Uno

Elena estaba depilándose las piernas en el cuarto de baño cuando sonó el teléfono y le comunicaron que su madre acababa de morir. Miró el reloj instintivamente y procuró retener la hora en la cabeza; las seis y media de la tarde. Aunque los días habían comenzado a alargar, era casi de noche por efecto de unas nubes que desde el mediodía se habían ido colocando en forma de techo sobre la ciudad. La mejor hora de la tarde para irse de este mundo, pensó cogida al teléfono mientras escuchaba a su marido que, desde el otro lado de la línea, intentaba resultar eficaz y cariñoso al mismo tiempo.

—Yo paso a recogerte —dijo— y vamos juntos al hospital. Tu hermano ya está allí.

—¿Y mi hermana? —preguntó— ¿Quién avisa a mi hermana?

—Acabo de hablar con su marido y vendrán esta misma noche en un avión que sale a las diez de Barcelona. No te preocupes de las cuestiones prácticas. Arréglate y espera a que yo vaya por ahí.

Elena colgó el teléfono y se sentó en el sofá a digerir la noticia; con la mano derecha iba arrancándose las costras de cera que endurecían la pierna correspondiente a ese lado del cuerpo, mientras sus ojos paseaban por las paredes del salón sin registrar nada de cuanto veían. Cuando regresó al cuarto de baño, la cera se había endurecido, de manera que renunció a depilarse la pierna izquierda. Se quitó la bata y se metió debajo de la ducha en una postura que sugería cierto desamparo, pero no llegó a llorar. Parecía así confirmarse una antigua idea según la cual la muerte de su madre, cuando llegara a suceder, constituiría un trámite burocrático, un papeleo que vendría a sancionar algo pasado, porque para Elena su madre estaba muerta desde hacía mucho tiempo.

Eligió unas medias oscuras para que no se notase que llevaba una pierna sin depilar y se puso una ropa interior algo provocativa que desmentía ante sí misma el duelo que intentaba expresar el oscuro traje de chaqueta rescatado de las profundidades del armario.

Prefirió no maquillarse ni retocarse los ojos, pero se arregló el pelo recogiéndose en la nuca la melena. No quería transmitir desolación, sino un desaliño que podría atribuirse a la prisa por salir de casa una vez conocida la noticia. Dudó si darse un toque de carmín en los labios, pero finalmente decidió que tal como había quedado estaba bastante hermosa, aun cuando se tratara de una hermosura en decadencia por la que habían pasado ya cuarenta y tres años, cuarenta y tres años que no habían logrado destruir el brillo de sus ojos ni corregir el gesto desafiante de sus labios. Se torció la falda para acentuar la sensación de urgencia y regresó al salón, donde lió un porro que fumó junto al ventanal contemplando las oscilaciones de la luz. Vivía en un piso alto de la zona norte de Madrid, desde donde se divisaba un paisaje urbano que parecía cambiar de forma en función de las tonalidades de los meses. Ahora era febrero y había oscurecido, de manera que los edificios, con las luces de las ventanas encendidas, invitaban al recogimiento. Pensó en Mercedes, su hija, y reprimió el impulso de telefonearla, pues imaginaba que ya se habría encargado de ello su marido.

Cuando apagó el canuto, intentó elaborar un pensamiento brillante o trágico, adecuado a la pérdida que acababa de padecer, pero no se le ocurrió nada. La muerte de su madre parecía, más que un suceso, un simple hecho encadenado a la secuencia de los días y sin capacidad siquiera para constituir una ruptura o una victoria sobre lo cotidiano. El hachís le había golpeado ya en la nuca y presintió que en las escenas en las que tendría que participar a lo largo de las horas siguientes ella estaría del lado de los muertos, en aquel lugar donde ahora se encontraba su madre, y desde donde supuso que las cosas de la vida se verían sin pasión, sin odio, sin amor: una mirada neutra, cargada de indiferencia, aunque estimulada quizá por una suerte de curiosidad dirigida a los aspectos mecánicos que producen los afectos.

