala influencia —repitió con amargura—. Sí. Me enseñó a poner en duda los dogmas, a no creer en las mentiras, a odiar la ignorancia y a despreciar la hipocresía. Como resultado, encajo mal en la sociedad civilizada.
Papá, mamá y Elizabeth se pusieron a hablar a la vez, y luego se callaron, porque no había forma de que ninguno fuera escuchado. Percy aprovechó el repentino silencio para hablar.
—Hablando de judíos, —dijo— encontré en el sótano una fotografía muy curiosa, en una de aquellas maletas viejas de Stamford (Connecticut) era el lugar donde había vivido la familia de mamá. Percy sacó del bolsillo de la camisa una foto arrugada y virada a sepia. —Tuve una bisabuela llamada Ruth Glencarry, ¿verdad?
—Sí, —contestó mamá—. Era la madre de mi madre. ¿Por qué, querido? ¿Qué has descubierto?
Percy entregó la fotografía a papá y todos se congregaron a su alrededor para verla. Mostraba una escena callejera de una ciudad norteamericana, seguramente Nueva York, unos setenta años antes. En primer plano aparecía un judío de unos treinta años, de negra barba, vestido con toscas ropas de obrero y un sombrero. Se erguía junto a una carretilla de mano que llevaba una rueda de afilar. Una inscripción en el carrito rezaba «Reuben Fishbein, Afilador». Una niña de unos diez años, ataviada con un vestido de algodón andrajoso y botas pesadas estaba de pie al lado del hombre.
—¿Qué significa esto, Percy? —preguntó papá—. ¿Quiénes son estos desgraciados?
—Mira el dorso —le dijo Percy.
Papá volvió la fotografía. En el reverso estaba escrito: «Ruthie Glencarry, nacida Fishbein, a la edad de 10 años». Margaret miró a papá. Estaba horrorizado.
—Es muy peculiar que el abuelo de mamá se casara con la hija de un afilador ambulante judío, pero dicen que Norteamérica es así —dijo Percy.
—¡Es imposible! —dijo papá, pero su voz temblaba, y Margaret adivinó que, en el fondo, lo consideraba muy posible.
—Como la condición de judío —prosiguió Percy, en tono despreocupado—, se trasmite por vía femenina, y como la madre de mi madre era judía, eso me convierte en judío.
Papá había palidecido como un muerto. Mamá parecía perpleja, y fruncía levemente el entrecejo.
—Confío en que los alemanes no ganen esta guerra —dijo Percy—. No me dejarán ir al cine, y mamá tendrá que coser estrellas amarillas en todos sus vestidos de baile.
Parecía demasiado redondo para ser cierto. Margaret examinó con atención las palabras escritas en el reverso de la foto y comprendió la verdad.
—¡Percy! —exclamó con alegría—. ¡Si es tu letra!
—No, no lo es —se defendió Percy.
Pero todo el mundo vio que sí lo era. Margaret rió de buena gana. Percy había encontrado en algún sitio la foto de la niña judía y falsificado la inscripción del reverso para tornar el pelo a papá. Éste había picado el anzuelo, y no era de extrañar: la peor pesadilla de cualquier racista debía ser descubrir que sus antepasados eran mestizos. Bien merecido.
—¡Bah! —dijo papá, y tiró la foto sobre una mesa.
—Percy, eres incorregible —se quejó mamá. Las críticas habrían proseguido, pero en aquel momento se abrió la puerta y apareció Bates, el colérico mayordomo.
—La comida está servida, su señoría —anunció.
Salieron de la sala de estar, cruzaron el vestíbulo y entraron en el pequeño comedor. Había rosbif demasiado hecho, como todos los domingos. Mamá tomaría ensalada. Nunca comía alimentos cocinados, pues creía que el calor destruía su calidad.
Papá bendijo la mesa y se sentaron. Bates ofreció a mamá el salmón ahumado. Según su teoría, los alimentos ahumados, en salmuera o conservados de maneras similares sí podían consumirse.
—Está claro que sólo podemos hacer una cosa —dijo mamá, mientras se servía el salmón. Hablaba en tono distendido de quien se limita a llamar la atención sobre lo obvio—. Hemos de marcharnos a vivir a Estados Unidos hasta que esta estúpida guerra termine.
Se produjo un momento de perplejo silencio.
—¡No! —estalló Margaret, horrorizada.
—Creo que ya hemos discutido bastante por hoy —dijo mamá—. Comamos en paz y tranquilidad, por favor.
—¡No! —repitió Margaret. La indignación casi le impedía hablar—. Vosotros… Vosotros no podéis hacer esto, es…, es… —Deseaba colmarles de insultos, acusarles de traición y cobardía, manifestarles en voz alta su desprecio y repudio, pero las palabras no le salían, y lo único que pudo decir fue—: ¡No es justo!
Incluso eso fue excesivo.
—Si no puedes contener tus exabruptos, lo mejor será que te marches —dijo papá.
Margaret se llevó la servilleta a la boca para ahogar un sollozo. Empujó la silla hacia atrás, se puso en pie y salió corriendo del comedor.
Lo habían planeado desde hacía meses, claro.
Percy acudió a la habitación de Margaret después de comer y le explicó los detalles. Iban a clausurar la casa, cubrir los muebles con sábanas protectoras y despedir a los criados. Los bienes quedarían en manos del administrador de los negocios de papá, que cobraría los alquileres. El dinero sería ingresado en el banco; no podría ser enviado a Estados Unidos a causa de las normas sobre el control de las divisas que regían en tiempos de guerra. Los caballos serían vendidos, las mantas protegidas con bolas de naftalina, y las vajillas de plata encerradas bajo llave.
Elizabeth, Margaret y Percy deberían preparar una sola maleta por cabeza; el resto de sus pertenencias sería recogida por una empresa de mudanzas. Papá había reservado billetes para todos en el clipper de la Pan Am, y se irían el miércoles.
Percy estaba loco de alegría. Ya había volado una o dos veces, pero el clipper era diferente. Un avión enorme, y muy lujoso: todos los periódicos habían hablado del acontecimiento cuando se inauguró el servicio unas semanas antes. El vuelo a Nueva York duraba veintinueve horas, y todo el mundo se acostaba para pasar la noche sobre el océano Atlántico.
Era repugnantemente apropiado, pensó Margaret, que se marcharan rodeados de lujos, dejando a su país sumido en las privaciones, las penurias y la guerra.
Percy se fue a preparar su maleta y Margaret se quedó tendida en la cama, mirando el techo, amargamente decepcionada, presa de cólera, llorando de frustración, impotente para modificar su destino.
Permaneció en la cama hasta la hora de irse a dormir.
Por la mañana, cuando aún seguía acostada, mamá entró en su habitación. Margaret se incorporó y le dirigió una mirada hostil. Mamá se sentó ante el tocador y miró al reflejo de Margaret en el espejo.
—No discutas con tu padre sobre esto, por favor —dijo.
Margaret se dio cuenta de que su madre estaba nerviosa. En otras circunstancias, el detalle habría bastado para suavizar su tono, pero estaba demasiado furiosa para contenerse.
—¡Es una cobardía! —estalló.
Mamá palideció.
—No nos comportamos como cobardes.
—¡Pero huís de vuestro país cuando empieza la guerra!
—No tenemos otra alternativa. Hemos de irnos. Margaret estaba perpleja.
—¿Por qué?
Mamá se volvió y la miró de frente.
—Porque de lo contrario meterán a tu padre en la cárcel. La sorpresa paralizó a Margaret.
