Después del entierro, transcurrieron algunos días caracterizados por un frágil sosiego. Llovió sin violencia, como si se tratara de una costumbre llevada a cabo con técnica, pero sin convicción. El agua caía sumisa en diminutas gotas sobre tejados, calles y transeúntes que la recibían también con actitud obediente y resignada. Elena, que aún no se había depilado la pierna izquierda, la contemplaba desde el ventanal del salón o desde su dormitorio con una calma igualmente quebradiza.
Febrero agonizaba sin estrépito y de súbito el nombre de los meses comenzó a adquirir un significado novedoso. Elena puso en marzo la esperanza del sol y el deseo de que la realidad dejara de manifestarse con esos tonos grises tras los que parecía esconderse una amenaza. El mueble grande del salón, donde guardaba la vajilla, parecía haber cobrado con la humedad un grado de existencia orgánica inexplicable. Observándolo desde alguna distancia, parecía modificar los tonos de su oscuro color, como si hiciera gestos dirigidos al sofá. Por otra parte, desde lejos también, daba la impresión de sudar, como si en el interior de la madera se produjera alguna actividad química que diera como resultado la expulsión de ciertos humores. Cuando Elena se acercaba al mueble y lo tocaba, la sensación desaparecía o se atenuaba. De todos modos, comenzó a abrir con cierta repugnancia las puertas de este mueble.
Un día recibió una llamada telefónica de su hermana Mercedes, que parecía tener prisa en llegar a un acuerdo para el reparto de la herencia. Elena apuntó que convendría hablar con Juan, el hermano de ambas, pero Mercedes ya se había puesto en contacto con él habiendo alcanzado algunos acuerdos básicos.
—Hemos pensado —dijo— que si ninguno de los tres tiene un interés especial por la casa de mamá deberíamos venderla.
—De acuerdo —respondió Elena.
—Te noto rara. ¿Pasa algo?
—Me han vuelto esos dolores, estoy fastidiada.
Su hermana le hizo un par de recomendaciones y se comprometió a acudir a Madrid el fin de semana siguiente para entrar con sus hermanos en la casa de la madre al objeto de vaciarla antes de ponerla a la venta. Ello implicaba el reparto, que a Elena le sonó a despojo, de los muebles y objetos de aquel domicilio que había sido el domicilio de todos ellos.
Esa noche tuvo un cólico y al día siguiente se levantó agotada. Su marido ya se había ido a trabajar. Desayunó en la cocina, se fumó un canuto y volvió a acostarse. La cama estaba fría, de manera que decidió no desprenderse de la bata. No consiguió dormir, pese al cansancio y a los efectos relajantes del hachís, porque una sucesión de imágenes —fuera de su control— comenzó a desfilar por su cabeza. Se trataba de imágenes desprovistas de pensamiento o reflexión, pero algo había en ellas capaz de provocar una angustia excesiva cuyos efectos tendían a concentrarse en el vientre. Pensó que si lograba vomitar se quedaría bien, pero no podía levantarse, pues se sentía mareada y temía caerse al suelo. Finalmente, cuando la angustia llegó a resultar insoportable, se incorporó y puso los pies en el suelo. Entonces notó que le faltaba el aire y comenzó a sudar a la vez que sus miembros se aflojaban; un instante después perdió el miedo e inmediatamente se quedó sin conocimiento cayendo de costado sobre la cama con los pies fuera de la misma, a punto de alcanzar el suelo. Antes de eso, había tenido un segundo o dos de felicidad absoluta, pues le pareció que sonaba el teléfono, pero no le importó, a punto como estaba, de hundirse en el olvido.
Se despertó media hora más tarde, tiritando de frío, pero repuesta del desmayo anterior. Se tapó con la manta y la colcha y encendió un cigarrillo para ver si podía soportarlo, comprobando con satisfacción que le caía bien, El sudor se había enfriado y pensó con placer en un baño de agua caliente. El malestar del vientre seguía en su sitio pero notablemente atenuado. El cólico, se dijo, quizá no ha acabado de limpiar los intestinos.
Al mediodía se levantó y recogió la casa por encima. Su marido solía comer fuera y la asistenta sólo iba dos veces por semana. Tenía el día libre. Decidió que saldría a respirar, pues seguía con la sensación de falta de aire. Sin embargo, perdió la ilusión de darse un baño y mientras se vestía se sintió sucia, Antes de salir, lió un canuto por si le apetecía fumárselo en la calle.
