6

Cuando la magia se trastocó

Berg’inyon Baenre, maestro de armas de la casa primera de Menzoberranzan, blandió sus espadas gemelas en una maniobra fulgurante, y las hojas giraron en el aire entre él y su oponente, un soldado raso insubordinado.

Una multitud de guardias de la casa Baenre, muy diestros aunque en su mayoría eran varones, formaba un semicírculo en torno a los dos combatientes, en tanto que otros elfos oscuros observaban la escena desde su ventajosas posiciones elevadas, montados a horcajadas a los lagartos subterráneos de patas adherentes, que se sostenían sin esfuerzo en las paredes verticales de las cercanas estalactitas o de los gigantescos pilares de estalagmitas.

Los soldados vitoreaban cada vez que Berg’inyon, un espadachín magnífico (si bien eran pocos los que pensaban que era tan bueno como su hermano, Dantrag, lo había sido), conseguía dar un golpe sin importancia o detenía un veloz contraataque, pero las aclamaciones carecían, en cierto modo, de entusiasmo.

Esto no le pasó inadvertido a Berg’inyon, y sabía la causa. Había sido el jefe de los jinetes de lagartos de la casa Baenre, la tropa de élite entre los guardias varones, durante muchos años. Ahora, con la muerte de Dantrag, también se había convertido en el maestro de armas. Berg’inyon notaba la presión del doble cargo, sentía que la mirada escrutadora de su madre vigilaba cada uno de sus movimientos y de sus decisiones. Sabía que, como consecuencia, sus actuaciones se habían incrementado. ¿Cuántos combates había iniciado, cuántos castigos había impuesto a sus subordinados, desde la muerte de Dantrag?

El soldado se adelantó con una estocada que, aunque poco contundente, a punto estuvo de salvar las defensas del distraído Berg’inyon. Una de las espadas se alzó y se interpuso en el último instante para desviar el arma del enemigo.

Berg’inyon notó el súbito silencio que se produjo a sus espaldas por su tardía reacción, y comprendió que varios de aquellos soldados que tenía detrás —quizá todos ellos— esperaban que el siguiente ataque de su adversario fuera más rápido, demasiado rápido.

El maestro de armas soltó un gruñido bajo y se abalanzó en un ataque fulgurante, espoleado por el odio de los que estaban a su alrededor, de los que estaban bajo su mando. ¡Que lo odiaran!, decidió. Mientras lo hicieran, también le tendrían respeto. No. Respeto, no, se corrigió. Tendrían que temerlo.

Adelantó un paso, luego un segundo, arremetiendo con una y otra espada alternativamente, a izquierda y a derecha, y todos y cada uno de sus golpes fueron detenidos limpiamente. El toma y daca se había estado repitiendo, con Berg’inyon avanzando dos pasos para después retroceder. Pero en esta ocasión el hijo Baenre no retrocedió. Dio otros dos pasos hacia adelante, blandiendo las espadas, y las armas de su adversario ejecutaron los golpes de parada con rapidez.

Berg’inyon tenía al drow inferior a la defensiva, reculando, así que el joven Baenre continuó con el ataque. Su oponente fue lo bastante rápido con las espadas para contener las previsibles estocadas, pero no pudo retroceder de manera adecuada, y Berg’inyon se le echó encima con las armas de ambos trabadas por las empuñaduras a los costados, apuntadas hacia abajo.

No había peligro real en esta maniobra —más bien era una pausa en el combate— pero Berg’inyon pareció advertir un detalle en el que su adversario no había reparado. Con un gruñido, el joven Baenre empujó a su desequilibrado oponente. El soldado reculó un par de pasos y alzó las espadas de inmediato a fin de contener un posible ataque.

No se produjo ninguno; parecía una simple ruptura de la trabazón de las armas.

Entonces, el soldado, al retroceder, chocó contra la verja de la casa Baenre.

