A juzgar por las apariencias, era una criatura demasiado bella para caminar por el arremolinado fango de este humeante estrato del Abismo. Demasiado hermosa; sus rasgos, finos y delicados, parecían esculpidos, y su tersa piel, negra como el ébano, le daba la apariencia de una obra de arte viviente, una escultura de obsidiana que hubiera cobrado vida.
Los entes monstruosos que pululaban a su alrededor —seres con alas de murciélagos y bichos reptantes— controlaban todos sus movimientos, la observaban atenta, cautelosamente. Hasta los más grandes y fuertes, unos demonios gigantescos que habrían podido arrasar una ciudad de buen tamaño, guardaban las distancias, ya que las apariencias podían engañar. Aun cuando esta hermosa mujer parecía delicada, incluso frágil en comparación con los espantosos monstruos del Abismo, podía destruir fácilmente a uno, a diez o a cincuenta de los demonios que ahora la vigilaban.
Ellos lo sabían, y no obstaculizaban su paso. La mujer era Lloth, la reina araña, diosa de los drows, los elfos oscuros. Era la encarnación del caos, un instrumento de destrucción, un monstruo bajo una apariencia delicada.
Lloth recorrió pausadamente una zona en la que crecían altas y gruesas setas apiñadas en pequeñas islas en medio del lúgubre remolino. Caminaba de isla en isla con despreocupación, pisando con tanta liviandad en el viscoso lodo que ni siquiera las suelas de sus delicadas zapatillas negras estaban manchadas. Se topó con muchos de los moradores más fuertes de este nivel, incluso los verdaderos demonios, los tanar’ris, dormidos entre las agrupaciones de setas, y los despertó bruscamente. Como era de esperar, las irritadas criaturas salieron de su sueño gruñendo y prometiendo eterna tortura, y, como también era de esperar, sintieron un gran alivio cuando Lloth sólo les exigió que le dieran respuesta a una simple pregunta.
—¿Dónde está? —instaba la diosa en cada ocasión, y, aunque ninguno de los monstruos sabía con certeza la localización exacta del gran demonio, sus respuestas guiaron a Lloth progresivamente hasta que por fin encontró a la bestia que venía buscando, un gigantesco tanar’ri bípedo, con fauces de perro, cuernos de toro y unas tremendas alas coriáceas que tenía plegadas detrás de su enorme corpachón. Estaba sentado en un sillón tallado en una de las setas y parecía muy aburrido, con la grotesca cabeza apoyada en la palma de una mano. Las garras, curvas y sucias, rascaban de manera rítmica su pálida mejilla. La bestia sostenía en la otra mano un látigo de muchas colas que chasqueaba cada dos por tres a un lado de su sillón de seta, azotando a la infortunada criatura allí agazapada, a la que había seleccionado para torturar en este momento de la eternidad.
El desventurado ser chilló y gimió lastimosamente, y hacerlo le valió otro doloroso golpe del látigo del despiadado demonio.
La bestia sentada gruñó de repente al tiempo que su cabeza se levantaba en un gesto de alerta; los ojos rojizos escudriñaron atentamente las volutas humeantes que se arremolinaban alrededor del trono de seta. Sabía que había algo en los alrededores, algo muy poderoso.
Lloth apareció entre la neblina y siguió caminando sin la menor vacilación, mirando fijamente a este monstruo, el más grande de la zona.
Un gruñido gutural escapó de la garganta del tanar’ri, cuyos labios se curvaron en una maligna sonrisa y después se fruncieron al considerar el estupendo bocado que entraba en su guarida. Al principio, el demonio tomó a Lloth por un regalo, una elfa oscura errante, perdida lejos del plano material y de su hogar. Pero enseguida advirtió su verdadera naturaleza.
Se sentó más erguido en el sillón. Luego, con una velocidad y una fluidez de movimientos increíbles para alguien de su tamaño, se incorporó cuan alto era, y sus tres metros y medio se alzaron imponentes ante la intrusa.
—Siéntate, Errtu —ordenó Lloth mientras hacía un ademán impaciente—. No he venido a destruirte.
El orgulloso tanar’ri emitió un segundo gruñido, pero no intentó atacar a Lloth, consciente de que la diosa podía hacer fácilmente lo que, según sus palabras, no era su intención al venir aquí. Sólo para salvar un poco de su orgullo, Errtu permaneció de pie.
—¡Siéntate! —exigió Lloth con repentina ferocidad, y el demonio, antes de darse cuenta de lo que hacía, tomó de nuevo asiento en el trono de seta. Frustrado, cogió el látigo y azotó a la gemebunda bestia que se arrastraba a su lado.
