5

El paladín de Catti-brie

Drizzt llamó a Guenhwyvar a su lado cuando los compañeros llegaron a los senderos bajos. La pantera se quedó quieta, esperando lo que vendría a continuación.

—Deberías entrar con ella —sugirió Catti-brie al adivinar la intención del elfo oscuro.

Los bárbaros, a pesar de haber dejado atrás sus hogares en la tundra y su ancestral aislamiento, seguían sintiendo desconfianza por la magia, y la presencia de la pantera siempre ponía nerviosos a muchos miembros del pueblo de Berkthgar, quien tampoco se sentía muy tranquilo con el animal.

—Ya tienen bastante con que entre yo en su poblado —contestó Drizzt.

Catti-brie no tuvo más remedio que hacer un gesto de asentimiento. La presencia de Drizzt, un elfo oscuro, alguien de una raza notoria por su magia y su maldad, quizá resultaba aún más inquietante para los hombres del norte que la propia pantera.

—Aun así, Berkthgar aprendería una buena lección si Guenhwyvar se sentara sobre él durante un rato —comentó la joven.

Drizzt se echó a reír al imaginar a la pantera tendida cómodamente sobre la espalda del hombretón mientras este se retorcía para escabullirse.

—La gente de Piedra Alzada acabará por acostumbrarse a ver a Guenhwyvar del mismo modo que se acostumbró a verme a mí —comentó—. Recuerda cuántos años le costó a Bruenor sentirse a gusto cuando la tenía cerca.

La pantera lanzó un rugido bajo, como si entendiera hasta la última palabra de la conversación.

—No fueron los años los que lo hicieron cambiar —le contradijo Catti-brie—. ¡Fueron las incontables veces que Guen tiró patas arriba a mi testarudo padre para sacarlo de algún aprieto!

Guenhwyvar rugió de nuevo, y Drizzt y Catti-brie se rieron de lo lindo a costa del huraño Bruenor. El regocijo cesó cuando Drizzt sacó la estatuilla y se despidió de la pantera, prometiendo llamarla tan pronto como Catti-brie y él se encontraran de nuevo en los senderos, de regreso a Mithril Hall.

El formidable animal caminó en círculos en torno a la figurilla a la par que rugía. De manera gradual, los rugidos se apagaron mientras la forma de la pantera se difuminaba en una neblina gris y por último desapareció.

Drizzt recogió la estatuilla y volvió la vista hacia las tenues columnas de humo que se elevaban sobre Piedra Alzada.

—¿Estás lista? —preguntó a su compañera.

—No va a ser fácil con ese testarudo —admitió Catti-brie.

—Sólo tenemos que hacer comprender a Berkthgar el profundo dolor que este asunto causa a Bruenor —sugirió Drizzt mientras echaba a andar hacia el pueblo.

—Sólo tenemos que hacer que Berkthgar imagine el hacha de Bruenor precipitándose sobre el puente de su nariz —rezongó la muchacha—. Justo entre los ojos.

Piedra Alzada era un agrupamiento de casas de piedra azotadas por el viento en medio de un valle que estaba protegido por tres lados por las abruptas laderas de la imponente cordillera conocida como la Columna del Mundo. Las rocosas estructuras, que semejaban castillos de naipes recortados contra las faldas de las gigantescas montañas, habían sido construidas por los enanos de Mithril Hall, los antepasados de Bruenor, centenares de años atrás, cuando el lugar se llamaba Flecha Enana. Había sido utilizado como factoría por el pueblo de Bruenor, y era el único lugar donde los comerciantes podían echar una ojeada a las maravillas procedentes de Mithril Hall, ya que los enanos se oponían a recibir la visita de forasteros en sus minas secretas.

Hasta una persona que desconociera la historia de Flecha Enana habría llegado a la conclusión de que el asentamiento había sido construido por los barbudos enanos. Sólo ellos eran capaces de imbuir en las rocas tal resistencia, ya que, a pesar de que el pueblo había permanecido deshabitado durante siglos, y de estar barrido por el implacable viento que descendía como por un embudo entre los altos muros montañosos, las estructuras se habían conservado en buen estado. Al acondicionar el pueblo para su uso, las gentes de Wulfgar no tuvieron más trabajo que reforzar alguna que otra pared, retirar las toneladas de guijarros que habían enterrado a medias algunas casas, y expulsar a los animales que se habían instalado entre sus muros.

De este modo, había vuelto a ser un centro de comercio, muy semejante a como era en los días de auge de Mithril Hall, pero conocido ahora como Piedra Alzada y habitado por humanos que actuaban como agentes de los laboriosos enanos. El acuerdo parecía razonable y provechoso para las dos partes, pero Berkthgar no tenía ni idea de lo inestable que se había vuelto de pronto la situación. Si no renunciaba a su exigencia de que Aegis-fang le fuera entregado, Drizzt y Catti-brie estaban convencidos de que Bruenor ordenaría al bárbaro y a su gente que abandonaran el pueblo.

Los orgullosos bárbaros jamás acatarían esa orden, naturalmente. Esta tierra les había sido cedida, no prestada.

La perspectiva de una guerra, del pueblo de Bruenor descendiendo de las montañas y expulsando a los bárbaros, no era tan descabellada.

Y todo a causa de Aegis-fang.

—A Wulfgar no lo complacería mucho saber cuál es el motivo de la disputa —señaló Catti-brie mientras se acercaban al asentamiento—. Fue él quien unió a los dos pueblos. Es lamentable que sea su recuerdo lo que amenaza con dividirlos ahora.

