Rey contra reina
La larga noche dio paso al alba, cuando los elfos oscuros llevaban de nuevo ventaja y tenían la iniciativa en la batalla por el Valle del Guardián. Las afirmaciones de Berg’inyon sobre la futilidad de la defensa, incluso con los refuerzos enanos y svirfneblis, parecían ser ciertas a medida que las tropas drows rodeaban gradualmente a los svirfneblis y después empujaban a las líneas del este hacia la pared una vez más.
Pero entonces ocurrió.
Después de toda una noche de lucha, después de horas de organizar la batalla y reservar a los hechiceros, utilizando a los jinetes de lagartos en el momento preciso y nunca comprometiéndolos del todo en el conflicto, todos los planes cuidadosamente trazados de la poderosa fuerza drow se vinieron abajo.
El perfil de las montañas al este del Valle del Guardián se iluminó con un borde plateado que anunciaba el amanecer. Para los drows y los otros monstruos de la Antípoda Oscura no era algo trivial.
Un hechicero drow, concentrado en la creación de un rayo que derrotaría a los enemigos más próximos, interrumpió el conjuro y en su lugar creó un globo de oscuridad dirigido al ribete del sol que asomaba sobre el horizonte, creyendo que eliminaría la luz. El hechizo se gastó y lo único que hizo fue poner una mota negra en el aire, a gran distancia, y, mientras el hechicero entrecerraba los ojos para resguardarlos del resplandor y se preguntaba qué hacer a continuación, los defensores que estaban más cerca se echaron sobre él y lo mataron.
Otro drow que luchaba contra un enano estaba a punto de derrotar a su adversario. Tan volcado estaba en ello que apenas advirtió la proximidad del alba… hasta que el borde del sol asomó por el horizonte y arrojó un rayo de luz, un rayo de agonía, a sus sensibles ojos. Cegado y aterrorizado, el elfo oscuro blandió sus armas con frenesí, pero sus golpes quedaron muy desviados del blanco.
Entonces sintió como si las costillas le explotaran.
Todos estos elfos oscuros habían visto cosas bajo el espectro de luz normal con anterioridad, pero no tan nítidamente, no con una luz tan fuerte, no con colores tan intensos y vividos. Habían oído hablar de la terrible luz del sol. Berg’inyon había presenciado un amanecer muchos años atrás; lo había visto por encima del hombro mientras él y su grupo de incursión huían de regreso a la segura oscuridad de los túneles inferiores. Ahora, el maestro de armas y sus hombres no sabían qué podían esperar de aquello. ¿Acaso el infernal sol los abrasaría del mismo modo que los cegaba? Sus mayores les habían dicho que no, pero les advirtieron que serían más vulnerables a la luz del día, que la luminosidad levantaría la moral de sus enemigos.
Berg’inyon intentó reagrupar a sus fuerzas en cerradas formaciones de combate. El maestro de armas sabía que todavía podían vencer, aunque este último acontecimiento costaría muchas vidas drows. Los elfos oscuros podían luchar a ciegas, pero lo que Berg’inyon temía no era sólo una pérdida de visión. Era la pérdida del ánimo. Los rayos que se proyectaban desde lo alto de las montañas superaban cualquier experiencia suya y de sus tropas. Y, con todo lo aterrador que había resultado caminar bajo un dosel de estrellas inalcanzables, este suceso, esta salida del sol, era puramente aterrador.
Berg’inyon consultó rápidamente con sus hechiceros para ver si había algún modo de contrarrestar el amanecer. Sin embargo, la información que obtuvo lo consternó tanto como la luz infernal. Los hechiceros drows que estaban en el Valle del Guardián también tenían ojos en otros lugares, y a través de la visión mágica de dichos magos empezaron a correr rumores sobre elfos oscuros que desertaban en los túneles inferiores, y que los drows que habían sido frenados en los túneles cercanos a la puerta oriental se habían retirado de Mithril Hall y habían huido hacia pasajes más profundos en la cara oriental del Cuarto Pico. A Berg’inyon no le costó mucho interpretar tal información; esos drows se encontraban ya de camino por los túneles que llevaban de vuelta a Menzoberranzan.
