Cuatro

Aquella noche de domingo, Elena durmió mal. Las campanadas del reloj de péndulo —que daba los cuartos, las medias y las horas— la arrancaban con regularidad de un sueño frágil como el vidrio y epidérmico como la superficie de las cosas. Aquellos sonidos evocaban otras noches de la primera patria, noches de fiebre, de dolor, de inquietud nerviosa, de vigilia, en suma, cuya conciencia de duración había sido señalada por aquellas campanadas que entonces, como ahora, atravesaban la puerta del salón, recorrían con idéntico ritmo el pasillo, y penetraban en el dormitorio de la insomne para recordarle, con la precisión de una señal quilométrica en la carretera, la distancia que le faltaba para llegar al día.

En torno a las tres de la madrugada tomó la decisión de detener el péndulo y con esta intención abandonó el dormitorio y llegó hasta la puerta que comunicaba el pasillo con el salón, pero no fue capaz de abrirla porque tuvo miedo. Regresó al dormitorio y sentada en el borde de la cama, con los pies descalzos sobre el suelo, analizó brevemente este temor. Pensó que en el acto de detener el péndulo detenía otra cosa. Tal vez su propia vida o la existencia del grupo familiar. Recordó la historia de un poeta notable que había dado orden de que le enterraran con el reloj puesto, y al tope de su cuerda, para continuar, veinticuatro horas más, sometido a la medida del tiempo de los vivos. Tal vez su madre, que adoraba aquellas campanadas porque le hacían mucha compañía, lo había dispuesto todo desde el otro lado para que ella, Elena, heredara el tiempo, la medición del tiempo, como quien hereda una llama que debe alimentar eternamente so peligro de una maldición. La responsabilidad le pareció excesiva, pero tenía alguna lógica que funcionaba con la precisión de un engranaje, por lo menos a aquellas horas de la noche. Se tranquilizó con la idea de que al amanecer aquella lógica saltaría en pedazos como se quiebran los temores nocturnos con las luces del día. Entonces detendría el reloj y aquel episodio quedaría reducido a una pesadilla.

Decidió liar un canuto para atraer el sueño, pero advirtió que no tenía a mano el papel de fumar, que había olvidado en algún punto del salón. Se puso en marcha de nuevo y de nuevo el miedo le impidió abrir aquella puerta. Sintió frío en los pies y regresó en busca de unas zapatillas. Después encendió el mayor número de luces que encontró a su alcance, se acercó a la frontera del terror y giró el picaporte con la actitud del que espera encontrar alguna resistencia proveniente del otro lado. Pero la manilla cedió sin dificultad. Empujó entonces la puerta y aparecieron a su vista las dimensiones oscuras del salón. Para encender las luces de este espacio, dada la situación de los interruptores, era preciso atravesarlo. Elena dudó y sintió que el miedo hacía estragos otra vez en el área de su cuerpo dominada por los intestinos. Comprendió entonces que lo que más temía era ver a su madre sentada en la butaca, bajo el tictac del reloj de péndulo que al ponerse en marcha aquel domingo había restituido el viejo orden, la antigua armonía, la sintaxis familiar que evocaban la butaca y el reloj y en la que su madre había jugado el papel de cópula, de unión. Sujeto, verbo y predicado, gritó atravesando el salón en un movimiento de pánico. Encendió la luz y contempló la butaca vacía, pero raramente habitada, sobre la que el reloj medía un tiempo que a Elena le concernía y no le concernía a la vez.

El canuto tuvo la virtud de despejarla todavía más. Se lo había fumado entero en la butaca de piel, imaginando que violaba así un espacio por el que no estaba dispuesta a dejarse atrapar. Regresó al dormitorio sin apagar las luces y cuando supo que no podría dormir tomó de la mesilla el diario de su madre e intentó adivinar a qué fechas correspondían los diferentes episodios. Pero en ningún cuaderno, en ninguna de sus hojas, aparecían datos temporales, excepto aquel que se señalaba al principio: «Comienzo estas páginas que ignoro cómo llamaré o adonde me conducirán poco antes de cumplir cuarenta y tres años…».

