Al borde del estallido
¿Una conspiración?, preguntaron los dedos del drow, utilizando el código manual de los elfos oscuros, de movimientos tan intrincados y variados que casi podía interpretar hasta la última connotación de cada palabra del lenguaje hablado.
Jarlaxle contestó sacudiendo levemente la cabeza. Suspiró, y por su expresión parecía estar realmente perplejo, algo poco corriente en él; hizo un gesto a su acompañante para que lo siguiera hasta una zona más segura.
Cruzaron las anchas y sinuosas avenidas de Menzoberranzan, unos espacios llanos y despejados entre los imponentes pilares de estalagmitas que eran los hogares de las diferentes familias drows. Estos pilares, así como muchas de las estalactitas que colgaban desde el techo de la gran caverna, estaban huecos y tenían esculpidas amplias balconadas, rampas y pasajes. Los agrupamientos rocosos que formaban los palacios de cada familia a menudo estaban conectados por puentes altos, la mayoría diseñados a semejanza de una tela de araña. Y en todas las casas, sobre todo en las de las familias más antiguas y arraigadas, las fabulosas tallas quedaban resaltadas por el brillo de los fuegos fatuos, púrpuras y azules, a veces perfiladas en rojo y, más infrecuentemente, en verde. Menzoberranzan era una ciudad espectacular, imponente, surrealista, y un visitante ingenuo (que dejaría de ser cándido rápidamente o, en caso contrario, pasaría a mejor vida) jamás imaginaría que los artífices de tal belleza se contaban entre las razas más perversas de Toril.
Jarlaxle caminaba en completo silencio por las calles oscuras y más angostas que rodeaban las casas menos importantes. Su atención estaba volcada al frente y a los lados, y su penetrante vista (el parche lo llevaba sobre el ojo derecho en estos momentos) captaba cualquier movimiento, por leve que fuera, hasta en las sombras más distantes.
La sorpresa del jefe mercenario fue total cuando echó una ojeada a sus espaldas y en lugar de ver a M’tarl, su acompañante y lugarteniente de Bregan D’aerthe, se encontró con otro drow muy poderoso.
Pocas eran las veces en que Jarlaxle no reaccionaba con rapidez, pero la imagen de Gomph Baenre, hijo mayor de la matrona Baenre y archimago de Menzoberranzan, plantada tan inesperadamente junto a él, lo sobresaltó.
—Espero que M’tarl me sea entregado cuando hayas terminado —dijo Jarlaxle, recuperada ya su habitual compostura.
Sin pronunciar una palabra, el archimago hizo un gesto con el brazo y un reluciente globo verde apareció en el aire, a varios palmos del suelo. Un fino cordón plateado partía de su interior, y el extremo visible apenas rozaba el piso de piedra.
Jarlaxle se encogió de hombros y cogió el cordón; tan pronto como lo tocó, fue atraído hacia el interior del globo, al espacio extradimensional que había al otro lado del reluciente acceso.
El mercenario pensó que el hechizo era impresionante, ya que no se encontraba en el espacio vacío creado habitualmente con este tipo de conjuro, sino en una salita amueblada con gran lujo y, además, con un sirviente zombi que le ofreció una copa de buen vino antes de que tomara asiento. Jarlaxle tardó un instante en cambiar su visión infrarroja al espectro de luz normal, ya que el lugar estaba bañado por un suave brillo azulado. Tal cosa no era infrecuente entre los magos drows que, aunque acostumbrados a las constantes tinieblas de la Antípoda Oscura, necesitaban luz para leer pergaminos o libros de conjuros.
—Te será entregado si es capaz de sobrevivir en donde lo he metido hasta que acabemos nuestra conversación —contestó Gomph.
El hechicero no parecía muy preocupado cuando entró en la bolsa extradimensional. El poderoso Baenre cerró los ojos y musitó una palabra; su piwafwi y el resto de su atuendo corriente se transformaron en una vestimenta acorde con su alto rango. La ondeante túnica tenía infinidad de bolsillos y estaba adornada con símbolos y runas de poder. Al igual que las tallas de las casas, los fuegos fatuos perfilaban estas runas, pero el archimago podía apagarlas con un simple pensamiento, y entonces la túnica lo encubría con más efectividad que la mejor piwafwi. Dos broches, uno con la forma de una araña de cuerpo rojo y patas negras, y el otro con una reluciente esmeralda, adornaban la magnífica túnica, si bien Jarlaxle apenas alcanzaba a verlos ya que el largo cabello blanco del hechicero caía sobre sus hombros y su pecho.