En la ciudad de Menzoberranzan, quizá no había nada tan espectacular como la verja de seis metros de altura y con apariencia de una tela de araña que circundaba el palacio Baenre. Estaba afianzada en las diversas estalagmitas que jalonaban el recinto; sus filamentos plateados, metálicos y gruesos como la pierna de un elfo oscuro, se entretejían en unos dibujos hermosos, simétricos y tan intrincados como la tela de cualquier araña. Ninguna arma podía cortarla; ningún tipo de magia, a excepción de un único artilugio que estaba en posesión de la matrona Baenre, podía salvarla, y el más leve roce o contacto contra uno de aquellos hilos encantados inmovilizaba a cualquier persona u animal con la fuerza de un titán.

La espalda del adversario de Berg’inyon chocó contra la verja con fuerza. Los ojos del soldado se desorbitaron al comprender de repente la táctica del joven Baenre, al ver que los semblantes de los reunidos se iluminaban en un gesto de aprobación ante la maliciosa estratagema, al ver al taimado y cruel Berg’inyon aproximarse con deliberada calma.

El drow se apartó de la verja y se abalanzó para enfrentarse al avance del maestro de armas.

Los dos contrincantes intercambiaron una rápida serie de arremetidas y paradas, pero esta vez era el perplejo Berg’inyon quien estaba a la defensiva. Sólo merced a los años de excelente entrenamiento, el noble drow fue capaz de estar a la altura de su sorprendente adversario.

Porque era sorprendente, como lo confirmaban los rostros desconcertados y los murmullos de los espectadores.

—Tocaste la verja —dijo el joven Baenre.

El soldado drow no lo negó. Las puntas de las armas se inclinaron al agacharse Berg’inyon, y el noble echó una ojeada por encima del hombro para confirmar lo que él, y todos los presentes, sabían que era imposible.

—Tocaste la verja —repitió con tono incrédulo mientras el soldado se volvía para mirarlo.

—Sí, con la espalda —admitió el otro.

Las espadas de Berg’inyon se deslizaron en las respectivas vainas, y el joven Baenre pasó junto a su oponente como una exhalación y se detuvo junto a la verja encantada. Su adversario y todos los otros elfos oscuros fueron tras él, demasiado intrigados para pensar siquiera en continuar con el combate. Berg’inyon llamó con un ademán a una guerrera que estaba cerca.

—Tócala con tu espada —ordenó.

La drow desenvainó el arma y la apoyó en uno de los gruesos filamentos. Miró a Berg’inyon y a todos los demás, y después levantó la espada sin ningún esfuerzo.

Otro de los drows se atrevió a poner una mano en la verja. Los que estaban a su alrededor lo miraron con incredulidad, pensando que su temeridad le costaría cara, pero el soldado no tuvo ningún problema para retirar los dedos del filamento metálico.

El pánico se apoderó de Berg’inyon. Se decía que la verja había sido un regalo de la propia Lloth milenios atrás. Si su magia ya no funcionaba, podía significar que la casa Baenre había perdido el favor de la reina araña. Podía significar que Lloth había hecho inoperantes las defensas del palacio Baenre para dar vía libre a una conspiración de las casas inferiores.

—¡A vuestros puestos, todos vosotros! —gritó el joven Baenre, y los elfos oscuros reunidos, que compartían los razonables temores de Berg’inyon, obedecieron de inmediato.

El maestro de armas se dirigió al gran pilar central del palacio para encontrar a su madre. De camino, se cruzó con el drow con el que acababa de luchar, y los ojos del soldado raso se desorbitaron por el miedo. Por lo general, Berg’inyon, cuyo sentido del honor era acorde al bajo nivel de los elfos oscuros, habría desenvainado su espada y atravesado al drow con ella zanjando así el conflicto. Abstraído con la conmoción ocasionada por la inoperancia de la verja, el soldado estaba desprevenido. También él lo sabía, y creyó que iba a morir.

