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Culpa de Baenre

Uthegental Armgo, el patrón y maestro de armas de Barrison Del’Armgo, segunda casa de Menzoberranzan, no gozaba de las simpatías de Jarlaxle. De hecho, el mercenario no estaba seguro de que este individuo fuera realmente un drow. Su cuerpo era musculoso, medía casi un metro ochenta de estatura, y pesaba alrededor de noventa kilos, lo que hacía de Uthegental el elfo oscuro más corpulento de Menzoberranzan, uno de los más gigantescos que había habido en la raza de la Antípoda Oscura, habitualmente esbelta. Sin embargo, no era sólo su tamaño lo que distinguía al feroz maestro de armas. Mientras que a Jarlaxle se lo consideraba extravagante, la sensación que causaba Uthegental era simple terror. Llevaba el blanco cabello muy corto y se lo untaba con un extracto espeso y gelatinoso, obtenido al cocer las ubres de las rotes, para peinárselo de punta. Un aro de mithril atravesaba su angulosa nariz, y un alfiler de oro sobresalía en cada mejilla.

Su arma era un tridente, negro como la bien ajustada lóriga (una cota de láminas imbricadas) que llevaba. Del cinturón colgaba una red, mágica según los rumores, al alcance de su mano. A Jarlaxle lo alegró que hoy, por lo menos, Uthegental no luciera sus pinturas de guerra, unas líneas zigzagueantes, hechas con algún tipo de tinte desconocido para el mercenario, que se veían amarillas y rojas tanto a la luz normal como con el espectro infrarrojo. En Menzoberranzan, era de dominio público que Uthegental, además de ser el consorte de la madre matrona Mez’Barris, también sostenía relaciones íntimas con muchas de las mujeres Barrison Del’Armgo. La casa segunda lo utilizaba como un semental, y la idea de docenas de pequeños Uthengentales corriendo por los alrededores hizo que una expresión desabrida asomara al rostro de Jarlaxle.

—¡La magia ha enloquecido, pero yo sigo siendo fuerte! —bramó el exótico maestro de armas, cuyo entrecejo siempre fruncido lo hacía aún más imponente. Levantó un brazo y tensó los bíceps mientras lo doblaba por el codo; los músculos se marcaron, duros como piedras y abultados.

Jarlaxle se recordó a sí mismo dónde estaba: en medio de su propio campamento, en su propia habitación y sentado detrás de su propio escritorio, rodeado por una docena de soldados de Bregan D’aerthe innegablemente leales y muy competentes, escondidos en escondrijos secretos. Incluso sin contar con esos aliados ocultos, el escritorio de Jarlaxle estaba equipado con más de una trampa mortal para los visitantes molestos. Y, por supuesto, el mismo jefe mercenario no era un guerrero inexperto, ni mucho menos. Una pequeña parte de su ser —una parte muy pequeña— se preguntó qué tal daría la talla en un combate contra Uthegental.

Pocos guerreros, ya fueran drows o de cualquier otra raza, podían intimidar al jefe mercenario, pero Jarlaxle se permitió un poco de humildad en presencia de este maníaco.

¡Ultrin Sargtlin! —proclamó Uthegental, el término que en el lenguaje drow significaba «guerrero supremo», una pretensión que nadie en la ciudad le disputaría ahora que Dantrag Baenre estaba muerto. Jarlaxle se había imaginado a menudo el combate que la mayoría de los elfos oscuros de Menzoberranzan pensaban que se entablaría algún día entre los implacables rivales, Uthegental y Dantrag.

Dantrag había sido más rápido —más que cualquier otro— pero, con su mera fuerza y tamaño, Uthegental había sido el favorito de Jarlaxle en ese enfrentamiento. Se decía que, cuando entraba en combate, Uthegental poseía la fuerza de un gigante, y que este temible maestro de armas era tan duro que cuando luchaba contra criaturas inferiores, como los esclavos goblins, siempre dejaba que su adversario atacara primero y que nunca detenía el golpe; recibía el brutal impacto y se refocilaba en el dolor, antes de arrancar los miembros de su enemigo uno por uno y hacer que le prepararan las partes más selectas del cuerpo para comérselas de cena.