Con su interés por los objetos mágicos, el mercenario ya había visto estos broches en la pechera del anterior archimago, aunque Gomph ocupaba el cargo desde antes de que la mayoría de los drows de Menzoberranzan hubiera nacido. El broche de araña permitía al archimago ejecutar el hechizo de calor que alumbraba Narbondel, el pilar que servía de reloj a Menzoberranzan. El calor llegaba a lo alto del pilar en un período de doce horas, y después empezaba a menguar, retirándose hacia la base, en un plazo de tiempo idéntico, hasta que la piedra volvía a estar fría; era un reloj perceptible y adecuado para los ojos drows, dotados de visión infrarroja.
El otro broche le daba a Gomph una juventud perpetua. Según los cálculos de Jarlaxle, el hechicero había visto transcurrir siete siglos y, sin embargo, su apariencia era la de un joven en edad de iniciar su entrenamiento en la Academia drow.
Una impresión errónea, se retractó Jarlaxle mientras observaba detenidamente al hechicero. Se advertía en Gomph un halo de poder y dignidad, reflejado claramente en sus ojos, que denotaba la sabiduría que sólo se adquiere merced a la amarga experiencia de una larga vida. Se encontraba ante un hombre astuto y taimado, capaz de hacer una valoración inmediata de cualquier situación, y, a decir verdad, Jarlaxle se sentía más intranquilo y vulnerable en presencia de Gomph de lo que se había sentido ante la propia matrona Baenre hacía un rato.
—¿Una conspiración? —preguntó Gomph de nuevo, esta vez en voz alta—. ¿Por fin las otras casas se han hartado de mi madre y se han aliado contra la casa Baenre?
—Ya he dado un informe completo a la matrona…
—He oído hasta la última palabra —lo interrumpió el archimago con un gruñido de impaciencia—. Ahora quiero saber la verdad.
—Interesante concepto —dijo Jarlaxle, que esbozó una sonrisa torcida al darse cuenta de que Gomph estaba realmente nervioso—. La verdad.
—Algo poco frecuente —se mostró de acuerdo el hechicero, recobrada la compostura. Se recostó en el sillón, uniendo las puntas de los dedos frente a sí—. Pero también algo que ayuda a los necios entremetidos a conservar la vida.
La sonrisa de Jarlaxle se borró. Observó a Gomph con cuidado, sorprendido ante una amenaza tan abierta. El archimago era poderoso; de hecho, el miserable carcamal había alcanzado las cotas máximas de poder a las que podía aspirar un varón según las normas de Menzoberranzan. Pero Jarlaxle no se regía por tales normas, y que el hechicero corriera el riesgo de amenazarlo…
El mercenario se sorprendió aún más al comprender que Gomph, el poderoso Gomph Baenre, estaba más que nervioso. Estaba realmente asustado.
—Ni siquiera me tomaré la molestia de recordarte la utilidad de este «necio entremetido» —replicó Jarlaxle.
—Por mí no lo hagas.
El mercenario se rio en sus narices.
Gomph se llevó las manos a las caderas, y la sobretúnica se abrió con el movimiento, dejando a la vista un par de varitas metidas bajo el cinturón, una a cada lado.
—No hay ninguna conspiración —dijo Jarlaxle de repente, con actitud seria y firme.
—Quiero la verdad.
—Es la verdad —contestó el mercenario con toda franqueza—. Tengo tantos intereses en la casa Baenre como tú mismo, archimago. Si las casas menores se hubieran aliado contra Baenre, o si sus hijas conspiraran para derribarla, Bregan D’aerthe estaría de su parte, como mínimo para ponerla sobre aviso acerca del inminente plan de derrocamiento.
La expresión de Gomph se tornó seria. Lo que más le llamó la atención a Jarlaxle era que el hijo mayor de la casa Baenre no diera señales de haber advertido su evidente (e intencionado) desliz al referirse a la matrona sólo por el nombre, sin el título. Los drows, en especial los varones, a menudo pagaban con la vida este tipo de errores.
—Entonces ¿qué es? —instó Gomph, y el propio tono de su pregunta, casi una súplica, cogió de sorpresa al mercenario. Jamás había visto al archimago en semejante estado de desesperación—. ¡No lo niegues! —espetó el hechicero—. ¡Se nota que algo anda mal hasta en el mismo aire que respiramos!
«Desde hace incontables siglos», añadió Jarlaxle para sus adentros, una opinión que, muy sensatamente, consideró oportuno no expresar en voz alta.
—La capilla resultó dañada —se limitó a contestar.
