28

Vaticinio

Quenthel Baenre estaba sentada de cara a un nicho de la pared en la pequeña cámara, mirando fijamente la quieta superficie de una charca. Entrecerró los ojos cuando el agua, que hacía las veces de una bola de cristal, se iluminó a medida que despuntaba el alba en el mundo exterior, al este del Cuarto Pico.

Quenthel contuvo el aliento, aunque deseaba gritar de desesperación.

Al otro lado de la pequeña cámara, también la matrona Baenre estaba llevando a cabo una adivinación similar. Había utilizado sus conjuros para crear un mapa esquemático de la zona y después encantó una pluma diminuta. Entonando de nuevo una salmodia, Baenre lanzó la pluma al aire, por encima del mapa extendido, y sopló con suavidad.

—Drizzt Do’Urden —susurró, y sopló de nuevo mientras la pluma caía revoloteando sobre el mapa. Una mueca perversa asomó al semblante de Baenre cuando la pluma, un indicador mágico, se posó en el pergamino, con la punta señalando una agrupación de túneles no muy lejana.

Baenre supo entonces que era verdad: Drizzt Do’Urden estaba en los túneles exteriores de Mithril Hall.

—Nos marchamos —dijo la madre matrona de repente; sus súbitas palabras sobresaltaron a todos los que se encontraban en la silenciosa cámara.

Quenthel miró por encima del hombro con nerviosismo, temerosa de que su madre hubiese visto, de algún modo, lo que se reflejaba en su charca de adivinación. No obstante, la hija Baenre comprendió que no podía verla desde el otro lado de la sala, pues le obstaculizaba el campo visual una ceñuda Bladen’Kerst, que la miraba ferozmente a ella y al espectáculo que iba apareciendo en el agua.

—¿Adónde vamos? —preguntó en voz alta Zeerith, que estaba casi en el centro de la cámara. A juzgar por el tono, resultaba evidente que confiaba en que la búsqueda mágica de la matrona Baenre le hubiera descubierto una salida al evidente estancamiento de la situación.

La matrona Baenre consideró ese tono y la expresión hosca del semblante de la otra madre matrona. No estaba segura de si Zeerith, y también Auro’pol, que tenía un gesto igualmente ceñudo, habría preferido oír que el camino a Mithril Hall estaba despejado o que el ataque había sido cancelado. Observando a las dos comandantes de mayor rango del ejército drow, Baenre no habría sabido decir si preferían la victoria o la retirada.

Aquel recordatorio obvio de cuan inestable era la alianza enfureció a Baenre. Le habría gustado destituirlas a ambas, o, mejor aún, ordenar su ejecución en ese mismo instante. Pero comprendió que no podía hacerlo. La moral de su ejército no resistiría algo así. Además, quería que fueran testigos, al menos una de ellas, de su gloria, que vieran a Drizzt Do’Urden sacrificado a Lloth.

—Tú irás a la puerta inferior, para coordinar y reforzar el ataque —le dijo Baenre a Zeerith con tono cortante, decidiendo que mantener juntas a la dos se estaba volviendo peligroso—. Y Auro’pol vendrá conmigo.

Auro’pol no se atrevió a hacer la pregunta obvia, pero Baenre la vio claramente por su expresión.

—Tenemos asuntos que atender en los túneles exteriores —fue toda la explicación que dio la matrona Baenre.

Berg’inyon verá pronto el amanecer, informaron los dedos de Quenthel a su hermana.

Bladen’Kerst, iracunda siempre, pero ahora ardiendo en cólera, le dio la espalda a Quenthel y a la perturbadora imagen de la charca de adivinación y se volvió a mirar a su madre.

Antes de que pudiera hablar, sin embargo, le llegó a la mente un mensaje telepático, así como también a Quenthel:

No deis malas noticias acerca de otros combates, les participó Methil. Zeerith y Auro’pol ya están planteándose la deserción.

Bladen’Kerst reflexionó sobre el mensaje y sus implicaciones, y, muy juiciosamente, calló la información.

El grupo de mando se dividió entonces; Zeerith y un contingente de soldados de élite se dirigieron hacia el este, hacia Mithril Hall, y la matrona Baenre, a la cabeza de Quenthel, Bladen’Kerst, Methil, media docena de experimentadas guerreras drows y el encadenado Gandalug, se encaminaron hacia el sur, en dirección al punto señalado por la pluma adivinatoria.