El maestro de armas no podía hacer caso omiso de la trascendencia del informe. Cualquier alianza entre los elfos oscuros era poco consistente, y él sólo podía conjeturar hasta qué punto se extendía la deserción. A pesar del amanecer, Berg’inyon estaba convencido de que su fuerza podía vencer en el Valle del Guardián y tomar la puerta oeste, pero, de repente, tuvo que plantearse qué encontrarían en Mithril Hall una vez que hubieran entrado.
¿A la matrona Baenre y sus aliados? ¿Al rey Bruenor y al renegado, Drizzt, y una hueste de enanos dispuestos a luchar? La idea no le hizo gracia al preocupado maestro de armas.
De esta suerte, no fue la superioridad numérica la que se alzó con la victoria en el Valle del Guardián. No fue el valor de Berkthgar o Besnell, o la fiereza de Belwar y sus svirfneblis, o la sabiduría de Cepa Garra Escarbadora. Fue el amanecer y la desconfianza entre las filas enemigas, la falta de cohesión y el profundo temor de que no llegaran tropas de refuerzo, pues todos y cada uno de los guerreros drows, desde Berg’inyon hasta el último soldado raso, sabían que a sus aliados los traería sin cuidado dejarlos atrás para que fueran inmolados.
Ninguno de sus hombres cuestionó la decisión de Berg’inyon Baenre cuando éste dio la orden de abandonar el Valle del Guardián. Los jinetes de lagartos, de los que todavía quedaba un contingente de más de trescientos, salieron cabalgando por el abrupto terreno de la zona norte, y sus monturas de patas adhesivas pronto dejaron atrás a enemigos y aliados por igual.
Hasta el mismo aire del Valle del Guardián se estremecía por la tragedia y la emoción, pero los sonidos de la batalla se fueron apagando hasta que por último reinó un espeluznante silencio, roto de tanto en tanto por un grito de agonía. Berkthgar el Intrépido estaba plantado con una actitud firme, flanqueado por Cepa Garra Escarbadora y Terrien Doucard, el nuevo comandante de los Caballeros de Plata, y sus victoriosos soldados aguardaban, tensos, detrás de ellos.
A tres metros de distancia, Belwar Dissengulp se encontraba al frente de las diezmadas tropas svirfneblis. El muy honorable capataz sostenía en sus fuertes brazos el cadáver del noble Firble, uno de los muchos svirfneblis que habían muerto en este día, tan lejos de su hogar pero en defensa de él.
No sabían qué pensar el uno del otro, este bárbaro de más de dos metros de estatura y el svirfnebli que apenas alcanzaba la mitad de su talla. No podían hablarse el uno al otro, y no tenían signos comprensibles de amistad que ofrecerse.
El único punto común entre ellos eran los cadáveres de los odiados enemigos y de los queridos amigos, apilados a montones en el Valle del Guardián.
El fuego fatuo se prendió a lo largo de los brazos y las piernas de Drizzt, perfilándolo como una diana mejor. Se protegió arrojando un globo de oscuridad sobre sí mismo, en un intento de privar a sus adversarios de la ventaja de ser tres contra uno.
Las cimitarras del vigilante salieron de sus fundas, y Drizzt sintió un extraño apremio en una de ellas, no en Centella, sino en la otra, en la que había encontrado en la guarida del dragón Muerte de Hielo, el arma que había sido forjada para combatir y exterminar criaturas de fuego.
La cimitarra estaba hambrienta; Drizzt no había sentido en ella un ansia tan intensa desde…
Paró el primer ataque y gimió al recordar la otra ocasión en que su cimitarra había evidenciado su ansia: cuando había combatido contra el balor Errtu. Drizzt supo lo que eso significaba.
Baenre había traído amigos.
Catti-brie disparó otra flecha, directamente al rostro sonriente de la marchita madre matrona. De nuevo la flecha encantada estalló en un bonito despliegue de chispas inofensivas. La joven se volvió para huir, como Drizzt había ordenado, y agarró a su padre con intención de arrastrarlo consigo.
