El domingo, Elena se levantó de la cama con mal sabor de boca y ardor de estómago. Lo atribuyó al hecho de haber tomado mucha miel la noche anterior, en el transcurso de un ataque de hambre producido por el hachís. Se preparó un baño al que se entregó sin placer y pensó vagamente en depilarse la pierna izquierda, pero había quedado con Juan y con Mercedes, sus hermanos, en la casa de su madre y conjeturó que llegaría tarde si dedicaba mucho tiempo al aseo personal. Se vistió unos pantalones vaqueros y un jersey viejo sobre los que se puso una gabardina de su marido que le gustaba especialmente. No llovía, pero el cielo seguía encapotado y las fachadas de los edificios mostraban grandes manchas de humedad. Condujo sin prisas, retrasando el acontecimiento, y entró en el barrio por la parte de atrás para reconocerse en el deterioro de las aceras que habían constituido el paisaje de su juventud.
Cuando llegó al piso de su madre, sus hermanos ya estaban allí, esperándola. Mercedes lloraba en el sofá del salón y Juan le acariciaba mecánicamente la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Elena.
—Le ha impresionado entrar —replicó Juan.
La casa estaba oscura, como el día. La disposición de los objetos y los muebles evocaba aún la presencia de la madre, o de su memoria. Tan sólo una mayor acumulación de polvo en las zonas oscuras del mobiliario y en la pantalla del televisor hacían sugerir un abandono.
—Huele a cerrado —señaló Elena.
—Huele a muerte —añadió su hermana entre sollozos.
—Mamá murió en el hospital.
—No importa, huele a muerte —insistió.
Elena se acercó a la puerta de la terraza y la abrió, pero no notó que la atmósfera interior ganara algo con ello; es más, le pareció que el ambiente mortuorio de las calles era la emanación de la muerte atenuada que se respiraba en el interior de la vivienda. Había comenzado a llover de nuevo, pero el agua —difuminada y borrosa— caía sobre los tejados como una gasa que hubiera sido aplicada anteriormente sobre un cuerpo agonizante.
Elena fue a la cocina y comprobó que había algún alimento en proceso de descomposición, que guardó con asco en una bolsa de plástico. Alguien se había ocupado de desconectar el interruptor general de la luz cuando su madre fue trasladada al hospital, pero no se le había ocurrido mirar si había algo en la nevera. Abrió también la ventana de la cocina y se estableció una corriente húmeda que le produjo un estremecimiento. Volvió al salón.
—Había comida en la nevera —dijo.
—Si yo no viviera en Barcelona, me habría acercado a limpiar cualquier día —respondió su hermana en tono de reproche.
Juan y Elena intercambiaron una mirada de solidaridad, pero permanecieron en silencio. Estaban sentados los tres en el semicírculo formado por el tresillo, frente al televisor. Elena contempló a su hermana, que le ofrecía el perfil derecho, y tuvo la impresión de estar mirando algo muy antiguo. Después dejó resbalar la mirada por la superficie de los muebles, oscuros de color y torturados de forma, anotando que mostraban una opacidad turbia, tras la que se agazapaba una sospecha. Notó un movimiento en sus intestinos, pero la idea de utilizar el cuarto de baño de aquella vivienda le resultó repugnante. Habían ido a vaciar la casa, a clasificar los objetos, pero permanecían sentados, como a la espera de una decisión ajena a sus voluntades.
De súbito, Juan comenzó a llorar también y Mercedes se acercó a él para consolarlo o para multiplicar su desamparo. Elena contempló la escena con frialdad y consideró que era lo suficientemente tópica como para no unirse a ella. En ese mismo salón, con idénticos muebles y semejante atmósfera, habían sido niños y adolescentes y jóvenes los tres. Ella había sido la mayor y Juan el más pequeño, pero ahora parecían tener todos la misma edad; la madurez elimina los matices y la muerte acaba por suprimir las diferencias. Tal como éramos, pensó, impregnados de ese cariño subterráneo que nunca nos atrevimos a manifestar, o tal vez sí, al menos si consideramos que el odio es una de las piezas del amor, quizá la más activa.
Salió al pasillo y se asomó al dormitorio de su madre. Encendió la luz, porque la persiana permanecía echada, y contempló los bultos de las cosas como a la espera de que de aquella contemplación surgiera una idea, un concepto, un juicio que resumiera el sentido de la vida o quizá su dirección, su rumbo, en el caso de que tuviera otro que no condujera al cementerio, pero no sucedió nada, excepto un movimiento intestinal que desplazó unos centímetros la angustia. Se acercó al antiguo armario de tres cuerpos, que parecía el vientre de la casa, y abrió la puerta central; el interior del mueble poseía una obscuridad propia, distinta a las demás obscuridades de la vida, y un olor esencial que había permanecido invariable a lo largo de los años. Parecía un pozo cuyas aguas padecieran algún tipo de corrupción o enfermedad.