En otro plano, entre las nieblas grises, el lodo y el espantoso hedor del Abismo, Errtu observaba el curso de los acontecimientos en el liso espejo que Lloth había creado en el lateral de la seta gigante que había frente al trono.

El gran balor no estaba satisfecho. Errtu sabía que la matrona Baenre andaba a la caza de Drizzt Do’Urden, y también sabía que encontraría al renegado y que era muy posible que lo matara.

Un millar de maldiciones brotaron de las perrunas fauces del tanar’ri, todas ellas dirigidas a Lloth, que le había prometido libertad; una libertad que sólo un Drizzt Do’Urden vivo podría ofrecerle.

Para empeorar aún más las cosas, unos instantes después la matrona Baenre realizaba otro hechizo que abría una puerta entre el plano material y el Abismo, e invocaba a un poderoso glabrezu para que la ayudara en su búsqueda. Con su forma de pensar retorcida y siempre desconfiada, Errtu llegó a creer que esta invocación se hacía con el único propósito de atormentarlo, que se utilizaba a uno de los suyos para facilitar el fin del pacto. Así actuaban los tanar’ris y todos los malditos habitantes del Abismo, incluida Lloth. Estas criaturas no confiaban en los demás puesto que nadie, excepto un necio, podía confiar en ellas. Y eran una pandilla de egoístas, del primero al último. A los ojos de Errtu, todo cuanto ocurría giraba en torno a él porque era lo único que importaba, y, por consiguiente, el que Baenre invocara ahora a un glabrezu no era simple coincidencia, sino una daga hincada por Lloth en el negro corazón del gran balor.

Errtu fue el primero en llegar hasta la puerta que se abría. Aun en el caso de no encontrarse en el Abismo por destierro, no habría podido cruzarla, porque Baenre, muy diestra en este tipo de invocaciones, tenía la precaución de realizar el encantamiento para un único tanar’ri específico. Pero Errtu estaba aguardando allí cuando el glabrezu apareció entre la niebla arremolinada, y se dirigió hacia el llameante portal abierto.

El balor se echó encima del glabrezu y, chasqueando su látigo, lo sujetó por el brazo. El glabrezu, que no era un enemigo desdeñable, se revolvió para contraatacar, pero se frenó al ver que Errtu no tenía intención de continuar con el ataque.

—¡Es una artimaña! —bramó el balor.

El glabrezu, con su cuerpo de tres metros y medio encorvado en una postura agazapada y las grandes pinzas chasqueando en el aire con impaciencia, prestó atención a sus palabras.

—Era yo quien tenía que ir al plano material —continuó Errtu.

—Estás desterrado —dijo el glabrezu con pragmatismo.

—¡Lloth prometió poner fin a esa situación! —replicó Errtu, y el glabrezu se agachó más, como si esperara que el violento demonio saltara sobre él. Pero el balor se calmó enseguida.

»Le pondría fin y yo podría regresar, llevando conmigo un ejército de tanar’ris. —De nuevo Errtu hizo una pausa. Estaba improvisando, pero un plan empezaba a cobrar forma en su perversa mente.

La llamada de Baenre se repitió, y el glabrezu tuvo que hacer uso de su considerable fuerza de voluntad para no saltar a través del resplandeciente portal.

—Sólo te permitirá matar a uno —añadió Errtu rápidamente al ver la vacilación del glabrezu.

—Uno es mejor que nada —respondió el otro demonio.

—¿Incluso si ello impide mi libertad en el plano material? —preguntó Errtu—. ¿Incluso si me impide entrar en él y llevarte como mi general para así hacer una carnicería en las razas débiles?

Baenre llamó una vez más, y en esta ocasión al glabrezu no le resultó tan difícil hacer caso omiso de la invocación.

Errtu levantó sus enormes manos indicando al glabrezu que debería aguardar aquí unos momentos más, y después se alejó rápidamente entre la niebla para recoger algo que le había dado un demonio menor no hacía mucho tiempo, un vestigio del Tiempo de Conflictos. Regresó poco después con un cofre de metal; lo abrió lentamente y sacó un reluciente zafiro negro. Tan pronto como Errtu lo levantó, las llamas del portal mágico perdieron intensidad y casi se apagaron. Errtu se apresuró a guardar el objeto en el cofre.