«Sería lamentable y una terrible ironía», admitió Drizzt para sus adentros. Sus pasos adquirieron una mayor resolución; bajo esta perspectiva, su misión diplomática cobraba una importancia mucho mayor. De repente, Drizzt marchaba hacia Piedra Alzada por algo más que una absurda pendencia entre dos porfiados dirigentes. El drow iba por el honor de Wulfgar.

A medida que se acercaban al valle, escucharon cantos, una narración solemne de las proezas de un guerrero legendario. Se internaron en las desiertas calles y pasaron ante las puertas abiertas de las casas que los esforzados norteños nunca se molestaban en cerrar. Los dos amigos sabían de dónde procedían los cánticos, y también sabían dónde encontrarían a los hombres, mujeres y niños de Piedra Alzada.

El único añadido que los colonos bárbaros habían hecho en el pueblo era una estructura alargada en la que había cabida para los cuatrocientos habitantes de Piedra Alzada y un número igual de visitantes. Se llamaba Hengorot, la Sala de Aguamiel. Era un lugar solemne de culto, de veneración al valor, y, esencialmente, un sitio en el que compartir comida y bebida.

Hengorot no estaba terminada. La mitad de sus paredes, largas y bajas, eran de piedra, pero el resto estaba cerrado con doseles de pieles de venados. A Drizzt se le antojaba muy apropiado este hecho; parecía reflejar lo lejos que el pueblo de Wulfgar había llegado y lo mucho que aún le quedaba por hacer. Cuando vivían en la tundra del valle del Viento Helado, eran nómadas que seguían a las manadas de renos, así que sus casas estaban hechas con pieles, de manera que podían recogerse y llevarse en los desplazamientos de la tribu.

Ya no eran los esforzados nómadas; su existencia no dependía de las manadas de renos, una fuente de abastecimiento poco segura que a menudo había conducido a enfrentamientos entre las diversas tribus o con las gentes de Diez Ciudades, en los tres lagos, los únicos pobladores del valle del Viento Helado que no eran bárbaros.

A Drizzt lo complacía ver el nivel de paz y armonía alcanzado por los norteños, pero todavía le dolía mirar la parte incompleta de Hengorot, contemplar las pieles y recordar, también, los sacrificios que estas personas habían tenido que hacer. Su estilo de vida, que había perdurado miles de años, ya era historia. Contemplando esta construcción de Hengorot, una mera sombra de las glorias que la Sala de Aguamiel había conocido, contemplando la piedra que ahora encerraba a este pueblo orgulloso, el drow no pudo evitar preguntarse si esto era realmente «progreso».

Catti-brie, que había pasado la mayor parte de su corta vida en el valle del Viento Helado y que había oído incontables historias de los bárbaros nómadas, también era consciente de la pérdida. Al venir a Piedra Alzada, los bárbaros habían renunciado a su libertad en cierta medida, y a gran parte de su herencia. Ahora eran más ricos, mucho más de lo que jamás habrían soñado, y el duro invierno había dejado de ser una amenaza para su propia existencia. Pero se había pagado un precio por ello. Como las estrellas. Aquí, al pie de las montañas, las estrellas eran diferentes. No llegaban hasta el llano horizonte, haciendo que el alma de una persona se remontara hacia el cielo.

Con un suspiro resignado, producto de su propia nostalgia por el valle del Viento Helado, Catti-brie se recordó la importante misión que tenían entre manos. Sabía que Berkthgar era testarudo, pero también sabía lo apesadumbrado que estaba el cabecilla bárbaro por la muerte de Wulfgar, y lo dolido que debía de sentirse al pensar que un enano guardaba bajo llave el martillo de guerra que se había convertido en el arma más reverenciada en la historia de su tribu.

No importaba que el enano fuera quien había forjado esa arma; no importaba que el hombre que la había manejado y, por ende, el responsable de tanta gloria, hubiera sido como un hijo para el enano. Para Berkthgar, el héroe perdido no era hijo de Bruenor, sino que era Wulfgar, hijo de Beornegar, de la tribu del Alce; Wulfgar del valle del Viento Helado, no de Mithril Hall; Wulfgar, que personificaba todo cuanto había sido respetado y atesorado entre el pueblo bárbaro. Quizá mejor que nadie, Catti-brie comprendía la gravedad de la tarea que tenían ante sí.

Dos guardias, altos y de hombros anchos, flanqueaban la solapa de pieles que cubría la entrada a la Sala de Aguamiel; sus barbas y su aliento olían, y no poco, al fuerte aguamiel. Al principio les cerraron el paso, pero se apartaron con premura al reconocer a los visitantes. Uno de ellos corrió hasta el extremo más próximo de la larga mesa colocada en el centro de la sala para anunciar a Drizzt y a Catti-brie, enumerando sus famosas hazañas y su ascendencia (al menos, la ascendencia de Catti-brie, ya que la de Drizzt no podía ser motivo de gloria en Piedra Alzada).

El drow y la joven esperaron pacientemente en la puerta con el otro hombre, que con facilidad superaba el peso de los dos juntos. Los visitantes estaban pendientes de Berkthgar, que se encontraba sentado en el lado derecho de la mesa, en el centro, más o menos; la mirada del bárbaro se apartó del hombre que anunciaba a los visitantes para mirar a éstos fijamente.

