En los días siguientes Elena pareció perder el miedo a la butaca. Tomaba en ella el primer café de la mañana, bajo el tictac y las campanadas del reloj, que medían el ritmo bajo cuya ley temporal se desarrollaba una oscura cadena de significados de duración y objetivo imprevisibles. Una trama que concernía a su existencia parecía organizarse a sus espaldas. Aunque no exactamente a sus espaldas, sino en el lado más oscuro de su vida.
En aquella butaca leyó también el tercero de los informes encargado a la agencia de detectives. Decía así:
La vida de Enrique Acosta Campos podría merecer tres líneas o cien folios, depende del lugar en el que uno se coloque para contarla, de lo que paguen por ese relato y del valor simbólico que le atribuyamos. Este investigador, por razones de inclinación personal y del tipo de trabajos que ha realizado hasta el momento, tiende a situarse en sus pesquisas en el lugar más silencioso del tinglado, en un espacio mudo, por decirlo así. A ese lugar las actitudes y las voces llegan con una claridad insospechada; es esa claridad la que permite hacer informes objetivos, limpios de la confusión que producen los afectos.
Digo esto porque la desconcertante petición de mi cliente, que me exige ser subjetivo y, por tanto, apasionado, me sitúa frente a mis propios intereses de orden, digamos, intelectual. Quizá el término intelectual pueda parecer excesivo para el tipo de cultura que normalmente se atribuye a quienes realizamos esta clase de trabajo. Pero en mi caso es así y no voy a mentir en aras de una objetividad que no me pagan. Soy un criminalista fracasado, pero un criminalista al fin. He realizado numerosos estudios relacionados con esta materia y tengo algunos escritos que quizá algún día alcancen la gloria de la imprenta, el honor de la letra impresa. Otros con menos merecimientos lo han logrado.
Pues bien, esa contradicción, en principio profesionalmente dolorosa, pero inevitable, puesto que tengo que ganarme la vida, ha iluminado un poco mi existencia, pues me ha colocado frente a un hombre, Enrique Acosta, que en muchas cosas es mi negativo, mi contrario.
Yo podría decir que este sujeto, objeto de la investigación en curso, pertenece a una familia de la clase media de aquellas que alcanzaron cierto nivel económico en los sesenta. Podría añadir que estudió Derecho, en cuya Facultad conoció a la que hoy es su esposa, Elena Rincón, y que participó activamente en los movimientos estudiantiles de la época llegando a militar en un partido de izquierdas hoy desaparecido o deglutido, quizá, por los partidos que en la actualidad ocupan el poder o su periferia.
Podría seguir en ese tono, averiguar datos, fechas, nombres y levantar una biografía coherente o no, pero avalada por certificados o situaciones concretas, reseñables, que darían cuerpo y garantía a este informe. Podría añadir incluso que quizá fuimos compañeros, porque tenemos la misma edad, aunque aparento más, y también yo estudié Derecho en aquellos años, aunque he de reconocer que iba algo retrasado, pues inicié el bachillerato en una edad tardía y tuve que alternar mis estudios con diversos trabajos que no me dejaron mucho tiempo para las relaciones personales.