—Cuando llegue el momento oportuno, deja esto al descubierto, mi general —instruyó el balor.

Lanzó el cofre al glabrezu, inseguro, al igual que el otro demonio, de en qué acabaría todo esto. Los grandes hombros de Errtu se encogieron, pues el balor no podía hacer nada más al respecto. Podía impedir que este demonio acudiera en ayuda de Baenre, pero ¿con qué fin? Baenre no necesitaba realmente a un glabrezu para ocuparse de Drizzt Do’Urden, un simple guerrero.

La llamada desde el plano material se repitió, y esta vez el glabrezu respondió a ella, cruzando el portal para reunirse con el grupo de Baenre.

Errtu contempló, frustrado, cómo se cerraba el portal; otra puerta perdida al plano material, otro acceso por el que no podía pasar. El balor había hecho todo cuanto estaba en su mano, si bien no había manera de saber si había sido bastante, y era mucho lo que se jugaba en el desenlace. Regresó a su trono de seta para observar y esperar.

Y confiar.

Bruenor meditaba. En el silencio de los túneles, sin enemigos a la vista, el octavo rey de Mithril Hall hizo una pausa y reflexionó. En el exterior estaría a punto de amanecer; otro día frío, transparente. Pero ¿sería el último para el clan Battlehammer?

Bruenor miró a sus cuatro amigos mientras tomaban una rápida comida y un corto descanso. Ninguno era enano. Ninguno.

Y, no obstante, Bruenor Battlehammer no podía nombrar a nadie que fuera mejor amigo que estos cuatro: Drizzt, Catti-brie, Regis e incluso Guenhwyvar. Por primera vez, aquel hecho innegable le pareció chocante. Los enanos, aunque no eran xenófobos, mantenían las distancias con los que no pertenecían a su raza. Como ejemplo estaba el general Dagnabit, que, si hubiera podido hacer las cosas a su manera, habría echado a patadas a Drizzt de Mithril Hall y le habría quitado Taulmaril a Catti-brie para colgar el arco dé nuevo en la Sala de Dumathoin. Dagnabit no confiaba en nadie que no fuera enano.

Pero aquí estaban, Bruenor y sus cuatro compañeros no enanos, embarcados en la que quizás era la lucha más crítica y peligrosa en defensa de Mithril Hall.

Esta amistad despertaba un cálido afecto en el viejo rey enano, de eso no cabía duda, pero reflexionar ahora sobre ello hizo algo más.

Hizo que Bruenor pensara en Wulfgar, el bárbaro que había sido como un hijo para él, y que se habría casado con Catti-brie convirtiéndose en su yerno, el inverosímil príncipe de Mithril Hall de más de dos metros de estatura. Bruenor jamás había sentido una aflicción tan intensa como la que experimentó tras la muerte de Wulfgar. Aunque todavía podría vivir un siglo más, Bruenor se sintió al borde de la muerte durante aquellas semanas de dolor, y además la habría recibido de buena gana.

Ya no. Seguía echando de menos a Wulfgar —las lágrimas nublarían su único ojo gris siempre que pensara en el noble guerrero— pero era el octavo rey, el cabecilla de su orgulloso y fuerte clan. La pena de Bruenor había sobrepasado el punto de la resignación y había dado paso a la cólera. Los elfos oscuros habían vuelto, los mismos elfos oscuros que habían matado a Wulfgar. Eran seguidores de Lloth, de la malvada Lloth, y, al parecer, ahora tenían intención de matar a Drizzt y destruir Mithril Hall.

Bruenor había mojado la hoja de su hacha con sangre drow muchas veces a lo largo de la noche, pero su ira no se había aplacado, ni mucho menos. De hecho, se había ido intensificando lenta y progresivamente y parecía a punto de estallar. Drizzt había prometido que buscarían la cabeza de su enemigo, que encontrarían a los líderes, las sacerdotisas que estaban detrás de este asalto. Era una promesa que Bruenor necesitaba que el vigilante drow cumpliera.

Había permanecido callado durante casi toda la lucha, incluso en los preparativos de guerra. Bruenor también guardaba silencio ahora, dejando que Drizzt y la pantera condujeran al grupo y ocupando su puesto entre sus amigos cada vez que se entablaba un combate.