Bruenor no se movió. Miró a Baenre y supo que ella era la responsable; la miró y se convenció a sí mismo de que ella, personalmente, había matado a su muchacho. Entonces miró detrás de la madre matrona, al viejo enano. De algún modo, Bruenor lo conoció. En el fondo de su corazón, el octavo rey de Mithril Hall reconoció al fundador de su clan, aunque conscientemente era incapaz de hacer la relación.
—¡Corre! —le gritó Catti-brie, sacándolo momentáneamente de su abstracción.
Bruenor se volvió a mirar a la joven, y después detrás de ella, hacia el túnel. Escuchó ruidos de lucha en la distancia, en algún lugar a sus espaldas.
El hechizo de Quenthel surgió en ese momento y un muro de fuego estalló en el estrecho túnel, cortando la retirada. Aquello no le importó demasiado al determinado Bruenor; ahora, no. Se sacudió de encima la mano de Catti-brie y se volvió para mirar a Baenre; para mirar a la drow que, en su mente, había matado a su muchacho.
Dio un paso.
Baenre se rio de él.
Drizzt paró un golpe y atacó; luego, valiéndose de la cobertura del globo de oscuridad, se desvió hacia un lado rápidamente, demasiado deprisa para que la elfa oscura que lo atacaba por la espalda advirtiera el movimiento. La guerrera drow se abalanzó y arremetió con fuerza, pero sólo consiguió alcanzar a la drow que Drizzt acababa de herir, y rematarla.
Al oír el movimiento, Drizzt se volvió al tiempo que blandía las cimitarras. Hay que decir en favor de la guerrera drow que advirtió el contraataque a tiempo de parar el primer golpe, el segundo y el tercero, incluso el cuarto.
Pero Drizzt no se detuvo. Sabía que su cólera era peligrosa. Quedaba otra adversaria en el globo de oscuridad y arremeter tan furiosamente contra una única oponente lo hacía vulnerable con la otra. Pero el vigilante sabía también que sus amigos lo necesitaban mucho, que cada momento que perdía en el combate con estas guerreras les daba tiempo a las sacerdotisas para destruirlos a todos.
El quinto golpe del vigilante, un amplio arco hacia la izquierda, fue desviado limpiamente, como también el sexto, una estocada a fondo por la derecha. Drizzt atacó duramente, manteniendo la ofensiva. Sabía, como la guerrera lo sabía, que la única esperanza de la mujer estaba en su otra compañera.
Un grito sofocado, seguido por el rugido de una pantera, acabó con esa esperanza.
La furia de Drizzt se incrementó, y la guerrera drow siguió retrocediendo en la oscuridad, ahora a trompicones, dominada repentinamente por el pánico. Y, en ese instante de miedo, se golpeó la cabeza contra una estalactita, un obstáculo que sus aguzados sentidos drows deberían haber detectado. Se sacudió para despejarse y se las arregló para enderezar la postura al tiempo que adelantaba una espada ante sí para frenar otra furiosa estocada del vigilante.
Falló.
Drizzt, no, y Centella atravesó la excelente armadura drow y se hundió profundamente en un pulmón de la mujer.
El vigilante sacó su arma de un tirón y giró veloz sobre sus talones.
El globo de oscuridad desapareció bruscamente, disipado por la magia del expectante tanar’ri.
Bruenor dio otro paso y después echó a correr. Catti-brie gritó, dándolo por muerto cuando una descarga ardiente se precipitó sobre él.
Enfurecida, frustrada, la joven disparó su arco de nuevo, y más chispas inofensivas explotaron en el aire. A través de las lágrimas de rabia que brotaban de sus azules ojos, apenas advirtió que Bruenor se recuperaba del doloroso impacto y se lanzaba de nuevo a la carga.