Pero nada de ello es necesario si mi cliente insiste en que sea subjetivo. En mi opinión, y si eso es lo que quieren saber quiénes me pagan, este sujeto, que hoy podría vivir en un chalet adosado si no fuera porque odia las plantas, jugó a la revolución en su momento y después, como tantos otros, se fue adaptando poco a poco a sus necesidades gastronómicas y sexuales. Sin ninguna ruptura, en una transición imperceptible y lenta que lo condujo a los aledaños del poder donde hoy se encuentra confortablemente instalado. Conozco bien a estos tipos, dejaron tirados en el camino a sujetos como yo, que —preciso es confesarlo— carecimos de la inteligencia precisa o la falta de escrúpulos necesarios para darnos cuenta a tiempo de lo que iba a suceder. Para ellos ser detenidos era una insignia, algo así como una herida de guerra, pero para mí supuso tener que abandonar la carrera y mi verdadera vocación criminalista para la que, por naturaleza, me sentía dotado. Me hicieron la revolución, como quien dice, y luego se largaron a ocupar despachos y consejos de administración y direcciones generales desde las que han perdido la memoria de la gente como yo. Son lo que fueron siempre, unos señoritos, pero conservan de aquel paréntesis de sus vidas el gusto por el hachís o por la cocaína, o por unas músicas que yo no entiendo, porque piensan que eso todavía les hace diferentes. Afortunadamente, algunos de ellos han agarrado un cáncer o un SIDA que les hace sudar en clínicas de renombre internacional donde cuidan su muerte como en otra época lamían su imagen. Son unos cabrones, unos hijos de puta, y Enrique Acosta es el mayor de todos ellos, mi enemigo. Esto es subjetividad y lo demás son cuentos. Vale.
En cuanto a Elena Rincón Jiménez, su esposa, tiene una historia parecida, en mujer, claro está. Por cierto, sus ojeras son sin duda el resultado de la ingestión de drogas, aunque sería aventurado decir qué clase de drogas y por dónde se las mete. Sale poco, pero cuando sale no va a ningún sitio y se pone gafas de sol para ocultar la dilatación anormal de sus pupilas. Hace poco ha despedido a su asistenta, con la que este investigador ha entrado en contacto sin obtener de ella informaciones muy precisas, pues se trata de una mujer de poca cultura y escasas dotes de observación. Elena Rincón podría ser una mezcla de ama de casa contemporánea y mujer liberada que no soporta las imposiciones de un trabajo regular. Su modo de vestir no es espectacular, pero tampoco sencillo. Utiliza un tipo de ropa cara que parece más barata de lo que en realidad es. Curiosamente, no pretende parecer más joven.
Elena se quedó momentáneamente perpleja, como si le hubiese estallado entre las manos un artefacto diseñado por ella pero destinado a otro. Permaneció durante un tiempo incalculable observando la luz del ventanal, ejercitando la pierna derecha, que colgaba sobre su muslo izquierdo, en un movimiento pendular que seguía el ritmo del tictac del reloj situado por encima de su cabeza. Atardecía ya y las escasas nubes, desgarrándose como pequeñas bolas de algodón podrido, adquirían un color rosáceo que sugería la existencia de una enfermedad. Cuando llegó Enrique continuaba en la misma postura, pero tuvo tiempo, antes de que entrara en el salón, de ocultar el informe y recomponer los rasgos de su cara.
Su marido lió un canuto y se lo ofreció, pero Elena lo rechazó.
—¿Y eso? —preguntó Enrique.
—Últimamente no me sientan bien.
—¿Vuelves a tener problemas con tu aparato digestivo?
—Con el digestivo exactamente no —respondió Elena—. Se trata de algo más general. Cuando fumo, no controlo las imágenes.
—¿Qué imágenes?
—Las imágenes de mi vida, lo que fui, lo que soy, lo que seré de vieja, si todavía puedo hablar como si fuera joven.
—Pasas mucho tiempo en casa —sonrió Enrique.
—Te asustan estas conversaciones, ¿verdad?
Enrique se había tumbado en el sofá, con la mano izquierda en la nuca y la derecha en el porro, mirando a Elena, que continuaba sentada en la butaca de su madre. Enrique sonrió, parecía muy joven aquel día.
—No, mujer —dijo—, a mí me asustan ya muy pocas cosas. Me preocupas tú, el modo en el que vives, el que hayas dejado de ver a los amigos, tu aislamiento, esa manía de darle tantas vueltas a las cosas… —Miró el reloj y puso cara de fastidio—: Tengo esta noche una cena horrorosa; tendría de cambiarme.
—Te he planchado la camisa rosa.
—Gracias, me apetece ponérmela.