Elena hizo algunos cálculos para situarse ella misma frente a aquella escritura, pero los abandonó en seguida al advertir que había algunas coincidencias tenebrosas. Pensó también en leer las últimas páginas del último cuaderno, pero decidió que lo haría a la luz del día. Finalmente, abrió uno de los cuadernos al azar y leyó lo que parecía un episodio:

Recuerdo que desde muy pequeña desconfíe de la capacidad de los seres humanos para alcanzar la verdad. Ello fue debido a que me hice pis encima hasta muy mayor (quizá hasta los cinco años o más). Entonces mi madre, que era buena pero algo simple, aconsejada quizá por algún médico, me explicaba que el pis se tenía que ir por el váter para pasear y airearse un poco, pero que después regresaba a mi cuerpo y eso se demostraba por el hecho de que a las pocas horas volvía a tener ganas de orinar. A mí, aquello me parecía un disparate porque sabía por experiencia que las cosas que se tiraban por el váter no regresaban jamás y para demostrarlo tiré un anillo de oro que ella apreciaba mucho. A los pocos días comenzó a buscarlo como una loca y yo le dije que no se preocupara, que lo había tirado por el váter y que por consiguiente no tardaría en regresar. Me dio una paliza.

Sin embargo, aunque yo no me creía aquella historia, el hecho cierto de que hacíamos pis varias veces al día me hizo dudar en ocasiones de su veracidad. El pis podía irse con el agua del váter y regresar por vías misteriosas a mi cuerpo. Aún hoy día, viuda, vieja, y con todos los hijos fuera de casa, cuando voy a hacer pis imagino que ese líquido que expulso de mi cuerpo es el mismo que expulsé al poco de nacer, un líquido que a lo largo de todos estos años se ha movido por el interior de un circuito misterioso, conectado a mi vejiga como una obsesión al pensamiento. Porque las obsesiones parece que se van, pero regresan siempre a la cabeza tras recorrer un tubo que llamamos olvido. De todas formas, como digo, aunque esta historia todavía me divierte y pienso en ella cada vez que me siento en el váter, me produjo más daño que otra cosa en el sentido de que introdujo en mí una desconfianza hacia los hombres de la que no me he curado todavía. Por eso, aunque tengo un temperamento religioso, no consigo creerme el misterio de la Trinidad. Creo que esto les pasa también a los protestantes.

Hay otra historia que me contaron de pequeña que me gustó mucho más y en la que todavía creo, aunque no se lo he dicho a nadie. Se trata de lo siguiente: según mi madre, todos tenemos en nuestras antípodas un ser. que es exacto a nosotros y que ocupa siempre en el globo un lugar diametralmente opuesto al nuestro (si no, no sería antípoda). Me contaba mi madre que este ser anda, duerme y sufre al mismo tiempo que una porque es nuestro doble y piensa siempre lo mismo que nosotras pensamos y al mismo tiempo. Al parecer, en épocas remotas algunos aventureros viajaron en busca de su doble, pero nunca llegaron a verlo porque el doble se desplazaba al mismo tiempo que ellos para no perder su posición simétrica en el globo, pero también porque el doble había tenido la misma idea y se había puesto a viajar en busca del otro al mismo tiempo. Esta historia me hizo sentirme muy acompañada en mi infancia, pues cuando tenía miedo por las noches pensaba en mi antípoda, a la que le estaba pasando lo mismo que a mí y tenía la impresión de que nos mandábamos ánimos de un extremo a otro de la tierra. A veces, por crueldad, me pinchaba con una aguja un dedo para fastidiarla, pero es que ella hacía cosas que tampoco estaban bien, como un día que se rompió un vestido nuevo por no llevar cuidado con unos alambres y a mí me costó estar castigada cinco días sin salir. A mi antípoda, al principio, la llamaba Florita, pero luego me pareció un nombre un poco cursi y comencé a llamarla Elena (no sé cómo me llamaría ella a mí). Por eso a mi hija mayor le puse ese nombre, que no ha llevado ninguna otra mujer de la familia. Recuerdo que mi marido y mi madre y todo el mundo me preguntaron el porqué de esa decisión, pero yo nunca he confesado a nadie que ése era el nombre de mi antípoda.

