Epílogo

Berg’inyon Baenre no se sorprendió de encontrar a Jarlaxle y a los soldados de Bregan D’aerthe esperándolo a gran distancia de la superficie, lejos de Mithril Hall. Tan pronto como le llegaron informes de deserciones, Berg’inyon comprendió que el pragmático mercenario se encontraba probablemente entre las filas de drows que habían abandonado la batalla.

Methil le había informado a Jarlaxle de la llegada de Berg’inyon, y para el jefe mercenario fue una sorpresa descubrir que el hijo de la matrona Baenre, el maestro de armas de la primera casa, también había desertado. El mercenario había imaginado que Berg’inyon entraría en Mithril Hall y que moriría, igual que su madre había muerto.

Qué ingenuidad.

—La guerra está perdida —comentó Berg’inyon. Inseguro de sí mismo, miró a Methil, pues no había esperado encontrar aquí al illita, lejos de la matriarca. Las evidentes heridas de Methil, al que uno de los brazos le colgaba inerte y tenía un gran agujero a un lado de su cabeza de pulpo por el que rezumaba materia cerebral de aspecto repugnante, también sorprendieron a Berg’inyon, que jamás habría esperado que alguien fuera capaz de llegar hasta él y herirlo así.

—Tu madre ha muerto —dijo Jarlaxle sin andarse por las ramas, haciendo que el joven Baenre dejara de prestar atención al herido illita—. Y también tus dos hermanas y Auro’pol Dyrr.

Berg’inyon asintió con la cabeza, como si no lo sorprendiera la noticia.

Jarlaxle se preguntó si sería conveniente mencionar que la matrona Baenre era quien había matado a Auro’pol. Resolvió guardar silencio, decidiendo que quizá podría utilizar esta información contra Berg’inyon más adelante.

—La matrona Zeerith Q’Xorlarrin dirigió la retirada de la puerta inferior de Mithril Hall —continuó el mercenario.

—Y mis tropas alcanzaron a los drows que intentaron entrar por la puerta del este y fracasaron —añadió Berg’inyon.

—¿Los castigaste? —quiso saber Jarlaxle, pues todavía no estaba seguro de la opinión de Berg’inyon acerca de todo esto y de si su banda y él tendrían que sostener otra batalla aquí abajo, en los túneles.

Él maestro de armas resopló con desdén ante la idea de un castigo, y Jarlaxle respiró un poco más tranquilo.

Reanudaron juntos la marcha, de regreso a la oscuridad y al entorno más confortable de Menzoberranzan. Se reunieron con Zeerith y sus tropas poco después, y muchos otros grupos de elfos oscuros y humanoides se unieron a sus filas a medida que transcurrían los días. En total, más de dos mil drows, una cuarta parte de ellos soldados Baenre, habían muerto en el asalto a Mithril Hall, y el doble de ese número de esclavos humanoides había perecido, la mayoría en las faldas de la montaña, en la vertiente meridional del Cuarto Pico y en el Valle del Guardián. Y un número igual de humanoides se había dado a la fuga tras la batalla, y había huido a la superficie o a otros túneles inferiores, prefiriendo probar suerte en el desconocido mundo exterior o en la salvaje Antípoda Oscura antes que regresar a la atormentada vida de esclavos de los drows.

Las cosas no habían salido según los planes de la matrona Baenre.

Berg’inyon se retrasó en la fila mientras el silencioso ejército continuaba la marcha, dejando que Zeerith se pusiera a la cabeza y tomara el mando.

—Menzoberranzan tardará muchos años en curarse del desastre ocasionado por la locura de la matrona Baenre —le comentó Jarlaxle a Berg’inyon más tarde ese mismo día, cuando encontró al joven maestro de armas solo, en un lado de la cámara donde el ejército había acampado, en una región de cuevas accidentadas y de túneles cortos conectados entre sí.

Berg’inyon no discrepó con él y no se mostró iracundo en absoluto. Sabía que las palabras de Jarlaxle eran ciertas, y sabía los grandes problemas que sobrevendrían a la casa Baenre en los días venideros. La matrona Zeerith estaba iracunda, y Mez’Barris Armgo y todas las demás matronas también lo estarían cuando se enteraran del desastre.