La idea hizo que Jarlaxle se estremeciera, pero enseguida la alejó, recordándose a sí mismo que Uthegental y él tenían asuntos más importantes que tratar.

—No existe maestro de armas ni ningún otro drow en Menzoberranzan que pueda enfrentarse a mí —siguió alardeando Uthegental, sin otra razón que Jarlaxle pudiera discernir aparte de la desmesurada arrogancia de este salvaje.

Continuó erre que erre con la misma monserga, y, aunque Jarlaxle hubiera querido preguntarle si había algún motivo para que insistiera tanto en ello, guardó silencio, convencido de que el emisario de la casa segunda llegaría finalmente a una conversación seria.

Uthegental interrumpió su vehemente diatriba de manera súbita, y su mano se adelantó con presteza para coger de encima del escritorio una gema que el mercenario utilizaba como pisapapeles. El maestro de armas musitó una palabra que Jarlaxle no alcanzó a entender, pero el penetrante ojo del mercenario percibió una leve fluctuación en el broche del corpulento drow, el emblema de la casa Barrison Del’Armgo. A continuación, Uthegental sostuvo la gema en alto y la apretó con todas sus fuerzas. Los músculos de su fornido brazo se tensaron e hincharon, pero la gema aguantó sin romperse.

—Tendría que ser capaz de aplastarla —gruñó Uthegental—. ¡Ese es el poder, la magia, con que me ha favorecido Lloth!

—La gema no tendría tanto valor si quedara reducida a polvo —replicó Jarlaxle secamente. ¿Adónde quería ir a parar Uthegental? Desde luego, algo raro estaba pasando con la magia en toda la ciudad. Ahora entendía mejor la inicial actitud jactanciosa de Uthegental. El exótico maestro de armas seguía siendo fuerte, sí, pero no tan fuerte, y eso, al parecer, lo preocupaba y no poco.

—La magia está fallando —dijo el maestro de armas—. En todas partes. Las sacerdotisas se postran de rodillas y oran, sacrifican a un drow tras otro, pero nada de lo que hacen consigue que les responda Lloth o sus doncellas. ¡La magia está fallando y es por culpa de la matrona Baenre!

Jarlaxle advirtió que Uthegental se repetía, volviendo una y otra vez sobre las mismas cosas. Probablemente, para no olvidar de qué estaba hablando, reflexionó el mercenario, y su expresión desabrida reflejó exactamente lo que opinaba del intelecto de Uthegental. Desde luego, el corpulento drow nunca captaría el sutil significado de ese gesto.

—Eso no puedes saberlo —replicó el mercenario. La acusación de Uthegental venía sin duda de la propia matrona Mez’Barris. Muchas cosas empezaban a estar claras ahora para el mercenario, en especial el hecho de que Mez’Barris hubiera enviado a Uthegental para tantear a Bregan D’aerthe, para ver si era el momento apropiado de dar el golpe de gracia a Baenre. Las palabras de Uthegental podían considerarse incriminatorias, pero no contra la casa Barrison Del’Armgo, ya que su maestro de armas era un bocazas que no daba descanso a la lengua y que nunca decía nada halagüeño de nadie salvo de sí mismo.

—Fue la matrona Baenre quien permitió que el proscrito Do’Urden huyera —bramó Uthegental—. ¡Fue ella quien presidía el fallido gran ritual! ¡Igual que está fallando la magia!

«Dilo otra vez», pensó Jarlaxle, aunque, muy juiciosamente, guardó el irónico comentario para sí. La frustración del mercenario en estos momentos no era sólo por la ignorancia demostrada por Uthegental, sino por el hecho de que el razonamiento del maestro de armas era compartido por toda la ciudad. En opinión de Jarlaxle, los elfos oscuros de Menzoberranzan se limitaban a sí mismos constantemente con su ciega insistencia de que todo era sintomático de un objetivo más profundo, que la reina araña tenía algún plan grandioso detrás de cada cosa que ocurría. A los ojos de las sacerdotisas, si Drizzt Do’Urden había renegado de Lloth y luego huido, era sólo porque la diosa quería que la casa Do’Urden cayera y deseaba hacer de su captura un desafío para el resto de las ambiciosas casas de la ciudad.