—¡A tu puesto! —le gritó Berg’inyon, pues, si sus sospechas eran acertadas, si se había iniciado una conspiración contra la casa Baenre y Lloth les había retirado su favor, iba a necesitar a todos y cada uno de los dos mil quinientos soldados de la guarnición.

El rey Bruenor Battlehammer había pasado la mañana en la capilla superior de Mithril Hall tratando de establecer la nueva jerarquía de clérigos del complejo. Su querido amigo Cobble había sido el clérigo mayor, un enano poseedor de una magia poderosa y una gran inteligencia.

Sin embargo, esa inteligencia no le sirvió al pobre Cobble para escapar de un sórdido conjuro drow, y el clérigo había muerto aplastado por un muro de hierro que se desplomó sobre él.

Quedaba una docena de acólitos en Mithril Hall, que ahora formaban en dos filas, una a cada lado del trono de Bruenor. Todos (entre ellos Cepa Garra Escarbadora, una sacerdotisa) estaban ansiosos por impresionar a su rey.

Bruenor hizo un gesto con la cabeza al enano que encabezaba la fila de su izquierda, y levantó una jarra de aguamiel, el agua sagrada que este clérigo en particular había confeccionado. El rey dio un sorbo, y después vació de un solo trago el aguamiel, sorprendentemente refrescante, mientras el clérigo se adelantaba un paso.

—¡Un estallido de luz en honor al rey Bruenor! —gritó el aspirante a clérigo mayor, que movió los brazos y empezó a entonar una plegaria a Moradin, el Forjador de Almas, dios de los enanos.

—Clara y refrescante, y con el toque justo de amargor —comentó Bruenor al tiempo que pasaba el dedo por el borde de la jarra vacía y se lo chupaba para así saborear hasta la última gota. El escriba que se encontraba detrás del trono anotó cada palabra—. Un buqué fuerte que riza los pelos de la nariz adecuadamente. Un siete —añadió Bruenor.

Los once restantes clérigos gimieron. Un siete en una escala de diez era la puntuación más alta que Bruenor había dado a las cinco muestras de agua sagrada que ya había probado.

Si Jerbollah, el enano enfrascado ahora en la ejecución de un conjuro, era capaz de llevar a cabo su magia con igual acierto, sería difícil desbancarlo para el codiciado puesto.

—¡Y la luz será roja! —gritó Jerbollah en el punto culminante de su hechizo.

Se produjo un resonante «¡plop!», como si un centenar de enanos hubiera sacado de un tirón un dedo de la boca fruncida. Y después… nada.

—¡Roja! —gritó Jerbollah, entusiasmado.

—¿Cómo? —inquirió Bruenor, quien, como los otros enanos que estaban a su lado, no observó nada diferente en la luz de la capilla.

—¡Roja! —repitió Jerbollah y, cuando giró sobre sí mismo, Bruenor y los otros comprendieron. El rostro de Jerbollah brillaba, literalmente, con un tono rojo fuerte. El confundido clérigo estaba contemplando el mundo a través de un velo rojizo.

Frustrado, Bruenor apoyó la frente en la palma de la mano y gimió.

—Pero hace una buena agua sagrada —comentó uno de los enanos, a lo que respondió un coro de risotadas.

El pobre Jerbollah, que creía que su hechizo había funcionado magníficamente, no comprendía el motivo de tanto jolgorio.

Cepa Garra Escarbadora se adelantó, aprovechando el momento. Ofreció su jarra de agua sagrada a Bruenor y se plantó delante del trono.

—Había planeado algo diferente —se apresuró a explicar mientras Bruenor cataba un sorbo y después se tragaba el aguamiel (y el semblante del rey enano se iluminó de nuevo al tiempo que concedía a la cocción una puntuación de nueve)—. ¡Pero una sacerdotisa de Moradin, de Clanggedon, que sabe de la batalla más que nadie, tiene que estar preparada para improvisar!

—¡Dinos, oh, Tocona! —clamó otro de los enanos, e incluso Bruenor esbozó una sonrisa mientras las carcajadas estallaban a su alrededor.