—La oferta sigue en pie —dijo Jarlaxle, y abandonó la cámara dejando a Berg’inyon a solas con sus pensamientos.

En opinión del joven maestro de armas, la casa Baenre sobreviviría. Triel asumiría el mando y, aunque habían perdido quinientos soldados excelentes, todavía contaban con casi dos mil, entre los que se contaban los más de trescientos jinetes de lagartos, la fuerza de élite. Asimismo, la matrona Baenre había creado una gran red de aliados fuera de la casa que, a pesar de este desastre y de la muerte de Baenre, no era probable que derribaran a la primera casa.

Sin embargo, habría problemas. La matrona Baenre había sido la fuerza unificadora. ¿Qué podía esperar la casa Baenre del conflictivo Gomph ahora que ella no estaba?

¿Y de Triel?, se preguntó Berg’inyon. ¿Dónde encajaría él en los planes de su hermana? Ahora sería libre de tener sus propios hijos y llevarlos al poder. Al primogénito se lo prepararía para ser o el hechicero de la casa o un candidato para el puesto de Berg’inyon como maestro de armas.

Entonces, ¿cuánto tiempo le quedaba a Berg’inyon? ¿Cincuenta años? ¿Cien? No era mucho, considerando la longevidad de un drow.

El joven Baenre miró hacia el pasaje abovedado por el que se alejaba el jefe mercenario y consideró cuidadosamente la oferta de Jarlaxle de que se uniera a Bregan D’aerthe.

Mithril Hall era un lugar de emociones dispares: lágrimas por los muertos y vítores por la victoria. Todos lloraron la muerte de Besnell y Firble, de Regweld Harpel y muchos otros que habían perecido valientemente. Y todos aclamaron al rey Bruenor y a sus poderosos amigos, a Berkthgar el Intrépido, a la dama Alustriel, que todavía convalecía de sus graves heridas, y a Cepa Garra Escarbadora, heroína tanto de la ciudad subterránea como del Valle del Guardián.

Y los mayores vítores fueron para Gandalug Battlehammer, el fundador del clan Battlehammer, que al parecer había regresado de la tumba. ¡Qué extraño le resultaba a Bruenor estar cara a cara con su antepasado, ver que el primer busto de la Sala de los Reyes había cobrado vida!

Los dos enanos estaban sentados uno al lado del otro en el salón del trono de los niveles superiores del complejo enano, flanqueados por Alustriel (¡con Cepa arrodillada junto al sillón de la dama de Luna Plateada y regañándola porque debería estar descansando!) a la derecha y Berkthgar a la izquierda.

La celebración era general en todo el complejo enano, desde la ciudad subterránea hasta el salón del trono, un tiempo de reuniones y de despedidas, un tiempo en el que Belwar Dissengulp y Bruenor Battlehammer se conocieron por fin. Mediante la magia de Alustriel, un encantamiento que solucionó los problemas lingüísticos, los dos pudieron forjar una alianza entre Blingdenstone y Mithril Hall que perduraría durante siglos, y pudieron intercambiar historias sobre su común amigo drow, principalmente cuando Drizzt deambulaba por la sala aunque se encontraba lo bastante cerca para darse cuenta de que estaban hablando de él.

—Lo que me molesta es el maldito felino —rezongó Bruenor en una ocasión, lo suficientemente alto para que Drizzt pudiera oírlo.

El drow se acercó pausadamente, puso un pie en la tarima sobre la que estaban los tronos, y se inclinó hacia adelante, muy cerca de Belwar.

Guenhwyvar humilla a Bruenor —dijo Drizzt en el lenguaje drow, un idioma que Belwar entendía un poco, pero que no fue traducido para Bruenor por el encantamiento de Alustriel—. A menudo lo utiliza como lecho.

Bruenor, consciente de que estaban hablando de él, pero incapaz de entender una sola palabra, protestó en voz alta, una protesta que se hizo aún más sonora cuando Gandalug, que también sabía el idioma drow un poco, se sumó a la conversación y al jolgorio.

—Estoy seguro de que la pantera no usa la cabeza de mi tatara-tatara-tataranieto como almohada —comentó regocijado el viejo enano—. ¡Demasiado dura para eso! ¡Demasiado, demasiado!

—Por Moradin, debería haberme marchado con los condenados elfos oscuros —rezongó un frustrado Bruenor.