Algunas tardes, cuando comprendo que estoy bebiendo más coñá de la cuenta, pienso que a lo mejor es cosa de mi antípoda, de Elena, que se ha alcoholizado por no saber hacer frente a los momentos difíciles de la vida, como éste de la soledad que nos ha tocado vivir a las dos en la vejez. Me da pena porque se está destruyendo, aunque a lo mejor en una de éstas se suicida y me hace descansar a mí también.

Elena había leído las últimas líneas jadeando. Cerró el cuaderno y lo guardó junto a los otros en el cajón de la mesilla. Luego se levantó, fue al baño e intentó vomitar inútilmente. Pensaba que si conseguía vomitar cesaría el mareo. Estaba pálida. Recorrió el pasillo de un extremo a otro, pues a veces andando se le pasaban los efectos del hachís. Decidió que no volvería a fumar, pues los canutos, últimamente, le producían un efecto raro, siniestro, que la conectaba con aspectos de la vida, de su vida, de los que no había tenido noticias hasta el momento y que habían empezado a emerger con fuerza en los últimos días de la enfermedad de su madre, pero sobre todo a partir de su defunción. Volvió a sentir el sudor que preludiaba el desfallecimiento total, la caída, y corrió hasta la ventana del dormitorio. La abrió y asomó la cabeza. El aire fresco y la lluvia le dieron fuerzas. Cesó el sudor y se metió en la cama con el pelo mojado. Soñó que era pequeña y que jugaba en la playa, muy cerca de su madre, a hacer hoyos en la arena. En uno de estos hoyos encontraba una moneda que representaba un tesoro. La cogía admirada y, sabiendo que se encontraba en el interior de un sueño, la apretaba fuerte en su mano derecha comprobando que la solidez de la moneda era excesiva y que por tanto no podría desaparecer si conseguía mantener el puño bien cerrado hasta despertar.

La despertó el teléfono. Era de día y lunes. Tenía las uñas clavadas en la palma de la mano, pero en su interior no había nada. Descolgó el auricular, su marido estaba al otro lado.

—Estoy en el despacho —dijo.

—¿Cuándo has llegado? —preguntó aturdida.

—Esta mañana a primera hora. No he pasado por casa porque teníamos mucho follón aquí.

Elena miró el reloj. Eran las tres de la tarde. Finalmente había dormido muchas horas. Cuando se despidió de su marido, evocó el sueño y recordó que se refería a un episodio de su infancia. En efecto, en aquellos años lejanos, estando de vacaciones con sus padres, había soñado lo mismo. Al día siguiente, en la playa, cavó varios hoyos y en uno de ellos encontró una moneda. Aquel episodio, que constituía la realización de un sueño, había determinado su vida, pues —al contrario que sus hermanos— siempre había creído que la realización de un deseo, de cualquier deseo, era posible.

El día estaba despejado. A esas horas, el sol entraba por la terraza del salón reduciendo los muebles y las cosas a su pura función. Elena observó bajo esta luz la butaca y el reloj de péndulo y sonrió, aunque sin excederse en el gesto, al recordar los sucesos de la noche. No detuvo el movimiento obsesivo del péndulo por la misma oscura razón que no se depiló la pierna izquierda tras ducharse. En realidad, también la derecha necesitaba ya una limpieza, pero decidió que lo haría en otro momento.

Se sentía mejor de sus malestares habituales y rectificó la promesa hecha durante la madrugada en relación al hachís: procuraría fumar menos y desde luego no fumar fuera de casa. Comprendía que el hachís, en los últimos tiempos, le estaba poniendo al borde de algo indeseable, pero pensó que se trataba de una cosa pasajera, relacionada quizá con la reciente muerte de su madre, que se diluiría en el tiempo como se habían diluido obsesiones pasadas. En este punto recordó aquella frase del diario de su madre en la que se aseguraba que las obsesiones regresan siempre y sintió un momentáneo malestar del que se defendió con decisión y eficacia.