Era una filosofía restrictiva; una filosofía que privaba del libre albedrío. Por supuesto que Lloth podía jugar una baza en la captura de Drizzt. Por supuesto que podía estar encolerizada por la interrupción del gran ritual, si es que siquiera se había tomado la molestia de reparar en el acontecimiento. Pero sacar la conclusión de que lo que estaba ocurriendo ahora estaba vinculado por completo a ese único suceso —uno poco importante en los cinco mil años de historia de la ciudad— era un punto de vista propio de un estúpido orgullo, de la presunción de los habitantes de Menzoberranzan de creerse el centro del universo.

—Entonces, ¿por qué la magia está fallando en todas las casas? —le preguntó a Uthegental—. ¿Por qué no sólo en la casa Baenre?

El maestro de armas sacudió la cabeza vigorosamente, sin querer considerar siquiera el razonamiento.

—Le hemos fallado a Lloth y ella nos está castigando —declaró—. ¡Ojalá hubiese sido yo quien se enfrentó al renegado en lugar de ese torpe Dantrag Baenre!

¡Ése sí que era un espectáculo que a Jarlaxle le habría gustado presenciar! Drizzt Do’Urden combatiendo contra Uthegental. La mera idea hizo que un estremecimiento recorriera la espalda del mercenario.

—No negarás que Dantrag gozaba del favor de Lloth —razonó Jarlaxle—, mientras que Drizzt Do’Urden no lo tenía. Entonces ¿cómo es que venció el renegado?

El entrecejo de Uthegental se frunció de tal manera que el brillo rojizo de sus ojos casi desapareció, y Jarlaxle se preguntó si había sido prudente empujar al bruto a seguir esta línea de razonamiento. Una cosa era respaldar a la matrona Baenre, y otra muy distinta hacer tambalearse los cimientos en los que se asentaba todo el mundo de este ofuscado esclavo de la religión.

—Todo se arreglará —aseguró Jarlaxle—. En Arach-Tinilith, en toda la Academia y en cada capilla de cada casa se están ofreciendo plegarias a Lloth.

—Esas plegarias no reciben respuesta —se apresuró a recordarle Uthegental—. Lloth está enfadada con nosotros y no nos hablará hasta que hayamos castigado a quienes la han ofendido.

El mercenario se dijo que tal vez las plegarias no recibían respuesta porque no eran escuchadas. A diferencia de la mayoría de los drows de Menzoberranzan, típicamente xenófobos, Jarlaxle estaba en contacto con el mundo exterior y sabía que los clérigos svirfneblis de Blingdenstone estaban teniendo las mismas dificultades, que la magia de los enanos de las profundidades también se había vuelto imprevisible. Jarlaxle creía que algo estaba ocurriendo en el propio panteón y con la propia esencia de la magia.

—No es Lloth —afirmó con atrevimiento, y los ojos de Uthegental se desorbitaron. Comprendiendo exactamente lo que había en juego, toda la jerarquía de la ciudad y quizá las vidas de la mitad de la población de Menzoberranzan, el mercenario continuó—. O, más bien, no es sólo Lloth. Cuando cruces la ciudad, fíjate en Narbondel —dijo, refiriéndose al reloj de Menzoberranzan—. Incluso ahora, cuando debería estar frío y oscuro marcando la noche, brilla más que nunca, tan caliente que el resplandor puede verse incluso sin la visión infrarroja; tan caliente que cualquier drow que esté cerca de él no puede pasar la visión al espectro infrarrojo porque se quedaría ciego.

»Y, sin embargo, Narbondel está encantado por un hechicero, no por una sacerdotisa —añadió el mercenario, esperando que el lerdo Uthegental siguiera su razonamiento.

—¿Acaso dudas que Lloth podría afectar al reloj? —refunfuñó el maestro de armas.

—Dudo que se molestara en hacerlo —replicó Jarlaxle con vehemencia—. La magia de Narbondel es independiente de Lloth, siempre lo ha sido. ¡Antes que Gomph Baenre, algunos de los archimagos previos de Menzoberranzan ni siquiera eran seguidores de Lloth! —Estuvo a punto de añadir que Gomph tampoco era tan devoto, pero decidió guardar para sí esa información. No tenía sentido dar otra razón más a la desesperada casa segunda para pensar que la casa Baenre había perdido el favor de la reina araña.