Aquella idea acabó con la jocosidad de Gandalug en un abrir y cerrar de ojos y su semblante adoptó una expresión circunspecta.

Así era la celebración en Mithril Hall, un tiempo de intensas emociones, tanto buenas como malas.

Catti-brie observaba todo desde lejos, sintiéndose aislada y extrañamente fuera de lugar. Ni que decir tiene que se alegraba de la victoria, que se sentía intrigada con el svirfnebli, a quien había conocido con anterioridad, y aun más intrigada porque el patriarca del clan de su padre había regresado, milagrosamente, al reino enano fundado por él.

Junto con esas emociones excitantes, sin embargo, la joven tenía una sensación de conclusión. La amenaza drow a Mithril Hall había terminado esta vez, y nuevas y más fuertes alianzas se forjarían entre Mithril Hall y todos sus vecinos, incluida Nesme. Bruenor y Berkthgar parecían ahora viejos amigos; el enano incluso había insinuado en varias ocasiones que quizás accedería a que el bárbaro manejara a Aegis-fang.

Catti-brie confiaba en que tal cosa no ocurriera, y no creía que se llegara a ese extremo. La joven sospechaba que Bruenor había apuntado esa generosa oferta principalmente porque sabía que no tendría que cumplirla. Tras las proezas de Berkthgar en el Valle del Guardián, su propia arma, Bankenfuere, iba camino de convertirse en una leyenda entre los guerreros de Piedra Alzada.

No obstante, fueran cuales fueran las hazañas de Berkthgar, para Catti-brie Bankenfuere jamás estaría a la altura de Aegis-fang.

Aunque callada y pensativa, la joven no estaba taciturna ni sentimental. Como todos los demás en Mithril Hall, había perdido algún amigo en la guerra, pero, también como todos, era una luchadora aguerrida, endurecida por las batallas, y aceptaba las cosas como eran y comprendía que con esta guerra se había conseguido algo positivo. Se echó a reír cuando un grupo de svirfneblis casi se arrancaron los escasos cabellos que tenían, frustrados por su vano intento de enseñar a un grupo de enanos ebrios cómo escuchar las vibraciones de la piedra. Sus carcajadas aumentaron cuando Regis entró bamboleándose en el salón del trono con montones de comida bajo los brazos y tan hinchado ya que los botones del chaleco casi reventaban.

Y rio a mandíbula batiente cuando Bidderdoo Harpel pasó corriendo a su lado, con Thibbledorf Pwent persiguiéndolo a gatas ¡y suplicándole que lo mordiera!

Pero tras esas risas había una soledad reflexiva, la persistente sensación de conclusión que no encajaba con una mujer que apenas acababa de abrir los ojos al ancho mundo.

En la cargada atmósfera del Abismo, el balor Errtu contuvo el aliento cuando la esbelta drow, la delicada encarnación de la crueldad, se aproximó al trono de seta.

Errtu no sabía qué podía esperar de Lloth; ambos habían presenciado el desastre.

El balor observó a la drow que salía entre la arremolinada niebla, con el prisionero, el regalo prometido, pisándole los talones. La diosa sonreía, pero, en presencia de la Señora del Caos, uno no podía estar seguro de qué significaba esa sonrisa.

Errtu estaba sentado muy erguido, confiado en que había hecho lo que le fue ordenado. Decidió que, si Lloth intentaba culparlo por el desastre, negaría toda responsabilidad, aunque si la diosa se había enterado del asunto de la piedra antimagia que había enviado con el glabrezu…

—¿Has traído mi recompensa? —bramó el balor, intentando parecer imponente.

—Por supuesto, Errtu —contestó la reina araña.

El balor ladeó su enorme y astada cabeza. Ni el tono de la diosa ni su actitud parecían denotar decepción mientras empujaba al prisionero hacia el gigantesco demonio sentado en el trono.

—Pareces complacida —se atrevió a comentar Errtu.

La sonrisa de Lloth casi le llegó de oreja a oreja, y entonces Errtu comprendió. ¡Estaba contenta! La vieja arpía, la criatura más perversa entre las perversas, estaba satisfecha con el resultado. La matrona Baenre había muerto, y con ella todo orden en Menzoberranzan. La ciudad drow conocería ahora el caos más absoluto, se vería inmersa en las guerras internas más excitantes y en una auténtica telaraña de intrigas, capa sobre capa de mentiras y traiciones, en todas y cada una de las casas regentes.