—¿Cómo? Ser fascista no es ningún crimen.
—Se han decretado medidas de emergencia. ¿Qué más da? Un simpatizante del ministerio del Interior nos ha avisado. Papá será detenido si aún sigue en Inglaterra a fines de semana.
Margaret apenas podía creer que quisieran encarcelar a su padre como si fuera un ladrón. Se sintió como una idiota; no había pensado en las diferencias que la guerra impondría a la vida cotidiana.
—No nos permitirán llevarnos dinero —siguió su madre con amargura—. Bien por el concepto británico del juego limpio.
El dinero era lo último que a Margaret le importaba en estos momentos. Toda su vida estaba en la cuerda floja. Experimentó un súbito arrebato de valentía, y tomó la decisión de decirle la verdad a su madre. Antes de que pudiera amilanarse, contuvo el aliento y dijo:
—No quiero ir con vosotros, mamá.
Mamá no expresó la menor sorpresa. Hasta era posible que esperase algo por el estilo.
—Has de venir, querida —respondió, en el tono suave y vago que utilizaba cuando intentaba evitar una discusión.
—A mí no me van a meter en la cárcel. Puedo vivir con tía Martha, o incluso con la prima Catherine. ¿Se lo dirás a papá?
De súbito, mamá habló con un ardor muy poco habitual en ella.
—Te di a luz con dolor y sufrimientos, y no permitiré que arriesgues tu vida mientras pueda evitarlo.
Por un momento, aquella demostración de sentimientos pilló por sorpresa a Margaret. Después, protestó.
—Me parece que tengo derecho a expresar mi opinión: ¡es mi vida!
Mamá suspiró y adoptó de nuevo sus lánguidos modales habituales.
—Lo que tú y yo pensemos da igual. Tu padre no quiere que nos quedemos, digamos lo que digamos.
La pasividad de mamá irritó a Margaret, que decidió entrar en acción.
—Se lo pediré directamente.
—Yo que tú no lo haría —dijo su madre, con un timbre suplicante en la voz—. Todo esto es muy duro para él. Bien sabes que ama a Inglaterra. En cualquier otra circunstancia, ya habría telefoneado al ministerio de la Guerra para solicitar algún trabajo. Se le está partiendo el corazón.
—Y el mío, ¿qué?
—Para ti no es lo mismo. Eres joven, tienes toda la vida por delante. Para él es el final de todas sus esperanzas.
—No tengo la culpa de que sea fascista —replicó con aspereza Margaret.
Mamá se puso en pie.
—Esperaba que fueras más comprensiva —dijo en voz baja, y se marchó.
Margaret se sintió culpable e indignada al mismo tiempo. ¡Era tan injusto! Papá había menospreciado sus opiniones desde que tuvo uso de razón, y ahora que los acontecimientos demostraban su equivocación, pedían a Margaret que sintiera compasión por él.
Suspiró. Su madre era hermosa, excéntrica y caótica. Había nacido rica y decidida. Sus excentricidades eran el resultado de una voluntad fuerte a la que no guiaba ninguna educación: se aferraba a ideas absurdas porque no tenía forma de diferenciar lo sensato de lo insensato. El caos era el método que utilizaba una mujer fuerte para paliar la dominación masculina. Como no le estaba permitido enfrentarse a su marido, la única manera de escapar a su control era fingir que no le entendía. Margaret quería a su madre, y contemplaba sus peculiaridades con afectuosa tolerancia, pero estaba resuelta a no ser como ella, a pesar de su parecido físico. Si los demás se negaban a educarla, ella sería su propia maestra, y prefería llegar a ser una vieja solterona que casarse con algún cerdo convencido de tener derecho a darle órdenes como a una camarera.
A veces, deseaba entablar otro tipo de relación con su madre. Quería confiar en ella, ganarse su simpatía, pedirle consejo. Podrían ser aliadas, luchar juntas por la libertad contra un mundo que quería tratarlas como adornos. Mamá, sin embargo, había abandonado esa lucha mucho tiempo atrás, y esperaba que Margaret hiciera lo mismo. No iba a ocurrir. Margaret iba a ser ella misma: estaba absolutamente decidida. Pero ¿cómo?
Se sintió incapaz de comer durante todo el lunes. Bebió incontables tazas de té, mientras los criados se dedicaban a clausurar la casa. El martes, cuando mamá se dio cuenta de que Margaret no iba a hacer las maletas, ordenó a la nueva doncella, Jenkins, que lo hiciera en su lugar. De modo que, a la postre, mamá se salió con la suya, como casi siempre.
—Has tenido muy mala suerte, entrando a trabajar en casa una semana antes de que decidiéramos cerrarla —dijo Margaret a la muchacha.
—El trabajo no va a escasear, señora —respondió Jenkins—. Mi padre dice que nunca hay desempleo en tiempos de guerra.
—¿Qué vas a hacer? ¿Trabajar en una fábrica?
—Voy a alistarme. Han dicho en la radio que diecisiete mil mujeres se alistaron ayer en el STA. Hay colas ante los ayuntamientos de todas las ciudades del país… He visto una foto en el periódico.
—Qué suerte tienes —dijo Margaret, abatida. La única cola que voy a hacer será para subir a un avión con rumbo a Estados Unidos.
—Ha de obedecer al marqués —dijo Jenkins.
—¿Qué ha dicho tu padre sobre lo de alistarte?
—No se lo he dicho… Lo haré, y punto.
—¿Y si te obliga a volver?
—No podrá. Tengo dieciocho años. Basta con firmar la solicitud. Si se tiene la edad suficiente, los padres no pueden hacer nada para impedirlo.
—¿Estás segura? —preguntó Margaret, estupefacta.
—Claro. Todo el mundo lo sabe.
—Pues yo no —dijo Margaret con tono pensativo.
Jenkins bajó la maleta de Margaret al pasillo. Se irían el miércoles por la mañana, muy temprano. Al ver las maletas alineadas, Margaret comprendió que iba a pasar la guerra en Connecticut si no hacía algo más que enfurruñarse. A pesar de que su madre le había rogado que no armara follones, tenía que enfrentarse a su padre.
Sólo de pensar en ello se estremeció. Volvió a su cuarto para calmar los nervios y pensar en lo que iba a decir. Debía mantenerse tranquila. Las lágrimas no le conmoverían y la ira sólo provocaría su desdén. Margaret tenía que aparentar sensatez, responsabilidad y madurez. No debía enfrascarse en discusiones, pues su padre se enfurecería y ella se asustaría tanto que no podría continuar.
¿Cómo debía empezar?: «Creo que tengo derecho a decir algo sobre mi futuro».
No, eso no estaba bien. Él respondería: «Yo soy responsable de ti y, por tanto, debo decidir».
Tal vez debería comenzar con un: «¿Puedo hablarte sobre ese viaje a Estados Unidos?».
A lo que él replicaría: «No hay nada que discutir». Debía empezar con algo tan inofensivo que él no pudiera rechazarlo. Decidió que la fórmula sería: «¿Puedo preguntarte una cosa?». Se vería forzado a contestar que sí.
Y después, ¿qué? ¿Cómo podría plantear el tema sin provocar uno de sus temibles accesos de cólera. Podría decirle: «Estuviste en el ejército durante la pasada guerra, ¿verdad?». Sabía que había luchado en Francia. Luego, añadiría: «¿Se alistó mamá?». También sabía la respuesta a esta pregunta: mamá fue enfermera voluntaria en Londres y cuidó de oficiales norteamericanos heridos. Por fin, remataría su obra: «Los dos habéis servido a vuestro país, de manera que comprenderéis muy bien por qué quiero hacer lo mismo». Una estrategia irresistible.
