Manifestaciones mágicas
Guenhwyvar supo lo que era dolor, lo que era agonía más allá de cualquier sensación experimentada jamás. Pero peor que eso fue que la pantera conoció la desesperación, auténtica desesperación. Guenhwyvar era una criatura hecha de magia, la manifestación de la fuerza vital del animal conocido en Toril como la pantera. La propia chispa de existencia que alentaba en su interior dependía de la magia, así como el conducto que le permitía a Drizzt, y a los otros que lo habían precedido, traer a Guenhwyvar al plano material primario.
Ahora la magia se había desbaratado; la urdimbre que tejía la magia universal en un patrón místico y predecible estaba desgarrada.
La pantera conoció la desesperación.
Guenhwyvar oía las constantes llamadas de Drizzt, sus súplicas. El drow sabía que Guen estaba en apuros; su voz reflejaba consternación. En el fondo de su corazón, tan vinculado con su compañera felina, Drizzt Do’Urden sabía que muy pronto perdería a Guenhwyvar para siempre.
La aterradora idea dio a la pantera un instante de renovada esperanza y determinación. Guenhwyvar se concentró en Drizzt, imaginó el dolor que sentiría si no pudiera volver jamás junto a su querido amo. Con un gruñido bajo de puro desafío, la pantera clavó las patas traseras con tanta fuerza que más de una garra se enganchó en la suave y dura superficie y, posteriormente, se arrancó de cuajo.
El dolor no frenó a la pantera, sobre todo cuando Guenhwyvar lo comparó con la realidad de resbalar hacia aquellas llamas, el precipitarse fuera del túnel, la única conexión con el mundo material y con Drizzt Do’Urden.
La lucha se prolongó más de lo que cualquier criatura habría resistido, pero, aunque Guenhwyvar no se había deslizado más hacia la brecha, tampoco había ganado terreno hacia la suplicante voz de su amo.
Finalmente, exhausta, Guenhwyvar echó una mirada desconsolada, impotente, a sus espaldas. Los músculos le temblaron y, después, claudicó.
La pantera fue arrastrada hacia la ardiente brecha.
La matrona Baenre paseaba por el pequeño cuarto con nerviosismo, esperando que un guardia apareciera corriendo en cualquier momento con la noticia de que el palacio había sido invadido, que la ciudad al completo se había alzado contra su casa, culpándola por los problemas que le habían sobrevenido.
No hacía mucho, Baenre soñaba con la conquista, aspiraba a la cumbre del poder. Mithril Hall había estado a su alcance, y, lo que era más importante, la ciudad parecía dispuesta a secundar su proyecto aceptando su liderazgo.
Ahora, ni siquiera estaba segura de poder conservar su propia casa, el imperio Baenre que había prevalecido durante cinco mil años.
—Mithril Hall —gruñó la malvada drow como si pronunciara una maldición, como si el lejano lugar fuera la causa de todo. Su escuálido pecho se agitó por la jadeante y alterada respiración; se llevó las manos al cuello y soltó de un tirón la cadena que llevaba colgada.
»¡Mithril Hall! —gritó al colgante en forma de anillo, realizado con el diente de Gandalug Battlehammer, el fundador del clan de Bruenor, el verdadero vínculo con ese mundo de la superficie. Todos los drows, incluso los más cercanos a la matrona Baenre, creían que Drizzt Do’Urden era el catalizador para la invasión, el pretexto que permitía a Lloth dar su beneplácito al peligroso intento de conquista tan cerca de la superficie.
Drizzt no era más que una pieza del rompecabezas, una muy pequeña, pues este pequeño anillo era el verdadero impulso. Atrapado en su interior, se encontraba el atormentado espíritu de Gandalug, que conocía los caminos de Mithril Hall y las costumbres del clan Battlehammer. La matrona Baenre había capturado al rey enano siglos atrás, y sólo fue la casualidad la que quiso que el renegado de Menzoberranzan entrara en contacto con el clan de Bruenor, la que proporcionó una excusa para emprender la conquista que la matrona Baenre había deseado desde hacía muchas, muchas décadas.
Con un grito de rabia, Baenre arrojó el diente al otro lado del cuarto; el objeto explotó, y ella cayó al suelo, conmocionada.
Sin salir de su asombro, la matrona miró el rincón de la habitación donde, al disiparse el humo, había aparecido un enano desnudo, arrodillado. La madre matrona se puso de pie y sacudió la cabeza con gesto incrédulo pues este no era un espíritu invocado, ¡sino el propio Gandalug en carne y hueso!