En esto llegó Enrique, su marido, y la abrazó con gesto solidario intentando aliviar un dolor que no se había llegado a producir. Elena sonrió con afecto. Ya sabes lo que pensaba de esta muerte, dijo. Nunca me lo llegué a creer del todo, respondió él.

Elena temió que se le pasara el efecto producido por el hachís y lió otro canuto con la excusa de ofrecérselo a Enrique. Lo fumaremos en el coche, dijo, y salieron.

Su madre parecía sonreír al fin. Llevaba una mortaja blanca, que evocaba el hábito de una novicia, entre cuyos pliegues sobresalía un rostro que la muerte había dulcificado. Permanecía inmóvil como un cadáver, pero su frente arrugada parecía mantener la tensión de un pensamiento. Uno de los ojos permanecía ligeramente abierto produciendo en el rostro un efecto asimétrico que a Elena le recordó que no se había depilado la pierna izquierda. ¿Era simétrica la realidad o la simetría era un ideal provocado por la inteligencia del hombre? ¿Acaso todo lo que se podía dividir por la mitad daba lugar a dos partes armónicas y similares? ¿Dónde está la mitad de mi vida?, se dijo observando a su hija que atendía a los familiares y amigos con una cortesía dolorosa. ¿Deja mi madre aquí un espacio simétrico al que ahora ocupa? ¿Dejan los muertos un reflejo de sí en este mundo de dolor? ¿Qué sensación es simétrica al dolor?

Las dos últimas frases le produjeron alguna satisfacción, pero su estado de ánimo tendía en general hacia la indiferencia. Imagínate, estaba depilándome las piernas, confesó a alguien que se acercó a besarla.

El encuentro con su hermano resultó algo estimulante, pues el abrazo constató el afecto que se tenían y que en ocasiones así llegaba a manifestarse sin la censura del pudor. Su hermana, sin embargo, estuvo fría y distante como si Elena le debiera todavía la infancia. Mercedes, su hija, todavía no se había acercado a ella, pero le lanzaba miradas rencorosas que Elena procuraba no recoger. Su madre y su hija tenían el mismo nombre. Ahí había una simetría que quizá simbolizaba otras de mayor alcance; ambas Mercedes solían reprobar con la mirada y castigar con la distancia, con la culpa. Yo soy el centro de esa relación simétrica, yo soy su corazón, yo la alimento. ¿Cómo estás, mamá?, dijo su hija acercándose al fin tras darle un beso. Imagínate, estaba depilándome las piernas cuando sonó el teléfono. Lo dejé todo a medias, los muslos, todo. Pensó que la palabra muslos estaba bien usada en aquel contexto mortuorio. Mi marido y yo nos quedaremos esta noche, respondió su hija. Tú vete a descansar si quieres. Habrá que hacer algo, los papeles y eso. Ya está todo hecho, mamá, no te preocupes.

Es igual que mi hermana, otra simetría, yo no tengo la capacidad de hacer daño que ambas me atribuyen. Mi hermana también se llama Mercedes, como mi madre, como mi hija. ¿Cómo quién soy yo? ¿A quién de estas personas me parezco? ¿Cuál de estos rostros dolorosos se llama Elena y lleva una pierna sin depilar? ¿Soy la referencia de alguien o sólo la mitad de este desconcierto? ¿Qué les debo?, ¿qué debo a estas mujeres que todavía no he terminado de pagar? Una de ellas me amargó la juventud y la otra fue joven cuando yo empezaba a declinar. Ya basta, todo es como es: mi madre está muerta, detrás del cristal destinado a proteger a los muertos de los vivos; la familia y los amigos parecen tristes; mi marido atiende a todos con notable eficacia y yo voy de un lado a otro con los ojos secos, la falda torcida y la pierna izquierda llena de pelos. La ropa interior, ya basta. La muerte de los padres cambia la perspectiva de la vida, le dijo alguien al oído, mientras deslizaba un beso en su mejilla. La acerca más bien, contestó Elena con una sonrisa circunstancial, retirándose hacia la periferia de aquella fiesta mortuoria.