»Y no olvides los fuegos fatuos que realzan cada estructura —continuó. Por la forma en que Uthegental frunció el entrecejo, notó que el bruto sentía de repente más curiosidad que cólera, un detalle poco habitual en él—. Parpadean o se apagan del todo. Los fuegos fatuos son obra de los hechiceros, no de la magia de las sacerdotisas, y decoran todas las casas, no sólo la casa Baenre. Los acontecimientos no están relacionados con nosotros ni con el gran ritual. Dile a la matrona Mez’Barris, con todo mi respeto, que no creo que pueda culparse a la matrona Baenre por esto, y que dudo que la solución se encuentre en una guerra contra la casa primera. No, a menos que la misma Lloth nos envíe una orden clara al respecto.

La expresión de Uthegental adoptó de inmediato su ceño habitual. Era lógico que el maestro de armas se sintiera frustrado. El drow más inteligente de Menzoberranzan, el svirfnebli más inteligente de Blingdenstone, se sentían frustrados, y nada de lo que Jarlaxle pudiera decir cambiaría la opinión de Uthegental o el salvaje deseo de este amante de la guerra de atacar a la casa Baenre. Pero el mercenario sabía que no tenía que convencer al maestro de armas; sólo tenía que conseguir que Uthegental dijera lo que era pertinente a su regreso a la casa Barrison Del’Armgo. El mero hecho de que Mez’Barris hubiese enviado a un mensajero tan importante, su propio patrón y maestro de armas, le indicaba a Jarlaxle que la segunda madre matrona no dirigiría una conspiración contra Baenre sin la ayuda, o al menos la aprobación, de Bregan D’aerthe.

—Me voy —anunció Uthegental.

Eran las palabras más agradables que el mercenario había escuchado desde que el bruto había entrado en su campamento. Una vez que Uthegental hubo salido, Jarlaxle se quitó el sombrero de ala ancha y se pasó la mano por la afeitada cabeza al tiempo que se recostaba en su sillón cómodamente. Aún no sabía todo el alcance de los acontecimientos. Quizá dentro del aparente caos en la estructura de la realidad, la propia Lloth había sido destruida. Lo que tampoco era una mala cosa, supuso el mercenario.

Con todo, confiaba en que las cosas se arreglaran pronto y bien, como le había dicho a Uthegental, pues sabía que esta petición —y había sido una petición— de ir a la guerra se volvería a hacer otra vez, y una tercera, y en cada oportunidad iría acompañada de una creciente desesperación. Más pronto o más tarde, la casa Baenre sería atacada.

Jarlaxle recordó la reunión que había presenciado entre la matrona Baenre y K’yorl Odran, madre matrona de la casa Oblodra, tercera de la ciudad y, quizá, la más peligrosa, cuando Baenre dio los primeros pasos para llevar a cabo la alianza y enviar un ejército a la conquista de Mithril Hall. Entonces, Baenre había actuado desde una posición de poder, gozando del pleno favor de Lloth. Había insultado abiertamente a K’yorl y a la tercera casa, y había obligado a la mudable madre matrona a entrar en la alianza con amenazas directas.

K’yorl jamás olvidaría aquello, y posiblemente estaba empujando a Mez’Barris hacia una guerra contra la casa Baenre.

Jarlaxle amaba el caos, medraba con él, pero el panorama actual empezaba a preocuparlo, y no poco.

Contrariamente a las deducciones del mercenario, por lo general acertadas, K’yorl Odran no estaba instigando a la matrona Mez’Barris para que lanzara un ataque contra la casa Baenre. Muy por el contrario, K’yorl estaba haciendo todo lo posible por evitar ese conflicto celebrando entrevistas secretas con las madres matronas de las otras seis casas regentes que la seguían en rango (a excepción de Ghenni’tiroth Tlabbar, matrona de la casa Faen Tlabbar, la cuarta casa, a la que K’yorl no soportaba y en quien no podía confiar). No es que K’yorl hubiese perdonado a la matrona Baenre su insulto, ni que tuviera miedo de los extraños acontecimientos. Ni mucho menos.

