La marcha drow

Advertí algo realmente extraordinario, en verdad conmovedor, a medida que todos nosotros, las fuerzas defensoras integradas por los habitantes de Mithril Hall y de la región colindante, nos acercábamos al final de los preparativos, al momento en que los drows vendrían.

Yo soy drow. Mi piel demuestra que soy diferente. Su color negro pone de manifiesto mi ascendencia de manera patente e innegable. Y, sin embargo, no se me ha dirigido una sola mirada enconada, ninguna mirada de consternación por parte de los Harpel ni de los Jinetes de Longsaddle, ninguna palabra de cólera proveniente del temperamental Berkthgar y su belicosa gente. Y ningún enano, ni siquiera el general Dagnabit, al que no le gusta nadie que no pertenezca a su raza, ha levantado un dedo acusador contra mí.

No sabíamos el motivo de que los drows vinieran, si era por mí o por la promesa de riqueza que representaba el próspero complejo minero de los enanos. Fuera cual fuera la causa, los defensores no me hacían responsable de ello. Era una sensación maravillosa para mí, que durante meses había cargado con la culpabilidad autoimpuesta; culpabilidad por el ataque previo, culpabilidad por la muerte de Wulfgar, culpabilidad porque Catti-brie se hubiera visto obligada por la amistad a seguirme hasta Menzoberranzan.

Había llevado este pesado yugo, y, sin embargo, quienes estaban a mi alrededor, que tenían tanto que perder como yo, no me culpaban por ello.

No podéis entender cuán especial es darse cuenta de algo así para alguien con mi pasado. Era un gesto de sincera amistad, y lo que lo hacia más importante era el hecho de ser espontáneo, sin intención ni propósito. En el pasado, demasiado a menudo, mis «amigos» habrían tenido este gesto conmigo para demostrarse algo a sí mismos, no a mí, porque los hacía sentirse mejor actuar como si estuvieran por encima de las diferencias obvias, tales como el color de mi piel.

Guenhwyvar nunca hizo esto. Tampoco Bruenor. Ni Catti-brie o Regis. Wulfgar me despreciaba al principio, abiertamente y sin pretextos, por el simple hecho de que era un drow. Eran sinceros y, en consecuencia, siempre fueron mis amigos. Pero en los días previos a la guerra, vi que esa esfera de amistad se ampliaba en una progresión constante. Así llegué a saber que los enanos de Mithril Hall, los hombres y mujeres de Piedra Alzada, y muchos, muchos otros, me aceptaban de verdad.

Esa es la verdadera esencia de la amistad; cuando se ofrece de corazón, y no porque conviene a los propios intereses. Y así, en aquellos días, Drizzt Do’Urden llegó a comprender, de una vez por todas, que no pertenecía a Menzoberranzan.

Me desprendí del yugo de la culpabilidad. Sonreí.

DRIZZT DO'URDEN