Elena pensó que si arrojara una piedra al interior del mueble no llegaría a oír el ruido de ésta al tocar fondo; tan profunda parecía la tiniebla. Sin embargo, al alargar la mano para acariciar uno de los vestidos que segmentaban la oscuridad escuchó el ruido de algo que se había volcado. Miró hacia el suelo del armario y vio un objeto que resultó ser una botella de coñac medio vacía. Pensó en esconderla para que no la vieran sus hermanos, pero pronto advirtió que había más, todas de coñac barato, y que tarde o temprano las descubrirían. De manera que la dejó donde estaba.
Sobre la mesilla había libros religiosos y un rosario de plata con un cristo excesivamente torturado. Abrió el cajón de este pequeño mueble y descubrió un conjunto de cuadernos de pequeño grosor, cosidos con grapas. Abrió el primero y sentándose en el borde de la cama observó la caligrafía de su madre y después comenzó a leer la primera hoja:
Comienzo estas páginas que ignoro cómo llamaré o adonde me conducirán poco antes de cumplir cuarenta y tres años. Me repongo estos días de una bronquitis de la que he salido algo tocada y cuyas consecuencias, según me temo, no han dejado de suceder. No he dicho nada a mi marido ni al médico, pero noto un punto de molestia aquí, junto al pulmón derecho, que no han conseguido eliminar las medicinas. Temo que sea el germen de algo que todavía no se pueda ver, ni siquiera combatir, y espero que se desarrolle con lentitud, de forma que pueda ver a mis hijos casados y disfrutar un poco de los nietos, si Dios llegara a dármelos.
De todos modos, hay algo espectral en mis malestares. Quiero decir que percibo la enfermedad como un fantasma que recorriera mi cuerpo y que apareciera caprichosamente en uno u otro sitio, según la hora en que me despierte. Esta madrugada, por ejemplo, amanecí con un pinchazo en la garganta, en el lado izquierdo. Tomé unas pastillas que tengo para la faringitis y me quedé dormida. Sin embargo, por la mañana tenía ese mismo pinchazo en el pulmón derecho. Qué vida.
Elena escuchó un ruido proveniente del salón y cerró el cuaderno. Estaba sofocada y jadeante, como si hubiera presenciado algo terrible o fabuloso, pero esencial para el trazado de su propio destino. Tras comprobar que nadie se acercaba, cogió los cuadernos y los escondió debajo del jersey, pegados a su cuerpo por la cintura del pantalón. Luego regresó a la sala y comprobó que sus hermanos se habían puesto en movimiento. Tomó su bolso, abandonado en una silla, y guardó en él los cuadernos. Después salió al balcón, pues había comenzado a sudar de un modo anormal, y permaneció allí hasta que notó que un frío estimulante se había establecido en la zona alta de su cuerpo. Regresó al interior y ayudó a su hermana a doblar unas mantas. Después entró en el baño y pasó el pestillo. Pensó que si aligeraba el intestino se sentiría mejor, pero no fue capaz de sentarse en el inodoro. Abrió el pequeño armario de metal situado sobre el lavabo y vio que estaba lleno de medicinas, principalmente ansiolíticos. El cuarto de baño carecía de ventana, de manera que comenzó a padecer en seguida una sensación de ahogo que la devolvió al pasillo. Su hermano desarmaba la cama que había sido de sus padres.
—¿Te vas a llevar la cama? —preguntó.
—Ya no las hacen así —respondió Juan en tono evasivo.
Al poco volvieron a encontrarse los tres en el salón. Parecían desanimados, como si se hubieran propuesto una tarea excesiva. Habló Mercedes:
—Yo creo que con esto no acabamos nunca —dijo—. Propongo que cada uno coja lo que quiera (si dos quieren la misma cosa, se sortea) y luego llamemos a un trapero para que se lleve todo lo demás.
El tono que había empleado resultaba de una dureza inconcebible, pero Mercedes siempre era así cuando sacaba a relucir sus cualidades prácticas. No obstante, Elena sintió por primera vez un impulso que la habría conducido al llanto de no efectuar tres o cuatro movimientos violentos con los músculos del rostro. Le había resultado doloroso que cuanto había allí —incluida su juventud— sólo pudiera interesarle a un buscador de desperdicios.