En los pocos momentos de descanso y tranquilidad, Bruenor advirtió que se le dirigía una mirada cautelosa en más de una ocasión y comprendió que sus amigos temían que estuviera sumiéndose de nuevo en la depresión, que no tenía el corazón puesto en la lucha. Nada más lejos de la verdad. Aquellas escaramuzas de poca importancia no interesaban mucho a Bruenor. Podía matar a un centenar —¡a un millar!— de soldados drows, y su dolor y su pesar no se aplacarían. Sin embargo, si pudiera echarle mano a la sacerdotisa que estaba detrás de todo esto, acabar con ella y así decapitar a la fuerza invasora drow…

Entonces Bruenor podría sentirse en paz.

El octavo rey de Mithril Hall no estaba melancólico. Estaba reservando energías y esperando la hora propicia, alimentando la furia que hervía en su interior. Estaba esperando el momento en que la venganza le sabría más dulce.

El grupo de Baenre, acompañado por el gigantesco glabrezu y con la madre matrona guiándolos en la dirección indicada por su conjuro, acababa de reemprender la marcha cuando Methil informó a Baenre telepáticamente que las matronas Auro’pol y Zeerith llevaban tiempo abrigando la idea de deponerla. Si Zeerith no podía abrirse paso a través de la puerta inferior de Mithril Hall, se disponía a organizar una retirada. Según Methil, incluso en este mismo momento, Auro’pol estaba considerando la posibilidad de hacer dar media vuelta a todo el ejército y dejar atrás a la matrona Baenre, muerta.

¿Están conspirando contra mí?, quiso saber Baenre.

No, respondió sinceramente Methil, pero si mueres, estarán encantadas de regresar a Menzoberranzan sin ti y que así pueda instaurarse una nueva jerarquía.

A decir verdad, la información de Methil no la cogía por sorpresa. No era preciso leer las mentes para ver el desasosiego y la cólera callada en los rostros de las madres matronas de las casas cuarta y quinta de Menzoberranzan. Además, Baenre ya había despertado ese mismo odio en sus inferiores, incluso en supuestas aliadas como Mez’Barris Armgo, incluso en sus propias hijas, a lo largo de toda su dilatada vida. Era el precio que tenía que pagarse por ser la primera madre matrona de la caótica y envidiosa Menzoberranzan, una ciudad que estaba en constante guerra consigo misma.

Las ideas de Auro’pol eran de esperar, pero la confirmación del illita encolerizó a la ya nerviosa matrona Baenre. En su retorcida mente, esta no era una guerra corriente, después de todo. Era la voluntad de Lloth, del mismo modo que ella era la representante de la reina araña. Era el pináculo de su poder, la máxima gloria conferida por Lloth. ¿Cómo se atrevían Auro’pol y Zeerith a abrigar semejantes ideas blasfemas?, pensó, iracunda, la primera madre matrona.

Lanzó una mirada furiosa a Auro’pol, que se limitó a resoplar y a volver la vista a otro lado; posiblemente, lo peor que pudo hacer.

Baenre impartió órdenes a Methil telepáticamente, que a su vez se las transmitió al glabrezu. Los discos flotantes, uno al lado del otro, seguían a las hijas Baenre, que acababan de girar en un recodo del túnel, cuando unas pinzas enormes se cerraron en torno a la esbelta cintura de Auro’pol y la arrancaron bruscamente de su disco flotante; el poderoso glabrezu la sostuvo en vilo con facilidad.

—¿Qué es esto? —demandó Auro’pol mientras se retorcía en vano.

—Querías verme muerta —respondió Baenre.

Quenthel y Bladen’Kerst regresaron presurosas junto a su madre, y las dos se quedaron estupefactas por el hecho de que Baenre hubiera actuado contra Auro’pol abiertamente.

—Quería verme muerta —informó la madre matrona a sus hijas—. Ella y Zeerith creen que Menzoberranzan sería un sitio mejor sin la matrona Baenre.

Auro’pol miró al illita, que era, evidentemente, quien la había traicionado. Las hijas Baenre, que habían abrigado similares ideas desleales en más de una ocasión durante esta larga y engorrosa marcha, miraron a Methil también.

