A lo largo de los días siguientes la primavera alcanzó un grado de penetración que influyó en el espíritu de Elena. No era infrecuente que por las tardes se nublara e incluso que llegara a llover con la violencia de lo que no dura, pero las mañanas eran soleadas. Elena se sentía mejor, aunque no ignoraba que se trataba de un equilibrio muy precario. Sus síntomas, sin desaparecer, se habían atenuado y la presión de aquella fuerza desconocida sobre el intestino sólo actuaba bajo los efectos del hachís. En general, su cuerpo parecía recorrido por pequeños desarreglos fantasmales, como si la enfermedad buscara un lugar apropiado en el que asentarse y durar. Fue al médico en un par de ocasiones, pero acudió sin fe y no llegó a hacerse los análisis que le recomendaron.
En ocasiones recordaba el suceso de la guardería y pensaba que en aquellos momentos había llegado a la frontera de algo sin retorno, pero el hecho de haber sabido detenerse en el límite le daba una seguridad que a veces le parecía gratuita y a veces no. Como pasaba mucho tiempo en casa, decidió despedir a la asistenta, pues comenzó a parecerle un testigo incómodo, una presencia molesta que se movía por el hogar como la enfermedad por su cuerpo: sin producir grandes estragos pero haciéndose sentir en cada uno de los órganos, en cada una de las habitaciones por donde pasaba, como un dolor que se oculta temporalmente bajo los efectos de un fármaco, pero cuya presencia —aunque escondida— posee cierta capacidad de actuación. La casa, sin la asistenta, sufrió un deterioro perceptible, pero Enrique no dijo nada aunque comenzó a mirar con cierta aprensión las camisas apresuradamente planchadas por su mujer.
Elena había telefoneado a la agencia de detectives a los pocos días de aquel primer informe. Cogió el teléfono la misma persona de la vez anterior, con quien mantuvo una conversación estimulante.
—Su informe —dijo Elena— nos pareció bien, aunque excesivamente descriptivo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó la voz.
—Hablaba mucho de los movimientos de la persona investigada, pero no entraba a valorar sus actitudes. Por ejemplo, cuando el informe dice que el sujeto objeto de la investigación leía un libro, nosotros queremos saber qué libro leía. Nos interesan cosas de su carácter y no sólo una relación de movimientos. El informe, por ejemplo, acierta cuando se atreve a aventurar que la disputa entre los supuestos adúlteros es de carácter amoroso. ¿Me comprende?
—En principio —respondió la voz algo insegura— nuestro trabajo no consiste en emitir juicios; no obstante, si seguimos adelante con la investigación, hablaré con el detective para que sea más explícito.
—No queremos que sea más explícito, queremos que sea más atrevido, aunque el investigador se implique personalmente en lo que cuenta. Un detective no es sólo una voz; tendrá cuerpo y edad y sentimientos respecto a lo que ve. ¿Comprende?
—Podemos intentarlo —añadió la voz con un tono de seguridad que sonaba a hueco.
Elena encargó entonces un informe global sobre Enrique que recogió a los pocos días en el apartado de correos. Lo leyó en la cama, con placer, a la hora de la siesta. Decía así:
El sujeto objeto de la investigación tiene cuarenta y seis años, los mismos que este investigador, aunque podría aparentar cuarenta y uno, al contrario que este investigador, que representa cuarenta y nueve. Se llama Enrique Acosta Campos y es directivo de una empresa de «consulting» que ha cambiado tres veces de nombre en los últimos cinco años sin modificar por eso su domicilio social. Todo parece indicar que se trata de una empresa fantasma, ligada a determinados círculos del poder, político, que tras efectuar operaciones de gran envergadura económica desaparece para emerger al poco bajo unas nuevas siglas. En el último año han hecho dos operaciones importantes, una con el Ministerio de Industria y otra con el de Sanidad y Medio Ambiente. En ambos casos se trató de estudios de mercado, o algo parecido, a los que este investigador no ha tenido acceso. En el caso de que nuestro cliente necesitara más información sobre esta empresa, que ahora se llama Nuevos Mercados, S.A., sería preciso subcontratar los servicios de una agencia especializada, pues ya decimos que posee numerosas ramificaciones —algunas de ellas con una multinacional de publicidad— difíciles de probar y a través de las cuales el dinero circula de forma subterránea hasta desaparecer, aunque ignoramos dónde y en qué cantidades. El sujeto llamado Enrique Acosta vive bien, aunque sin ostentaciones, y pasa mucho tiempo de su jornada laboral en la calle, realizando contactos que lo llevan de un ministerio a otro. Es posible que tenga intereses económicos en Venezuela y México, adonde ha viajado con alguna frecuencia en los últimos meses. Raro es el día que no tiene un almuerzo de trabajo, siempre en restaurantes de élite frecuentados por empresarios y políticos.