Catti-brie pensaba que Berkthgar era un necio por enzarzarse en una discusión con Bruenor, pero ni ella ni Drizzt pudieron evitar sentirse impresionados por el gigantesco bárbaro. Era casi tan alto como Wulfgar, cerca de los dos metros, con anchos hombros y brazos musculosos tan grandes como los muslos de un enano gordo. Su cabello castaño estaba despeinado y le llegaba a los hombros; había empezado a dejarse crecer la barba para el invierno, y los espesos mechones del cuello y las mejillas le otorgaban un aspecto aún más fiero e imponente. Los cabecillas de Piedra Alzada eran elegidos en competiciones de fuerza, en contiendas de feroces combates, del mismo modo que los bárbaros habían elegido a sus jefes a lo largo de su historia. Ningún hombre de Piedra Alzada podía derrotar a Berkthgar —Berkthgar el Intrépido, como lo llamaban— y sin embargo, precisamente por eso, vivía, más que ningún otro, a la sombra de un hombre muerto que se había convertido en leyenda.

—¡Entrad, por favor, uníos a la fiesta! —los saludó cordialmente, pero la expresión de su semblante hizo comprender a los dos compañeros que había estado esperando esta visita y no se alegraba demasiado de verlos. El jefe estaba pendiente de Drizzt, y en los ojos del hombretón, azules como el cielo, Catti-brie vio asomar impaciencia y ansiedad.

Les ofrecieron unos taburetes (un gran honor para Catti-brie, ya que no había ninguna otra mujer sentada a la mesa, a no ser que lo hiciera en el regazo de un pretendiente). En Hengorot, y en toda esta sociedad, las mujeres y los niños, a excepción de los niños varones de más edad, eran sirvientes. Ahora, se acercaron presurosos para poner unas jarras de aguamiel frente a los recién llegados.

Drizzt y Catti-brie contemplaron la bebida con expresión recelosa, conscientes de que tenían que mantener las mentes claras; pero, cuando Berkthgar brindó en su honor y levantó su jarra, la costumbre exigía que ellos hicieran otro tanto. ¡Y en Hengorot uno no se limitaba a dar un sorbo de aguamiel!

Los dos amigos apuraron sus jarras de un trago, con lo que se ganaron una calurosa aclamación, e intercambiaron una mirada de desaliento cuando otras dos jarras llenas reemplazaron las vacías rápidamente.

En una acción inesperada, Drizzt se levantó del asiento y se encaramó de un salto en la larga mesa.

—¡Mis saludos a los hombres y mujeres de Piedra Alzada, a la gente de Berkthgar el Intrépido! —empezó, y sus palabras fueron acogidas con un coro de vítores ensordecedores, aclamaciones a Berkthgar, el punto convergente del orgullo del pueblo. El velludo hombretón recibió un centenar de palmadas en la espalda durante el siguiente minuto, pero él ni siquiera pestañeó y no apartó su mirada desconfiada del elfo oscuro ni un solo instante.

Catti-brie comprendió lo que estaba ocurriendo. Los bárbaros habían acabado por aceptar a Drizzt de mala gana, pero seguía siendo un escuchimizado elfo, y, por si fuera poco, un elfo oscuro. La paradoja les causaba incomodidad. Veían a Drizzt débil —probablemente, no más fuerte que algunas de sus esforzadas mujeres— y, sin embargo, se daban cuenta que ninguno de ellos podía derrotar al drow en combate. Berkthgar era el que se sentía más incómodo, pues sabía el motivo por el que Drizzt y Catti-brie habían venido, y sospechaba que el asunto del martillo se zanjaría entre el drow y él.

—Estamos profundamente agradecidos…, mejor dicho, conmovidos, por vuestra hospitalidad. ¡Nadie en todos los Reinos puede presumir de ofrecer una mesa tan grata y acogedora! —Se repitieron los vítores. Drizzt los estaba manejando muy bien, y no venía mal que más de la mitad de los asistentes estuvieran borrachos como cubas.

»Pero no podemos quedarnos mucho tiempo —continuó el elfo oscuro con un tono repentinamente serio. El efecto que causó en los que estaban sentados cerca del drow fue sorprendente, ya que pareció pasárseles la borrachera de golpe y comprender súbitamente la importancia de la visita del drow.

Catti-brie vio el destello del rubí que Drizzt llevaba colgado al cuello, y comprendió que, aunque su amigo no estaba utilizando la gema encantada, su sola presencia tenía un efecto tan embriagador como la ingestión del fuerte aguamiel.

—La cruel espada de la guerra se cierne sobre todos nosotros —prosiguió Drizzt con actitud grave—. Es el momento de las alian…

Berkthgar interrumpió el discurso del drow golpeando la mesa con su jarra tan brutalmente que el recipiente se hizo añicos, y salpicó a los que estaban cerca con la dorada bebida y fragmentos de cristal. Sin soltar el asa de la jarra, el cabecilla bárbaro se subió, tambaleándose, a la mesa para dominar con su imponente estatura al elfo oscuro.

En un abrir y cerrar de ojos, se hizo el silencio en Hengorot.

—Venís aquí hablando de alianzas —empezó el jefe bárbaro lentamente—. Venís pidiendo alianzas. —Hizo una pausa efectista y recorrió con la mirada los rostros anhelantes de su gente—. ¡Y, sin embargo, retenéis el arma que se ha convertido en un símbolo para mi pueblo, un arma llevada a la gloria por Wulfgar, hijo de Beornegar!