—De acuerdo —dijo—, podéis repartiros todo entre Juan y tú. Yo no quiero nada y prefiero no pisar de nuevo esta casa.
Mercedes la miró con rencor, pero no hizo un solo gesto por detenerla. Su hermano la acompañó hasta la puerta y le acarició la cara antes de que se marchara. Ya en la calle, Elena tuvo que hacer un gran esfuerzo para recordar dónde había aparcado el coche. Finalmente, dio con él y se metió dentro con cierta urgencia, como si necesitara sentarse para aliviar algún malestar. Tenía el pelo mojado a causa de la nube de lluvia fina que envolvía la ciudad y parecía algo sofocada pese a que la temperatura no era alta. Apoyó las manos en el volante y realizó tres inspiraciones profundas dirigidas a neutralizar el estado de ansiedad. Después, todavía sin arrancar el motor del coche, sacó uno de los cuadernos del bolso y buscó una página al azar. Leyó:
Algunos abren los ojos antes de despertar, como si amanecieran con un susto. Yo no; primero, pienso quién soy, me defino como quien dice, y después levanto los párpados sabiendo de un modo preciso lo que verán mis ojos. Hoy al despertar, no sentí ningún síntoma. Por el contrario, me pareció estar poseída de una fortaleza corporal incomprensible. Permanecí con los ojos cerrados mucho tiempo, recorriendo mis vísceras, que parecían no existir de calladas que estaban. Pensé que quizá no era yo y temí levantar los párpados por miedo a ver un armario diferente al mío frente a la cama. Pero al final una siempre es la misma, de manera que al incorporarme sentí un dolor en el costado derecho y he estado todo el día con una molestia rara que no sé a qué órgano atribuir. Mi marido ha cogido frío y nos va a contagiar a todos.
Elena cerró el cuaderno y contempló la calle, Los transeúntes precavidos iban con paraguas, aunque no todos lo llevaban abierto. Jadeaba ligeramente, como si se repusiera de algún esfuerzo físico. Dirigió la mano derecha a la llave de contacto, pero la retiró en seguida. Cogió de nuevo el cuaderno y lo abrió por la última página. Leyó:
Realmente, un cuerpo es como un barrio: tiene su centro comercial, sus calles principales, y una periferia irregular por la que crece o muere. Yo no soy de aquí, de esta ciudad que denominan Madrid, capital del Estado. Vine a caer a este lugar por los azares de la vida y poco a poco dejé de ser de donde era, que era un sitio con mar y mucho sol que no quiero nombrar porque en el transcurso de la existencia, no sé cuándo, dejé de ser de allí. El caso es que llegué a este barrio roto que tiene una forma parecida a la de mi cuerpo y una enfermedad semejante, porque cada día, al recorrerlo, le ves el dolor en un sitio distinto. Las uñas de mis pies son la periferia de mi barrio. Por eso están rotas y deformes. Y mis tobillos son también una zona muy débil de este barrio de carne que soy yo, donde anidan seres que han huido de alguna guerra, de alguna destrucción, de algún hambre. Y mis brazos son casas magulladas y mis ojos luces rotas, de gas. Mi cuello parece un callejón que comunica dos zonas desiertas. Mi pelo es la parte vegetal de este conjunto, pero ya hay que teñirlo para ocultar su ruina. Y, en fin, tengo también un basurero del que no quiero ni hablar, pero, como en todos los barrios arruinados, la porquería se va acercando al centro y ya se encuentra una con mondas de naranja en cualquier sitio. Por mi cuerpo no se puede ni andar de sucio que está y el Ayuntamiento no hace nada por arreglarlo.
Elena cerró el cuaderno con cierta violencia y lo guardó en el bolso. El alcohol, dijo, o las pastillas. Después, como si tomara una decisión transcendental, arrancó el coche y huyó del barrio por su costado menos sórdido.
Llegó a su casa en un estado de excitación indeseable. Se acomodó en el salón sin quitarse la gabardina y observó los cuadernos; eran cinco, sin embargo estaban numerados del uno al seis. Comprobó que faltaba el correspondiente al número tres. Temió no haberlo visto y le molestó la idea de que pudieran encontrarlo sus hermanos. Tomó el número cuatro y leyó las primeras líneas:
He destruido el cuaderno anterior porque hablaba en él demasiado de los hijos. De los hijos no sabemos qué decir porque son buenos y malos al mismo tiempo y he comprobado que una sólo los quiere cuando responden a la idea que una se hace de ellos. Además, los hijos son una parte separada de tu cuerpo y eso, aunque estemos acostumbradas, es muy raro. Los hijos son como de otro barrio, aunque estén en éste. Yo sufrí mucho con los tres para darles a luz y me han quedado secuelas de los partos. Ahora tengo un libro de un doctor yugoslavo que habla por orden alfabético de las enfermedades y de sus remedios. Por eso sé que mi útero está descolgado por una especie de flojera de los ligamentos a que estaba sujeto. Eso hace que se desplome sobre la vagina arrastrando a la vejiga en su caída. Por eso, al toser o al reírme con fuerza se me escapa involuntariamente algo de orina y por eso también vivo con esa sensación de que algo, dentro de mí, ha cambiado de lugar. Según el doctor yugoslavo, esta enfermedad se llama prolapso uterino.