Cepa, que estaba acostumbrada al apodo y lo llevaba como un emblema honorífico, no se ofendió.

—Jerbollah invocó el color rojo —explicó—. ¡Y rojo será!

—¡Ya está rojo! —insistió Jerbollah, que, por su estupidez, se ganó un cachete en la cabeza del enano que tenía detrás.

La joven y temperamental Cepa se atusó la corta y pelirroja barba e inició una serie de movimientos tan exagerados que parecía haber sufrido un ataque de convulsiones.

—Muévete, Tocona —susurró un enano que estaba cerca del trono, lo que suscitó un nuevo estallido de risas.

Bruenor alzó la jarra vacía y le dio unos golpecitos con el dedo.

—Un nueve —le recordó al guasón enano.

Cepa llevaba una clara ventaja que la ponía a la cabeza; si conseguía ejecutar bien el hechizo, en lo que Jerbollah había fracasado, casi con toda seguridad sería imposible batir a la sacerdotisa, lo que la convertiría en la jefa del chistoso.

El enano que estaba detrás del chasqueado guasón le dio un cachete en la cabeza.

—¡Rojo! —gritó Cepa con todas sus fuerzas.

No ocurrió nada.

Sonaron unas cuantas risitas burlonas en las filas, pero, a decir verdad, la sensación generalizada entre los enanos reunidos era más de extrañeza que de jolgorio. Cepa era una poderosa maga y tendría que haber sido capaz de hacer aparecer algún tipo de luz, fuera del color que fuera, en la habitación. La impresión de que algo iba mal empezó a apoderarse de todos, a excepción de Jerbollah, que seguía insistiendo en que su hechizo había funcionado a las mil maravillas.

Cepa se volvió hacia el trono, desconcertada y azorada. Empezaba a pronunciar unas palabras de disculpa cuando una tremenda explosión sacudió el suelo con tal violencia que ella y la mitad de los enanos presentes cayeron patas arriba.

Cepa rodó sobre sí misma y volvió la cabeza para mirar la zona vacía de la capilla. Una bola de chispas azules surgió de la nada, flotó en el aire y después salió disparada directamente hacia el sorprendido Bruenor. El rey enano se agachó y levantó el brazo para protegerse; la jarra que contenía la cocción de agua sagrada confeccionada por Cepa se hizo añicos. Una violenta andanada de chispas estalló con el impacto y provocó la desbandada de los enanos, que se escabulleron en busca de refugio.

Estallaron más explosiones de chispas por la habitación, bolas relucientes pasaron zumbando aquí y allá, ensordecedores estampidos sacudieron el suelo y las paredes.

—¡Por los Nueve Infiernos! ¿Qué demonios has hecho? —gritó a la pobre Cepa el rey enano, que estaba hecho un ovillo sobre su enorme trono.

La enana intentó responder, intentó negar su responsabilidad sobre este inesperado suceso, pero un pequeño tubo apareció en el aire, apuntado hacia ella, y disparó bolas multicolores que la obligaron a huir precipitadamente.

La situación se prolongó durante varios minutos aterradores; los enanos se zambullían de cabeza por todas partes, mientras las chispas parecían perseguirlos dondequiera que se escondieran, quemándoles las posaderas y chamuscándoles las barbas. Entonces, tan repentinamente como se había iniciado, el despliegue mágico terminó y la capilla se quedó silenciosa y con un fuerte olor a azufre.

Poco a poco, Bruenor se irguió en el trono y trató de recuperar parte de su perdida dignidad.

—¿Qué infiernos has hecho? —bramó de nuevo, a lo que la pobre Cepa sólo supo encogerse de hombros. Una par de enanos se las arreglaron para soltar una risita.

—Al menos, todavía está rojo —comentó Jerbollah en un susurro, pero lo bastante alto para que los demás lo oyeran. Una vez más, se ganó otro pescozón del enano que tenía detrás.