Se alzaron vítores ensordecedores. Catti-brie miró a Drizzt y se encogió de hombros con gesto de impotencia. Detestaba que los bárbaros se refirieran a Wulfgar por su ascendencia, como el hijo de Beornegar. Para ellos, hacerlo era un asunto de orgullo, y el orgullo por sí solo no se acomodaba bien con la pragmática joven.

Además, Wulfgar no necesitaba recurrir al linaje para realzar las gestas realizadas en su corta vida. Sus hijos, de haberlos engendrado, habrían sido los que habrían pronunciado el nombre de su padre con legítimo orgullo.

—Somos amigos del rey enano a quien sirves, elfo oscuro —continuó Berkthgar, y su atronadora voz retumbó en los sectores de piedra de las paredes de Hengorot—. ¡Y pedimos lo mismo de Bruenor Battlehammer, hijo de Bangor, nieto de Garumn! Tendréis la alianza que buscáis, pero no hasta que Aegis-fang me sea entregado. ¡Soy Berkthgar! —concluyó el cabecilla bárbaro con un grito.

—¡Berkthgar el Intrépido! —se apresuraron a corear algunos de sus consejeros. Resonaron más aclamaciones y las jarras se levantaron en un brindis por el poderoso jefe de Piedra Alzada.

—Bruenor entregaría antes su propia hacha —contestó Drizzt, que ya estaba harto de las fanfarronadas de Berkthgar. El drow comprendió entonces que se esperaba su visita, ya que el corto discurso del cabecilla y la reacción a este habían sido planeados cuidadosamente, incluso ensayados.

»Y me parece que no sería de tu agrado la forma en que te traería esa hacha —finalizó el drow con calma cuando se acalló el clamor.

De nuevo, se hizo un silencio expectante, pues las palabras del elfo oscuro podían interpretarse como un desafío, y Berkthgar, con los azules ojos entrecerrados peligrosamente, parecía más que dispuesto a recoger el guante.

—Pero Bruenor no está aquí ahora —dijo el cabecilla bárbaro con una voz sin inflexiones—. ¿Actuará Drizzt Do’Urden como paladín de su causa?

Drizzt se irguió, intentando decidir el mejor curso que podía seguir.

Catti-brie también pensaba rápidamente. No dudaba lo más mínimo que Drizzt aceptaría el desafío e infligiría a Berkthgar una rápida y humillante derrota, una afrenta que los hombres de Piedra Alzada no podrían tolerar.

—¡Wulfgar iba a ser mi esposo! —gritó mientras se levantaba del asiento, en el mismo momento en que Drizzt se disponía a responder—. Soy hija de Bruenor y, por derecho, princesa de Mithril Hall. Si es que alguien ha de actuar como paladín de la causa de mi padre…

—Tú elegirás quién ha de ser —razonó Berkthgar.

—Seré yo —manifestó la joven con actitud severa.

El clamor de voces retumbó de nuevo en la Sala de Aguamiel, y muchas mujeres que se encontraban en la parte trasera de la sala soltaron risitas e hicieron gestos de asentimiento.

Drizzt no parecía tan complacido, y la mirada que dirigió a Catti-brie era consternada, suplicándole que tranquilizara los ánimos antes de que las cosas se les fueran de las manos completamente. No deseaba en absoluto luchar. Tampoco Catti-brie, pero el frenesí se había adueñado de la sala para entonces, y más de la mitad de las voces gritaban a Berkthgar que luchara con la mujer, como si el desafío de la joven ya hubiera sido lanzado.

La mirada que el bárbaro dirigió a Catti-brie estaba cargada de cólera.

La muchacha comprendía lo embarazosa que era la situación para el hombre. Su intención había sido seguir hablando y explicar que el único paladín de Bruenor, si es que tenía que haber alguno, debía ser ella, pero que no había venido aquí a combatir. Sin embargo, los acontecimientos se le habían adelantado.

—¡Jamás! —bramó Berkthgar por encima del escándalo, y la sala recuperó cierta calma a medida que los gritos se apagaban y daban paso a los murmullos—. ¡Nunca he luchado contra una mujer!

Esa era una actitud que Berkthgar haría bien en superar cuanto antes, pensó Drizzt para sus adentros, pues si los elfos oscuros estaban de camino a Mithril Hall ese tipo de inhibiciones estaría fuera de lugar. Las mujeres de su raza eran, tradicionalmente, los mejores guerreros drows, tanto con la magia como con las armas.

—¡Lucha con ella! —gritó un hombre con evidentes signos de embriaguez; se rio, y los que estaban a su alrededor corearon sus carcajadas.

La mirada de Berkthgar fue del hombre a Catti-brie; su inmenso pecho subía y bajaba con agitación en un intento de respirar hondo para calmar la rabia.

No podía ganar, comprendió Catti-brie. Si luchaban, no podía ganar, aun en el caso de que la moliera a golpes. Para los duros hombres de Piedra Alzada, hasta el mero gesto de alzar un arma contra ella se consideraría un acto cobarde.

La joven se subió a la mesa e hizo un leve gesto con la cabeza cuando pasó junto a Drizzt. Con los brazos en jarras, los puños plantados en las caderas que acentuaban la femineidad de su figura, sonrió al cabecilla bárbaro con aire abstraído.

—No con armas, quizá —dijo—. Pero hay otros modos en que un hombre y una mujer pueden competir.