El archimago asintió con un gesto, la expresión desabrida. La gran capilla abovedada de la casa Baenre era el lugar más sagrado de toda la ciudad, el santuario de Lloth por excelencia. Durante su fuga, en un acto que quizá fuera la bofetada más terrible infligida a la reina araña, el renegado Do’Urden y sus amigos habían hecho que una estalactita se desplomara desde el techo de la caverna y atravesara la atesorada bóveda como una lanza gigante.
—La reina araña está enfurecida —señaló Gomph.
—En su lugar, también yo lo estaría.
El archimago lanzó una mirada iracunda al atildado mercenario; Jarlaxle sabía que no era por su comentario insultante, sino simplemente por su actitud frívola.
Al ver que su mirada reprobadora sólo conseguía arrancar una sonrisa al mercenario, Gomph se levantó de la silla bruscamente y empezó a pasear como una fiera enjaulada. El criado zombi, cuyos actos estaban programados ya que carecía de capacidad para pensar, se acercó presuroso a él con más bebidas.
El archimago gruñó y alzó una mano; una bola de fuego apareció en la palma de manera repentina. Con la otra mano, Gomph puso algo pequeño y rojo —parecía una balanza— dentro de la llama y empezó a entonar un canturreo ominoso.
Jarlaxle observó pacientemente cómo Gomph daba rienda suelta a su frustración; el mercenario prefería que el hechicero descargara la rabia con el zombi y no con él.
Una lengua de fuego salió disparada de la mano del archimago. Lenta, resueltamente, como una serpiente que ya ha inmovilizado a su presa con veneno, la llama se enroscó en torno al zombi que, por supuesto, no se movió ni protestó. En cuestión de segundos, estaba envuelto en esta serpiente de fuego. Cuando Gomph tomó de nuevo asiento, el infeliz autómata, ardiendo de pies a cabeza, siguió los movimientos programados y se retiró a un extremo, impasible. Se situó en su puesto, pero enseguida se desmoronó, con una pierna consumida.
—El olor… —empezó Jarlaxle mientras se llevaba una mano a la nariz.
—¡Es de poder! —completó Gomph, cuyos rojizos ojos se estrecharon en tanto que las ventanas de su fina nariz se dilataban. El hechicero inspiró profundamente y se refociló con el hedor.
—No es Lloth quien promueve el conflicto que flota en el aire —dijo de repente Jarlaxle, deseoso de echar por tierra la fanfarronada del frustrado hechicero, terminar de una vez la conversación y salir de aquel apestoso lugar.
—¿Qué es lo que sabes? —inquirió Gomph, que volvía a mostrarse muy ansioso.
—Lo mismo que tú —replicó el mercenario—. Lloth debe de estar enfurecida por la huida de Drizzt y el destrozo ocasionado en la capilla. Tú, mejor que cualquier otro, conoces la importancia de ese santuario.
El tono malicioso de Jarlaxle hizo que las ventanas de la nariz de Gomph se dilataran de nuevo. El mercenario sabía que había puesto el dedo en la llaga, un punto débil en la coraza del archimago. Gomph era autor de la obra culminante de la capilla Baenre, una ilusión gigantesca y reluciente que flotaba sobre el altar central y que cambiaba de forma constantemente, pasando de ser una hermosa mujer drow a una enorme araña de manera alternativa. No era un secreto en Menzoberranzan que Gomph no se contaba entre los seguidores más devotos de Lloth, y que la creación de la magnífica ilusión lo había salvado de la despiadada cólera de su madre.
—Pero están ocurriendo demasiadas cosas para achacarlas sólo a Lloth —prosiguió Jarlaxle tras saborear un instante su pequeña victoria—. Y muchas de ellas afectan negativamente a la propia base de poder de la reina araña.
—¿Una deidad rival? —sugirió Gomph, mostrándose más intrigado de lo que era su intención—. ¿O una rebelión clandestina?
El hechicero se recostó en el sillón bruscamente, pensando que quizás había dado en el clavo, que cualquier rebelión clandestina entraba, indiscutiblemente, en el campo de cierto jefe mercenario facineroso.
Pero Jarlaxle no estaba acorralado, ni mucho menos, ya que, si las sospechas de Gomph estaban fundamentadas, él no tenía la menor noticia.
—Algo —fue todo cuanto respondió el mercenario—. Algo que quizá sea muy peligroso para todos nosotros. Durante más de veinte años, una y otra casa ha sobrevalorado, por alguna razón, la trascendencia de capturar al renegado Do’Urden, y ese celo excesivo ha acrecentado su importancia y multiplicado los problemas que ha causado.