El parto más difícil fue el de Elena, que es la que más disgustos me da. Mi marido dice que discutimos tanto porque somos iguales de carácter. Pero yo digo que este diario, o lo que sea, no es para hablar de los hijos. A los hijos los quiero y los atiendo, pero como tema de conversación prefiero el páncreas.
Elena cerró el cuaderno. Parecía asombrada y perpleja, como si aún no hubiera decidido si el hallazgo constituía un tesoro o una inmundicia. En cualquier caso, se trataba de algo profundamente ligado a su existencia, como si por debajo de la caligrafía de su madre o de las conversaciones que parecía mantener con sus vísceras se ocultara una advertencia que sólo ella pudiera comprender y que parecía referirse a su futuro.
Comió una ensalada de frutas con la esperanza de que este régimen la ayudara a limpiar el intestino, donde parecía haber algo sólido que cambiaba de lugar caprichosamente, pero que se negaba a ser expulsado de su cuerpo. Después se fumó un canuto y se acostó. Tuvo, antes de dormirse, una ensoñación: paseaba por la orilla de una playa desierta; de súbito, una mujer cuya presencia no había advertido se dirigía hacia ella y la traspasaba filtrándose a través de su cuerpo como un ángel a través de un tabique. La mujer continuaba caminando y atravesaba una roca. Después se recostaba en la arena, con la actitud de quien se tumba al sol, y desaparecía poco a poco absorbida por el suelo de la playa, como el agua de la orilla. Elena se acercaba al lugar del suceso, pero en ese instante su paquete intestinal sufrió una conmoción y presintió que se iba a marear. Entonces sacó el pie derecho de la cama y lo colocó en el suelo, como había oído que hacían algunos borrachos para no perder todas las referencias. El contacto con el suelo frío alivió el malestar y al poco se quedó dormida.
Le despertó a las seis y media el timbre de la puerta. Se levantó aturdida, se puso la bata y atravesó la casa despojándose de las obscuras adherencias que el sueño había fijado en su rostro y en el resto del cuerpo. Era su hermano. Parecía sudoroso y feliz. Dijo:
—Mira lo que te he traído.
A su lado había una vieja pero sólida butaca tapizada en piel y un reloj de péndulo de las dimensiones de un ataúd infantil.
—Me ha costado mucho subirlo todo desde el coche, pero no te podías quedar sin nada —añadió.
La butaca había pertenecido a su madre y se trataba de un objeto raramente valioso y habitado. En otro tiempo había sido el lugar preferido de Elena, que se lo disputaba a su madre para ver la televisión o leer. En cuanto al reloj, había pertenecido a la familia desde tiempo inmemorial y su valor estribaba en funcionar a pesar de ser antiguo.
—Os dije que no quería nada —respondió Elena con un gesto de agradecimiento que desmentía su afirmación.
Su hermano se empeñó en colgar el reloj en un lugar adecuado del salón y después, desplazando otro mueble, situó la butaca debajo, para que ambos objetos guardaran una relación similar a la que habían mantenido en la casa de su madre.
—¿Y tu marido? —preguntó Juan mientras contemplaba el efecto de su obra.
—Tenía una convención de ventas o algo así; no regresará hasta mañana.
—¿Va todo bien? —insistió Juan.
—Voy a preparar un café —respondió Elena.
Su hermano permaneció todavía un rato en la casa, pero los intentos que ambos hicieron por comunicarse resultaron inútiles. Era como si en un tiempo remoto hubieran pertenecido a la misma patria, pero la vida los hubiera dispersado obligándoles a adquirir gestos, tradiciones o actitudes extrañas que los habían convertido en otros sin que por ello hubieran llegado a perder la memoria de lo que fueron. Pero esa memoria no tenía otra utilidad que alimentar la conciencia de la pérdida y confirmar la imposibilidad de recuperar los hábitos de la primera patria, donde estuvieron contenidos los signos capaces de evocar un mundo propio, un territorio común en el que el intercambio habría sido posible todavía.