—¡Sabías que ocurriría esto desde el principio! —la acusó el balor.

Lloth se rio de buena gana.

—No había previsto este resultado —le aseguró al gran tanar’ri—. Ignoraba que Errtu fuera capaz de desplegar tanto ingenio con tal de proteger a quien podría poner fin a su destierro.

Los ojos del balor se desorbitaron, y sus enormes alas correosas se plegaron tras él en una simbólica, aunque ineficaz, actitud defensiva.

—No temas, mi diabólico amigo —ronroneó Lloth—. Te daré una oportunidad para que te redimas ante mis ojos.

Errtu soltó un gruñido sordo. ¿Qué favor quería la reina araña que le hiciera?

—Me temo que estaré muy ocupada en las próximas décadas —prosiguió Lloth—, tratando de poner fin al caos de Menzoberranzan.

Errtu resopló desdeñoso.

—Jamás desearías tal cosa —replicó.

—Entonces, estaré muy ocupada observando el caos —tuvo a bien admitir Lloth. Como si acabara de ocurrírsele, añadió—: Y observando lo que habrás de hacer por mí. —De nuevo sonó el gruñido del demonio.

»Cuando estés libre, Errtu —dijo la reina araña, como sin darle importancia—, cuando tengas a Drizzt Do’Urden atrapado en las trallas de tu inmisericorde látigo, ¡mátalo lentamente, dolorosamente, para que pueda escuchar sus alaridos!

La reina araña levantó los brazos y desapareció en un estallido de negra energía.

Los labios de Errtu se curvaron en una mueca maligna. Miró al desdichado prisionero, la clave para romper la voluntad y el corazón de Drizzt Do’Urden. A veces, aparentemente, la reina araña no pedía demasiado.

Habían pasado dos semanas desde la victoria, y en Mithril Hall las celebraciones continuaban. Muchos se habían marchado; primero, los dos hombres de Nesme que habían sobrevivido y los Jinetes de Longsaddle, junto con Harkle y Bella don DelRoy (aunque Pwent acabó por convencer a Bidderdoo para que se quedara un poco más). Después fueron Alustriel y el resto de sus Caballeros de Plata, setenta y cinco guerreros, los que iniciaron el viaje de vuelta a Luna Plateada con las cabezas bien altas; la dama estaba dispuesta a enfrentarse a sus rivales políticos, convencida de que había hecho bien en venir en ayuda de Bruenor.

Los svirfneblis, en cambio, no tenían prisa por regresar, pues disfrutaban de la compañía del clan Battlehammer, y los hombres de Piedra Alzada juraron quedarse hasta terminar con la última gota de aguamiel que había en Mithril Hall.

Muy abajo en la montaña, lejos de la fortaleza enana, en un frío y ventoso llano, Catti-brie montaba a lomos de un hermoso ruano, uno de los corceles que había pertenecido a uno de los caballeros muertos de Luna Plateada. Montaba tranquila y segura, pero la punzada en su corazón al levantar la vista hacia Mithril Hall fue aguda. Sus ojos recorrieron las sendas hacia la rocosa salida de las montañas y sonrió, nada sorprendida, al ver al jinete que descendía por la ladera.

—Sabía que me seguirías —le dijo a Drizzt Do’Urden cuando el vigilante llegó junto a ella.

—Todos tenemos nuestro sitio —contestó Drizzt.

—Y el mío no está ahora en Mithril Hall —manifestó Catti-brie seriamente—. ¡No me harás cambiar de opinión!

Drizzt guardó silencio largo rato mientras estudiaba a la resuelta joven.

—¿Has hablado con Bruenor? —preguntó el drow.

—Por supuesto —replicó la muchacha—. ¿Crees que iba a abandonar la casa de mi padre sin sus bendiciones?

—Bendiciones que daría de mala gana, no cabe duda —comentó Drizzt.

Catti-brie se irguió en la silla y apretó las mandíbulas con gesto firme.