Bladen’Kerst detuvo al enano mediante un hechizo que envolvió a Bruenor en un enorme bloque de mágica sustancia traslúcida y pegajosa. Bruenor siguió moviéndose, pero tan lentamente que el movimiento apenas era perceptible, en tanto que las tres sacerdotisas se reían de él.
Catti-brie volvió a disparar, y en esta ocasión su flecha alcanzó el bloque de masa pegajosa y se hundió varios palmos antes de frenarse y quedar colgada inútilmente por encima de la cabeza de su padre.
La joven miró a Bruenor, a Drizzt y al horrendo demonio de tres metros y medio de altura que había aparecido a la derecha, y a Regis, que gemía e intentaba arrastrarse a su izquierda. Sintió el calor a medida que el fuego rugía en el túnel a sus espaldas; oyó el continuo estruendo de batalla en la distancia, algo que no se explicaba.
Necesitaban que se produjera un alto, un cambio de tornas, y Catti-brie creyó verlo entonces y sintió renacer la esperanza. Tras rematar a su presa, Guenhwyvar rugió y se agazapó, preparada para saltar sobre el tanar’ri.
La esperanza de Catti-brie duró poco, pues mientras la pantera saltaba, una de las sacerdotisas lanzó algo al aire, hacia Guenhwyvar. La pantera se disipó en un humo gris a mitad del salto, y desapareció, enviada de vuelta al plano astral.
—Vamos a morir —musitó la joven, pues su enemigo era demasiado poderoso. Dejó caer a Taulmaril en el suelo y desenvainó a Khazid’hea. Respiró hondo para tranquilizarse al tiempo que se recordaba que había estado a las puertas de la muerte durante la mayor parte de su vida adulta. Miró a su padre y se dispuso a cargar, se dispuso a morir.
Una forma surgió fluctuante entre Catti-brie y el bloque de masa pegajosa que envolvía a Bruenor, y la expresión de resolución plasmada en el semblante de la joven se tornó en otra de asco cuando un monstruo espantoso, con cabeza de pulpo, se materializó en el aire y caminó —mejor dicho, flotó— lentamente hacia ella.
Catti-brie levantó su espada y después se detuvo bruscamente, arrollada por una repentina sacudida psíquica como jamás había sentido.
Methil siguió avanzando.
Después de haber dejado muy atrás el Valle del Guardián y el estruendo de la batalla, las tropas de Berg’inyon se detuvieron y se reagruparon cuando se encontraban cerca del último tramo hacia los túneles de vuelta a la Antípoda Oscura. Unas puertas entre dimensiones se abrieron cerca de los jinetes de lagartos y los hechiceros drows (y aquellos elfos oscuros lo bastante afortunados para encontrarse cerca de los hechiceros cuando los conjuros se produjeron) las atravesaron. Los rezagados, soldados de infantería y dispersos aliados humanoides, se esforzaron por alcanzarlos, pero no pudieron atravesar el difícil terreno de este lado de la montaña. Y al maestro de armas no le preocupaban ni poco ni mucho.
Todos los que lograron escapar del Valle del Guardián se volvieron hacia Berg’inyon buscando su guía, mientras el día se iluminaba a su alrededor.
—Mi madre se equivocó —dijo Berg’inyon de manera tajante, un acto de blasfemia en la sociedad drow, donde la palabra de cualquier madre matrona era ley y voluntad de Lloth.
Sin embargo, ninguno de los drows presentes lo señaló ni se mostró en desacuerdo con él. Berg’inyon apuntó hacia el este, y las tropas se pusieron en movimiento, en dirección al sol naciente, desmoralizadas y derrotadas.
—La superficie es para los que moran en ella —comentó el maestro de armas a una de sus consejeras cuando la drow condujo a su montura junto a la de su jefe—. Jamás regresaré.
—¿Y qué pasa con Drizzt Do’Urden? —preguntó la mujer, ya que no era un secreto que la matrona Baenre quería que su hijo acabara con el renegado.
Berg’inyon se rio de ella, pues en ningún momento, desde que presenciara la hazañas de Drizzt en la Academia, había pensado seriamente enfrentarse al renegado.