Bruenor sacudió la cabeza, indignado, pero se quedó de piedra cuando dos globos oculares aparecieron en el aire frente a él y lo observaron de manera ominosa.

Entonces cayeron al suelo y rodaron al azar hasta detenerse a varios palmos de distancia uno del otro.

Bruenor vio, sin salir de su asombro, cómo aparecía una mano en el aire, reunía los ojos y los colocaba para que los dos miraran de frente al rey enano otra vez.

—Vaya, esto no había ocurrido nunca —dijo una voz incorpórea.

Bruenor dio un brinco de sobresalto; luego se dominó y volvió a gruñir. No había escuchado esa voz hacía mucho tiempo, pero jamás se le olvidaría. Además, aquello explicaba lo ocurrido en la capilla.

—Harkle Harpel —dijo el rey enano, desatando una oleada de murmullos a su alrededor, ya que la mayoría de los enanos presentes había oído contar a Bruenor anécdotas sobre Longsaddle, una ciudad situada al oeste de Mithril Hall, y hogar de un legendario clan de hechiceros excéntricos, los Harpel. Bruenor y sus compañeros habían pasado por Longsaddle y visitado la Mansión de Hiedra en su viaje para encontrar Mithril Hall. Era un lugar que el enano, poco partidario de la hechicería, jamás olvidaría y que nunca evocaría con agrado.

—Saludos, rey Bruenor —dijo la voz, que emanaba del suelo, justo debajo de los inmóviles globos oculares.

—¿Estás ahí realmente? —preguntó el monarca.

—Mmmmm —gimió el suelo—. No lo sé. Te oigo a ti y también a los que me rodean en el Fuzzy Quarterstaff —contestó Harkle, que se refería a la taberna de la Mansión de Hiedra, en Longsaddle—. Espera un momento, por favor.

El suelo emitió otros cuantos «mmmmmm» y los globos oculares parpadearon un par de veces, algo que quizás era lo más chocante que Bruenor había visto en toda su vida, ya que los párpados aparecieron de la nada, cubrieron los ojos momentáneamente y luego volvieron a desaparecer.

—Al parecer me encuentro en ambos sitios —intentó explicar Harkle—. Aquí estoy completamente ciego, por supuesto, ya que mis ojos están ahí. Me pregunto si podría hacerlos volver… —La mano espectral apareció una vez más y buscó a tientas los ojos. Trató de agarrar uno de ellos, pero sólo consiguió darle la vuelta.

—¡Guau! —chilló, angustiado, el hechicero—. ¡Así que de este modo es como un lagarto ve el mundo! Tengo que apuntarlo y…

—¡Harkle! —bramó Bruenor con frustración.

—Oh, sí, sí, por supuesto —contestó el hechicero, recobrando el poco sentido común que tenía—. Te ruego disculpes mi distracción, rey Bruenor. Esto nunca había ocurrido.

—Bueno, pues ahora ha pasado —replicó el enano bruscamente.

—Mis ojos están ahí —dijo Harkle, como si intentara dilucidar las cosas razonando en voz alta—. Pero, naturalmente, también yo estaré ahí muy pronto. De hecho, esperaba encontrarme ahí ahora, pero no salió bien. Qué curioso. Podría intentarlo otra vez, o podría pedirle a uno de mis hermanos que…

—¡No! —chilló Bruenor, horrorizado ante la idea de que otras parte del cuerpo de Harpel pudieran empezar a lloverle encima.

—Por supuesto —se mostró conforme Harkle al cabo de un momento—. Demasiado peligroso. Demasiado chocante. Vale, de acuerdo. Acudo en respuesta a tu llamada, amigo enano.

Bruenor apoyó la frente en la palma de la mano y suspiró. Hacía dos semanas que temía escuchar aquellas palabras. Había enviado un emisario a Longsaddle pidiendo ayuda para la posible guerra sólo porque Drizzt había insistido.