—Bruenor tiene mucho que hacer —dijo—. Y cuenta con Regis y contigo mismo… —Hizo una pausa, al reparar en el pesado bulto atado tras la silla de montar de Drizzt—. Y Gandalug y Berkthgar están a su lado —terminó—. Ni siquiera han decidido todavía quién ha de gobernar y quién ha de observar, aunque creo que Gandalug dejará que mi padre siga siendo el rey.

—Ésa sería una sabia decisión y lo más indicado —se mostró de acuerdo Drizzt.

Se produjo un largo silencio entre ellos.

—Berkthgar habla de marcharse —dijo de repente Drizzt—. De regresar al valle del Viento Helado y a las antiguas costumbres de su pueblo.

Catti-brie asintió con la cabeza. Había oído esos rumores.

De nuevo se produjo un incómodo silencio. Finalmente, la joven volvió los ojos hacia el drow, imaginó que la estaba juzgando y, en un momento de duda, se preguntó si no estaba siendo una mala hija para Bruenor, terrible y egoísta.

—Mi padre no intentó detenerme —soltó con un tono rotundo—. ¡Y tú no puedes!

—En ningún momento he dicho que haya venido a detenerte —respondió Drizzt con calma.

Catti-brie guardó silencio, sin sentirse realmente sorprendida. Cuando había hablado por primera vez a Bruenor de su intención de marcharse, de que necesitaba salir de Mithril Hall durante un tiempo y ver las maravillas del mundo, el hosco enano había montado tal escándalo que Catti-brie pensó que las paredes de piedra se derrumbarían sobre ellos.

Se reunieron dos días después, cuando Bruenor no estaba tan cargado de la sagrada agua enana, y, para sorpresa y alivio de Catti-brie, su padre se mostró mucho más razonable. Le aseguró que entendía cómo se sentía, aunque su ronca voz se quebró mientras hablaba, y que se daba cuenta de que tenía que seguir los dictados de su corazón, que tenía que marcharse y descubrir quién era y cuál era su lugar en el mundo. Las palabras de Bruenor le sonaron a Catti-brie desusadamente comprensivas y filosóficas, y ahora, al mirar a Drizzt, estaba segura de haber descubierto su origen.

—Te envió —acusó al drow.

—Tú te marchabas, y yo también —contestó Drizzt en tono coloquial.

—No podía pasarme el resto de mi vida metida en los túneles —dijo la joven, sintiendo la repentina necesidad de dar explicaciones, de sacar a la luz la sensación de culpabilidad que la había agobiado desde que tomó la decisión de abandonar su hogar. Miró en derredor, recorriendo el lejano horizonte—. Hay mucho más para mí. Lo sé, me lo dice el corazón. Lo he sabido desde que Wulfgar…

Se interrumpió y suspiró, y miró a Drizzt con desaliento.

—Y hay más para mí también —afirmó el drow con una sonrisa maliciosa—. Mucho más.

Catti-brie miró sobre el hombro, hacia el oeste, donde el sol empezaba a ponerse.

—Los días son cortos —comentó—, y la calzada, larga.

—Sólo tan larga como tú quieras —repuso Drizzt, atrayendo su mirada sobre él—. Y los días sólo son tan cortos como tú los dejes ser.

Catti-brie lo miró con curiosidad, sin comprender su último comentario.

Drizzt esbozó una ancha sonrisa, tan rebosante de ilusión como la joven.

—Un amigo mío, un viejo vigilante ciego, me dijo una vez que, si cabalgas hacia el oeste deprisa y sin desfallecer, el sol nunca se pondrá para ti —explicó.

Para cuando terminó de hablar, Catti-brie había hecho volver grupas a su ruano y se lanzaba a todo galope a través de la helada llanura, hacia el oeste, hacia Nesme y Longsaddle, hacia la fabulosa Aguas Profundas y la Costa de la Espada. Iba muy inclinaba sobre la silla, y su montura galopaba veloz; la capa ondeaba y se sacudía al viento a sus espaldas, mientras su espesa melena cobriza se agitaba salvajemente.

Drizzt abrió una bolsita que llevaba colgada del cinturón y miró la figurilla de ónice de la pantera. Nadie podía pedir mejores compañeras, pensó; y, tras echar un último vistazo a las montañas, a Mithril Hall, donde su amigo era rey, el vigilante drow espoleó a su corcel y salió a galope en pos de Catti-brie.

Hacia el oeste y las aventuras del ancho mundo.