Enrique se levantó, apagó el canuto y se dirigió al dormitorio. Elena le siguió y se sentó en el borde de la cama, observándolo. Al fin dijo:
—¿Qué te da el hachís ahora, al cabo de los años?
—Menos que entonces, pero todavía le saco algún partido. Has de tener en cuenta que yo nunca he fumado tanto como tú. ¿Te acuerdas del año que fuimos a Marruecos? Estuviste tres días colgada viendo a Dios y al diablo y a toda la corte celestial. Siempre has tendido a apurar las experiencias muy deprisa. Yo tengo otro ritmo.
—Pero ¿qué te da?
—Perspectiva. Veo las cosas sin pasión, comprendo su trampa.
—¿Qué trampa?
—La trampa que hay detrás de todo. Tú y yo seguimos juntos gracias al hachís; los que no lo probaron creyeron que era posible iniciar una relación distinta y ya lo ves, cayendo de pareja en pareja para repetir las mismas cosas. Me sigue ayudando mucho para hacer el amor.
—Tú y yo ya no hacemos el amor.
—Hablaba en general.
—No entiendo lo que dices de la trampa.
Enrique acabó con el nudo de la corbata y fue a sentarse en la cama, junto a Elena. Había abandonado el gesto de seguridad anterior y eso le había envejecido. Pareció pensar unos instantes, después dijo:
—Todavía no sé explicarlo y tampoco tengo mucho interés en poder hacerlo porque me basta con entenderlo intuitivamente, con el lado de la inteligencia o de las tripas encargado de entender esas cosas. Pero hay una trampa fundamental, a la que estamos sujetos, y multitud de trampas accesorias que podemos evitar o no. Yo he decidido evitar las accesorias. ¿Recuerdas cuando murió mi padre? Yo había ido a verle unos días antes y ya entonces lo mezclaba todo. Seguramente no sabía quién era ni dónde estaba. Pero hubo un instante en el que pareció reconocerme y me hizo una confesión que no diría que cambió mi vida, porque detesto esas frases de carácter transcendental, pero que fue como un veneno o una revelación que ha ido actuando en mí a lo largo de todos estos años y que el hachís me ha hecho comprender, aunque no me ha enseñado a explicar.
Elena parecía asustada, pero consiguió hacer la pregunta.
—¿Qué te confesó?
—Me dijo que el día anterior se había masturbado y que para hacerlo recurrió a la misma fantasía utilizada la primera vez que lo hizo. Después quedó callado unos instantes y añadió: «En realidad siempre he utilizado la misma fantasía, con ligeras variantes». ¿Te das cuenta? ¿Cuántas veces se masturba uno a lo largo de su vida? ¿Miles? ¿Cientos de miles? ¿Millones? No lo sé, pero sí sé que cada vez que lo hace cree repetir una experiencia única, diferente, cuando la verdad es que permanecemos atados a la misma obsesión desde el principio. No sé lo que esto significa, pero sí sé que introdujo en mi vida un factor de conocimiento que antes no estaba y que me ha ayudado a alcanzar algún tipo de acuerdo conmigo mismo, con mis contradicciones y deseos.
—No te entiendo —dijo Elena como si no le hubiera escuchado.
—Te lo diré de otro modo: aquella confesión me hizo mayor de golpe y en el peor sentido de la palabra, en el único en el que realmente se puede ser mayor.
Cuando Enrique salió de casa, Elena se sentó en la butaca y comenzó a llorar, aunque no se sentía en posesión de ningún dolor moral o físico que lo justificara; se trataba más bien de un descanso, como si su organismo hubiera decidido bajar temporalmente las defensas y permitirse el lujo de una deflación, de una caída destinada a acumular energías. Pensó que quizás el llanto estaba cumpliendo la función que días o meses atrás cumplían los desmayos, de los que por lo general salía fortalecida. Cuando cesó el llanto, se acordó, por costumbre, de la cena, pero no tenía ganas de comer. Pensó entonces que tenía frente a sí la posibilidad de liar un canuto y quedarse dormida en la butaca, viendo la televisión, hasta que regresara su marido, pero asoció esa posibilidad al coñá y los ansiolíticos de su madre, y también al informe del detective. Decidió no hacerlo. En realidad, no se trataba de una decisión propia, pues parecía provenir de una voluntad ajena, aunque ligada a la suya por unos lazos invisibles.