Había dejado de llover, pero las nubes no se habían retirado. El día estaba oscuro y limpio y daba gusto respirar el aire húmedo. Caminó al azar en dirección a Francisco Silvela y comprobó que sus piernas funcionaban con una eficacia relativa. Se detuvo sin entusiasmo frente al escaparate de dos o tres tiendas y de súbito comenzó a sentir hambre. Pensó en una de sus comidas preferidas y notó que la evocación producía en su interior alguna actividad gástrica. La idea de comer le proporcionó una porción de felicidad y entró en una cafetería que tenía buen aspecto. Se sentó en un taburete de la barra y pidió un plato combinado y una cerveza. Tenía mucha sed y el primer sorbo —lleno de espuma— le produjo un escalofrío de placer. Frente a la barra había un espejo que le señaló que había salido de casa sin retocarse la cara y con la melena algo descuidada. Todo ello, sumado a los pelos de la pierna izquierda y al hecho de no haberse duchado, configuraba la imagen de un cuerpo bastante sucio, pero la idea le hizo sonreír, pues la gente de la cafetería ignoraba estos detalles y ella iba bien vestida, de manera que nadie podría sospechar el estado de sus condiciones higiénicas. Se trataba de un secreto entre el espejo y ella. La cafetería estaba dotada de un sistema de música ambiental por el que a los postres comenzó a sonar una canción de los Beatles, que Elena fue traduciendo mentalmente. Imagínate dentro de un bote, en un río con árboles de mandarinas y cielos de mermelada. Alguien te llama, contestas lentamente… flores de celofán amarillo y verde asoman sobre tu cabeza… Taxis de papel de periódico que esperan para llevarte aparecen en la orilla…
La canción le puso de buen humor y el café le devolvió una suerte de plenitud corporal que ya había olvidado. Pero cuando salió a la calle, y observó a los transeúntes y miró los semáforos y contempló la torpe circulación automovilística, volvió a sentir que se trataba de una realidad condenada a muerte. Encendió el canuto y bajó por María de Molina hacia la Castellana. Los efectos del hachís fueron a concentrarse en la frente; imaginó que se trataba de una frente de cristal a través de la cual podía contemplarse una masa encefálica de tonos verdes y amarillos que evolucionaban de manera insensible hacia el marrón y el negro. Repitió mentalmente una estrofa de la canción (imagínate en un tren, en una estación con porteros de plastilina y corbata de cristal, alguien aparece en la taquilla…), pero la plenitud anterior había dado paso ya a un malestar que tendía a concentrarse en los órganos huecos de su cuerpo, especialmente en el estómago. Comenzó a sentir una suerte de mareo que atribuyó a un corte de digestión. Pensó que si lograba vomitar o vaciar los intestinos recuperaría el tono anterior, pero no vio en los alrededores ninguna cafetería. Se metió por una calle lateral y entró en un jardín de infancia; la puerta estaba abierta y entró. Se cruzó con un par de adultos que debieron de tomarla por la madre de algún niño y no le dijeron nada, aunque la observaron con alguna extrañeza. Finalmente, cuando parecía estar a punto de desmayarse, dio con la puerta de acceso a los váteres y entró precipitadamente en una de las cabinas. La taza del retrete era muy pequeña y carecía de tapa. Elena se sentó apoyando la nuca en la pared y aguantó una bajada de tensión sin desmayarse. Cuando se sintió un poco recuperada, logró subirse las faldas y retirarse las bragas y los pantis. Lo he conseguido, pensó, ya está, lo he conseguido. Pero los intestinos no parecían dispuestos a trabajar, de manera que la bola de angustia no descendió hacia el recto, pese a los esfuerzos de Elena por expulsarla de su cuerpo. Pensó en vomitar, pero calculó que perdería el conocimiento si cambiaba de postura. Entretanto, una serie de imágenes yuxtapuestas entre sí comenzó a circular por su cerebro, la pierna sin depilar, las calles húmedas, un semáforo roto, un ministro de plastilina, un río de mermelada con barcas de caramelo, el cadáver de su madre envuelto en celofán amarillo y verde… La velocidad de las imágenes adquirió enseguida un ritmo excesivo que Elena soportó con los ojos abiertos y las uñas clavadas en los muslos. Una oleada de calor, parecida a aquéllas que solían preceder a sus desmayos, ascendió desde el vientre hasta el rostro, donde se transformó en un sudor disolutivo. Cuando ya estaba a punto de perder el conocimiento, la velocidad descendió. Elena abrió la boca para tomar la mayor cantidad de aire posible mientras se decía a sí misma: ya está, ya me ha pasado, esto era la locura y me ha pasado.