—La matrona Auro’pol es testigo de tu gloria —intervino Quenthel—. Presenciará la muerte del renegado y sabrá que Lloth está con nosotros.

El semblante de Auro’pol recobró la tranquilidad ante esta afirmación; de nuevo se retorció intentando soltarse de las pinzas del tanar’ri, que semejaban un torno.

Baenre lanzó una mirada amenazadora a su adversaria, y Auro’pol, engreída hasta el final, sostuvo la mirada con igual intensidad. Quenthel tenía razón, pensaba Auro’pol. Baenre la necesitaba como testigo. Enviar a Zeerith a la línea de combate también consolidaría su lealtad, de manera que el ejército drow sería mucho más fuerte. Baenre era una vieja malvada, pero siempre había sido calculadora, poco predispuesta a sacrificar una pizca de poder por mor de una satisfacción personal. Prueba de ello era que Gandalug Battlehammer seguía vivo, aunque sin duda a Baenre le habría encantado arrancarle el corazón muchas veces durante los largos siglos de su cautividad.

—La matrona Zeerith se alegrará con la noticia de la muerte de Drizzt Do’Urden —dijo Auro’pol mientras agachaba los ojos respetuosamente. Creyó que el gesto sumiso bastaría.

—La cabeza de Drizzt Do’Urden será la única prueba que la matrona Zeerith necesitará —replicó Baenre.

Auro’pol alzó los ojos bruscamente, y las hijas Baenre miraron también a su sorprendente madre.

Baenre hizo caso omiso de todas ellas. Envió un mensaje a Methil, quien, de nuevo, lo transmitió al glabrezu, y las enormes pinzas empezaron a apretar la cintura de Auro’pol.

—¡No puedes hacer esto! —protestó Auro’pol, que hablaba entre jadeos—. ¡Lloth está conmigo! ¡Debilitarás tu propia campaña!

Quenthel no podía estar más de acuerdo, pero guardó silencio al reparar en que al glabrezu todavía le quedaba otra pinza libre.

—¡No puedes hacer esto! —chilló Auro’pol—. ¡Zeerith te…! —El dolor cortó sus palabras.

—Drizzt Do’Urden te mató antes de que yo lo matara a él —explicó la matrona Baenre a Auro’pol—. Perfectamente verosímil, y hace que la muerte del renegado sea mucho más grata. —Baenre hizo un gesto de asentimiento al glabrezu y las pinzas se cerraron, seccionando músculos y huesos.

Quenthel apartó la vista; la malvada Bladen’Kerst contempló el espectáculo con una amplia sonrisa.

Auro’pol intentó gritar otra vez, intentó lanzar una maldición a Baenre, pero su espina dorsal chascó y toda su fuerza desapareció. Las pinzas se cerraron con un golpe seco, y el cuerpo de Auro’pol Dyrr cayó al suelo partido en dos.

Bladen’Kerst gritó con regocijo, entusiasmada con el despliegue de control y poder llevado a cabo por su madre. Quenthel, en cambio, estaba encolerizada. Baenre había ido demasiado lejos. Había matado a una madre matrona, y lo había hecho en detrimento de la marcha sobre Mithril Hall, simplemente por interés personal. Total y sinceramente devota a Lloth, Quenthel no podía soportar semejante necedad, y sus pensamientos fueron similares a los que habían llevado a Auro’pol Dyrr a acabar partida en dos.

Quenthel lanzó una mirada peligrosa a Methil, comprendiendo que el illita estaba leyendo sus pensamientos. ¿Sería la siguiente a quien delatara Methil? Enfocó su mente en una única idea.

¡No es la voluntad de Lloth!, gritó su mente a Methil. La reina araña ya no respalda los actos de mi madre.

Esta idea tenía mucho más alcance para Methil —el emisario illita en Menzoberranzan, no de la matrona Baenre— de lo que Quenthel podía imaginar, y su alivio fue grande cuando Methil no la delató.

Guenhwyvar aplastó las orejas, y a Drizzt también le pareció oír un apagado y lejano grito. No se habían topado con nadie, ni amigo ni enemigo, desde hacía varias horas, y el vigilante estaba convencido de que cualquier grupo de elfos oscuros que encontraran ahora iría acompañado por la gran sacerdotisa que dirigía el ejército.