Una algazara general estalló ante este comentario. Las jarras se alzaron para brindar con tanto entusiasmo que poco aguamiel quedaba en su interior al bajar hacia las anhelantes bocas de los hombres. Algunos de los que estaban en la parte trasera de Hengorot entonaron una canción verde a la par que se palmeaban las espaldas unos a otros.

Los ojos de color espliego de Drizzt se abrieron tan desmesuradamente que parecía que se iban a salir de las órbitas. Cuando Catti-brie tuvo ocasión de echarle un vistazo, temió que el drow desenvainara las armas y matara a todos los presentes. Por un instante se sintió halagada, pero la sensación fue fugaz al ser reemplazada por la decepción de pensar que el drow tuviera una opinión tan pobre de ella.

Le lanzó una mirada que expresaba claramente su estado de ánimo; luego se volvió y bajó de la mesa de un salto. Un hombre que estaba cerca tendió los brazos para cogerla, pero la joven le apartó las manos de un manotazo y se encaminó hacia la puerta con aire desafiante.

—¡Una mujer muy fogosa! —oyó decir a sus espaldas.

—¡Ay, pobre de Berkthgar! —sonó otro comentario picante.

En la mesa, el pasmado jefe bárbaro giraba la cabeza a uno y otro lado, evitando la mirada del elfo oscuro. Berkthgar estaba completamente desconcertado, sin saber qué hacer; la hija de Bruenor, aunque era una conocida aventurera, no tenía fama de comportarse con tanto descaro. Pero Berkthgar también estaba más que encandilado. Todos los hombres de Piedra Alzada consideraban a Catti-brie, la princesa de Mithril Hall, como el mejor partido de toda la región.

—¡Aegis-fang será mío! —gritó Berkthgar finalmente, y el clamor que se levantó a su alrededor fue ensordecedor.

El jefe bárbaro volvió la cabeza y se sintió aliviado al ver que Drizzt ya no estaba a su lado; de hecho, no se lo veía por ningún sitio. El elfo oscuro se había bajado de la mesa de un salto y se dirigía hacia la puerta a grandes zancadas.

Fuera de Hengorot, en un sitio tranquilo, próximo a una casa vacía, Drizzt alcanzó a Catti-brie. La agarró de un brazo y la hizo girarse de cara a él. La muchacha esperaba que le gritara, incluso que le diera una bofetada.

En lugar de ello, el elfo oscuro se echó a reír.

—Muy hábil —la felicitó Drizzt—. Pero ¿podrás derrotarlo?

—¿Por qué crees que no pienso hacer lo que he dicho? —espetó Catti-brie malhumorada.

—Porque te respetas a ti misma demasiado para actuar así —contestó Drizzt sin vacilar.

Era la respuesta perfecta, la que Catti-brie necesitaba oír de su amigo, y no insistió más en el tema.

—¿Podrás derrotarlo? —repitió el drow seriamente. La joven era buena luchadora, y mejoraba con cada lección, pero Berkthgar era corpulento y muy fuerte.

—Está borracho —contestó Catti-brie—. Y es lento, como era Wulfgar antes de que le enseñaras a combatir mejor. —Sus ojos, de un color azul profundo como el del cielo justo antes del amanecer, relucieron—. Como me has enseñado a mí.

Drizzt le dio unas palmaditas en el hombro; acababa de darse cuenta de que este combate sería tan importante para ella como para Berkthgar. En ese momento, el bárbaro salió de la tienda con gran ímpetu, dejando tras de sí las risotadas y los comentarios groseros de sus compañeros.

—Derrotarlo no será la mitad de difícil que encontrar el modo de que conserve intacto su orgullo —susurró Catti-brie.

Drizzt asintió en silencio y le palmeó el hombro otra vez; luego se alejó hacia la tienda, dando un amplio rodeo para evitar a Berkthgar. Catti-brie había decidido ocuparse del asunto, y su deber como amigo era demostrarle su confianza en que sabría resolverlo.

Los bárbaros se apartaron cuando el drow entró en la tienda y cerró la solapa intencionadamente tras echar un último vistazo a Catti-brie; la vio caminando junto a Berkthgar (¡cuánto se parecía a Wulfgar de espaldas!) por la callejuela barrida por el viento.

Para Drizzt Do’Urden, aquella imagen no resultó muy placentera.

—No pareces sorprendido —comentó Catti-brie mientras sacaba la funda protectora de la mochila y empezaba a meterla en la hoja de la espada. La asaltó una breve y aguda emoción mientras lo hacía, una repentina sensación de decepción, incluso de rabia, que no entendía.

—No creí ni por un momento que me trajeras aquí fuera por la razón que insinuaste —repuso Berkthgar con flema—. Aunque, si es ésa tu intención…

—Cierra el pico —lo interrumpió la joven bruscamente.

Berkthgar tensó la mandíbula. No estaba acostumbrado a que le hablaran de esa manera, en especial, una mujer.

—Los de Piedra Alzada no cubrimos las armas cuando luchamos —dijo, jactancioso.

Catti-brie sostuvo la mirada del cabecilla bárbaro con idéntica firmeza y, mientras tanto, retiró la funda protectora de su espada. Una repentina oleada de júbilo se apoderó de ella. Tampoco esta vez entendía el motivo de sentirse así, y llegó a la conclusión de que la cólera que despertaba Berkthgar en ella era más profunda de lo que se había atrevido a admitir.