El enano era de la opinión de que con los Harpel como aliados, ¡quién necesitaba enemigos!

—Dentro de una semana —dijo la voz incorpórea de Harkle—. ¡Llegaré dentro de una semana! —Se produjo una larga pausa—. Eh… Mmmm… ¿Serías tan amable de guardar a buen recaudo mis ojos?

Bruenor hizo un gesto con la cabeza, y varios enanos se adelantaron presurosos, dominados por la curiosidad y superado el temor inicial por los exóticos órganos. Se pelearon por coger los ojos y, finalmente, dos de los enanos cogieron uno cada uno… y se divirtieron de lo lindo haciendo muecas raras frente a los globos oculares.

Bruenor les gritó que dejaran de jugar incluso antes de que la voz de Harkle gritara con horror.

—¡Por favor! —suplicó el mago parcialmente ausente—. Que sólo un enano coja los dos ojos.

De inmediato, los dos enanos cerraron con más fuerza el puño en el que sostenían los ojos.

—¡Dádselos a Cepa! —bramó el rey—. ¡Al fin y al cabo, fue ella quien empezó todo esto!

De mala gana, pero sin atreverse a desobedecer una orden de su monarca, los enanos entregaron los globos oculares.

—Y, por favor, manténlos húmedos —pidió Harkle, a lo que Cepa, sin pensarlo dos veces, se metió uno de los ojos en la boca—. ¡Así no! —chilló la voz—. ¡Oh, no, así no!

—Debería guardarlos yo —protestó Jerbollah—. ¡Mi hechizo funcionó!

El enano que estaba detrás de él le atizó otro cogotazo.

Bruenor se hundió en el trono y sacudió la cabeza. Iba a costar mucho tiempo poner orden de nuevo en sus clérigos, y más todavía hacer preparativos de guerra cuando los Harpel llegaran.

Al otro extremo de la habitación, Cepa, que a despecho de su actitud extravagante era una enana de lo más sensata, no se sentía muy alegre. La inesperada aparición de Harkle había desplazado los otros problemas manifiestos, pero la extraña llegada del hechicero desde Longsaddle no explicaba lo que había ocurrido aquí. Cepa, algunos de los otros clérigos e incluso el escriba eran conscientes de que algo iba mal, muy mal.

Guenhwyvar estaba cansada para cuando ella, Drizzt y Catti-brie llegaron al paso alto que conducía a la puerta oriental de Mithril Hall. Drizzt había mantenido a la pantera en el plano material más tiempo del habitual y, aunque era agotador, el animal se alegraba de estar con sus amigos. Con todos los preparativos que se llevaban a cabo en los túneles inferiores que había bajo el complejo enano, Drizzt no salía mucho al exterior y, en consecuencia, tampoco lo hacía Guenhwyvar.

Durante mucho, mucho tiempo, la estatuilla de la pantera había estado en poder de varios drows de Menzoberranzan, y, por ende, durante siglos el animal no había visto el mundo de la superficie cuando se materializaba en este plano. Con todo, era ese mundo exterior donde Guenhwyvar se sentía más a gusto, ya que en él vivían las panteras de verdad, y donde su primer compañero del plano material también había vivido.

Guenhwyvar había disfrutado realmente del alocado retozo por las sendas montañosas con Drizzt y Catti-brie, pero había llegado el momento de regresar a casa, de descansar en el plano astral. Por muy grande que fuera su amor y compañerismo, ni el drow ni la pantera podían permitirse ese lujo ahora, cuando sobre ellos se cernía un peligro tan grande como la inminente guerra en la que Drizzt y Guenhwyvar jugarían un papel importante luchando codo con codo.

El felino paseó en torno a la figurilla, empezó a desvanecerse gradualmente y desapareció en una niebla gris e insustancial.

