A partir de entonces, los bardos de los Reinos lo llamaron el Tiempo de Conflictos, el tiempo en que los dioses fueron expulsados del cielo y sus avatares caminaron entre los mortales. El tiempo en que las Tablas del Destino fueron robadas, lo que despertó la ira de Ao, el Señor de los Dioses; cuando la magia se volvió impredecible, incontrolable, y cuando, como consecuencia, los estamentos sociales y religiosos, tan frecuentemente basados en el poder de la magia, se hundieron en el caos.
He oído muchos relatos de clérigos fanáticos acerca de sus encuentros con sus avatares correspondientes, historias demenciales de hombres y mujeres que afirmaban haber visto a sus deidades. Muchos otros se convirtieron a una religión durante este tiempo turbulento, proclamando que habían visto la luz y la verdad, por muy enrevesadas que fueran.
No refuto tales alegaciones, y jamás impugnaría abiertamente la premisa de esos encuentros. Lo celebro por quienes han hallado enriquecimiento espiritual en medio del caos; siempre me alegro cuando una persona encuentra el gozo de la guía espiritual.
Pero ¿y la fe?
¿Y la fidelidad y la lealtad? ¿La confianza absoluta? La fe no se otorga con una prueba tangible. Nace en el corazón y en el alma. Si una persona necesita la prueba de la existencia de un dios, entonces el propio concepto de espiritualidad queda reducido a la materialidad de los sentidos, y lo que es sagrado lo hemos limitado a lo que es lógico.
Yo toqué al unicornio, una criatura singular e inestimable, el símbolo de la diosa Mielikki, que posee mi corazón y mi alma. Esto ocurrió antes del inicio del Tiempo de Conflictos y, sin embargo, si mi forma de pensar fuera como la de los que afirman haber visto a los avatares, podría decir lo mismo. Podría afirmar que toqué a Mielikki, que la diosa se apareció ante mí en un claro mágico de las montañas, cerca del paso del Orco Muerto.
El unicornio no era Mielikki y, no obstante, lo era, del mismo modo que lo son el alba y las estaciones, los pájaros y las ardillas y la fortaleza de un árbol que ha vivido el amanecer y el ocaso de siglos. Como lo son las hojas, agitadas por los vientos otoñales, y la nieve acumulada en altos valles de montaña. Como lo son el aroma de una fría noche, el parpadeo de la bóveda estrellada y el aullido distante de un lobo.
No. Jamás discreparé abiertamente con alguien que afirme haber visto a un avatar, porque esa persona no comprenderá que la mera presencia de tal ser socava el propósito en sí, la trascendencia, de la fe. Si los dioses verdaderos fueran tan tangibles y tan accesibles, dejaríamos de ser criaturas independientes embarcadas en la aventura de la búsqueda de la verdad y pasaríamos a ser un hato de ovejas necesitadas de la guía de un pastor y sus perros, sin ideas propias y sin la esencia de la fe.
La guía está ahí, lo sé. No de manera tan tangible, sino en lo que sabemos que es bueno y justo. Son nuestras reacciones a los actos de otros, que nos demuestran el valor de nuestras propias acciones; y, si hemos llegado al punto de tener que necesitar un avatar, una manifestación irrefutable de la existencia de un dios para mostrarnos el camino que debemos seguir, entonces es que somos unos seres dignos de lástima.
¿El Tiempo de Conflictos? Sí. Y más aún si es que hemos de creer lo que sugieren los avatares, porque la verdad es única y no puede, por definición, respaldar manifestaciones tan diversas e incluso antagónicas.
El unicornio no era Mielikki y, sin embargo, lo era, pues yo toqué a Mielikki. No como un avatar o como un unicornio, sino como un modo de entender mi lugar en el mundo. Mielikki es mi corazón. Sigo sus preceptos porque, si yo tuviera que escribir preceptos basados en lo que me dicta mi propia conciencia, serían los mismos. Sigo a Mielikki porque representa lo que yo llamo verdad.
Tal es el caso para la mayoría de los seguidores de casi todos los diversos dioses, y, si observamos más atentamente el panteón de los Reinos, nos daremos cuenta de que los preceptos de los dioses «benignos» no son tan distintos; es la interpretación mundanal de esos preceptos lo que varía de una fe a otra.
En cuanto a los otros dioses, los de los conflictos y el caos, como Lloth, la reina araña, que posee los corazones de las sacerdotisas que rigen Menzoberranzan…
No merece la pena mencionarlos. No hay verdad en ello; sólo beneficio material, y cualquier religión basada en tales principios es, de hecho, poco más que una práctica del más puro egoísmo carente de la más mínima espiritualidad. En términos mundanos, las sacerdotisas de la reina araña son realmente formidables; en términos espirituales, están completamente vacías. En consecuencia, en sus vidas no hay amor ni alegría.
Así que no me habléis de avatares. No me mostréis la prueba de que el vuestro es el verdadero dios. Acepto vuestras creencias sin plantear interrogantes y sin hacer juicios; pero, si aceptáis lo que guarda mi corazón, entonces tal evidencia tangible está de más.
DRIZZT DO'URDEN