Si aceptaba el principio, ella pensaba que anularía sus demás objeciones. Viviría en casa de unos parientes hasta alistarse, lo que sería cuestión de días. Tenía diecinueve años: muchas chicas de su edad ya llevaban trabajando seis años en régimen de jornada completa. Era lo bastante mayor para casarse, conducir un coche e ir a la cárcel. Nada la impedía quedarse en Inglaterra.
El plan parecía sólido. Ahora, tenía que ser valiente.
Papá estaría en su estudio con el administrador de sus negocios. Margaret salió de su cuarto. Al llegar al rellano, el temor debilitó su resolución. A su padre le enfurecía que le llevaran la contraria. Sus accesos de cólera eran terribles, y crueles sus castigos. Cuando tenía once años, la obligó a permanecer de pie durante todo un día, de cara a la pared, por ser grosera con un invitado; le había quitado el osito de peluche como castigo por mearse en la cama a los siete años; una vez, enfurecido, había arrojado un gato por una ventana de arriba. ¿Qué haría ahora, cuando le dijera que quería quedarse en Inglaterra para luchar contra los nazis?
Se obligó a bajar la escalera, pero sus aprensiones aumentaron a medida que se acercaba a su estudio. Le vio enfurecerse en su mente, la cara roja y los ojos saltones, y se sintió aterrorizada. Intentó calmar su enloquecido pulso, preguntándose si, en realidad, debía temer algo. Papá ya no podía partirle el corazón arrebatándole su osito de peluche. Sin embargo, sabía muy bien que aún no había perdido la capacidad de hacerla desear que la tierra se la tragara.
Mientras se hallaba de pie frente a la puerta del estudio, temblorosa, el ama de llaves atravesó el vestíbulo con un crujido de su vestido de seda negro. La señora Allen gobernaba con mano inflexible al personal femenino de la casa, pero siempre había sido indulgente con los niños. Apreciaba a la familia y su partida la había entristecido profundamente; para ella, era el fin de una manera de vivir. Dirigió a Margaret una sonrisa llorosa.
Al mirarla, Margaret tuvo una idea que paralizó su corazón.
Un plan de huida se formó con todo detalle en su mente. Pediría dinero prestado a la señora Allen, se iría de casa ahora, cogería el tren de las cuatro cincuenta y cinco a Londres, pasaría la noche en el piso de su prima Catherine y se alistaría en el STA a primera hora de la mañana. Cuando su padre la localizara, ya sería demasiado tarde.
Era tan sencillo y osado que apenas podía creerlo, pero antes de que pudiera pensarlo dos veces se sorprendió diciendo:
—Ah, señora Allen, ¿puede prestarme algo de dinero? He de hacer unas compras de última hora y no quiero molestar a papá. Está muy ocupado.
La señora Allen no vaciló ni un instante.
—Por supuesto, señorita. ¿Cuánto necesita?
Margaret no sabía cuánto costaba el billete a Londres; nunca había comprado su pasaje.
—Oh, con una libra será suficiente —dijo, a tontas y a locas. Estaba pensando: «¿De veras estoy haciendo esto?».
La señora Allen sacó del bolso dos billetes de diez chelines. De haberlos necesitado, era probable que le hubiera entregado los ahorros de toda su vida.
Margaret cogió el dinero con mano temblorosa. Éste puede ser mi billete a la libertad, pensó, y a pesar de que estaba asustada, una leve llama de esperanza henchida de alegría alumbró en su pecho.
La señora Allen, pensando que la joven se encontraba disgustada por la emigración, le apretó la mano.
—Éste es un día muy triste, lady Margaret —dijo—. Un día muy triste para todos nosotros.
Sacudió su cabeza gris con pesar y desapareció en la parte posterior de la casa.
Margaret miró a su alrededor frenéticamente. No se veía a nadie. Su corazón se agitaba como un pájaro enjaulado y jadeaba de manera entrecortada. Sabía que si vacilaba, su valor se esfumaría. Ni siquiera se atrevió a demorarse lo bastante para ponerse una chaqueta. Aferró el dinero y salió por la puerta principal.
La estación distaba tres kilómetros, y estaba en el pueblo siguiente. A cada paso que daba por la carretera, Margaret esperaba oír el zumbido del Rolls-Royce de su padre. Pero ¿cómo iba a saber lo que había hecho? Era poco probable que alguien reparase en su ausencia hasta la hora de la cena; y aun en este caso, supondrían que se había ido de compras, como había dicho a la señora Allen. De todos modos, el temor la devoraba sin cesar.
Llegó a la estación con mucha antelación, compró el billete (tenía dinero más que suficiente) y se sentó en la sala de espera de señoras, observando las manecillas del gran reloj que presidía la pared.
El tren llegaba con retraso.
Las cuatro y cincuenta y cinco, las cinco, las cinco y cinco. Margaret estaba tan aterrorizada que habría tirado la toalla y vuelto a casa con tal de aliviar la tensión.
El tren llegó a las cinco y catorce minutos, y su padre aún no había hecho acto de presencia.
Margaret subió al tren con el corazón en un puño.
Se quedó de pie ante la ventanilla y clavó la vista en la puerta de acceso al andén, esperando verle llegar en el último minuto para atraparla.
El tren se movió por fin.
Apenas pudo creer que se estaba marchando.
El tren aumentó la velocidad. Los primeros temblores de júbilo se insinuaron en su corazón. Pocos segundos después, el tren salía de la estación. Margaret vio que el pueblo disminuía de tamaño, y su corazón se llenó de triunfo. Lo había conseguido: ¡se había escapado!
De pronto, notó que las rodillas le fallaban. Buscó un asiento libre, y se dio cuenta por primera vez de que el tren iba lleno. Todos los asientos estaban ocupados, incluso en este vagón de primera clase, y había soldados sentados en el suelo. Se quedó de pie.
Su euforia no disminuyó, a pesar de que el viaje fue, juzgado por parámetros normales, una especie de pesadilla. Más gente se apretujaba en los vagones a cada parada. El tren se detuvo durante tres horas en las afueras de Reading. Hubo que quitar todas las bombillas a causa del oscurecimiento general, de forma que al caer la noche el tren se quedó totalmente sin luz, a excepción de ocasionales destellos de la linterna del guardia que patrullaba, abriéndose camino entre los pasajeros sentados y tendidos sobre el suelo. Cuando Margaret ya no pudo continuar de pie, se sentó en el suelo. Esta clase de cosas ya no importaban, se dijo. Su vestido se ensuciaría, pero mañana iría de uniforme. Todo era diferente: estaban en guerra.
Margaret se preguntó si papá habría descubierto su fuga, averiguado que había cogido el tren y conducido a toda velocidad hasta Londres para interceptarla en la estación de Paddington. Era improbable, pero posible, y su corazón se llenó de temor cuando el tren frenó en la estación.
Sin embargo, no le vio por parte alguna cuando bajó, y experimentó la misma sensación de triunfo. ¡Después de todo, no era omnipotente! Logró encontrar un taxi en la cavernosa oscuridad de la estación. La condujo hasta Bayswater utilizando únicamente las luces laterales. El chófer la alumbró con una linterna hasta que llegó a la puerta del edificio de apartamentos en que vivía Catherine.