De no haber sido por la extensa red de exploradores que actuaba fuera de la casa Oblodra y de signos evidentes, tales como Narbondel y los fuegos fatuos, los miembros de la tercera casa ni siquiera habrían notado que algo iba mal, ya que los poderes de la casa Oblodra no dimanaban de la magia de la hechicería ni de las plegarias a la reina araña. Los Oblodra tenían poderes psíquicos que se generaban por fuerzas internas de la mente y, en consecuencia, el Tiempo de Conflictos no los había afectado.

K’yorl no podía permitir que el resto de la ciudad supiera eso. Tenía a las sacerdotisas que estaban a su mando trabajando de firme para que el efecto psíquico que perfilaba su casa, equivalente a los fuegos fatuos, parpadeara como ocurría en las otras casas. Y, en presencia de Mez’Barris y las demás madres matronas, se mostraba tan agitada y nerviosa como ellas.

Tenía que actuar con disimulo; tenía que acallar los rumores de conspiración. Porque cuando estuviera segura de que la pérdida de la magia no era un tortuoso ardid, su familia atacaría… sola. Quizá le hiciera pagar a la casa Faen Tlabbar en primer lugar todos los años que había empleado en vigilar todas sus maniobras ambiciosas; o quizás atacara directamente a la despreciable Baenre.

En uno u otro caso, la perversa madre matrona tenía intención de atacar sin ayuda.

La matrona Baenre estaba sentada muy tiesa en un sillón sobre el estrado central, iluminado con antorchas, de la gran capilla de su casa. Su hija Sos’Umptu, que era la encargada de este lugar, el más sagrado para los drows, se hallaba a su izquierda, y Triel, la hija mayor Baenre y dama matrona de la Academia drow, estaba a su derecha. Las tres miraban hacia arriba, a la imagen ilusoria que Gomph había situado allí, y parecía muy apropiado que no continuara con su cambio constante, pasando de ser una hermosa drow a ser una araña, sino que se hubiera quedado inmovilizada en medio de una transformación, como los poderes que habían encumbrado a la casa Baenre a su posición preeminente.

No muy lejos, los esclavos goblins y minotauros seguían con los trabajos de reparación de la bóveda, pero la matrona Baenre había perdido toda esperanza de que la restauración de la capilla solucionara los extraños y terribles acontecimientos desatados en Menzoberranzan. Había llegado a creer el razonamiento de Jarlaxle de que algo más grande que el fracaso del gran ritual y la fuga de un simple renegado estaba implicado en los sucesos. Había llegado a creer que lo que ocurría en Menzoberranzan podía ser sintomático de lo que ocurría en todo el mundo, en todo el universo, y que estaba más allá de su comprensión o su control.

Esto no le facilitaba las cosas a la matrona Baenre. Si las demás casas no compartían estas creencias, intentarían utilizarla como sacrificio para arreglar la situación. Echó un fugaz vistazo a sus dos hijas. Sos’Umptu era una de las drows menos ambiciosas que la matrona había conocido, y no tenía mucho que temer por ese lado. Triel, por otra parte, podría ser más peligrosa. A pesar de que siempre parecía sentirse satisfecha con su vida como dama matrona de la Academia, una posición de no poca importancia, era un hecho aceptado por la mayoría que Triel, la hija mayor, regiría la primera casa algún día.

Triel era paciente, como su madre, pero, también como su madre, era calculadora. Si llegaba a convencerse de que era necesario destituir a su madre del trono de la casa Baenre, que tal cosa devolvería el buen nombre y la reputación a la familia, entonces actuaría sin la menor compasión.

Esa era la razón por la que la matrona Baenre la había hecho venir de la Academia para asistir a una reunión y había dispuesto que se celebrara dentro de la capilla. Eran los dominios de Sos’Umptu, de Lloth, y Triel no se atrevería a atacar a su madre aquí.

—Planeo difundir un comunicado de la Academia requiriendo que ninguna casa aproveche estos tiempos de crisis para luchar contra otra —anunció Triel, rompiendo el virtual silencio, ya que ninguna de las Baenre había advertido el golpeteo y los resuellos de las esclavos que trabajaban en el techo abovedado a menos de treinta metros de distancia. Ni siquiera se dieron cuenta cuando uno de los minotauros arrojó a un goblin al vacío y a la muerte sin otro motivo que el de divertirse.