Abandonado ya el mundo material, Guenhwyvar penetró en un túnel largo, bajo y sinuoso: el camino plateado que la llevaría de vuelta al plano astral. La pantera avanzaba a un trote cómodo, con pasos largos, poco deseosa de marcharse y demasiado cansada para hacerlo a la carrera. De todos modos, el trayecto era breve y siempre tranquilo, sin acontecimientos notables.

Guenhwyvar se paró en seco al llegar al final de un recodo, y aplastó las orejas contra el cráneo.

Al frente, el túnel ardía.

Formas diabólicas, manifestaciones demoníacas a las que no parecía preocupar la proximidad del felino, surgían de aquellas llamas. Guenhwyvar avanzó unos cuantos pasos. Podía sentir el intenso calor, podía ver a los incandescentes demonios, y podía oír sus risas mientras continuaban consumiendo las paredes circulares del túnel.

Una ráfaga de viento descubrió a Guenhwyvar que el túnel estaba roto en algún punto del vacío entre los planos de existencia. Las formas de los llameantes demonios se alargaron como si algo tirara de ellos, y después fueron aspirados por el fuego; las llamas restantes se agitaron alocadamente, brincaron y oscilaron, y dieron la impresión de extinguirse por completo para después resurgir súbitamente en una única y violenta llamarada. El viento sopló con más fuerza a espaldas de Guenhwyvar, obligándola a seguir adelante, empujando todo lo que había en el túnel hacia la brecha, hacia la nada.

Guenhwyvar supo instintivamente que si sucumbía a esa fuerza no habría vuelta atrás, que se convertiría en algo perdido, impotente, vagando entre planos.

La pantera clavó las garras y retrocedió lentamente, ofreciendo resistencia al fuerte viento cada centímetro del camino. Su pelaje negro y lustroso se erizó, y se volvió a contrapelo.

Un paso atrás.

El túnel era suave y duro, y no había mucho donde hundir las garras para encontrar apoyo. Las zarpas de Guenhwyvar pedalearon con creciente frenesí, pero, inevitablemente, el felino empezó a deslizarse hacia adelante, hacia las llamas y la brecha.

—¿Qué ocurre? —preguntó Catti-brie al ver la expresión confusa de Drizzt mientras cogía la estatuilla.

—Está caliente —contestó el drow—. La figurilla está caliente.

El semblante de Catti-brie también denotó desconcierto. Entonces tuvo una sensación de profundo temor, una sensación que no entendía.

—Haz que Guenhwyvar regrese —instó.

Drizzt, tan asustado como ella, había tenido la misma idea y ya estaba poniendo la figurilla en el suelo. Llamó a la pantera.

Guenhwyvar oyó la llamada, y deseó desesperadamente responderla, pero el animal estaba muy cerca de la brecha ahora. Las llamas se agitaban enloquecidas, muy altas, chamuscando la cara de la pantera. El viento era mucho más fuerte y no había nada, nada, a lo que Guenhwyvar pudiera agarrarse.

La pantera supo lo que era el miedo y lo que era el pesar. Nunca volvería a acudir a la llamada de Drizzt; nunca volvería a cazar junto al vigilante en los bosques cercanos a Mithril Hall, ni correría montaña abajo con Drizzt y Catti-brie.

Guenhwyvar había sentido la tristeza anteriormente, cuando algunos de sus amos previos habían muerto. Esta vez, sin embargo, nadie reemplazaría a Drizzt. Ni a Catti-brie o a Regis, o incluso a Bruenor, aquella criatura de lo más frustrante, cuya relación de amor y odio con Guenhwyvar había proporcionado a la pantera muchas horas de regocijo y chanzas.

Guenhwyvar recordaba el día en que Drizzt le había pedido que se tumbara sobre el dormido Bruenor para echar un sueñecito. ¡Qué bramidos había soltado el enano!

Las llamas lamieron la cara de la pantera. Ahora podía ver a través de la brecha, ver el vacío que le esperaba.

En alguna parte, muy lejos, detrás de la barrera del aullador viento, sonó la llamada de Drizzt; una llamada a la que la pantera no podría responder.