Por la tarde fue a la oficina de correos y comprobó con una alegría teñida de malignidad que había un sobre en el cajetín contratado por ella el viernes anterior. Lo recogió y con él en la mano paseó al azar por las calles buscando siempre la acera donde daba el sol. De este modo llegó a Clara del Rey, donde entró en una cafetería de la que era habitual. Pidió un té y abrió el sobre. El informe estaba escrito a máquina y junto a él había una foto, obtenida con una Polaroid, en la que se veía a su marido paseando por una playa de la mano de una mujer joven. Aunque la foto estaba tomada desde una distancia considerable, Elena reconoció en la mujer a la secretaria de Enrique. Sonrió con superioridad sorprendiéndose de que aquella imagen, más que irritarla, le produjera cierta sensación de alivio. Las historias vulgares solían reconfortarla, pues ponían en el mundo un orden al que ella se sentía ajena, pero que le servía de referencia al mismo tiempo. Tras contemplar la foto unos instantes, se decidió a leer el informe:

El sujeto objeto de la investigación comenzó a ser controlado por el personal de esta agencia a partir de la media tarde del viernes día 26, pese a que el ingreso destinado a cubrir la provisión de fondos no se produjo hasta la mañana del sábado 27. El responsable de esta agencia tuvo en cuenta, pues, que los bancos no abren por la tarde, limitación que sin duda impidió realizar la operación en el momento inmediato sucesivo a la contratación, vía telefónica, de nuestros servicios.

A las 18,00 horas del día señalado, el sujeto abandonó las oficinas de una empresa de «consulting» situada en la confluencia de las calles Islas Filipinas y Julio Casares, donde supuestamente trabajaba, y se dirigió en su coche al aeropuerto de Barajas. Tras dejar el automóvil en el «parking» del citado aeropuerto se dirigió a los mostradores de facturación de Salidas Nacionales, donde se encontró con una mujer de unos veintisiete o veintiocho años, morena, menuda, de larga melena, con la que al parecer había concertado previamente este encuentro. Se saludaron con un beso que, más que familiaridad, denotaba la existencia de una relación íntima, aunque esporádica, y tomaron el avión de las 20,30 que cubre el trayecto Madrid-Alicante. El avión, en principio, estaba completo y este investigador soportó una lista de espera siendo embarcado finalmente en el último momento.

Durante el corto vuelo al destino señalado, el sujeto objeto de la investigación y su acompañante, tras cerciorarse de que en los asientos cercanos no había nadie conocido, mantuvieron una actitud cariñosa que no cesó hasta tomar tierra. Una vez en Alicante, alquilaron un coche dirigiéndose en él a un hotel situado en la playa, a unos 20 kilómetros al norte de la ciudad, donde pernoctaron las noches del viernes, sábado y domingo y en una de cuyas habitaciones —la 334— pasaron la mayor parte del tiempo, pues sólo salían al atardecer para pasear por la playa, recluyéndose después en su habitación, donde solían cenar y comer, además de desayunar. Durante estos paseos no era infrecuente que el sujeto objeto de la investigación liara un cigarrillo, suponemos que de hachís, que se fumaba solo, pues observamos que su acompañante, pese a los requerimientos del sujeto, no quiso hacer uso de la droga que se le ofrecía en ningún momento.

La mañana del domingo, por alguna razón, el sujeto pasó algún tiempo solo en la recepción del hotel. Una hora aproximadamente. La dedicó a la lectura de un libro que guardó en el bolsillo de la chaqueta cuando ella bajó de las habitaciones. Parecían dispuestos a acudir a algún otro sitio pero, ya en la calle, tuvieron una discusión y regresaron al hotel encerrándose hasta el atardecer en la habitación. No fue posible recoger los términos de la mencionada disputa, puesto que la premura con que fue encargado este seguimiento impidió al investigador dotarse de micrófonos direccionales y otros sofisticados medios que, aunque encarecen esta clase de investigaciones, permiten matizar mejor nuestros informes. En cualquier caso, dada la experiencia del investigador, no dudamos en afirmar que se trató de una discusión amorosa, característica en las situaciones de infidelidad conyugal por la doble presión —social y de conciencia— que padecen los adúlteros, incluso cuando llevan a cabo su delito en lugares alejados de su residencia habitual, como es el caso.