Drizzt apenas alcanzaba a ver algo detrás del gigantesco glabrezu, y ese espectáculo era más que suficiente, ya que el vigilante sabía que no estaba preparado para luchar contra semejante enemigo, sabía que la poderosa criatura podría acabar con él.
Aun en el caso de que no lo venciera, el glabrezu lo mantendría ocupado el tiempo suficiente para que la matrona Baenre los matara a todos.
Drizzt sintió el ansia salvaje de su cimitarra, una hoja forjada para matar a este tipo de bestias, pero luchó contra el apremio de cargar, consciente de que tenía que encontrar el modo de eludir esas diabólicas pinzas.
Percibió el salto fútil de Guenhwyvar y su desaparición. Otro aliado perdido.
Drizzt comprendió que la lucha había terminado antes de empezar. Habían matado a un par de guerreras de élite y nada más. Se habían metido de cabeza en el pináculo de poder de Menzoberranzan, la mayor sacerdotisa de la reina araña, y habían perdido. La culpabilidad abrumó al vigilante, pero el drow la rechazó, rehusando aceptarla. Había salido a los túneles y sus amigos lo habían acompañado porque era la única oportunidad para Mithril Hall. Incluso si hubiese sabido que la matrona Baenre en persona dirigía esta marcha, habría ido en su busca y no habría negado a Bruenor, a Regis y a Catti-brie la oportunidad de acompañarlo.
Habían perdido, pero Drizzt tenía intención de hacer que el enemigo lo pagara caro.
—Lucha, engendro diabólico —le gritó al glabrezu mientras adoptaba la postura de combate y movía las cimitarras, ansioso de dar a su arma el alimento que tanto deseaba.
El tanar’ri se enderezó y sostuvo ante sí un extraño cofre de metal.
Drizzt no esperó a tener una explicación y casi destruyó inintencionadamente la única oportunidad que sus amigos y él tenían, pues, en el mismo momento en que el tanar’ri se disponía a abrir el cofre, Drizzt, cuya velocidad se veía incrementada por los brazales encantados que llevaba en los tobillos, gritó y cargó, pasó entre las pinzas extendidas y enterró su cimitarra en el vientre del demonio.
Sintió la oleada de poder mientras la cimitarra se alimentaba.
Catti-brie estaba demasiado aturdida para atacar, demasiado abrumada para siquiera gritar una protesta cuando Methil llegó junto a ella y los malditos tentáculos le tantearon la cara. Luego, a través de la confusión, una única voz, la voz de Khazid’hea, su espada, sonó en su cabeza.
¡Golpea!
La joven lo hizo, y, aunque su puntería no fue muy buena, el aguzado filo de Khazid’hea alcanzó a Methil en un hombro y casi le cercenó el brazo.
En medio del aturdimiento, Catti-brie retiró los tentáculos de su rostro con la mano libre.
Otra oleada psíquica la sacudió, y la paralizó una vez más, quitándole las fuerzas y doblándole las piernas. Antes de desplomarse, vio al illita sacudirse de una forma extraña y luego bambolearse, y vio a Regis, trastabillando, todavía con el pelo de punta. El halfling sostenía su maza, que estaba manchada de sangre, y cayó de costado, sobre el tambaleante Methil.
Aquél habría sido el fin del illita, sobre todo cuando Catti-brie se recobró lo bastante para sumarse al ataque, pero Methil había previsto esta posibilidad y había reservado energía psíquica suficiente para escapar de la lucha. Regis levantó la maza para dar otro golpe, pero notó cómo se hundía cuando el illita que estaba debajo de él se disipó. El halfling gritó desconcertado, aterrado, y descargó su maza, pero el arma resonó con estruendo al golpear en el suelo de piedra, vacío debajo de él.
Todo ocurrió en un breve instante, una fracción de segundo en la que el pobre Bruenor no había avanzado ni un centímetro en dirección a sus zahirientes enemigas.