Todas las ventanas del edificio estaban a oscuras, pero se veía un rayo de luz en el vestíbulo. El portero se hallaba ausente (era casi medianoche), pero Margaret sabía llegar al piso de Catherine. Subió la escalera y tocó el timbre.
Nadie respondió.
El corazón le dio un vuelco.
Volvió a llamar, pero sabía que era inútil: el piso era pequeño y el timbre sonaba fuerte. Catherine no estaba.
No era de extrañar, pensó. Catherine vivía con sus padres en Kent, y usaba el piso como piedáterre. La vida social londinense se había paralizado, desde luego, y Catherine no tenía motivos para estar allí. Margaret no había pensado en esa posibilidad.
No se sentía desalentada, pero sí defraudada. Había esperado con ansia el momento de sentarse coro Catherine, beber chocolate caliente y darle a conocer los detalles de su gran aventura. Tenía varios parientes en Londres, pero si iba a verles llamarían a papá. Catherine habría sido una buena cómplice, pero no podía confiar en ningún otro pariente.
Después, recordó que tía Martha no tenía teléfono.
En realidad, era una tía abuela, una displicente solterona de setenta años. Vivía a un kilómetro de distancia, más o menos. A estas horas dormiría profundamente, y se pondría furiosa si la despertaba, pero no había otro remedio. Lo más importante es que carecía de medios para comunicar a papá el paradero de Margaret.
Margaret volvió a bajar la escalera y salió a la calle… Se encontró con una oscuridad absoluta.
La negrura era aterradora. Se quedó de pie ante la puerta y miró a su alrededor, con los ojos abiertos de par en par, sin ver nada. Notó una sensación extraña en el estómago, como si estuviera mareada.
Cerró los ojos y recreó en su mente el panorama habitual de la calle. Detrás de ella se alzaba Obington House, donde Catherine vivía. Lo normal sería que brillaran luces en varias ventanas y que la luz situada sobre la puerta arrojara un vivo resplandor. A su izquierda, en la esquina, había una pequeña iglesia estilo Wren, cuyo pórtico siempre estaba iluminado. Una hilera de farolas bordeaba la acera; cada una proyectaba un diminuto círculo de luz; y la calzada estaría iluminada por autobuses, taxis y coches.
Abrió los ojos de nuevo y no vio nada.
Daba miedo. Imaginó por un momento que no había nada a su alrededor: la calle había desaparecido y ella se encontraba en el limbo, cayendo en el vacío. De repente, se sintió muy mareada. Luego, se controló y visualizó la ruta a la casa de tía Martha.
Tiro hacia el este desde aquí, pensó, me desvío a la izquierda por la segunda bocacalle y la casa de tía Martha está al final de la manzana. Sería bastante fácil, incluso en la oscuridad.
Anhelaba algún tipo de alivio: un taxi iluminado, la luna llena o un policía que la ayudara. Su deseo se cumplió al cabo de un momento: un coche se acercaba. Sus tenues luces laterales parecían ojos de gato en las tinieblas, y Margaret pudo ver de repente la línea del bordillo hasta la esquina de la calle.
Se puso a caminar.
El coche pasó de largo y sus luces rojas traseras se perdieron en la oscura distancia. Margaret pensaba que le faltaban tres o cuatro pasos para llegar a la esquina cuando perdió pie al rebasar el bordillo. Cruzó la calle y localizó la acera opuesta sin tropezar. Esto le dio ánimos y caminó con más confianza. De pronto, algo duro la golpeó en el rostro con brutal violencia.
Lanzó un grito de dolor y pánico entremezclados. El pánico la cegó por un instante y quiso dar media vuelta y correr. Se tranquilizó con un gran esfuerzo. Se llevó la mano a la mejilla y se acarició la parte dolorida. ¿Qué demonios había ocurrido? ¿Qué podía haberla golpeado a la altura de la cara en mitad de la acera? Extendió ambas manos. Palpó algo casi de inmediato, y apartó las manos del susto; después, apretó los dientes y las alargó de nuevo. Tocó algo frío, duro y redondo, como un plato de enorme tamaño que flotara a media altura. Lo exploró con detenimiento, comprendiendo que se trataba de una columna redonda con una ranura rectangular y una parte superior que sobresalía. Cuando supo por fin lo que era, lanzó una carcajada, a pesar de su cara dolorida. Había sido atacada por un buzón.
Pasó de largo y siguió andando con las manos extendidas frente a ella.
Al cabo de un rato perdió pie en otro bordillo. Recobró el equilibrio y experimentó cierto alivio: había llegado a la calle de tía Martha. Se desvió a la izquierda.
Se le ocurrió que tal vez tía Martha no oyera el timbre. Vivía sola; nadie más podía responder. Si sucedía eso, Margaret tendría que regresar al edificio de Catherine y dormir en el pasillo. Aceptaba lo de dormir en el suelo, pero otro paseo por la oscuridad la aterrorizaba. Lo más sencillo sería enroscarse ante la puerta de tía Martha y esperar a que amaneciera.
La casita de tía Martha estaba al final de un bloque muy largo. Margaret se acercó poco a poco. La ciudad estaba oscura, pero no en silencio. Se oía un coche de vez en cuando a lo lejos. Los perros ladraban cuando pasaba frente a sus puertas y un par de gatos maullaron, indiferentes a su presencia. En una ocasión, oyó la música de una fiesta prolongada. Más adelante, captó los sonidos apagados de una pelea doméstica tras unas cortinas. Se descubrió anhelando encontrarse en el interior de una casa, arropada por lámparas, un hogar encendido y una tetera.
La manzana parecía más larga de lo que Margaret recordaba. Sin embargo, era imposible que se hubiera equivocado; había doblado a la izquierda en la segunda bocacalle. Pese a todo, la sospecha de que se había perdido creció en su fuero interno. Su sentido del tiempo la había traicionado. ¿Cuánto llevaba andando por la manzana, cinco minutos, veinte, dos horas o toda la noche? De repente, ni siquiera tuvo la seguridad de que había casas en las cercanías. Igual estaba en pleno Hyde Park, tras cruzar la entrada por pura chiripa. Empezó a albergar la sensación de que la oscuridad que la rodeaba estaba poblada de seres, capaces de ver por la noche como los gatos, a la espera de que cayera al suelo para abalanzarse sobre ella. Un chillido empezó a formarse en su garganta, pero lo reprimió.
Se obligó a pensar. ¿Cabía la posibilidad de que se hubiera equivocado? Sabía que había perdido pie en el bordillo de una bocacalle, pero recordó que también existían callejones. Igual se había internado por uno de ellos. A estas alturas, ya podía haber recorrido más de un kilómetro en dirección contraria.
Intentó recordar la embriagadora sensación de excitación y triunfo que la había asaltado en el tren, pero se había esfumado, y ahora se sentía sola y asustada.
Decidió parar y quedarse inmóvil. Así no le ocurriría nada malo.
Permaneció quieta durante mucho tiempo, hasta que fue incapaz de calcular cuánto. Tenía miedo de moverse, un miedo que la paralizaba. Pensó que continuaría de pie hasta que se desmayara de agotamiento o hasta la mañana.
Entonces, apareció un coche.
Sus tenues luces laterales proporcionaban una iluminación muy escasa, pero en comparación con el pozo de negrura anterior parecía la luz del día. Comprobó que se hallaba en mitad de la carretera, y corrió a la acera para apartarse del camino del coche. Estaba en una plaza que creyó reconocer. El coche pasó de largo, dobló una esquina y ella lo siguió, confiando en distinguir una señal que la orientara. Llega a la esquina y vio el coche al final de una calle corta y estrecha flanqueada por tiendas pequeñas, una de las cuales era una sombrerería de la que su madre era cliente; comprendió que se encontraba a escasos metros de Marble Arch.