—¿Por qué estás aquí, drow? —retumbó Errtu, cuya profunda voz se quebró en unos timbres más agudos y rechinantes, como el chirriar de uñas contra una pizarra.
—¿Estás enterado del tumulto desatado en el panteón? —inquirió Lloth.
Errtu meditó la pregunta un largo instante. Por supuesto que estaba enterado de que los dioses de los Reinos estaban enzarzados en una pelea, pisoteándose unos a otros con maquinaciones e intrigas de poder y utilizando criaturas inteligentes inferiores a ellos como simples peones en sus juegos. En el Abismo, esto significaba que sus moradores, seres incluso más poderosos que tanar’ris como Errtu, se veían atrapados a menudo en intrigas políticas no deseadas.
Y eso era, precisamente, lo que Errtu imaginaba —y temía— que estaba ocurriendo ahora.
—Se avecinan tiempos de grandes conflictos —dijo Lloth—. Unos tiempos en que los dioses pagarán por su necedad.
Errtu soltó una risita burlona: un sonido chirriante, horrible. Los ojos de Lloth, de un rojo llameante, clavaron en él una mirada de desprecio.
—¿Y por qué un acontecimiento de esa índole iba a desagradarte, Señora del Caos? —preguntó el demonio.
—Porque es una situación que escapará a mi control —explicó Lloth con una expresión mortalmente seria—. Al control de todos nosotros. Disfrutaré viendo a esos necios del panteón empujándose unos a otros, siendo despojados de su falso orgullo e incluso algunos, tal vez, eliminados. Pero cualquier deidad que no sea cauta puede encontrarse atrapada en el conflicto.
—Lloth no ha sido conocida nunca por su prudencia —comentó Errtu con aspereza.
—Lloth no ha sido nunca una necia —replicó la reina araña.
Errtu asintió con un cabeceo, pero permaneció en silencio unos instantes, asimilando todo aquello.
—¿Qué tiene que ver esto conmigo? —preguntó por último, ya que los tanar’ris no eran deidades y, por ende, Errtu no obtenía sus poderes merced al culto de sus fíeles.
—Menzoberranzan —contestó Lloth, refiriéndose a la legendaria ciudad de los drows, la urbe más grande de sus adoradores en todos los Reinos. Errtu ladeó la grotesca cabeza—. La ciudad ya está inmersa en el caos —añadió Lloth.
—Como tú querías —acotó el demonio, que soltó una risotada—. Como has planeado que esté.
Lloth no refutó aquella afirmación.
—Pero hay peligro —prosiguió la hermosa drow—. Si me veo envuelta en el conflicto del panteón, las plegarias de mis sacerdotisas no obtendrán respuesta.
—¿Y esperas que las responda yo? —inquirió Errtu, incrédulo.
—Los fieles necesitarán protección.
—¡No puedo ir a Menzoberranzan! —bramó el demonio, iracundo, llevado por la cólera al pensar en los años de exilio que tenía ante sí. Menzoberranzan era una ciudad de la Antípoda Oscura, un gran laberinto bajo la superficie de Faerun. Pero, aunque estaba separada del mundo luminoso del sol por kilómetros de roca, seguía siendo parte del plano material. Años atrás, Errtu había estado en ese plano gracias a la invocación de un aprendiz de mago y se había quedado allí para buscar a Crenshinibon, la Piedra de Cristal, un poderoso artefacto mágico, reliquia de una época pasada y más grande de la hechicería. ¡Qué cerca había estado de conseguirla! Había entrado en la torre creada por la piedra a su imagen, y había colaborado con su poseedor, un despreciable humano que no habría tardado mucho en morir dejando el codiciado tesoro en poder del demonio. Pero entonces Errtu había topado con un elfo oscuro, un renegado de la propia grey de Lloth, de Menzoberranzan, ¡la ciudad que, al parecer, la diosa quería que ahora protegiera él!
Drizzt Do’Urden había derrotado a Errtu, y para un tanar’ri una derrota en el plano material significaba un centenar de años de exilio en el Abismo.
Ahora el demonio temblaba violentamente de rabia, y Lloth retrocedió un paso, preparándose por si acaso la bestia la atacaba antes de que pudiera explicarle su oferta.
—Tú no puedes ir —admitió la diosa—, pero tus esbirros, sí. Me ocuparé de que haya una puerta abierta aunque para ello todas las sacerdotisas de mis dominios tengan que cuidar de ella de manera continua.
El ensordecedor rugido de Errtu ahogó sus palabras.