El glabrezu, soportando el dolor más terrible que había sentido jamás, podría haber matado a Drizzt entonces. Todos los instintos de la perversa criatura la instaban a partir en dos al insolente drow; todos los instintos, menos uno: el miedo a las represalias de Errtu cuando regresara al Abismo… y con esa vil cimitarra clavada en su vientre, el tanar’ri sabía que no tardaría en hacer ese viaje.
Ardía en deseos de partir en dos a Drizzt, pero el demonio había sido enviado al plano material con otro propósito, y el malvado Errtu no admitiría ninguna explicación por su fracaso. Gruñendo al renegado Do’Urden, refocilándose en la certeza de que Errtu regresaría muy pronto para castigar al drow personalmente, el glabrezu alargó las pinzas y abrió el cofre, sacando el reluciente zafiro negro.
El hambre desapareció en la cimitarra de Drizzt. De repente, los pies del vigilante ya no se movían tan deprisa.
Por todos los Reinos, el recordatorio más patético del Tiempo de Conflictos eran las áreas conocidas como zonas muertas, dentro de las cuales toda magia dejaba de existir. Este zafiro contenía en su interior la energía negativa de estas zonas, poseía la antimagia para extinguir cualquier manifestación mágica, y ni las cimitarras ni los brazales de Drizzt, ni Khazid’hea ni la magia de las sacerdotisas drows podían superar esa fuerza negativa.
Ocurrió sólo durante un instante, ya que una consecuencia de destapar el zafiro fue la partida del tanar’ri invocado del plano material y, al marcharse, el glabrezu se llevó la gema.
Sólo durante un instante, los fuegos cesaron en el túnel detrás de Catti-brie. Sólo durante un instante, los grilletes que sujetaban a Gandalug perdieron su encantamiento. Sólo durante un instante, el bloque de sustancia pegajosa que rodeaba a Bruenor desapareció.
Sólo durante un instante, pero fue suficiente para que Gandalug, con siglos de ardiente cólera acumulada, rompiera los grilletes repentinamente débiles, y para que Bruenor se abalanzara hacia adelante, de manera que cuando el bloque de sustancia pegajosa reapareció él ya estaba libre de su influencia y cargaba y gritaba con todas sus fuerzas.
La matrona Baenre había caído al suelo bruscamente, y el disco azul reapareció flotando sobre su cabeza cuando regresó la magia.
Gandalug lanzó un gancho de izquierda que se estrelló en el rostro de Quenthel y la arrojó contra la pared. Luego saltó hacia la derecha y se apoderó del látigo de cinco serpientes de Bladen’Kerst, aunque recibió más de una entumecedora picadura.
Haciendo caso omiso del dolor, el viejo enano mantuvo el impulso, y arrolló a la sorprendida hija Baenre. Pasó un brazo por detrás del otro hombro de la sacerdotisa y cogió el mango del látigo con la mano libre; a continuación lo tensó contra su cuello, y la estranguló con su propia arma perversa.
Los dos cayeron trabados.
En todos los Reinos no había una criatura más protegida por la magia que la matrona Baenre, nadie escudado contra los ataques con más efectividad, ni siquiera un dragón con sus gruesas escamas. Pero la mayoría de esas defensas habían desaparecido ahora, arrebatadas en el momento de antimagia. Y en todos los Reinos no había una criatura más consumida por la rabia que Bruenor Battlehammer, enfurecido al ver al viejo y atormentado enano a quien creía debería reconocer. Enfurecido al comprender que sus amigos, que su querida hija, estarían muertos muy pronto si es que ya no lo estaban. Enfurecido por la decrépita sacerdotisa drow que para él era la personificación del mal que había matado a su muchacho.
Descargó su hacha de arriba abajo, y la hoja, con sus muchas mellas, despedazó en su descenso el disco azul, destrozó el encantamiento. Bruenor sintió la ardiente quemadura cuando el acero golpeó uno de los escasos escudos mágicos restantes y la energía se propagó instantáneamente por la cabeza y el mango del arma hasta alcanzar al encolerizado rey.