Estuvo a punto de llorar de alivio.
Se paró en la siguiente esquina y esperó a que otro coche iluminara el camino. Después, se internó en Mayfair.
Pocos minutos más tarde se detuvo frente al hotel Claridge. El edificio estaba a oscuras, por supuesto, pero pudo localizar la puerta, preguntándose si debía entrar.
No creía tener bastante dinero para pagar la habitación, pero recordó que la gente no abonaba la cuenta hasta abandonar el hotel. Podía tomar una habitación por dos noches, salir por la mañana como si fuera a regresar más tarde, alistarse en el STA y llamar después al hotel para dar instrucciones de que enviaran la cuenta al abogado de su padre.
Contuvo el aliento y abrió la puerta.
Como la mayoría de los edificios públicos que permanecían abiertos por la noche, el hotel había dispuesto una doble puerta, como una esclusa de aire, para que los huéspedes entraran y salieran sin que las luces del interior se vieran desde fuera. Margaret cerró la puerta exterior a su espalda, atravesó la segunda y accedió a la luz reconfortante del vestíbulo. La invadió una tremenda oleada de alivio. Había regresado a la normalidad: la pesadilla quedaba atrás.
Un joven portero de noche dormitaba ante el mostrador. Margaret carraspeó, y el muchacho se despertó, sorprendido y confuso.
—Necesito una habitación —dijo Margaret.
—¿A estas horas de la noche? —preguntó el joven con poca delicadeza.
—El apagón me sorprendió —explicó Margaret—. No puedo volver a casa.
El portero empezó a despejarse.
—¿No lleva equipaje?
—No —respondió Margaret, con aire de culpabilidad, pero se apresuró a añadir—: Claro que no. No me he quedado tirada en la calle a propósito.
El portero la miró de una forma extraña. Margaret pensó que no podía negarle lo que pedía. El joven tragó saliva, se frotó la cara y fingió consultar un libro. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? El empleado tomó una decisión y cerró el libro.
—El hotel está completo.
—Oh, vamos, han de tener algo…
—Se ha peleado con su viejo, ¿verdad? —preguntó el portero, guiñándole un ojo.
Margaret apenas podía creer lo que estaba ocurriendo.
—No puedo volver a casa —repitió, como si el hombre no la hubiera entendido la primera vez.
—Yo no puedo solucionarlo —replicó él—. La culpa es de Hitler —añadió, en una repentina demostración de ingenio. Era bastante joven.
—¿Dónde está su superior? —preguntó Margaret. El empleado pareció ofenderse.
—Yo soy el responsable hasta las seis.
Margaret paseó la vista a su alrededor.
—Tendré que sentarme en el salón hasta las seis.
—!No puede hacer eso! —exclamó el portero, como atemorizado—. ¿Una joven sola, sin equipaje, pasando la noche en el salón? Mi empleo peligrará.
—No soy una joven —dijo Margaret, irritada—. Soy lady Margaret Oxenford.
Detestaba utilizar su título, pero se trataba de una situación desesperada.
Sin embargo, no sirvió de nada. El portero le dirigió una mirada severa e insolente.
—¿De veras? —preguntó.
Margaret estaba a punto de cubrirle de improperios cuando vio su reflejo en el cristal de la puerta, dándose cuenta de que tenía un ojo morado. De propina, tenía las manos sucias y el vestido roto. Recordó que se había golpeado con el buzón y sentado en el suelo del tren. No era de extrañar que el portero le negara la habitación. Desesperada, protestó:
—¡No puede echarme a la calle en medio del apagón!
—No puedo hacer otra cosa —respondió el portero.
Margaret se preguntó cuál sería la reacción del hombre si se sentaba sin acceder a moverse. De hecho, es lo que tenía ganas de hacer: le dolían todos los huesos y estaba extenuada. Sin embargo, había pasado tantas vicisitudes que no le quedaban fuerzas para un enfrentamiento. Además, era tarde y estaban solos. Era imposible saber qué haría el hombre si le daba una excusa para ponerle las manos encima.
Dio media vuelta con cansados movimientos y salió a la noche, desalentada y amargada.
Apenas se había alejado unos pasos del hotel cuando deseó haber ofrecido mayor resistencia. ¿Por qué sus intenciones siempre eran más firmes que sus acciones? Ahora que se había rendido, se sentía lo bastante airada como para desafiar al portero. Estuvo a punto de regresar sobre sus pasos, pero continuó andando: le pareció lo más sencillo.
No tenía a dónde ir. No sería capaz de encontrar el edificio de Catherine; no había logrado localizar la casa de tía Martha; no podía confiar en los demás parientes e iba demasiado sucia para conseguir una habitación de hotel.
Tendría que vagar hasta que se hiciera de día. Hacía buen tiempo; no llovía y el aire de la noche era apenas un poco fresco. Si continuaba moviéndose ni siquiera sentiría frío. Veía bien por donde iba. Había muchos semáforos en el West End, y pasaba un coche cada uno o dos minutos. Oía música procedente de los clubs nocturnos y de vez en cuando veía a gente de su clase que llegaba a casa tras una fiesta nocturna en sus coches conducidos por chóferes, las mujeres ataviadas con espléndidos vestidos y los hombres con frac. Observó con curiosidad en otra calle a tres mujeres solitarias, una de pie ante una puerta, otra apoyada en una farola y otra sentada sobre un coche. Todas fumaban y, en apariencia, esperaban a alguien. Se preguntó si serían lo que mamá llamaba Mujeres Perdidas.
Empezaba a sentirse cansada. Todavía llevaba los zapatos de estar por casa con los que se había marchado. Obedeciendo a un impulso, se sentó en el escalón de una puerta, se quitó los zapatos y frotó sus doloridos pies.
Levantó la vista y divisó la vaga silueta de los edificios que se alzaban en la acera opuesta. ¿Se hacía de día por fin? Quizá encontraría un café que abriera temprano. Desayunaría y esperaría a que abrieran las oficinas de reclutamiento. No había comido casi nada desde hacía dos días, y se le hizo la boca agua de pensar en tocino y huevos fritos.
De pronto, un rostro blanco osciló frente a ella. Lanzó un débil grito de miedo. El rostro se acercó y vio a un hombre joven vestido de etiqueta.
—Hola, preciosa —saludó.
Margaret se puso de pie a toda prisa. Odiaba a los borrachos; carecían de toda dignidad.
—Váyase, por favor —dijo. Intentó hablar con firmeza, pero su voz tembló.
El hombre se aproximó más con paso inseguro.
—Pues dame un beso.
—¡Por supuesto que no! —exclamó ella, horrorizada.
Dio un paso atrás, tropezó y dejó caer sus zapatos. La pérdida de sus zapatos la hizo sentirse muy vulnerable. Se giró en redondo y se agachó para recogerlos. El hombre emitió una risita obscena y, ante el horror de la joven, deslizó su mano entre los muslos de Margaret, manoseándola con penosa torpeza. Ella se incorporó al instante, sin encontrar los zapatos, y se apartó de él.
—¡Aléjese de mí! —chilló, mirándole a la cara.
—Estupendo, adelante —dijo el hombre, volviendo a reír—, me gusta un poco de resistencia.