Regresaron a Madrid el lunes, en el vuelo de las 7.50 de la mañana, separándose al llegar al aeropuerto de Barajas, donde se dio por concluido el seguimiento. El sujeto tiene unos cuarenta y cinco años, viste bien y pagó la cuenta del hotel con tarjeta de crédito, lo que en las situaciones de adulterio no es habitual, a menos que su esposa no ejerza control alguno sobre su cuenta bancaria. Claro que la casada podría ser ella, aunque ambos portan en donde es costumbre alianza matrimonial.

Se adjunta foto instantánea de uno de sus paseos, ya descritos, por la playa. El hotel se llamaba Tropical.

Elena introdujo la foto y el informe en el bolso, pagó la consumición y salió. La tarde continuaba despejada aunque el sol comenzaba a declinar. Bajó por la calle Espasa hacia Corazón de María y llegó hasta el portal donde vivía su hija, pero después de dudar un instante siguió andando. La primavera y el informe habían producido en su cuerpo un optimismo liberador. Llegó hasta López de Hoyos y tomó un taxi para volver a casa.

Su marido ya había llegado. Intercambiaron unas frases de afecto y se fumaron juntos un canuto.

—¿Cómo fueron las cosas el domingo? —preguntó Enrique.

—Bien —respondió Elena, que se había sentado en la butaca de su madre—. Me tocó la butaca y el reloj.

—No está mal —sonrió su marido—. Además, quedan muy bien ahí. Siempre me gustaron las campanadas de este reloj.

—Las campanadas y el tictac —añadió Elena.

—El tictac también —concedió Enrique.

Elena esperó a que el hachís focalizara sus efectos en la nuca, o quizá en la frente, y preguntó:

—¿Tu crees que somos vulgares?

Enrique pareció ponerse en guardia, pero Elena calculó por el brillo de sus ojos y por el descenso que habían sufrido sus párpados que el canuto había comenzado a hacer estragos en su inteligencia. Finalmente respondió:

—Tú nunca has sido vulgar.

—Te pregunto por nosotros, no por mí. —No hemos sido vulgares gracias a ti.

—¿Tú eres vulgar entonces?

—Yo quiero ser vulgar desde hace mucho tiempo —respondió Enrique con un tono que estaba entre la amargura y el resentimiento.

—¿Por qué? —insistió Elena.

—Porque deseo ser feliz.

Elena se levantó y se dirigió al mueble bar. Evitó la botella de coñá y cogió una de whisky. Le ofreció uno a Enrique. Estuvo a punto de confesar el descubrimiento del diario de su madre, pero pensó que su marido no merecía esa confidencia. Volvió a sentarse en la butaca, dio un par de sorbos y habló dirigiéndose al techo:

—Esta noche he descubierto por qué no soy vulgar. Verás, de pequeña soñé que hacía un hoyo en la playa y descubría una moneda. Pensé que si conseguía mantener el puño cerrado, con la moneda dentro, al amanecer seguiría en mi mano. Cuando desperté había desaparecido, pero esa misma mañana, en la playa, cavé un hoyo y volví a encontrarla. Por eso no me he sometido, como mis hermanos, a las imposiciones de la realidad, porque todavía creo que los sueños son realizables.

—Eso fue una casualidad —respondió Enrique al tiempo que se incorporaba y encendía la televisión—. Voy a ver las noticias.

Elena permaneció en la butaca con las piernas cruzadas, apurando su whisky, hasta que sintió hambre. Entonces se incorporó y fue a la cocina con la intención de prepararse un bocadillo.