El bárbaro se encaminó hacia su casa; poco después regresaba, exhibiendo una sonrisa engreída, con una vaina sujeta a la espalda. Por encima de su hombro derecho, Catti-brie podía ver la empuñadura y la cruz de la guarnición de la espada —¡una cruz que era casi tan larga como la hoja de su arma!— y el extremo inferior de la vaina asomando debajo de la cadera de Berkthgar y llegando casi al suelo.

La joven estaba sobrecogida, preguntándose en qué se había metido, mientras Berkthgar desenvainaba la espada con aire solemne. Tuvo que extender el brazo completamente; el cuero de la parte superior de la vaina había sido cortado unos treinta centímetros a fin de que el cabecilla bárbaro pudiera sacar la gigantesca hoja.

¡Era un mandoble descomunal! La hoja medía más de ciento veinte centímetros, a lo que había que añadir una prolongación de otros veinte centímetros entre la cruz de guarnición principal y una segunda, más pequeña, de afilado acero.

Con una mano, los músculos del brazo tensos y abultados, Berkthgar empezó a girar el arma sobre su cabeza, creando un zumbido profundo y vibrante. Luego bajó el espadón, hincó la punta en el suelo y apoyó el brazo en la cruz de la guarnición, que casi le llegaba a los hombros.

—¿Vas a utilizar eso para combatir o es que piensas sacrificar unas reses para el banquete? —preguntó Catti-brie en un intento de rebajar un poco la creciente arrogancia del hombre.

—Si quieres, todavía puedes escoger la otra competición. Estoy dispuesto a darte esa opción —replicó Berkthgar calmosamente.

Catti-brie desenvainó la espada con un movimiento relampagueante, la alzó frente a sí, y flexionó las piernas, adoptando una postura defensiva.

El bárbaro soltó una risotada y adoptó una pose similar, pero al instante se irguió, con una expresión de desconcierto plasmada en su rostro.

—No puedo —empezó—. Si te alcanzo aunque sólo sea con un golpe de refilón, el corazón del rey Battlehammer se partiría en dos como sin duda le ocurriría a tu cabeza.

Catti-brie atacó de improviso y la punta de su espada tocó a Berkthgar en el hombro, abriendo un corte en el chaleco forrado de pieles.

El bárbaro bajó la vista hacia el desgarrón y luego sus ojos se volvieron lentamente hacia el rostro de Catti-brie, pero, aparte de eso, no hizo movimiento alguno.

—Lo que ocurre es que tienes miedo porque sabes que no puedes mover ese cuchillo de matarife con bastante rapidez —lo zahirió la muchacha.

Berkthgar parpadeó lentamente, exagerando el movimiento como para demostrar lo aburrido que le resultaba todo este asunto.

—Te mostraré la repisa de la chimenea donde descansa Bankenfuere —dijo—. Y antes te mostraré el lecho que hay frente a esa chimenea.

—Ese trasto está mejor descansando en una repisa que en las manos de un guerrero —rezongó Catti-brie, harta de las infantiles insinuaciones sexuales del bárbaro. Se abalanzó de nuevo y propinó un fuerte golpe con la parte plana de la espada en la mejilla de Berkthgar; luego retrocedió de un salto, todavía gruñendo—. ¡Si tienes miedo, entonces admítelo!

Berkthgar se llevó la mano a la herida y al retirarla vio que tenía los dedos manchados de sangre. Catti-brie dio un respingo, ya que no había sido su intención golpearlo tan fuerte.

Las intromisiones de Khazid’hea era sutiles.

—Has agotado mi paciencia, necia mujer —bramó el bárbaro, y la punta de la tremenda Bankenfuere, la Furia del Norte, se alzó.

Berkthgar soltó un sordo gruñido y se abalanzó hacia adelante, en esta ocasión sujetando el arma con las dos manos mientras balanceaba la enorme hoja a uno y otro lado. Atacó con la parte plana del acero, como había hecho Catti-brie, pero la muchacha comprendió que el resultado final sería el mismo. ¡Recibir un golpe plano de ese tremendo mandoble le haría los huesos papilla!

Pero Catti-brie ya estaba lejos de Berkthgar en ese punto, retrocediendo con rapidez (y preguntándose de nuevo si estaba en sus cabales) tan pronto como el espadón se puso en movimiento. El mandoble trazó un arco de izquierda a derecha y acto seguido lanzó una segunda estocada, esta en diagonal y hacia abajo. Más rápido de lo que esperaba Catti-brie, Berkthgar invirtió la trayectoria y la hoja de acero zumbó al arremeter en horizontal, de izquierda a derecha, y luego se situó en la posición inicial, lista para otro ataque, junto al musculoso hombro del bárbaro.

Una demostración impresionante, ciertamente, pero Catti-brie había observado atentamente la rutina, olvidado ya su pasmo inicial, y había reparado en que las defensas del bárbaro tenían más de un hueco.

Naturalmente, la coordinación de sus movimientos tenía que ser perfecta y actuar en el momento preciso. Un error, y Bankenfuere la convertiría en alimento para gusanos.

Berkthgar se lanzó de nuevo con otro corte horizontal, un ataque previsible, ya que el manejo de un arma tan descomunal no dejaba muchas opciones. Catti-brie retrocedió un paso, y luego otro más para mayor seguridad; lanzó una estocada una vez que el pesado espadón pasó de largo, buscando dar un golpe en el brazo del bárbaro. Pero Berkthgar era demasiado rápido para caer en ello, y giró su arma a la par que arremetía de arriba abajo; su reacción fue tan veloz que Catti-brie tuvo que interrumpir el ataque y retroceder a trompicones para ponerse fuera del alcance del mandoble.