—Así que crees que todo esto está relacionado con la huida de Drizzt —razonó Gomph.
—Creo que es lo que muchas madres matronas pensarán —se apresuró a contestar Jarlaxle—. Y, en consecuencia, la huida de Drizzt jugará, efectivamente, un papel muy importante en lo que está por venir. Pero no he dicho, y no lo creo, que la sensación que tienes de que pasa algo sea consecuencia de la fuga del renegado de la casa Baenre.
Gomph cerró los ojos y dejó que la lógica se impusiera. Jarlaxle tenía razón, naturalmente. Menzoberranzan era un lugar tan inmerso en sus propias intrigas que la verdad importaba menos que la sospecha, sospecha que a menudo cobraba por sí misma naturaleza de profecía cumplida y, consecuentemente, convertida en verdad con frecuencia.
—Tal vez quiera volver a hablar contigo, mercenario —dijo el archimago con voz queda.
Jarlaxle advirtió la aparición de una puerta cerca del punto por donde había entrado en el espacio extradimensional. Junto a ella, el zombi seguía ardiendo y ahora no era más que un montón, arrugado y ennegrecido, de huesos casi pelados. Jarlaxle se dirigió hacia la puerta.
—¡Qué lástima! —suspiró Gomph con actitud dramática, y el mercenario se detuvo—. M’tarl no ha sobrevivido.
—Mala suerte para él —respondió Jarlaxle, reacio a que Gomph pensara que la pérdida del lugarteniente podía afectar ni en mucho ni en poco a Bregan D’aerthe.
El mercenario caminó hacia la puerta, descendió por el cordón y desapareció en las sombras de la ciudad silenciosamente, intentando digerir todo lo ocurrido. No era frecuente que mantuviera conversaciones con Gomph, y más infrecuente aún que se reunieran a petición del retorcido archimago. La importancia de tal hecho era evidente, comprendió Jarlaxle. Algo muy raro estaba ocurriendo aquí; era como si en el aire flotara una sensación hormigueante. El mercenario, amante del caos (sobre todo porque, de su torbellino, él siempre parecía salir con ventaja), estaba intrigado. Y lo más chocante era que Gomph, a pesar de sus temores y de lo mucho que tenía que perder, ¡también estaba intrigado!
La sugerencia del archimago sobre la posible intervención de otra deidad lo ponía de manifiesto, descubría todo su juego. Gomph era un viejo resentido, a despecho de haber alcanzado la posición más alta a la que un varón drow de Menzoberranzan podía aspirar.
No; a despecho de haber llegado tan lejos, no, se corrigió Jarlaxle para sus adentros, sino precisamente por eso. Gomph era —y había sido durante siglos— un resentido, porque según el alto concepto que tenía de sí mismo, consideraba insignificante incluso la posición de archimago, una limitación impuesta por la circunstancia de ser varón.
Jarlaxle sabía que la mayor debilidad de Menzoberranzan no era la rivalidad entre las diferentes casas, sino el estricto sistema matriarcal impuesto por las seguidoras de Lloth. La mitad de la población drow estaba subyugada por el mero hecho de haber nacido varones.
Eso era una debilidad.
Y la subyugación engendraba, inevitablemente, el rencor, incluso —¡y especialmente!— en alguien que había llegado tan lejos como Gomph. Debido a su encumbrada posición, el archimago podía ver claramente las cotas de poder a las que podría haber llegado si hubiera nacido con unos órganos genitales distintos.
Gomph había indicado que quizá querría hablar otra vez con Jarlaxle; el mercenario tenía la sensación de que el amargado hechicero y él volverían a reunirse, efectivamente, y tal vez con frecuencia. Durante los siguiente veinte pasos en su marcha a través de Menzoberranzan, Jarlaxle se preguntó qué clase de información podría Gomph sacarle al pobre M’tarl, ya que, por supuesto, el lugarteniente no estaba muerto… aunque, probablemente, desearía estarlo muy pronto.
Jarlaxle se burló de su propia necedad. Había sido sincero con Gomph, así que M’tarl no podía revelarle nada incriminatorio. El mercenario suspiró. No estaba acostumbrado a hablar con sinceridad, ni a caminar por donde no había trampas tendidas.
Desechada tal idea, Jarlaxle volvió su atención a la ciudad. Algo se estaba cociendo. Jarlaxle, el superviviente a ultranza, podía sentirlo, al igual que lo sentía Gomph. Algo muy importante podía ocurrir en el momento más inesperado, y lo que el mercenario necesitaba era hacer planes para sacar de ello el mayor provecho posible, fuera lo que fuera.