En esto se oyeron fuera gritos infantiles y dedujo que los niños habían salido de clase. Efectivamente, en seguida comenzaron a golpear la puerta de la cabina en la que se había refugiado Elena, que no llegaba hasta el suelo. Retiró los pies hasta donde le fue posible y contuvo la respiración mientras trataba de determinar si lo que le estaba pasando correspondía a una escena de terror o de risa. Pero no le dio tiempo a decidir porque la locura —asociada a la velocidad de las imágenes— regresó a su cabeza. Contuvo la respiración y concentró todas sus energías en la zona del vientre donde parecía estar localizada la bola de angustia, pero no consiguió hacerla avanzar. Cuando abrió los ojos, vio la cabeza de una niña asomada por el espacio libre situado entre la puerta y el suelo. Se miraron unos segundos antes de que los ojos de la niña se retiraran. Después oyó gritar: hay una señora con la cara muy blanca ahí dentro. Entonces se levantó, abrió la puerta e intentó salir, pero los pantis, enrollados en los tobillos, la hicieron perder el equilibrio. Mientras caía, unos segundos antes de perder el conocimiento, fue muy feliz al sentir que dejaba en manos de otros la responsabilidad del funcionamiento de su propio cuerpo.
Despertó enseguida empapada en sudor. La locura se había replegado y la angustia había desaparecido o se había diluido en los humores que empapaban su frente. Se presentó, pidió disculpas, aseguró que se trataba de un corte de digestión, que no sabía dónde meterse…
—Porque iba usted bien vestida —dijeron—, si no, habríamos avisado a la policía; suceden tantas cosas…
Le dieron una manzanilla y pidieron por teléfono un taxi que llegó en cinco minutos. Afuera volvía a llover o la humedad era tal que producía el mismo efecto que la lluvia. Elena se sentía ligera y hasta un poco optimista, como solía sucederle después de los desmayos. De todos modos, al llegar a casa se acostó y se quedó dormida hasta que Enrique, su marido, volvió de trabajar.
—¿Te pasa algo? —preguntó.
—Los dolores esos otra vez.
—¿Por qué no vas al médico? —insistió Enrique con gesto de paciencia.
—Ya he ido a todos los médicos y ya me han dicho que no tengo nada —respondió Elena con tono irritado.
Enrique decidió no insistir y se limitó a informar que pasaría fuera el fin de semana por razones de trabajo.
—¿Desde cuándo trabajáis los fines de semana? —preguntó Elena.
—Se trata de una convención de ventas y estas cosas se hacen siempre en días festivos.
Elena comenzó a sospechar que se trataba de otra cosa y, de súbito, la idea de que Enrique la engañara comenzó a ponerla furiosa, pero no dijo nada. Pasó despierta gran parte de la noche y concibió un plan que le ayudó a levantarse de la cama al día siguiente. Como • ese día era viernes, tuvo que actuar con alguna celeridad. De manera que tras desayunar se acercó a la oficina de correos más próxima y contrató un apartado. Después regresó a casa y tras darle un par de instrucciones a la asistenta se encerró en su cuarto con la guía de teléfonos. Buscó al azar una agencia de detectives y, tras repasar mentalmente el guión elaborado durante la noche, llamó.
—Buenos días —dijo—, quiero hablar con el director.
—Yo mismo —respondió una voz masculina al otro lado.
Elena estuvo a punto de colgar, pues la expresión «yo mismo» no le gustó; además, el teléfono lo había cogido directamente él y no una secretaria, lo que le hizo temer que se tratara de una agencia con pocos medios. Finalmente, decidió seguir adelante:
—Verá, se trata de encargarle una investigación un poco delicada y seguramente algo atípica.
—¿Por qué atípica? —preguntó la voz al otro lado.
—Porque usted no deberá conocer a la persona que encarga la investigación. Yo soy la secretaria de su cliente, que es un hombre muy conocido en ámbitos financieros y políticos y desea que su nombre quede fuera de todo este asunto.
Elena le explicó el carácter de la investigación y dio los datos de su marido añadiendo que deberían hacer un informe pormenorizado de la actividad de este sujeto a lo largo del próximo fin de semana. El director de la agencia pareció tomar nota de todo, pero insistió en la conveniencia de conocer al cliente. Elena fue tajante.
—Ya le he dicho que esto no es posible. Nos comunicaremos a través del apartado de correos que le he señalado. Allí deberá enviar usted los informes. En cuanto a sus honorarios, serán ingresados en el número de cuenta y banco que usted me indique.
—Será necesaria una provisión de fondos.
—Mañana mismo ingresaré en esa cuenta lo que usted crea conveniente.
Las seguridades económicas acabaron por disipar las dudas del director de la agencia, que se comprometió a enviar el informe el mismo lunes. Cuando colgó el teléfono, Elena sintió que acababa de introducir en su vida un factor de estímulo importante y eso le ayudó a arrinconar en la zona más deshabitada de su memoria el suceso del día anterior. De todos modos, decidió no volver a fumar hachís fuera de casa. Esa noche durmió bien y amaneció bastante descansada. A las doce de la mañana, cuando salió a efectuar el ingreso solicitado por la agencia, aún no había sentido ningún malestar, excepto los derivados de una excesiva acumulación de gases a una altura que ella situó en torno al duodeno.