—¿Osas presentarte ante mí? —gritó, pero su cólera era sólo una forma de enmascarar el miedo. En las ocasiones anteriores en que había invocado a Gandalug de su prisión extradimensional, nunca había aparecido del todo, nunca en su forma corpórea, y jamás desnudo. Al mirarlo ahora, Baenre comprendió que la prisión de Gandalug había desaparecido, que el enano había regresado exactamente como estaba en el momento en que lo capturó, a excepción de la ropa.
El viejo y vapuleado enano miró a su captora, su torturadora. Baenre había hablado en el lenguaje drow y, por supuesto, Gandalug no había entendido una sola palabra. Sin embargo, eso poco importaba, ya que el viejo enano no la escuchaba. De hecho, estaba más allá de las palabras.
Con gran esfuerzo, gruñendo, sintiendo una punzada de dolor a cada movimiento, Gandalug se obligó a enderezar la espalda; después se apoyó en una pierna, luego, en la otra, y se puso de pie con determinación. Comprendió que algo había cambiado. Después de siglos de tormento, y sobre todo de vacío, suspendido en una inmensa nada, Gandalug Battlehammer se sintió diferente de algún modo; se sintió completo y real. Desde su captura, el viejo enano había vivido una existencia irreal, había vivido un sueño, rodeado de vividas y aterradoras imágenes cada vez que esta maldita vieja lo había invocado, inmerso en períodos interminables de nada, donde el espacio y el tiempo y la mente se desvanecían en un vacío infinito.
Pero ahora… Ahora Gandalug se sentía diferente, notaba los crujidos y los dolores de sus viejos huesos. ¡Y qué maravillosas eran esas sensaciones!
—¡Márchate! —ordenó Baenre, esta vez en el lenguaje de la superficie, el que siempre utilizaba para comunicarse con el viejo enano—. ¡Regresa a tu prisión hasta que te llame!
Gandalug miró a su alrededor y vio la cadena tirada en el suelo, pero ni rastro del anillo hecho con su diente.
—Creo que no estoy dispuesto a hacerlo —respondió el viejo enano en su antiguo y cerrado dialecto, y dio un paso adelante.
Los ojos de la matrona se entrecerraron en un gesto amenazador.
—¿Cómo te atreves? —siseó al tiempo que sacaba una estrecha varita. Sabía lo peligroso que podía ser el enano y, en consecuencia, no perdió un segundo en apuntarlo con el objeto mientras recitaba una frase arcana con el propósito de lanzar un chorro de sustancia que envolvería al enano y lo inmovilizaría como una red.
No ocurrió nada.
Gandalug dio otro paso, gruñendo como una fiera hambrienta.
La expresión inflexible desapareció de los ojos de Baenre, poniendo de manifiesto su repentino temor. Era una criatura sustentada por la magia, que dependía de ella para protegerse y vencer a sus enemigos. Con los objetos que poseía (y que llevaba consigo siempre) y su amplio repertorio de hechizos, podía rechazar a casi cualquier enemigo, podía aplastar un batallón de curtidos guerreros enanos. Pero, sin esos objetos y sin que los conjuros acudieran a su llamada, la matrona Baenre era un ser deplorable, insignificante, una vieja decrépita y débil.
A Gandalug le habría dado lo mismo si hubiera sido un titán quien tenía delante. Por alguna razón que no entendía, estaba libre de su prisión; libre y en su propio cuerpo, una sensación que no sentía desde hacía dos mil años.
Baenre tenía otros trucos y algunos de ellos, como por ejemplo la bolsita en la que llevaba un montón de arañas que acudirían a su llamada, todavía no habían caído en la red mágica y caótica que era el Tiempo de Conflictos. Pero no podía arriesgarse a probar si funcionaba; no ahora, cuando era tan vulnerable.
Giró sobre los talones y corrió hacia la puerta.
Tensando los músculos de sus poderosas piernas, Gandalug saltó y salvó los cuatro metros y medio que lo separaban de la puerta antes de que su torturadora llegara a ella.
Un puño golpeó el pecho de Baenre y la dejó sin resuello, y, antes de que tuviera tiempo de responder, se encontraba dando vueltas en el aire por encima de la cabeza del enfurecido enano.
Luego salió volando y fue a chocar contra la pared al otro lado del cuarto.
—Te voy a arrancar la cabeza de cuajo —prometió Gandalug mientras avanzaba con resolución.