Aun así, la joven dedujo que había ganado este asalto, pues ahora tenía mejor medida del alcance de Berkthgar. Y, a su forma de ver, cada momento que pasaba era favorable para ella, ya que no le habían pasado inadvertidas las gotitas de sudor que perlaban la frente del embriagado bárbaro, además de que su respiración era un poco más trabajosa que antes.

—Si lo demás lo haces tan mal como luchar, entonces me alegro de haber elegido esta otra competición —dijo Catti-brie.

La pulla hizo que el orgulloso Berkthgar lanzara otro ataque salvaje. Catti-brie se agachó y reculó eludiendo las titánicas y fútiles arremetidas de Bankenfuere. La cólera del bárbaro, lejos de agotarse, impulsó el arma de nuevo, y Catti-brie saltó hacia atrás para evitar el golpe. La enorme espada giró y descendió al tiempo que Berkthgar cargaba hacia adelante, y la muchacha hizo un quiebro a un lado justo a tiempo de esquivar la hoja que se descargaba con fuerza.

—¡Te cogeré muy pronto! —prometió el bárbaro, que se plantó frente a la joven y blandió la poderosa arma a derecha e izquierda para finalmente situarla junto a su hombro, en su habitual rutina para iniciar un nuevo ataque.

Catti-brie se adelantó en ese momento dando una larga zancada con el pie derecho, y extendió el brazo que sostenía la espada hacia la cadera desprotegida de Berkthgar. Sin embargo, plantó el pie izquierdo con firmeza, ya que su intención no era continuar el movimiento iniciado. Tan pronto como el bárbaro cruzó su arma para interceptar el golpe, Catti-brie se echó hacia atrás, giró sobre la pierna plantada y, acompañando con el impulso del cuerpo la trayectoria marcada por la espada hacia la cadera derecha del hombre, logró alcanzarlo con un golpe doloroso.

Berkthgar gruñó y giró sobre sí mismo tan bruscamente que casi perdió el equilibrio.

Catti-brie se encontraba ya a unos palmos de distancia, agazapada, dispuesta. Era palpable que el manejo de la pesada arma le estaba pasando factura al hombre, sobre todo habiendo ingerido unas generosas raciones de aguamiel.

—Unos cuantos golpes más —musitó Catti-brie, obligándose a ser paciente.

Y, así, continuó con el mismo método dejando que los minutos pasaran y que la respiración de Berkthgar se convirtiera en sonoros resuellos. En cada ataque, Catti-brie repitió la misma rutina, la que le daba ventaja por el hecho de que la enorme espada y los gruesos brazos de Berkthgar formaban una perfecta barrera óptica.

Drizzt tuvo que sufrir los obscenos comentarios que se sucedieron durante la siguiente media hora.

—¡Nunca había durado tanto! —gritó uno de los bárbaros.

—¡Berkthgar el Brauzen! —gritó otro, la palabra que en el lenguaje bárbaro significaba «resistente».

—¡El Brauzen! —gritaron al unísono todos los escandalosos hombres mientras levantaban sus jarras en un brindis. Algunas de las mujeres que se encontraban en la parte trasera de Hengorot soltaron unas risitas tontas ante el picante comentario, pero la mayoría tenía una expresión desabrida.

«Brauzen», repitió para sus adentros el drow, que pensó que el término encajaba perfectamente para describir su propia paciencia durante aquellos minutos insoportablemente largos. Por mucho que lo encolerizaran las groseras bromas a costa de Catti-brie, aún mayor era su temor de que Berkthgar hiciera daño a la joven, que quizá la derrotara en el combate y después intentara dominarla en otro sentido.

Drizzt tuvo que esforzarse sobremanera para contener su imaginación. A pesar de sus bravatas, a pesar de las baladronadas de su gente, Berkthgar era un hombre de honor. Pero estaba ebrio…

«Lo mataré», decidió el drow; y, si algo de lo que temía llegaba a pasar, acabaría con el poderoso Berkthgar pesara a quien pesara.

Sin embargo, las cosas no llegaron a tal punto, ya que el cabecilla bárbaro y Catti-brie regresaron a la tienda, y, aunque parecía haber cierta tensión entre ambos y la incipiente barba del bárbaro estaba oscurecida en un lado con sangre reseca, por lo demás, se encontraban en buenas condiciones.

Catti-brie guiñó un ojo al drow con disimulo cuando pasó a su lado.

Hengorot se sumió en el silencio; sin duda, los embriagados hombres esperaban escuchar algún relato picante sobre las proezas de su jefe.

Berkthgar miró a Catti-brie, y la joven le sostuvo la mirada sin un pestañeo.

—No llevaré a Aegis-fang —anunció el jefe bárbaro.

Retumbaron quejas y abucheos, y cundieron las especulaciones sobre quién había ganado el «combate». Berkthgar enrojeció hasta las orejas, y Drizzt temió que surgieran problemas. Catti-brie se subió a la mesa.

—¡No hay un hombre mejor en Piedra Alzada! —proclamó.

Varios bárbaros se lanzaron precipitadamente hasta el borde de la mesa, ansiosos por aceptar el reto.

—¡Ninguno mejor que él! —les gritó Catti-brie con una cólera tan evidente que los hizo retroceder.