Pensó con un toque de ironía que quizá se lo debía a su antípoda que por alguna razón a estas alturas de la vida había decidido comenzar a cuidarla, a cuidarse. Lo cierto es que los efectos del hachís tan deseados ayer mismo parecían indeseables hoy y todo había sucedido de un modo aparentemente gratuito y simple, como el resto de las cosas de la vida.
Decidió irse a la cama y leer hasta que las palabras atrajeran el sueño. Una vez acostada, tuvo un recuerdo, igualmente gratuito, para Gregorio Samsa, a quien tanto había amado en otro tiempo, y pensó que durante los últimos años también ella había sido un raro insecto que, al contrario del de Kafka, comenzaba a recuperar su antigua imagen antes de morir, antes de que los otros le mataran. El pensamiento consiguió excitarla, pues intuyó que si conseguía regresar de esa metamorfosis las cosas serían diferentes, pues habría salido de ella dotada de una fortaleza especial, de una sabiduría con la que quizá podría enfrentarse sin temor a los mecanismos del mundo o a quienes manejaban en beneficio propio, y contra ella, tales mecanismos.
Iba a coger una novela que llevaba meses sobre la mesilla, pero un impulso en el que ya no había miedo, sino deseo de saber, la condujo a abrir el cajón del mueble y tomar de allí uno de los cuadernos del diario de su madre. Como siempre, buscó al azar lo que parecía el comienzo de un episodio y leyó:
Sólo en una ocasión fui al extranjero y por eso tuve la oportunidad de vivir en un hotel. Acompañé a mi marido a una ciudad de Francia que se llama Burdeos, adonde su empresa lo había enviado para que supervisara unos trabajos propios de su especialidad. Sólo estuvimos allí dos días y yo permanecí todo el tiempo en el hotel, que era muy bueno y por el que no sabía cómo moverme. La primera noche mi marido tuvo que salir para hacerse cargo de unos compromisos sociales en los que yo no estaba llamada a participar. Recuerdo que me puse el camisón especial que me había llevado y esperé a mi marido estudiando las características de la habitación y revisando un libro de francés de una de mis hijas, que había metido en la maleta para aprender algunas frases de ese idioma. El camisón era un poco provocador porque yo pensaba que estar en el extranjero era como ser otro y que allí podríamos comportarnos como otros, como si estuviéramos acostumbrados a viajar por las diversas partes del universo mundo arrastrando la vida un poco licenciosa que llevan esas gentes que se mueven tanto y con tanta naturalidad. En un momento dado fui al cuarto de baño para mirarme en el espejo, porque el cuarto de baño tenía un espejo muy grande y sin defectos iluminado por multitud de luces blancas, tan blancas y brillantes como el resto de los aparatos sanitarios (el lavabo, el bidé, la bañera, la taza del váter) que más que aparatos sanitarios parecían muebles de lo bonitos que eran. Aunque lo que iba a hacer me pareció un pecado, comencé a hacerlo.
Me puse frente al espejo, me retoqué el pelo, me lavé los dientes y después me bajé los tirantes del camisón y me descubrí los senos, que han sido la parte más apreciada de mi cuerpo. No eran como los de entonces (llamo entonces a mi juventud), pero no carecían de atractivo. Me llevé las manos a ellos, a su base, para elevarlos un poco, y noté un bulto extraño en el derecho. Creo que empecé a sudar de miedo y que ya estaba a punto de desmayarme cuando conseguí sentarme en la taza del retrete donde me subí los tirantes y comencé a mirar los dibujos de la cerámica que había en las paredes. Pensé entonces que quizá había sido una sensación falsa, pero no me atreví a comprobarlo. Luego pensé en la calidad del bulto, en su tamaño (era como una naranja pequeña o una mandarina) y me consolé con la idea de que quizá llevaba allí muchos años creciendo con tanta lentitud que yo ni me había dado cuenta, pues nunca antes de salir al extranjero me había atrevido a tocarme los pechos de ese modo. Podría seguir, por tanto, muchos más años y yo no volvería a tocarme los pechos ni a viajar fuera para no darme cuenta y a lo mejor lo olvidaría y me haría muy vieja antes de que el bulto creciera demasiado.