La puerta se abrió violentamente, y Berg’inyon irrumpió en la habitación. Gandalug se volvió hacia él al mismo tiempo que el maestro de armas desenvainaba sus espadas gemelas. Sobresaltado por la escena —¿cómo había entrado un enano en Menzoberranzan, en los aposentos privados de su madre?— Berg’inyon levantó las armas en el mismo momento en que Gandalug las agarraba, una con cada mano.
De haber funcionado todavía el encantamiento en las magníficas hojas, éstas habrían cortado limpiamente la endurecida carne del enano. Incluso sin el hechizo, con su magia perdida en el torbellino del caos, las espadas se hundieron profundamente.
A Gandalug no le importó. Tiró hacia afuera obligando a Berg’inyon a abrir los brazos, pues el esbelto drow no podía contrarrestar su fuerza. El enano arremetió con la cabeza hacia adelante y chocó con la flexible cota de Berg’inyon, cuyas finas anillas también dependían del encantamiento para resultar resistentes.
Gandalug repitió la maniobra una y otra vez, y los gruñidos de Berg’inyon pasaron rápidamente a ser jadeos. A no mucho tardar, el joven Baenre se tambaleaba, casi inconsciente, al tiempo que Gandalug le arrebataba las espadas. La cabeza del enano arremetió una vez más, y Berg’inyon, sin apoyo donde agarrarse y sostenerse, se desplomó.
Sin hacer caso de los profundos cortes de sus manos, Gandalug arrojó una de las espadas a un extremo de la habitación, asió la otra por la empuñadura, y se volvió hacia la matrona Baenre, que todavía estaba caída contra la pared intentando librarse del aturdimiento.
—¿Dónde está tu sonrisa? —la zahirió el enano—. Quiero que tu asqueroso rostro luzca una sonrisa cuando sostenga en alto tu cabeza decapitada para que todos la vean.
El siguiente paso que dio el enano fue el último, ya que una monstruosidad con cabeza de pulpo se materializó delante de él, agitando los tentáculos en su dirección.
Un violento estallido de energía mental se descargó sobre el enano, que casi dejó caer la espada. Sacudió la cabeza para despejarse.
Siguió gruñendo, sacudiendo la cabeza, cuando un segundo estallido, y después un tercero, asaltaron sus sentidos. Si hubiera mantenido su cólera como una barrera, Gandalug podría haber resistido estos ataques de Methil, e incluso los posteriores. Pero la rabia se diluyó en la confusión, que no era una sensación lo bastante fuerte para contrarrestar las intrusiones del poderoso illita.
Gandalug no oyó caer la espada drow al suelo, ni la voz de la matrona Baenre ordenando a Methil y al recuperado Berg’inyon que no lo mataran.
Baenre estaba asustada de estas perturbaciones de la magia que escapaban a su comprensión. Pero el temor no le impidió recobrar su perversidad innata. Por alguna razón inexplicable, Gandalug había vuelto a la vida, en su propio cuerpo y libre del anillo aparentemente desintegrado.
Ese misterio no impediría que Baenre le hiciera pagar al enano el ataque y el insulto. La madre matrona era una maestra en la tortura a un espíritu, pero esa consumada pericia palidecía en comparación con su talento para torturar a un ser vivo.
—¡Guenhwyvar! —La estatuilla estaba ya tan caliente que abrasaba, pero Drizzt la sostenía obstinadamente, apretándola contra su pecho, contra su corazón, a pesar de que su capa empezaba a soltar un tenue humo y que en la palma de la mano le estaban saliendo ampollas.
Aun así, no la soltaba. Sabía que iba a perder a Guenhwyvar para siempre, y, como un amigo que abraza estrechamente a un camarada moribundo, Drizzt no la soltaba; estaría junto a ella hasta el final.
Sus llamadas desesperadas empezaron a espaciarse, no porque se hubiera resignado, sino simplemente porque el nudo de congoja que le constreñía la garganta impedía que le saliera la voz. Sus dedos empezaron a quemarse también, pero no soltó la figurilla.
Catti-brie lo hizo por él. En un impulso repentino, desesperado, la joven, también atormentada por la angustia y la pena, agarró el brazo de Drizzt bruscamente y dio un fuerte manotazo a la estatuilla, que cayó al suelo.