El hombre la agarró por los hombros con sorprendente agilidad y la atrajo hacia él. Le arrojó a la cara su nauseabundo aliento alcohólico y la besó en la boca sin más preámbulos.
Era atrozmente desagradable, y Margaret pensó que iba a desmayarse, pero la abrazaba con tal fuerza que apenas podía respirar, ni mucho menos protestar. La joven se debatió sin el menor resultado, mientras él babeaba sobre ella. Después, quitó una mano de su hombro y le aferró un pecho. Se lo estrujó con brutalidad, hasta que Margaret jadeó de dolor. Sin embargo, gracias a que tenía un hombro libre, pudo soltarse a medias de él y empezar a chillar.
Lanzó un sonoro y prolongado chillido.
—Muy bien, muy bien, no te lo tomes así, no quería hacerte daño —le oyó vagamente decir, con voz preocupada, pero estaba demasiado asustada para atender a razones y continuó gritando. De la oscuridad surgieron rostros: un transeúnte vestido de obrero, una Mujer Perdida con cigarrillo y bolso, y una cabeza asomada a una ventana de la casa que se alzaba detrás de ellos. El borracho desapareció en la noche. Margaret dejó de gritar y se puso a llorar. Después, oyó el sonido de unas botas que corrían y distinguió el estrecho haz de una linterna camuflada y el casco de un policía.
El policía dirigió la luz hacia el rostro de Margaret.
—No es una de las nuestras, Steve —murmuró una mujer.
—¿Cómo te llamas, muchacha? —preguntó el policía llamado Steve.
—Margaret Oxenford.
—Un pisaverde la confundió con una puta, eso es todo —dijo el hombre vestido de obrero.
Satisfecho, se marchó.
—¿Quiere decir lady Margaret Oxenford? —preguntó el policía.
Margaret sorbió el aire y asintió con aspecto compungido.
—Ya te he dicho que no era de las nuestras —insistió la mujer. Dio una bocanada a su cigarrillo, lo tiró al suelo, lo pisó y se marchó.
—Venga conmigo, señorita, ya ha pasado todo —dijo el policía.
Margaret se secó la cara con la manga. El policía le ofreció el brazo. Ella lo cogió. El hombre iluminó el suelo con la linterna y empezaron a andar.
—Qué hombre tan horrible —dijo al cabo de un momento Margaret, estremeciéndose.
El policía no se mostró muy comprensivo.
—No se le puede culpar —dijo alegremente—. Ésta es la calle de Londres que goza de peor reputación. Lo normal es creer que una chica sola a estas horas es una Dama de la Noche.
Margaret supuso que tenía razón, aunque lo consideró muy injusto.
El familiar farol azul de una comisaría de policía apareció a la luz del alba.
—Tómese una buena taza de té y se sentirá mejor —dijo el policía.
Entraron. Había un mostrador frente a ellos, con dos policías detrás. Uno era corpulento y de edad madura, mientras que el otro era joven y delgado. A cada lado del vestíbulo había un sencillo banco de madera apoyado contra la pared. Sólo había una persona en el vestíbulo, una mujer pálida, el pelo recogido con un chal y calzada con zapatillas, que estaba sentada en un banco y esperaba con resignada paciencia.
El rescatador de Margaret le indicó que tomara asiento en el banco opuesto.
—Siéntese un momento.
Margaret obedeció. El policía se acercó al mostrador y habló con el hombre de mayor edad.
—Sargento, ésa es lady Margaret Oxenford. Tuvo un altercado con un borracho en Bolting Lane.
—Debió pensarse que era del oficio.
La variedad de eufemismos con que se designaba a la prostitución asombró a Margaret. La gente parecía tener horror a llamarla por su nombre, y necesitaba mencionarla de una manera solapada. Ella misma sólo había conocido su existencia de una manera muy vaga, y no había creído en su realidad hasta esta noche. En cualquier caso, las intenciones del joven vestido de etiqueta no habían sido nada vagas.
El sargento inspeccionó a Margaret con atención, y después dijo algo en voz baja que ella no pudo oír. Steve asintió y desapareció por la parte posterior del edificio.
Margaret se dio cuenta de que había dejado los zapatos ante aquella puerta. Se le habían agujereado las medias. Empezó a preocuparse: no podía presentarse en la oficina de reclutamiento con esta pinta. Quizá podría volver a buscar sus zapatos a la luz del día, aunque era muy posible que ya no estuvieran allí. También necesitaba con suma urgencia un baño y ropa limpia. Después de tantas penalidades, sería horroroso que el STA la rechazara. ¿Adónde podía ir a asearse?
La casa de tía Martha ya no sería segura por la mañana; papá podía presentarse en ella, buscándola. ¿Iba a fracasar todo su plan por un simple par de zapatos?, se preguntó angustiada.
Su salvador volvió con una gruesa taza de loza con té. Estaba demasiado flojo y azucarado, pero Margaret lo bebió con fruición. Se marcharía en cuanto hubiera terminado el té. Iría a un barrio pobre y encontraría una tienda que vendiera ropas baratas; aún le quedaban unos chelines. Compraría un vestido, un par de sandalias y un conjunto de ropa interior. Iría a una casa de baños publica, se lavaría y cambiaría. Entonces, se hallaría en condiciones de acudir al ejército.
Mientras fraguaba este plan, se produjo un ruido al otro lado de la puerta y un grupo de jóvenes se precipitó en el interior. Iban bien vestidos, algunos de etiqueta y otros de calle. Al cabo de un momento, Margaret observó que arrastraban contra su voluntad a alguien. Uno de los hombres empezó a gritar al sargento que estaba detrás del mostrador.
El sargento le interrumpió.
—¡Muy bien, muy bien, silencio! —ordenó con voz autoritaria—. Ahora no están en el campo de rugby. Esto es una comisaría de policía. —El alboroto se aplacó un poco, pero no lo suficiente para el sargento—. ¡Si no saben comportarse, les encerraré a todos en una sucia celda! ¡De una vez por todas, CIERREN EL PICO!
Se callaron y soltaron a su prisionero, que parecía malhumorado. El sargento señaló a uno de los hombres, un individuo de cabello oscuro que tendría la misma edad de Margaret.
—Muy bien. Usted, dígame a qué viene este alboroto. El joven señaló al prisionero.
—¡Este sujeto invitó a mi hermana a cenar a un restaurante y después se largó sin pagar! —exclamó indignado.
Hablaba con acento de clase alta, y Margaret creyó reconocer su cara. Confió en que no la reconociera; sería muy humillante que la gente se enterase de que un policía la había rescatado después de huir de casa.
—Se llama Harry Marks y deberían encerrarle —añadió otro joven, vestido con un traje a rayas.
Margaret miró con interés a Harry Marks. Era un hombre de unos veintidós o veintitrés años, muy atractivo, de cabello rubio y facciones regulares. Aunque le habían arrugado bastante la ropa, llevaba su chaqueta de etiqueta con desenvuelta elegancia.
—Estos tipos están bebidos —dijo, mirando a su alrededor con desdén.
—Es posible que estemos borrachos, pero es un caradura y un ladrón —estalló el joven del traje a rayas—. Mire lo que hemos descubierto en su bolsillo. —Tiró un objeto sobre el mostrador—. A sir Simon Monkford le robaron estos gemelos por la noche.
—Muy bien —dijo el sargento—. Eso quiere decir que le están acusando de obtener provechos económicos mediante el engaño, o sea, dejando de pagar la cuenta del restaurante, y de robo. ¿Algo más?
—¿Es que no le parece bastante? —rió el joven.