Cuando logré calmarme un poco, me coloqué otra vez frente al espejo, me bajé los tirantes y, sin tocarlos, los observé detenidamente y comprobé que el pezón derecho estaba ligeramente retraído, como si una fuerza interior lo atrajera hacia sí. Dios mío, qué miedo tuve. Cuánto miedo cabe en un cuerpo humano, sobre todo en el cuerpo de una mujer, porque los hombres están hechos de otro modo, con menos complicaciones que nosotras, por eso viajan y hacen cosas prohibidas sin que llegue a sucederles nada.
Permanecí durante mucho rato en el cuarto de baño, sin llegar a desmayarme, aunque tengo cierta facilidad para ello, sobre todo desde que Elena, mi antípoda, se ha dado al alcohol y a las pastillas. Tuve un pensamiento extraño que quizá perteneciera a mi antípoda, que estaría en ese instante en otro hotel contrario al mío temblando de miedo como yo. Pensé que en los cuartos de baño de los hoteles es relativamente fácil establecer un pacto con la locura. Todo brilla y está tan limpio y todo está dotado de unas curvas tan suaves que la locura resbala por la superficie de las cosas sin sufrir ningún daño. Además, en los cuartos de baño de los hoteles caros (las pensiones son otra cosa; ir a una pensión es como volver a casa) no hace frío aunque una esté desnuda mucho tiempo.
Cuando regresó mi marido, yo ya había realizado ese raro acuerdo que, como digo, seguramente era una cuestión de mi antípoda, aunque a mí me hizo bien, y me había acostado con los ojos abiertos. Al principio me hice la dormida, pero después de que él insistiera cedí y lo hicimos como nunca, mucho mejor que las primeras veces que éramos más jóvenes, pero no sabíamos.
Por eso me da miedo que mis hijas viajen al extranjero y vayan a hoteles, sobre todo Elena, con ese marido que la ha metido en cosas de política, que ella no entiende.
Elena cerró el cuaderno y lo guardó en el cajón de la mesilla, junto al resto del diario y los informes del detective. Sudaba de un modo anormal y tiritaba de desamparo o de terror. Se encogió cuanto pudo en la cama, cubriéndose con la colcha, y repitió mamá, mamá, como si fuera pequeña y acabara de padecer una pesadilla. Cuando cesó el temblor, recordó de nuevo la historia de la playa y la moneda asociándola con el encuentro casual del diario en las profundidades del dormitorio de su madre; aunque el diario era un tesoro al revés, el negativo de un tesoro, pero dependería de ella invertir esa imagen, convirtiendo los claros en oscuros y los oscuros en claros, como en ese proceso fotográfico que nos devuelve al fin la verdadera imagen de una realidad pasada, muerta, pero con capacidad de actuación sobre nuestras vidas, sobre mi vida, concluyó.
Después fantaseó con la posibilidad de caminar hasta el baño y reproducir frente al espejo los movimientos de su madre para ver si era capaz de hacerse cargo de aquel terror que el destino le había dejado como herencia, como una dura herencia que debería administrar y transmitir para no olvidar nunca sus orígenes, para recordar de vez en cuando, como ejercicio de humildad, que su cuarto de baño, tan luminoso y amueblado como el de un hotel de lujo se había levantado sobre los restos de otro cuarto de baño, desconchado y roto como el de una pensión, en el que los aparatos sanitarios no tenían otro fin que el de su uso.