La expresión sobresaltada del drow se tornó en otra de airada negativa, como el estallido final de rabia de una madre que ve meter el ataúd de su hijito en la tumba, pues, en el momento en que la figurilla tocaba al suelo, Catti-brie desenvainó a Khazid’hea, se plantó de un salto donde había caído, y enarboló la espada, en cuyo filo todavía brillaba la fina línea de su encantamiento.
—¡No! —gritó Drizzt mientras se abalanzaba sobre la joven.
Demasiado tarde. Con los azules ojos anegados en lágrimas, asaltada por un torbellino de ideas, Catti-brie encontró el valor para hacer un último y desesperado intento, y descargó la espada. Khazid’hea había cortado piedra antes, y volvió a hacerlo ahora, en el mismo instante en que Guenhwyvar caía por la brecha del túnel.
Se produjo un estallido de luz, y un punzante dolor, una magia palpitante, recorrió el brazo de Catti-brie e, impulsándola hacia atrás, la tiró al suelo. Drizzt clavó los talones para frenar el impulso, giró sobre sí mismo y se agachó; se cubrió la cabeza con los brazos en el momento en que la cabeza de la estatuilla se desprendía, dejando escapar una lengua de fuego ardiente que se elevó en el aire.
Las llamas se consumieron al cabo de un instante, y un espeso humo gris salió del cuerpo de la figurilla rota. Poco a poco, Drizzt abandonó su postura agazapada y Catti-brie se recuperó del aturdimiento; ante los dos amigos se encontraba una Guenhwyvar exangüe, con el espeso pelaje humeando todavía.
Drizzt cayó de rodillas junto a la pantera y la abrazó con fuerza. Los dos se arrastraron hacia Catti-brie, que seguía sentada en el suelo, riendo y llorando a la vez, atontada todavía por el impacto mágico.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Drizzt.
La muchacha no tenía respuestas inmediatas. No sabía cómo explicar lo que había ocurrido cuando Khazid’hea había golpeado la estatuilla encantada. Su mirada fue hacia el arma, tirada junto a ella; el brillo del filo había desaparecido y un fino surco recorría su antes impecable hoja.
—Creo que he estropeado mi espada —contestó Catti-brie en voz queda.
Ese mismo día, más tarde, Drizzt descansaba en la cama de su cuarto, en los niveles superiores de Mithril Hall, y contemplaba preocupado a su amiga pantera. Guenhwyvar estaba de vuelta en el plano material, y eso, suponía, era mejor que lo que su instinto le decía que le habría ocurrido si Catti-brie no hubiera cortado la estatuilla.
Era lo mejor, pero no lo más adecuado. La pantera estaba agotada, descansando junto a la chimenea del pequeño cuarto, con la cabeza agachada y los ojos cerrados. Drizzt sabía que el sueño no sería suficiente. Guenhwyvar era una criatura del plano astral y sólo se recuperaba realmente entre las estrellas. En varias ocasiones, la necesidad había obligado a Drizzt a mantener a la pantera en el plano material durante períodos prolongados, pero incluso alargar un día más las doce horas que Guenhwyvar permanecía habitualmente, dejaba exhausto al animal.
En estos momentos, los artesanos de Mithril Hall, enanos muy cualificados, estaban examinando la figurilla cortada, y Bruenor había enviado un emisario a Luna Plateada solicitando la ayuda de la dama Alustriel, una de las personas más diestras en la magia a este lado del Anauroch, el Gran Desierto.
Drizzt se preguntó cuánto se tardaría en hallar la solución; no estaba seguro de que ninguno de ellos pudiera reparar la figurilla. ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir Guenhwyvar?
Catti-brie entró sin llamar a la puerta. Un vistazo a su lloroso rostro le dijo a Drizzt que algo no iba bien. Se levantó de la cama y se dirigió a la repisa de la chimenea, donde tenía colgadas sus cimitarras.
Catti-brie lo interceptó antes de que diera el primer paso y lo estrechó en un abrazo tan fuerte que ambos cayeron en la cama.
—Lo que siempre deseé —dijo con voz apremiante, ciñéndose contra él.
Drizzt la mantuvo abrazada, confuso e impresionado. Consiguió girar la cabeza para mirar a la joven a los ojos, buscando algún indicio que le aclarara su actitud.
—Estamos hechos el uno para el otro, Drizzt Do’Urden —dijo Catti-brie entre sollozos—. Estás en todos mis pensamientos desde el día en que nos conocimos.
Esto era una locura. Drizzt intentó salir de debajo de la joven, pero no quería herirla; su abrazo era demasiado fuerte y desesperado.