La matrona Baenre inhaló hondo y consideró las palabras de su hija y su significado. Desde luego que Triel difundiría tal comunicado. La Academia era quizá la fuerza más estabilizadora de Menzoberranzan. Pero ¿por qué Triel había elegido este momento precisamente para decírselo? ¿Por qué no esperar hasta que el requerimiento hubiera sido hecho abierta y públicamente?

¿Acaso su hija estaba intentando tranquilizarla? ¿O sólo intentaba que bajara la guardia para cogerla por sorpresa?

La mente de la matrona Baenre era un torbellino de ideas encontradas que la tenían al borde de un ataque de paranoia. Racionalmente, comprendía que era autodestructivo intentar encontrar un doble sentido en cada palabra, intentar deducir quiénes podían ser descartados como enemigos y quiénes podían ser considerados incluso aliados. Pero la matrona Baenre estaba cada vez más desesperada. Unas cuantas semanas atrás se encontraba en la cumbre del poder, tenía unida la ciudad bajo su mando con el propósito de asestar un duro golpe a la fortaleza enana de Mithril Hall, cerca de la superficie.

¡Con qué rapidez le había sido arrebatado el poder! Tan brusca y repentinamente como la caída de una estalactita del techo de la caverna sobre su atesorada capilla.

Pero todavía no estaba derrotada. No había vivido más de dos mil años para darse por vencida ahora. ¡Maldita fuera Triel si de verdad conspiraba para arrebatarle el trono! ¡Malditos fueran todos!

La madre matrona dio una seca palmada y sus dos hijas se sobresaltaron por la sorpresa cuando un monstruoso ser, bípedo, del tamaño de un hombre y envuelto en una ondeante túnica carmesí, apareció de improviso delante de ellas. La cabeza purpúrea de la criatura semejaba la de un pulpo, salvo porque eran sólo cuatro los delgados tentáculos que se agitaban en torno a la boca, provista con infinidad de dientes, y que sus ojos no tenían pupilas y eran de un blanco lechoso.

El illita, o desollador mental, no era desconocido para las hijas Baenre, ni mucho menos. Elviddinvelp, o Methil, como se lo conocía comúnmente, era consejero de la matrona Baenre y había permanecido a su lado muchos años. Recobradas del sobresalto, Sos’Umptu y Triel dirigieron una mirada de curiosidad a su sorprendente madre.

Saludos, Triel, dijo el illita telepáticamente. Y, por supuesto, también a ti, Sos’Umptu, en este lugar, tu territorio.

La dos hijas hicieron una leve inclinación de cabeza y respondieron con similares saludos telepáticos, conscientes de que Methil captaría sus pensamientos con tanta claridad como si los hubieran pronunciado en voz alta.

—¡Necias! —les gritó la matrona Baenre, que se levantó bruscamente del sillón y giró sobre sus talones. Una expresión feroz contraía sus envejecidos rasgos—. ¿Cómo vamos a sobrevivir en esta crisis si mis dos comandantes y consejeras principales son tan estúpidas?

Sos’Umptu estaba fuera de sí por la vergüenza y el desconcierto. Llegó incluso a taparse la cara con la manga de su túnica púrpura y negra.

Triel, más experimentada que su hermana menor, al principio se impresionó tanto como ella, pero enseguida comprendió a lo que se refería su madre.

—El illita no ha perdido sus poderes —comentó, y Sos’Umptu se asomó sobre el brazo alzado y la miró con curiosidad.

—Ni lo más mínimo —corroboró la madre matrona, y su tono no era de satisfacción.

—Entonces tenemos ventaja —se atrevió a decir Sos’Umptu—, ya que Methil nos es leal. —Expresó su opinión abiertamente, pues no tenía sentido enmascarar sus verdaderos sentimientos con verdades a medias. De todas formas, el illita podía leerle la mente—. Y es el único de su raza en Menzoberranzan.

—¡Pero no el único con esa clase de poderes! —le gritó la matrona Baenre, haciéndola encogerse en el sillón una vez más.