Lloth comprendió cuál era la causa de su agonía; el mayor placer de un demonio era caminar libremente por el plano material, enfrentarse a los débiles espíritus y aún más débiles cuerpos de las diversas razas. Lloth comprendía al tanar’ri, pero no lo compadecía. La perversa Lloth jamás compadecía a ningún ser.
—¡No puedo negarme a lo que me pides! —admitió Errtu, y sus enormes y bulbosos ojos, inyectados en sangre, se entrecerraron en un gesto cruel.
Su manifestación era totalmente cierta. Lloth podía obtener su colaboración ofreciéndole, simplemente, la vida a cambio. Sin embargo, la reina araña era demasiado lista para obrar así. Si esclavizaba a Errtu y se veía, como esperaba, atrapada en el tumulto que se avecinaba, el demonio podría escapar de su dominio o, lo que era peor, encontrar el modo de devolverle el golpe. Lloth era malévola y despiadada en extremo, pero, por encima de todo, era inteligente. Además, tenía en sus manos la miel para atraer a esta mosca.
—Esto no es una amenaza —dijo al demonio con sinceridad—. Es una oferta. —Errtu no la interrumpió, aunque el encolerizado demonio todavía temblaba, al borde de la catástrofe—. Tengo un regalo para ti, Errtu —ronroneó la diosa—. Un regalo que te permitirá poner fin al exilio que te impuso Drizzt Do’Urden.
—Ningún regalo, ninguna magia puede romper las condiciones del exilio. Sólo el que me expulsó puede alterarlo —objetó el tanar’ri, que no parecía muy convencido.
Lloth hizo un gesto de asentimiento; ni siquiera una diosa tenía poder para oponerse a esa regla.
—¡Pero ahí está el quid! —exclamó la reina araña—. Este regalo hará que Drizzt Do’Urden desee que regreses a su plano de existencia, que estés a su alcance.
Errtu seguía mostrándose escéptico. En respuesta, Lloth levantó un brazo y apretó el puño con fuerza, y una señal, un estallido de chispas multicolores acompañado por el fragor de un trueno, sacudió el bullente lodo y disipó momentáneamente la perpetua penumbra plomiza de este deprimente lugar.
Desmoralizado y vencido, con la cabeza gacha —ya que a alguien como Lloth no le costaba mucho tiempo quebrantar un espíritu orgulloso—, un hombre salió caminando entre la niebla. Errtu no lo conocía, pero comprendió el significado de este regalo.
Lloth volvió a cerrar el puño y sonó otra explosión; su cautivo regresó a las humeantes volutas, perdiéndose de vista.
Errtu miró a la reina araña con desconfianza. El tanar’ri estaba muy interesado, ni que decir tiene, pero sabía que casi todos los que habían confiado en la diabólica Lloth habían pagado cara su estupidez. Aun así, este señuelo era demasiado tentador para que Errtu pudiera resistirse. Su hocico canino se frunció en una sonrisa grotesca, maligna.
—Contempla Menzoberranzan —dijo Lloth, que movió el brazo delante del grueso pie de una seta cercana. Las fibras de la planta se tornaron cristalinas, reflejando el humo, y, un instante después, la reina araña y el demonio vieron la ciudad de los drows—. Tu participación en esto será pequeña, pero vital, te lo aseguro. No me falles, gran Errtu.
El demonio comprendió que estas últimas palabras eran tanto una amenaza como una petición.
—¿Y el regalo? —preguntó.
—Cuando las cosas se hayan enmendado.
De nuevo, una expresión de desconfianza asomó a las facciones de Errtu.
—Drizzt Do’Urden es insignificante —afirmó Lloth—. Daermon N’a’shezbaernon, su familia, ya no existe, así que él no es importante para mí. Con todo, me complacería ver que el grande y perverso Errtu hace pagar al renegado todas las molestias que ha ocasionado.
Errtu no era estúpido, ni mucho menos. Lo que Lloth decía tenía sentido, aunque no podía pasar por alto el hecho de que era la reina araña, la Señora del Caos, quien estaba haciendo esta oferta tentadora.
Pero tampoco podía hacer caso omiso del hecho de que el regalo que le ofrecía representaba un alivio para su eterno aburrimiento. Podía golpear a un millar de demonios menores cada día, torturarlos y hacerlos regresar arrastrándose lastimosamente de vuelta al fango. Pero hacer eso mismo durante un millón de días no igualaba al placer de una sola hora en el plano material, caminando entre los débiles mortales, atormentando a aquellos que no merecían su venganza.
El gran tanar’ri aceptó la oferta.