—Mírame —sollozó la muchacha—. ¡Dime que sientes lo mismo que yo!
Drizzt la miró intensamente, con una intensidad con la que jamás había mirado a la hermosa joven. La quería, por supuesto que sí. La amaba, e incluso se había permitido fantasear alguna vez imaginando esta misma situación.
Pero ahora le parecía demasiado raro, demasiado inesperado y sin un preámbulo que lo justificara. Tuvo la clara sensación de que la muchacha no era la de siempre, que en su actitud había algo anormal, como ocurría con la magia.
—¿Y qué me dices de Wulfgar? —consiguió articular Drizzt, aunque sus palabras sonaron amortiguadas ya que Catti-brie se apretaba contra él y su espeso cabello le cubría la cara. El pobre drow no podía negar la atracción que ejercía en él la seductora mujer, el dulce aroma de su pelo, la calidez de su cuerpo firme y proporcionado.
Catti-brie levantó la cabeza bruscamente, como si la hubiese abofeteado.
—¿Quién? —preguntó. Ahora fue Drizzt quien se sintió como si lo hubiera golpeado—. Tómame —suplicó Catti-brie. Los ojos de Drizzt se desorbitaron de tal manera que parecían a punto de salirse de las cuencas—. ¡Utilízame!
—¿Que te utilice? —repitió Drizzt en voz baja.
—Haz de mí el instrumento de tu arte —prosiguió la joven—. ¡Oh, te lo suplico! ¡Es para lo que he nacido, todo cuanto deseo! —Se interrumpió bruscamente y, separándose un poco, miró a Drizzt con los ojos muy abiertos, como si lo viera bajo una nueva perspectiva—. Soy mejor que las otras —prometió con malicia.
«¿Qué otras?», quiso gritarle el drow, pero su desconcierto había llegado a tal punto que se había quedado boquiabierto y era incapaz de hablar.
—Como también lo eres tú —continuó Catti-brie—. ¡Mejor que esa mujer que me maneja ahora!
Drizzt había recobrado casi la sensatez, el suficiente dominio de sí mismo como para responder, cuando el sentido de ese último comentario lo apabulló. ¡Al demonio con la sutileza! Se retorció para soltarse del abrazo, rodó sobre la cama y se puso de pie.
Catti-brie se lanzó tras él y se abrazó a una de sus piernas, aferrándose con todas sus fuerzas.
—¡Oh, no me rechaces, amor mío! —gritó con tal apremio que Guenhwyvar levantó la cabeza y lanzó un quedo rugido—. ¡Utilízame, te lo suplico! ¡Sólo en tus manos me sentiré plena!
Drizzt se agachó con intención de soltar la pierna de los crispados dedos de la muchacha. Entonces algo atrajo su atención; algo en la cadera de Catti-brie; algo que lo hizo detenerse, que lo dejó atónito y que le hizo comprender todo de golpe.
Era la espada que Catti-brie había cogido en la Antípoda Oscura, la que tenía una cabeza de unicornio tallada en la empuñadura. Sólo que ya no era un unicornio.
Era el rostro de Catti-brie.
Con un veloz movimiento, Drizzt desenvainó la espada y retrocedió dos pasos. El brillo rojizo de Khazid’hea, el filo encantado, había resurgido con toda su fuerza y resplandecía más rutilante que nunca. Drizzt reculó otro paso, esperando que Catti-brie lo agarrara otra vez.
Pero no fue así. La joven siguió en el mismo sitio, medio sentada, medio arrodillada, en el suelo. Echó la cabeza atrás como si estuviera en éxtasis.
—¡Oh, sí! —gritó.
Drizzt bajó la vista hacia la empuñadura y contempló, estupefacto, cómo cambiaba la imagen del rostro de Catti-brie y retomaba la de un unicornio. Al drow lo asaltó una abrumadora sensación, una oleada de calidez transmitida por el arma, un contacto tan íntimo como el de una amante.
Jadeante, el drow volvió la vista hacia Catti-brie, que ahora estaba sentaba más erguida, mirando con desconcierto a su alrededor.
—¿Qué estás haciendo con mi espada? —preguntó en tono quedo.
Volvió a recorrer la habitación con la mirada —la habitación de Drizzt— y pareció sentirse completamente desorientada. Drizzt se dio cuenta de que la muchacha habría querido añadir que qué estaba haciendo ella allí, pero la pregunta se plasmaba claramente en la expresión de su bello rostro.
—Tenemos que hablar —le dijo el drow.