Está casado con Elena Rincón Jiménez, de cuarenta y tres años, los que representa. Se trata de una mujer delgada, frecuentemente ojerosa, de la que apenas conocemos relaciones. Pasa mucho tiempo en casa, aunque en otro tiempo trabajó en el área creativa de una pequeña empresa de publicidad, ya desaparecida, que debió de ser filial de la de «Consulting» que entonces dirigía su marido. En cualquier caso la mencionada Elena Rincón abandonó su trabajo antes de que esta empresa cerrara por quiebra aparente y posiblemente por razones de orden personal que no nos ha parecido de interés averiguar por el momento, aunque, como ignoramos a qué fines va dirigida esta investigación, es posible la comisión de errores en la valoración de lo que es importante y lo que no.
Ambos cónyuges poseen cuentas bancarias separadas, aunque la tal Elena no parece tener ingresos regulares, excepto los derivados de una serie de paquetes de acciones de diversas empresas cedidas posiblemente por el mencionado Enrique Acosta. En la cuenta de Elena Rincón se ha producido recientemente un ingreso sin cuantificar que procede de la venta de un piso que perteneció a su madre, ya fallecida.
Las relaciones entre ambos cónyuges son aparentemente de libertad e independencia mutuas. De hecho, él lleva una vida amorosa bastante irregular, aunque últimamente parece haber alcanzado algún grado de estabilidad sentimental con su secretaria. Es consumidor habitual de hachís y posiblemente de cocaína, pero combate estos excesos acudiendo regularmente a un gimnasio cercano a su despacho donde practica los cuidados corporales de moda.
El matrimonio tiene una hija de veintidós años, llamada Mercedes, casada desde hace dos años y con residencia en Madrid. La mencionada Mercedes Acosta apenas se relaciona con su madre, pero se ve frecuentemente con su padre, de quien recibe dinero de forma más o menos habitual, y con quien parece mantener unos lazos de afecto que no guardan relación, en apariencia, con estas ayudas económicas. Por cierto, el libro que leía Enrique Acosta en Alicante se titulaba La Metamorfosis.
Elena había guardado el informe en el cajón de la mesilla, junto al diario de su madre y después había intentado dormir inútilmente. Estaba excitada y divertida por el horizonte que se abría ante su vida con esta investigación. Dio varias vueltas en la cama y al cabo se incorporó y tomó el último cuaderno —el numerado con el seis— del diario de su madre. Había pensado leer el final, pero decidió no hacerlo, como si todavía no hubiera llegado el momento, como si se encontrara inmersa en una cadena de sucesos significativos en los que era importante conservar la calma y atender cada cosa en su momento para que en el orden de la cadena no se produjera ninguna disfunción. Guardó, pues, el cuaderno en la mesilla y encendió un cigarro que saboreó lentamente, observando el juego de luces que el reflejo de la ventana producía en el techo. Era indudable que pensaba, pero su cabeza, más que producir ideas, elaboraba el cauce por el que éstas deberían discurrir en el futuro inmediato.
A eso de las seis de la tarde se levantó con idea de telefonear a la agencia de detectives, pero antes de hacerlo se fumó un canuto, pues quería mostrarse especialmente desinhibida a lo largo de la conversación.
Por alguna razón, los efectos del hachís tardaban en aparecer, por lo que Elena les facilitó la circulación con un whisky. Tras el primer sorbo sintió una plenitud corporal no exenta de cierto sentimiento omnipotente y se sentó junto al teléfono del salón, con el vaso y el cenicero a su derecha, sin dejar de observar el reloj y la butaca de su madre que estaban frente a ella. El vacío aparente de la butaca le sugirió la idea de una ausencia escandalosa, aunque temporal. Faltaba, efectivamente, un nexo que la uniera al reloj, pues ambos objetos se relacionaban mal entre sí sin el volumen/le la madre, como si los tres hubieran formado una unidad indisoluble y misteriosa, del mismo tipo que la formada por las tres personas de la Santísima Trinidad, misterio en el que, sin embargo, no había llegado a creer su madre.