El sargento apuntó con su lápiz al muchacho.
—Recuerde bien donde cojones está, hijo. Puede que haya nacido con un estrella en el culo, pero esto es una comisaría de policía y si no habla con educación, pasará el resto de la noche en una celda de mierda.
El muchacho le miró con expresión confusa y no dijo nada más.
El sargento dirigió su atención al que había hablado primero.
—Bien, ¿puede proporcionarme detalles sobre ambas acusaciones? Necesito el nombre y dirección del restaurante, el nombre y dirección de su hermana, así como el nombre y dirección de la persona a la que pertenecen estos gemelos.
—Sí, no hay problemas. El restaurante…
—Bien. Quédese aquí. —Señaló al acusado—. Siéntese. —Agitó la mano hacia el resto de los congregados—. Los demás pueden irse a casa.
Todos parecieron decepcionados. Su gran aventura había concluido en un anticlímax. Por un momento, ninguno se movió.
—¡Vamos, muevan todos el culo! —dijo el sargento. Margaret nunca había oído tanto tacos en un solo día. Los jóvenes se marcharon, murmurando.
—¡Entregas a un ladrón a la justicia y te tratan como si el criminal fueras tú! —dijo el muchacho del traje a rayas, pero atravesó la puerta antes de finalizar la frase.
El sargento empezó a interrogar al joven de cabello oscuro, tomando notas. Harry Marks permaneció de pie junto a él unos instantes, y después se apartó con impaciencia. Vio a Margaret, le dedicó una luminosa sonrisa y se sentó a su lado.
—¿Estás bien, jovencita? ¿Qué haces aquí, a estas horas de la noche?
Margaret se quedó perpleja. El hombre se había transformado por completo. Sus altivos modales y lenguaje refinado habían desaparecido, y hablaba con el mismo acento del sargento. La sorpresa impidió a Margaret contestar.
Harry dirigió una mirada significativa hacia la puerta, como si pensara en salir corriendo por ella; después, miró al mostrador y vio que el policía joven, que aún no había pronunciado palabra, le observaba con suma atención. Dio la impresión de que desechaba la idea de escapar. Se volvió hacia Margaret.
—¿Quién le ha puesto ese ojo morado? ¿Su viejo?
—Me perdí en el apagón y tropecé con un buzón —respondió Margaret, encontrando la voz.
Esta vez le tocó al hombre sorprenderse. La había tomado por una chica de clase obrera. Al captar su acento, se dio cuenta de su equivocación. Adoptó su anterior personalidad sin pestañear.
—¡Qué mala suerte!
Margaret estaba fascinada. ¿Cuál era su auténtica identidad? Olía a colonia. Llevaba el pelo bien cortado, aunque una pizca largo. Vestía un traje de etiqueta azul oscuro, siguiendo la moda de Eduardo VIII, con calcetines de seda y zapatos de piel. Se adornaba con joyas de buena calidad: diamantes a guisa de botones en la camisa, gemelos a juego, reloj de oro con correa de piel de cocodrilo y un anillo de sello en el dedo meñique de la mano izquierda. Sus manos eran grandes y de aspecto fuerte, pero de manicura impecable.
—¿De veras se marchó del restaurante sin pagar? —preguntó Margaret en voz baja.
Él la miró de arriba abajo y aparentó tomar una decisión.
—Pues sí —dijo, en tono de conspirador.
—¿Por qué?
—Porque si hubiera escuchado a Rebecca Maugham-Flint hablar un minuto más acerca de sus malditos caballos, no habría podido resistir el impulso de precipitarme sobre su garganta y estrangularla.
Margaret rió por lo bajo. Conocía a Rebecca Maugham-Flint, una muchacha sencilla y gorda, hija de un general, que había heredado los enérgicos modales y la voz estentórea de su padre.
—Me lo imagino —dijo.
No se le ocurría una compañera de cena más improbable para el atractivo señor Marks.
El agente Steve apareció y cogió su taza de té vacía.
—¿Se siente mejor, lady Margaret?
Observó por el rabillo del ojo que su título había impresionado a Harry Marks.
—Mucho mejor, gracias —contestó. Hablando con Harry, había conseguido olvidar sus problemas, pero ahora recordó todo cuanto había hecho—. Han sido muy amables —prosiguió—. Me voy a marchar, porque me aguardan asuntos muy importantes.
—No hace falta que se apresure —dijo el policía—. Su padre, el marqués, ya viene a buscarla.
El corazón de Margaret se paralizó. ¿Cómo era posible? Estaba tan convencida de encontrarse a salvo… ¡Había subestimado a su padre! Se sentía tan asustada como en el momento de huir hacia la estación de ferrocarril. ¡Iba en su persecución, corría tras ella en este preciso momento! Sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.
El joven agente parecía orgulloso.
—Su descripción empezó a circular a última hora de la noche, y la leí mientras estaba de servicio. No la reconocí a oscuras, pero me acordaba del nombre. Las instrucciones consistían en informar al marqués de inmediato. En cuanto la traje aquí, le llamé por teléfono.
Margaret se puso en pie. Su corazón latía locamente.
—No voy a esperarle —anunció—. Ya es de día. El semblante del policía reflejó nerviosismo.
—Un momento —la atajó, volviéndose hacia el mostrador—. Sargento, la señorita no quiere esperar a su padre.
—No pueden obligarla a quedarse —le dijo Harry Marks—. Huir de casa no es ningún crimen a su edad. Si quiere marcharse, hágalo.
La idea de que encontraran alguna excusa para detenerla horrorizaba a Margaret.
El sargento se levantó de su silla y dio la vuelta al mostrador.
—El señor tiene razón —dijo—. Puede marcharse cuando quiera.
—Oh, gracias —respondió Margaret, aliviada.
El sargento sonrió.
—Pero no tiene zapatos, y las medias están rotas. Si va a marcharse antes de que llegue su padre, deje que llamemos un taxi.
Ella reflexionó unos momentos. Habían telefoneado a papá en cuanto entró en la comisaría, pero hacía menos de una hora. Papá no llegaría hasta dentro de otra hora, o más.
—Muy bien —accedió—. Gracias.
El sargento abrió una puerta que daba al vestíbulo.
—Estará más cómoda aquí, mientras espera el taxi. Abrió una luz.
Margaret habría preferido quedarse a hablar con el fascinante Harry Marks, pero no quería rechazar la amable invitación del sargento, sobre todo después de que hubiera accedido a su petición.
—Gracias —repitió.
—Es una trampa —dijo Harry, mientras se encaminaba hacia la puerta.
Entró en la pequeña habitación. Había unas sillas baratas, un banco, una bombilla desnuda que colgaba del techo y una ventana con barrotes. No pudo imaginar por qué el sargento consideraba este cubículo más cómodo que el vestíbulo. Se volvió para decírselo.
La puerta se cerró en sus narices. Un presentimiento espantoso hinchó su corazón de pánico. Se abalanzó sobre la puerta y aferró el tirador. En ese momento, una llave giró en la cerradura, confirmando sus terrores. Agitó el tirador furiosamente. La puerta no se abrió.
Se desplomó, desesperada, apoyando la cabeza contra la madera.
Oyó al otro lado una carcajada, y después la voz de Harry, apagada pero comprensible.
—Bastardos.
La voz del sargento ya no era amistosa.
—Métete la lengua en el culo —dijo con rudeza.
—No tiene derecho, y lo sabe.
—Su padre es un podrido marqués, y ése es todo el derecho que necesito.
Nadie volvió a hablar.