—¡K’yorl! —exclamó Triel—. Si Methil puede utilizar sus poderes…

—También pueden hacerlo los Oblodra —concluyó la matrona, ceñuda.

Ejercitan sus poderes continuamente, les confirmó Methil telepáticamente. Las luces de la casa Oblodra no parpadearían de no ser por las órdenes mentales del círculo de brujas de K’yorl.

—¿Podemos confirmar eso? —preguntó Triel, ya que las alteraciones de la magia no parecían seguir un patrón definido, sino un comportamiento absolutamente caótico. Quizá no había afectado a Methil todavía, o tal vez el illita ni siquiera se había dado cuenta de que lo afectaba. Y quizá los fuegos fatuos de Oblodra, aunque de origen distinto de los fuegos que iluminaban las otras casas, estaban inmersos en el mismo caos.

Los poderes psíquicos pueden percibirse por criaturas psíquicas, le aseguró Methil. La casa tercera hierve de energía.

—Y K’yorl aparenta que no es así —añadió la matrona Baenre en un tono desagradable.

—Quiere atacar por sorpresa —razonó Triel.

Su madre asintió en silencio.

—¿Y Methil? Sus poderes son grandes —sugirió Sos’Umptu, esperanzada.

—Methil está a la altura de K’yorl, e incluso la supera —aseguró la madre Matrona a su hija, aunque Methil estaba haciendo lo mismo telepáticamente, impartiendo una sensación de innegable seguridad—. Pero no es la única Oblodra con poderes psíquicos.

—¿Cuántos más hay? —quiso saber Triel, a lo que la matrona Baenre se limitó a encogerse de hombros.

Muchos, respondió Methil mentalmente.

Triel sabía que el illita leía todos sus pensamientos, así que expresó en voz alta sus dudas:

—Y, si los Oblodra nos atacan, ¿de qué lado estará Methil?

La audacia de su hija sobresaltó momentáneamente a la matrona Baenre, pero comprendió que Triel no tenía muchas alternativas en manifestar o no sus sospechas.

—¿Y traerá a sus aliados de la caverna illita que está a poca distancia de aquí? —continuó Triel—. Indudablemente, si un centenar de los suyos vinieran en nuestra ayuda en estos momentos de crisis…

No hubo ni el menor asomo de comunicación telepática por parte de Methil, y aquello fue respuesta más que suficiente para las Baenre.

—Nuestros problemas no son los de los desolladores mentales —dijo la matrona Baenre. Tal cosa era totalmente cierta, y ella lo sabía. Había intentado reclutar a los illitas para el asalto a Mithril Hall, prometiéndoles riquezas y una alianza firme, pero las motivaciones de estas criaturas inhumanas con cabeza de pulpo no eran como las de los elfos oscuros o las de ninguna otra raza de la Antípoda Oscura. Tales motivaciones escapaban a la comprensión de la matrona Baenre, a pesar de los años que llevaba tratando a Methil. Lo más que pudo conseguir de los illitas para la importante invasión, fue que Methil y otros dos aceptaran acompañarlos a cambio de un centenar de kobolds y una veintena de varones drows para ser utilizados como esclavos por la comunidad illita en su ciudad de la pequeña caverna.

No había mucho más que decir. Los guardias de la casa estaban en sus puestos y alertas; todos los drows disponibles estaban orando para pedir ayuda a la reina araña. La casa Baenre estaba haciendo cuanto estaba en su mano para evitar el desastre y, sin embargo, la matrona Baenre no creía que salieran con éxito de la empresa. K’yorl se había presentado ante ella sin ser anunciada en varias ocasiones, había pasado la verja encantada y las muchas defensas mágicas colocadas en el recinto. La madre matrona de la casa Oblodra había actuado así sólo para irritarla y, a decir verdad, a Baenre le restaba poco poder para hacer algo, aparte de encolerizarse, cuando K’yorl aparecía ante ella. Baenre no pudo menos que preguntarse hasta dónde podría llegar la matrona Oblodra cuando esas barreras mágicas quedaran inutilizadas. ¿Cómo podría presentar resistencia a los poderes psíquicos sin contar con su propia magia?

Su única defensa era, al parecer, Methil, una criatura en la que no confiaba y a la que no comprendía.

Las perspectivas no eran halagüeñas.