Cogió el teléfono el sujeto de siempre y Elena, tras identificarse y saludar, fue directamente al grano.
—El último informe —dijo— está más en la línea de lo que necesitamos, pero aún habría que corregir algunas cosas.
El sujeto que estaba al otro lado de la línea respiró con ansiedad y Elena comprendió que estaba entregado.
—Es muy difícil —respondió finalmente la voz— emitir un informe cuyos fines se ignoran. No es lo mismo, por ponerle un ejemplo, realizar un informe económico-financiero de una persona o una institución, que llevar a cabo una investigación de adulterio dirigida a la tramitación de un divorcio. Los investigadores necesitamos un «briefing», que dirían en el mundo anglosajón, para que nuestros informes sean a la vez concisos y eficaces, que vayan al corazón del asunto, en resumen. Por eso nos ayudaría mucho tener una entrevista personal con el cliente.
—Ya le he dicho que eso no es posible —respondió Elena en un tono que pretendía ser tajante, pero que le salió seductor—; sin embargo, le aclararé algunos extremos que quizá le ayuden, en el caso, naturalmente, de que todavía les interese este trabajo.
La voz se apresuró a confirmar su interés y Elena sonrió en dirección a la butaca de su madre. Posiblemente, pensó, había ido a llamar a una agencia en la que sólo había un detective, que también la dirigía, y que ahora estaba al otro lado del teléfono dispuesto a hacer cualquier cosa para no perder a aquel cliente fantasma que empezaba a proporcionarle unos ingresos regulares.
—Nos han gustado algunos detalles del último informe —continuó Elena—, como el hecho de que el investigador revele su propia edad, pero no nos gusta ese tono impersonal que todavía sigue utilizando con tanto «nosotros creemos, nosotros pensamos», que parece el Papa más que un sujeto de carne y hueso. En el futuro que emplee el «yo» y que piense que le cuenta las cosas, no sé, a un amigo y no a un consejo de administración. ¿Entiende lo que le quiero decir?
—Sí, señora —dijo la voz con un perceptible toque de rencor en el tono.
Elena decidió disminuir la tensión:
—No me entienda mal —añadió—, los informes son muy buenos, están muy bien escritos, pero falta la voz de un narrador personal, de un ser humano que opine sobre lo que oye o ve.
—¿Le gustaron entonces los informes? —preguntó la voz necesitada de un estímulo.
—Están muy bien, ya se lo he dicho; hay en ellos una gran pulcritud sintáctica, pero son excesivamente contenidos, como si el investigador, que, no lo olvidemos, es el que narra, estuviera apresado en el interior de un corsé lleno de fórmulas y frases hechas de las que no pudiera desprenderse. Por ejemplo, en el último informe la figura de la mujer (Elena Rincón, creo que se llama) queda un poco desdibujada. El caso es que tiene un acierto enorme al describirla como una mujer ojerosa, pero no sabemos si eso es un atributo facial o el resultado de una mirada atormentada. Tampoco sabemos cómo viste o si parece feliz o si se siente sola.
—Es que esas cosas —pareció disculparse la voz— pertenecen al terreno de la subjetividad, compréndalo.
—Compréndalo usted —respondió Elena sorbiendo apuradamente un poco de whisky—, porque se trata de eso, de ser subjetivos, tremendamente subjetivos.
En ese instante, en el reloj del péndulo comenzaron a sonar los cuartos correspondientes a las siete de la tarde. Elena dirigió el auricular del teléfono hacia el lugar de la pared donde estaba situado el reloj y cuando cesaron las campanadas habló de nuevo:
—¿Ha oído usted eso?
—¿Las campanadas? —preguntó la voz.
—Las campanadas, sí. Pertenecen a un hermoso y distinguido reloj de péndulo que a su vez está situado en un salón palaciego desde el que hablo con usted recostada en un diván de cuero. El reloj, el salón y el diván pertenecen a la persona para la que usted y yo trabajamos, cada uno en su sitio y desde sus funciones específicas. Le puedo asegurar que su cliente, mi jefe, es tremendamente generoso cuando se le sabe dar lo que pide y lo que le pide a usted es subjetividad. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió decidida la voz, que pareció haber entendido y asumido a la vez con satisfacción la demanda.