Aquella noche durmió bien, si por ello se entiende dormir con todos los sentidos y no tener al despertar registro alguno de las horas de sueño. No despertó aturdida, pero sí algo ajena a su propia vida, que hubo de reconstruir en los primeros instantes de aquella jornada en la que se entregaría a la tierra el cuerpo de su madre. Enrique, su marido, estaba ya en el cuarto de baño, bajo la ducha, cuyo ruido llegaba al dormitorio como el eco de una lluvia lejana. Intentó rescatar algún fragmento de la noche, pero no halló nada, excepto la huella de su cuerpo sobre el colchón como prueba única de que había permanecido allí durante aquellas horas de suspensión. Llevaba un pijama de Enrique que le estaba grande, pero que le gustaba por la libertad con que se movían sus miembros dentro de él. En realidad hacía tiempo que usaba para dormir prendas masculinas que decía comprar para su marido, pero de las que se apropiaba ella.

Se levantó y notó una sensación de plenitud que le produjo alguna extrañeza. Quizá durante la noche le había sucedido algo de lo que no era consciente que se traducía ahora en un optimismo corporal no previsto para un día de luto.

Enrique no estaba en el cuarto de baño.

Advirtió entonces que lo que había escuchado desde la cama no era el ruido de la ducha, sino el de una lluvia real que sucedía al otro lado de los cristales. La lluvia y la muerte. Fue al salón y se asomó a la terraza. La temperatura había subido y la atmósfera comenzaba a limpiarse. Respiró hondo y sintió penetrar el aire húmedo hasta el fondo de los pulmones, donde seguramente se produjo un efecto químico que reforzó la sensación de plenitud con la que se había levantado.

—Te he preparado un café —dijo Enrique detrás de ella.

—Hola. Mal día para un entierro —contestó Elena.

—No hay día bueno para estas cosas —dijo él, y se hundieron en un silencio habitual en su relación mientras contemplaban la lluvia caer mansamente sobre los tejados y las fachadas que constituían el paisaje urbano que les era propio.

Tras tomar un café, Elena entró en el cuarto de baño, y se desnudó con idea de darse una ducha, pero entonces reparó en los pelos de su pierna izquierda e, incomprensiblemente, se puso a llorar en el borde de la bañera; realizó dos o tres gestos con los músculos de la cara para ver si lograba contenerse, pero sus ojos se vaciaban con la naturalidad de un recipiente desbordado. Tuvo la tentación de abandonarse al estado de ánimo propio de la producción de lágrimas, pero reaccionó con rabia dispuesta a no dejarse ganar por una tristeza que correspondía a los otros. Sin embargo, cuando dejó la ducha todo era distinto. La plenitud anterior le había abandonado dejando en su interior un espacio libre que en seguida comenzó a ser ocupado por otro sentimiento de difícil calificación que la empujaba con cierta urgencia hacia el abatimiento. Recordó a su padre, muerto desde hacía siete u ocho años, y quizá por primera vez en su vida sintió que la palabra huérfana tenía un significado terrible. Decidió depilarse, pero inmediatamente fue atacada por un impulso supersticioso que le aconsejó no hacerlo. Entonces pensó que nada más levantarse debería haber telefoneado a la funeraria para hablar con su hija y preguntarle qué tal noche había pasado el cadáver. Esto la hizo sonreír brevemente, pero desde ese instante supo que algo que le concernía especialmente estaba sucediendo desde el día anterior, aunque ella ignorase el contenido del suceso y el modo en que podría afectar a su existencia. Después pensó que su marido no era bueno, pues debería haberse ofrecido también para pasar esa noche junto al cadáver. Entretanto, se cepillaba el pelo como a la espera de una determinación que no acababa de manifestarse.

Finalmente, decidió que no iría al entierro. Enrique podría decir que había pasado muy mala noche y que durante la madrugada había padecido un cólico. Ella quiso venir a pesar de todo, pero yo no se lo permití, debería explicar a todo el mundo, aunque ni su hermana ni su hija, Mercedes las dos, llegaran a creérselo.