—No llevaré el martillo de guerra en honor a Wulfgar —explicó Berkthgar—. Y en honor a Catti-brie. —Las miradas sin expresión se volvieron hacia él—. Si he de pretender correctamente a la hija del rey Bruenor, nuestro amigo y aliado —continuó el cabecilla bárbaro, y Drizzt sonrió ante la última referencia—, entonces tiene que ser mi propia arma, Bankenfuere, la que se convierta en leyenda.

Levantó el enorme espadón y la multitud prorrumpió en gritos de entusiasmo. Zanjado el asunto y sellada la alianza, el aguamiel empezó a correr otra vez antes de que Catti-brie tuviera tiempo siquiera de bajarse de la mesa y dirigirse hacia Drizzt. Se paró al pasar junto al jefe bárbaro y le lanzó una mirada maliciosa.

—Si me entero que has mentido sobre lo ocurrido entre nosotros —empezó en un susurro, teniendo cuidado de que nadie más pudiera oírla— o si haces la más ligera insinuación de que te has acostado conmigo, ten por seguro que regresaré y te abriré en canal delante de toda tu gente.

La expresión de Berkthgar se ensombreció ante estas palabras, y se ensombreció aún más cuando se volvió para ver marchar a Catti-brie y se encontró con el mortífero amigo drow de la joven, plantado con tranquila soltura, las manos sobre las empuñaduras de sus cimitarras y sus ojos, del color del espliego, expresándole sin tapujos sus sentimientos por ella. Berkthgar no deseaba enzarzarse con Catti-brie otra vez, pero preferiría combatir con ella un centenar de veces antes que enfrentarse al vigilante drow.

—¿Regresarás y lo abrirás en canal? —preguntó Drizzt mientras los dos salían de la ciudad, descubriendo a Catti-brie que sus agudos oídos habían escuchado sus palabras de despedida al bárbaro.

—No quisiera tener que cumplir nunca esa promesa —contestó la muchacha—. Luchar contra ese hombre cuando el aguamiel no le esté saliendo por las orejas sería igual que meterse en la cueva de un oso.

Drizzt se frenó de golpe, y Catti-brie, tras dar un par de pasos más, se volvió a mirarlo. El drow la señalaba con el dedo y sonreía de oreja a oreja.

—¡Yo he hecho eso! —comentó y, así, Drizzt tuvo otra historia que contar mientras los dos (y poco después los tres, ya que el elfo oscuro llamó enseguida a Guenhwyvar) recorrían los senderos de vuelta a las montañas.

Más tarde, bajo un cielo tachonado de relucientes estrellas y a la lumbre de una pequeña hoguera, Drizzt observó la figura tendida boca abajo de Catti-brie; su respiración regular denotaba que estaba profundamente dormida.

—Tú sabes que la amo —dijo el drow a Guenhwyvar. Los relucientes ojos verdes de la pantera parpadearon, pero, aparte de eso, el animal no hizo ningún movimiento—. Y, sin embargo, no debería —continuó Drizzt—. Y no a causa de Wulfgar —añadió rápidamente, y asintió con la cabeza al oír sus propias palabras, consciente de que Wulfgar, que lo había querido tanto como Drizzt lo había querido a él, no lo desaprobaría—. Sería imposible —insistió el drow en un susurro apenas audible.

Guenhwyvar soltó un rugido bajo y largo, pero si había en ello algún significado, aparte de expresar su interés por lo que el drow decía, Drizzt no alcanzó a entenderlo.

—Su vida será corta —prosiguió Drizzt con voz queda—. Yo seguiré siendo un drow joven cuando ella ya no esté. —Su mirada fue de la muchacha a la pantera, y una nueva idea se abrió paso en su mente—. Tú debes entender estas cosas, mi inmortal amiga. ¿Dónde quedo yo en la duración de tu existencia? ¿A cuántos otros has cuidado como me cuidas a mí, mi Guenhwyvar, y cuántos más habrá?

Drizzt recostó la espalda en la pared rocosa y miró a Catti-brie y luego a las estrellas. Sus pensamientos eran tristes y, no obstante, en cierto sentido, eran reconfortantes, como un juego eterno, como unas emociones compartidas, como los recuerdos de Wulfgar. Drizzt dejó que esos pensamientos se remontaran hacia el cielo, hacia la bóveda celeste, y se dispersaran con el incesante y gemebundo viento.

Sus sueños estuvieron llenos de imágenes de amigos: de Zaknafein, su padre; de Belwar, el enano svirfnebli; del capitán Deudermont; del buen navío, el Duende del Mar; de Regis y Bruenor; de Wulfgar; y, sobre todo, de Catti-brie.

Fue el sueño más tranquilo y placentero que Drizzt Do’Urden había tenido jamás.

Guenhwyvar observó al drow durante un rato; luego descansó su gran cabeza felina sobre las anchas zarpas y cerró los verdes ojos. Las palabras de Drizzt habían dado en el clavo, salvo, naturalmente, su insinuación de que su recuerdo sería intranscendente en los siglos por venir. Efectivamente, Guenhwyvar había acudido a la llamada de muchos amos —la mayoría de ellos, buenos; algunos, perversos— durante el pasado milenio y aún más atrás. La pantera recordaba a algunos; a otros, no. Pero Drizzt…

Guenhwyvar jamás olvidaría al elfo oscuro renegado cuyo corazón era tan bueno y tan generoso y cuya lealtad no era menor que la de la propia pantera.