El hacha pasó de tener un color verde a otro naranja y después azul a medida que atravesaba una defensa mágica tras otra, mientras la ira se oponía con todas sus fuerzas a los poderosos encantamientos. Bruenor sufría dolores horrorosos, pero no admitía ninguno.
El hacha pasó a través del débil brazo que Baenre había levantado para protegerse, a través de su cráneo, de la mandíbula y el cuello, y se hundió en su frágil torso.
Quenthel sacudió la cabeza para despejarse del puñetazo propinado por Gandalug y se movió hacia su hermana instintivamente. Entonces, de repente, su madre estaba muerta y, en lugar de ello, la sacerdotisa corrió de vuelta hacia la pared, atravesó el portal perfilado de energía verdosa y regresó al túnel que había detrás. Arrojó un poco de polvo plateado mientras cruzaba el acceso, un polvo encantado que disiparía el portal y haría que la pared fuera de nuevo sólida.
La piedra giró en espiral hacia dentro, y rápidamente volvió a transformarse en una sólida barrera.
Sólo Drizzt Do’Urden, moviéndose con la velocidad que le proporcionaban los brazales encantados, consiguió pasar a través de la abertura antes de que se cerrara.
Jarlaxle y sus lugartenientes no estaban lejos. Sabían que un grupo de enanos salvajes y un hombre lobo habían topado con las otras guardias de élite de la casa Baenre en los túneles, y que los enanos y su aliado habían derrotado a las elfas oscuras y se acercaban rápidamente hacia la cámara.
En una posición alta, observando desde un nicho del túnel detrás de la cámara, Jarlaxle comprendió que la banda de furiosos enanos se habían perdido ya la acción. La aparición de Quenthel, y la de Drizzt inmediatamente después, descubrió al avizor jefe mercenario que la conquista de Mithril Hall había llegado a un brusco final.
El lugarteniente que estaba junto a Jarlaxle levantó la ballesta de mano y la apuntó hacia Drizzt, y parecía una oportunidad perfecta, ya que el renegado tenía puesta toda su atención en la hija Baenre que se daba a la fuga. El vigilante jamás sabría qué lo había golpeado.
Jarlaxle agarró la muñeca de su lugarteniente y lo obligó a bajar el brazo. El jefe mercenario señaló a los túneles de atrás, y él y su desconcertada, pero siempre leal, banda se escabulleron silenciosamente.
Mientras se marchaban, Jarlaxle oyó el grito agónico de Quenthel, un grito de «¡sacrílego!». Era, naturalmente, un grito de repulsa lanzado a la cara de Drizzt Do’Urden, su verdugo, pero Jarlaxle fue consciente de que la sacerdotisa habría podido referirse a él y habría estado en lo cierto.
Pues bien, que así fuera.
El amanecer era claro pero frío, y aún se tornó más frío a medida que Cepa y Terrien Doucard, de los Caballeros de Plata, ascendían por la abrupta ladera del Valle del Guardián, trepando a pulso por la pared casi vertical.
—¿Estás seguro? —le preguntó Cepa a Terrien, un semielfo con un lustroso cabello castaño y rasgos tan bellos que ni siquiera la tragedia de la pasada noche había menoscabado.
El caballero no se molestó en dar más respuesta que un rápido gesto de asentimiento, ya que Cepa había hecho la misma pregunta más de una docena de veces en los últimos veinte minutos.
—¿Es esta la pared correcta? —inquirió Cepa, otra de sus preguntas reiteradas.
Terrien asintió con la cabeza.
—Estamos cerca —le aseguró a la enana.
Cepa alcanzó una pequeña cornisa, trepó a ella, y recostó la espalda contra el muro, con los pies colgando sobre la pendiente de sesenta metros al suelo del valle. Sentía que debería estar allí abajo, ayudando a cuidar a los muchos heridos; pero, si lo que el caballero le había dicho era cierto, si la dama Alustriel de Luna Plateada había caído aquí, entonces esta escalada sería una de las tareas más importantes que Cepa Garra Escarbadora habría llevado a cabo en toda su vida.