—Otra cosa —añadió Elena—, no pierda usted el tiempo investigando los miserables negocios de Enrique Acosta; conocemos de sobra la situación. Háganos un informe, que no tiene por qué ser largo, pero sí jugoso, de su pasado y, más que de su pasado, de cómo ha llegado hasta donde está. Entiéndame: no describa más de lo necesario, interprete lo que es importante.
Cuando colgó el teléfono, la satisfacción desbordaba los límites de su piel. La combinación del hachís y el whisky, por primera vez en mucho tiempo, no había producido en su cuerpo ningún efecto desastroso. Encendió un cigarro y fue a sentarse en la butaca de su madre con idea de comenzar a leer allí una novela, pero estaba poseída por un grado de excitación que le impedía centrarse en la lectura. Abandonó el libro y se limitó a escuchar el tictac del reloj. La realidad había perdido el aire mortuorio de los días que precedieron y siguieron al fallecimiento de su madre. A través del ventanal de la terraza entraba una luz limpia y azul que sugería la presencia del mar. De súbito, Elena sintió que el reloj, la butaca y ella misma formaban un círculo y comprendió oscuramente que su miedo de los días pasados no provenía de la posibilidad de encontrarse con su madre en la butaca, sino de convertirse ella misma en su propia madre atraída por aquel conjunto en el que ella, en aquellos momentos, actuaba de cópula o unión. La idea, en la que no dejó de reconocer un aspecto siniestro, no produjo ninguna impresión inmediata en sus vísceras, quizá porque se hallaba en el momento más alto que la combinación del hachís y el whisky solían producirle. Por el contrario, pensó con cierto afecto en su antípoda y se felicitó por los instantes de placer que sin duda le había proporcionado a lo largo de la conversación con el detective.
Su marido llegó a las nueve y fumaron un canuto juntos en la cocina antes de cenar. Era frecuente que no hablaran, pero en sus silencios nunca había tensión o había desaparecido hacía muchos años.
—¿Has visto a Mercedes? —preguntó Elena.
—¿Por qué? —respondió Enrique.
—Sé que os veis con frecuencia a mis espaldas y no me importa.
—No nos vemos a tus espaldas —dijo Enrique con gesto de cansancio—. Parece que hables de una amante más que de una hija. Mantenemos simplemente una relación que entre vosotras no ha sido posible.
—¿Por mi culpa?
—No culpo a nadie, digo lo que pasa.
—¿Qué piensa Mercedes de mí? —Deberías preguntárselo a ella, pero yo creo que en vuestra relación tú has puesto siempre un punto de distancia, de frialdad, que os ha alejado. Por ejemplo, sabes que adoraba a tu madre, que fue una buena abuela, y ni siquiera fuiste a su entierro.
—No me encontraba bien —respondió Elena endureciendo el gesto.
Enrique no añadió nada. Desde el salón llegaron, difuminadas, las campanadas del reloj de péndulo que subrayaron el silencio tenso de los últimos minutos. Elena intentó cambiar de tono. Dijo:
—Por cierto, llevo varios días buscando La Metamorfosis, de Kafka, en la biblioteca. Ha desaparecido.
—La tengo yo en el despacho. He terminado de leerla, pero se me olvida traerla todos los días.
—¿Cómo te ha dado por volver a leer eso a estas alturas?
Enrique sonrió antes de responder:
—Pensé hace poco que siempre la había leído desde el lado de la víctima y decidí hacer una lectura desde el otro lado, intentando ponerme en el punto de vista de los padres del insecto, de su jefe, de su hermana.
—¿Yeso?
—Bueno, tuvo que ver con algo más complicado. Estuvimos en la oficina haciendo un proyecto de remodelación de un barrio periférico para el Ministerio de la Vivienda y cuando fui allí y vi las condiciones de vida de la gente me acordé de la lucha de clases y todo eso. Esa noche, después de fumarme un canuto, comprendí que, en otro tiempo, siempre que hablábamos de la lucha de clases lo hacíamos desde el punto de vista de los perdedores. Sin embargo, yo, personalmente, había ido ganando esa lucha en los últimos años, pero todavía hablaba como si viviera en un barrio periférico. Entonces decidí reconvertirme.
Elena puso la ensalada sobre la mesa, miró a Enrique como si tratara de reconocerle o como si buscara en su rostro algún rasgo de una imagen perdida. Finalmente dijo:
—Eres un cínico.
Y eso fue todo.