Indicó a los demás por señas que avanzaran con toda cautela, y la pequeña banda continuó sigilosamente, con Guenhwyvar a la cabeza. Drizzt se dejó llevar por los instintos primarios desarrollados en la Antípoda Oscura. Volvía a ser el cazador, el superviviente que había vivido solo durante una década en las áreas salvajes de la Antípoda Oscura. Volvía la cabeza para mirar a Bruenor, a Regis y a Catti-brie con frecuencia, pues, aunque sus amigos se movían con todo el sigilo de que eran capaces, para los agudos oídos de Drizzt hacían tanto ruido como un ejército de soldados en marcha. Aquello preocupaba al vigilante, pues era consciente de que sus enemigos serían mucho más silenciosos. Se planteó el adelantarse con Guenhwyvar y ocuparse de la búsqueda él solo.

Fue una idea pasajera. Estos eran sus amigos, y los mejores compañeros que uno podía pedir.

Se deslizaron por un túnel estrecho y de aspecto corriente que desembocaba en una cámara que se extendía a derecha e izquierda, aunque la pared del fondo no estaba muy lejos. El techo era más alto que el del túnel, pero las estalactitas colgaban en varios puntos y muchas de ellas casi llegaban al suelo.

Guenhwyvar volvió a aplastar las orejas, y se detuvo en la entrada. Drizzt llegó a su lado y notó la misma sensación de cosquilleo.

El enemigo estaba cerca, muy cerca. Su instinto de guerrero, más aguzado que los sentidos normales, le decía al vigilante drow que el enemigo estaba prácticamente encima de ellos. Hizo una seña a los tres compañeros que lo seguían, y después la pantera y él entraron lenta y cautelosamente en la cámara, pegados a la pared de la derecha.

Catti-brie fue la siguiente en llegar a la entrada y se agachó sobre una rodilla a la par que tensaba el arco. Sus ojos, ayudados por la diadema del Ojo de Gato, que hacía que incluso los túneles más oscuros parecieran estar bañados por la luz de las estrellas, rastrearon la cámara, escudriñando entre las agrupaciones de estalactitas.

Bruenor no tardó en estar a su lado, y Regis pasó por delante y se puso a su izquierda. El halfling localizó un nicho en la pared, a corta distancia. Se señaló a sí mismo y luego a la oquedad, y se dirigió hacia ella, palmo a palmo.

Una luz verdosa surgió en la pared del fondo, ahuyentando la oscuridad. Empezó a girar en espiral y abrió un agujero en el muro, a través del cual pasó la matrona Baenre sobre su disco flotante, seguida por sus hijas, su prisionero y el illita.

Drizzt reconoció a la avejentada drow y vio cumplidos sus peores temores; supo de inmediato que la desventaja en contra de sus amigos y él era tremenda. Pensó en lanzarse directamente sobre Baenre, pero en ese momento se dio cuenta que Guenhwyvar y él no estaban solos dentro de la cámara. Por el rabillo del ojo Drizzt atisbó un movimiento entre las estalactitas.

Catti-brie disparó una flecha plateada, prácticamente a bocajarro. El proyectil explotó en una lluvia de chispas multicolores e inofensivas, incapaz de penetrar los escudos mágicos de la primera madre matrona.

Regis, que en ese momento se metía en el nicho de la pared, gritó de dolor cuando un hechizo defensivo explotó. La electricidad chisporroteó en torno al halfling, zarandeándolo como un pelele hasta que por fin cayó al suelo, con el rizoso cabello castaño de punta.

Guenhwyvar saltó hacia la derecha, y derribó a una guerrera drow que descendía flotando de las estalactitas. Drizzt consideró de nuevo el lanzarse directamente sobre Baenre, pero de pronto se encontró enzarzado en un combate cuando tres guardias Baenre de élite salieron de las sombras precipitadamente y lo rodearon. Drizzt sacudió la cabeza en un gesto de rechazo. El factor sorpresa trabajaba ahora en contra de ellos, no a su favor. El enemigo los estaba esperando, los había buscado del mismo modo que ellos habían buscado al enemigo. ¡Y era la matrona Baenre en persona!

—¡Corred! —gritó Drizzt a sus amigos—. ¡Salid de aquí!