Oyó a Terrien esforzarse por debajo de ella e, inclinándose, alargó la mano para agarrar al semielfo por el hombro. Los fuertes músculos de Cepa se tensaron y tiró fácilmente del esbelto caballero hasta la cornisa, guiándolo hasta colocarse a su lado, contra el muro. Los dos, semielfo y enana, resollaban y sus jadeos formaban nubecillas de vapor ante ellos.
—Mantuvimos el valle —dijo Cepa alegremente, intentando aliviar la expresión atormentada del rostro del semielfo.
—¿Merecería la pena la victoria si hubieses visto morir a Bruenor Battlehammer? —replicó Terrien, castañeteándole un poco los dientes por el frígido aire.
—¡No sabes si Alustriel ha muerto! —espetó Cepa. Se quitó la mochila que llevaba a la espalda y hurgó en su interior. Habría querido esperar un poco más antes de hacer esto, confiando en encontrarse más cerca del punto donde según los informes el carro de Alustriel había caído.
Sacó un pequeño cuenco hecho con plateado mithril y pasó por encima de la cabeza la correa de un hinchado odre de agua.
—Probablemente está congelada —comentó el abatido semielfo mientras señalaba el odre.
Cepa resopló. El agua sagrada enana jamás se congelaba, al menos, no la clase que destilaba Cepa, que pasaba de los noventa grados para endulzar la mezcla. Quitó el corcho del odre e inició un sonsonete al tiempo que vertía el dorado líquido en el cuenco de mithril. Tuvo suerte —y fue consciente de ello— pues, aunque las imágenes que surgieron merced a su hechizo fueron borrosas y fugaces, de una zona a cierta distancia de allí, la enana conocía esta región y supo dónde encontrar la cornisa indicada.
Reemprendieron la marcha de inmediato a un ritmo veloz y peligroso, sin que Cepa se molestase siquiera en recoger su cuenco y su odre. El semielfo resbaló en más de una ocasión, pero la fuerte mano de Cepa lo sujetó por la muñeca siempre; y más de una vez la propia Cepa estuvo a punto de caer, pero las ágiles manos de Terrien Doucard, que colocaban clavijas para afianzar la cuerda a la que iban atados, la salvaron.
Por fin llegaron a la cornisa y encontraron a Alustriel tumbada en el suelo, muy quieta y muy fría. La única señal de que el carro mágico había estado allí era una marca chamuscada en el punto donde el vehículo se había estrellado, en el suelo del repecho y contra el muro de la montaña. Ni siquiera quedaban restos, ya que el carro había sido producto de la magia.
El semielfo corrió hacia su líder caída y recostó la cabeza de Alustriel en su brazo con delicadeza. Cepa sacó un pequeño espejo de su bolsita y lo puso ante la boca de la dama.
—¡Está viva! —anunció la enana mientras lanzaba su mochila a Terrien.
Las palabras hicieron reaccionar al semielfo, que dejó la cabeza de Alustriel sobre la piedra de la cornisa con suavidad y a continuación revolvió en la mochila, de la que sacó a tirones varias mantas gruesas y envolvió a la dama en ellas para acto seguido empezar a frotar las heladas manos de Alustriel. Entre tanto, Cepa pidió a sus dioses ayuda para realizar hechizos de curación y de calor, y empleó hasta el último vestigio de su propia energía en favor de esta maravillosa líder de Luna Plateada.
Cinco minutos después, la dama Alustriel abría sus hermosos ojos. Inhaló hondo y se estremeció, luego susurró algo que ni Cepa ni el caballero alcanzaron a oír, así que el semielfo se agachó más y acercó el oído a la boca de la dama.
—¿Resistimos?
Terrien Doucard se enderezó y esbozó una amplia sonrisa.
—¡El Valle del Guardián es nuestro! —anunció, y los ojos de Alustriel relucieron. Luego se quedó dormida, tranquilamente, segura de que esta diligente sacerdotisa enana la mantendría caliente y a su cuidado, y segura de que, fuera cual fuera su destino, había servido para una buena causa.
Por el bien de toda la gente buena.