Margaret comprendió con amargura que había perdido. Su gran evasión había fracasado. Los que había considerado sus amigos la habían traicionado. Había gozado de libertad por un breve espacio de tiempo, pero todo había terminado. No se iba a enrolar en el STA, pensó, desolada. Se embarcaría en el clipper de la Pan Am y volaría a Nueva York, huyendo de la guerra. A pesar de todas las vicisitudes, no había logrado alterar su destino. Le pareció horriblemente injusto.
Al cabo de un largo rato, se apartó de la puerta y recorrió los pocos pasos que la separaban de la ventana. Vio un patio vacío y una pared de ladrillo. Se quedó de pie, derrotada e indefensa, mirando por entre los barrotes la brillante luz del amanecer, esperando a su padre.
Eddie Deakin dio al clipper de la Pan American un vistazo final. Los cuatro motores Wright Cyclone de 1500 caballos de fuerza brillaban de aceite. Cada motor era tan alto como un hombre. Habían cambiado todas las cincuenta y seis bujías. Guiado por un impulso, Eddie sacó del bolsillo de su mono una galga y la deslizó por el asiento de uno de los motores, entre la goma y la parte metálica, para probar la estanqueidad. La potente vibración debida al largo vuelo sometía el adhesivo a un terrorífico esfuerzo. Sin embargo, la delgada hoja de la galga no consiguió penetrar ni medio centímetro. El encaje del motor era perfecto.
Cerró la escotilla y bajó por la escalerilla. Mientras depositaban de nuevo el avión sobre el agua, se quitaría el mono, se cambiaría de ropa y adoptaría su uniforme de vuelo negro de la Pan American.
El sol brillaba cuando salió del muelle y subió por la colina hasta el hotel donde la tripulación se hospedaba durante la escala. Estaba orgulloso del avión y de su trabajo. Las tripulaciones del clipper constituían una élite, los mejores hombres al servicio de la compañía aérea, pues la línea transatlántica era la ruta más prestigiosa. Siempre podría decir que había sobrevolado el Atlántico durante la primera época.
Sin embargo, tenía el proyecto de despedirse pronto. Tenía treinta años, estaba casado desde hacía uno y Carol Ann estaba embarazada. Volar era perfecto para un soltero, pero no iba a pasarse la vida lejos de su mujer y sus hijos. Había ahorrado y contaba casi con la cantidad suficiente para emprender un negocio propio. Tenía una opción sobre un lugar cercano a Bangor (Maine), ideal para construir un campo de aviación. Se dedicaría al mantenimiento de aviones y vendería combustible, y a la larga adquiriría un avión para vuelos charter. Soñaba en secreto con llegar a ser algún día el propietario de una compañía aérea, como el pionero Juan Trippe, fundador de la Pan American.
Entró en los terrenos del hotel Langdown Lawn. Era una suerte para la tripulación de la Pan American que un hotel tan agradable distara tan sólo un kilómetro y medio del complejo de Imperial Airways. Era una típica casa de campo inglesa, dirigida por una pareja encantadora que caía bien a todo el mundo y servía el té en el jardín por las tardes, bajo la luz del sol.
Entró en el hotel. Se encontró en el vestíbulo con su ayudante, Desmond Finn, conocido inevitablemente como Mickey. Mickey le recordaba a Eddie al Jimmy Olsen de las aventuras de Supermán; era un tipo despreocupado, que sonreía exhibiendo toda la dentadura y adoraba a Eddie como a un héroe, una característica que turbaba a Eddie. Estaba hablando por teléfono, y se interrumpió al ver a Eddie.
—Espera. Tienes suerte, acaba de entrar. —Tendió el auricular a Eddie—. Una llamada para ti.
Se alejó escaleras arriba, dejando a Eddie solo.
—¿Sí? —dijo Eddie.
—¿Es usted Edward Deakin?
Eddie frunció el ceño. No reconoció la voz, y nadie le llamaba Edward.
—Sí, soy Eddie Deakin. ¿Quién es usted?
—Espere, le paso a su mujer.
El corazón le dio un vuelco. ¿Por qué le llamaba Carol-Ann desde Estados Unidos? Algo iba mal.
Un momento después escuchó su voz.
—¿Eddie?
—Hola, cariño, ¿qué ocurre?
Ella estalló en lágrimas.
Una serie de espantosas explicaciones acudieron a su mente: la casa se había incendiado, alguien había muerto, Carol-Ann se había herido en algún accidente, había sufrido un aborto…
—Carol-Ann, cálmate. ¿Te encuentras bien?
Ella consiguió hablar entre sollozos.
—No… estoy… herida…
—Pues ¿qué? —preguntó, temeroso—. ¿Qué te ha pasado? Intenta explicármelo, cielo.
—Aquellos hombres… vinieron a casa.
Eddie sintió que un escalofrío de pánico recorría su cuerpo.
—¿Qué hombres? ¿Qué te hicieron?
—Me obligaron a entrar en un coche.
—Santo Dios, ¿quiénes son? —Sentía la cólera alzarse como un dolor en el pecho, y le costaba respirar—. ¿Te hicieron daño?
—Estoy bien, pero… Eddie, estoy tan asustada…
No supo qué decir. Demasiadas preguntas acudían a sus labios. ¡Unos hombres habían ido a su casa y obligado a Carol-Ann a entrar en un coche! ¿Qué estaba ocurriendo?
—Pero ¿por qué? —preguntó por fin.
—No me lo dijeron.
—¿Qué dijeron?
—Eddie, has de hacer lo que quieren, es lo único que sé. A pesar de la ira y el miedo, Eddie oyó a su padre diciendo: «Nunca firmes un cheque en blanco». Aun así, no vaciló.
—Lo haré, pero ¿qué…?
—¡Promételo!
—¡Te lo prometo!
—Gracias a Dios.
—¿Cuándo ocurrió?
—Hace un par de horas.
—¿Dónde están ahora?
—Estamos en una casa, no muy lejos de… —Sus palabras se convirtieron en un grito de terror.
—¡Carol-Ann! ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
No hubo respuesta. Furioso, asustado e impotente, Eddie estrujó el teléfono hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Después, volvió a escuchar la voz masculina del principio.
—Escúchame con mucha atención, Edward.
—No, escúchame tú a mí, capullo —estalló Eddie—. Si le haces daño te mataré, lo juro por Dios, te seguiré los pasos aunque me cueste toda la vida, y cuando te encuentre, miserable, te arrancaré la cabeza del tronco con mis propias manos, ¿me has entendido bien?
Se produjo un momento de vacilación, como si el hombre que estaba al otro lado de la línea no esperase semejante parrafada.
—No te hagas el duro —dijo por fin—, estás demasiado lejos. —Parecía un poco sorprendido, pero tenía razón: Eddie no podía hacer nada—. Presta atención prosiguió el hombre.
Eddie se contuvo con un gran esfuerzo.
—Un hombre llamado Tom Luther te entregará las instrucciones en el avión.
¡En el avión! ¿Qué significaba eso? Sería un pasajero o qué, el tal Tom Luther?
—¿Qué quiere que haga? preguntó Eddie.
—Cerrar el pico. Luther te lo explicará. Y será mejor que sigas sus instrucciones al pie de la letra, si quieres volver a ver a tu mujer.
—¿Cómo sabré…?
—Una cosa más. No llames a la policía. No te beneficiará. Si la llamas, me la follaré, sólo por el placer de hacerte daño.
—Bastardo, te…
La comunicación se cortó.