La noche más larga
Belwar oyó los ecos, sutiles vibraciones en la densa piedra que ningún habitante de la superficie habría notado nunca. Los otros trescientos svirfneblis también los oyeron. Era la naturaleza de los enanos de las profundidades; en los túneles más profundos de la Antípoda Oscura a menudo se comunicaban enviando silenciosas vibraciones a través de la roca. Ahora oían los ecos, unos ecos constantes, no como la enorme explosión que habían escuchado hacia un par de horas, el estruendo de toda una red de túneles al desplomarse. Los aguerridos guerreros svirfneblis examinaron el nuevo sonido, un ritmo peculiar, y supieron qué significaba. Se estaba sosteniendo una batalla, una gran batalla, y no muy lejos.
Belwar consultó con sus comandantes muchas veces mientras avanzaban lentamente por el terreno desconocido, intentando seguir las vibraciones más fuertes. Con frecuencia uno de los svirfneblis del perímetro o a la cabeza del grupo golpeaba suavemente su martillo contra la piedra, intentando captar la densidad de la roca. Localizar la dirección de un eco era complicado porque la densidad de la roca nunca era uniforme y las vibraciones resultaban distorsionadas a menudo. Así pues, los svirfneblis, que podría decirse que eran los mejores rastreadores de ecos de todo el mundo, en más de una ocasión se encontraron yendo en la dirección equivocada al tomar una bifurcación del camino.
Sin embargo, eran unos tipos resueltos y pacientes e insistieron en ello, y, tras muchos minutos frustrantes, un clérigo llamado Suntunavick se presentó ante Belwar y Firble y anunció con toda convicción que esto era lo más cerca del sonido que estos túneles podían llevarlos.
Los dos siguieron al clérigo hasta el punto exacto y acercaron la oreja a la piedra alternativamente. En efecto, el ruido era fuerte, relativamente hablando.
Y constante, notó Belwar con algún desconcierto, pues este no era el resonar del toma y daca de una batalla ni los ecos que había rastreado anteriormente, o, por lo menos, había algo más en el sonido.
Suntunavick aseguró al capataz que este era el sitio correcto. Entremezclado con este sonido más constante estaba el ritmo familiar de batalla trabada.
Belwar miró a Firble, que asintió, y luego a Suntunavick. El capataz dio unos golpecitos en la pared con el dedo y después retrocedió a fin de que Suntunavick y los otros clérigos pudieran acercarse.
Iniciaron sus cantos, un sonido chirriante, sordo, aparentemente sin palabras, y, de vez en cuando, uno de los clérigos arrojaba un puñado de una sustancia que parecía barro contra la piedra.
La salmodia alcanzó un crescendo; Suntunavick corrió hacia la pared, con las manos extendidas ante sí y unidas fuertemente por las palmas. Con un grito de éxtasis, el pequeño enano hincó los dedos en la piedra; luego gruñó mientras los músculos de los brazos y los hombros se tensaban y abrían la pared como si no fuera más sólida que una cortina de paño grueso.
El clérigo retrocedió de un brinco, al igual que hicieron los demás, cuando el eco se convirtió en un clamor y una fina rociada, la llovizna de una catarata, los salpicó.
—Es la superficie —musitó Firble con un hilo de voz.
Lo era, efectivamente; pero este diluvio no se parecía en nada a la imagen que los enanos tenían del mundo de la superficie, no tenía nada que ver con las descripciones dadas en muchas historias que habían oído sobre este sitio extraño. Muchos del grupo abrigaron la idea de regresar en ese mismo momento, pero Belwar, que había hablado con Drizzt no mucho tiempo atrás, sabía que aquí pasaba algo fuera de lo común.
El capataz desenganchó una cuerda que llevaba en el cinturón con su mano de pico y se la tendió a Firble, indicando al consejero que se la atara a la cintura. Firble lo hizo, cogió el otro extremo y se afianzó firmemente.
Con sólo una ligera vacilación, el valeroso Belwar se deslizó a través de la pared, a través del velo de llovizna. Encontró la catarata, y una cornisa que lo condujo al otro lado de aquella, y Belwar contempló las estrellas en lo alto.
¡Miles de estrellas!
El alma del enano se elevó en éxtasis. Se sentía arrobado y asustado al mismo tiempo. Este era el mundo de la superficie, la más grande de las cavernas, bajo una cúpula inalcanzable.
El momento de pasmo, de ensimismamiento, fue efímero, desbaratado por los claros sonidos de combate. Belwar no estaba en el Valle del Guardián, pero divisaba el resplandor de la batalla, llamas de antorchas y conjuros mágicos, y oía el resonar de metal contra metal y los gritos de los moribundos.
Con Belwar a la cabeza, los trescientos svirfneblis salieron de las cavernas y emprendieron una silenciosa marcha hacia el este. Llegaron a muchas zonas que parecían infranqueables, pero un amistoso elemental, invocado por los clérigos svirfneblis, les abrió paso. En unos cuantos minutos tenían la batalla a la vista, la refriega dentro del neblinoso valle, jinetes enfundados en armaduras y drows montados en lagartos, miserables goblins y kobolds y enormes humanos que doblaban con creces la talla del svirfnebli más alto.
Ahora sí que Belwar vaciló al comprender plenamente que su tropa de trescientos enanos se zambulliría en una batalla de miles, un conflicto que los enanos de las profundidades no tenían modo de discernir quién estaba ganando.
—Es para lo que hemos venido —susurró Firble al oído del capataz.
Belwar miró fijamente a su inusitadamente arrojado compañero.
—Por Blingdenstone —dijo Firble.
Belwar encabezó la tropa.
Drizzt contuvo el aliento; todos ellos lo hicieron, e incluso Guenhwyvar fue lo bastante juiciosa para sofocar un gruñido instintivo.
Los cinco compañeros estaban apiñados en una estrecha cornisa de un corredor amplio y alto, en tanto que una columna de drows, muy numerosa, marchaba por el túnel, una línea que seguía y seguía y parecía que nunca iba a acabar.
¿Dos mil?, se preguntó Drizzt. ¿Cinco mil? No había modo de calcularlo. Eran demasiados, y él no podía asomar la cabeza y empezar a contar. Lo que Drizzt sí comprendió era que el grueso de la fuerza drow se había reunido y marchaba con un propósito determinado. Eso sólo podía significar que el camino estaba expedito, al menos hasta la puerta del nivel inferior de Mithril Hall. Drizzt recobró el ánimo al pensar en esa puerta, en las muchas e ingeniosas defensas que se habían preparado en esa zona. Incluso esta importante fuerza no encontraría nada fácil pasar a través del portal; los túneles cercanos a la puerta inferior se llenarían de cadáveres, tanto de drows como de enanos.
Drizzt se atrevió a asomar la cabeza lentamente, por delante de Guenhwyvar, que estaba aplastada contra la pared, a su lado, para mirar a Bruenor, incrustado incómodamente entre la grupa de la pantera y la pared. Drizzt estuvo a punto de sonreír al ver al enano y pensó que más valía que se moviera rápidamente una vez que la columna drow hubiera pasado, porque probablemente Bruenor arrojaría a la pantera por el borde del saliente de un empellón, y a él junto con el animal.
Pero la sonrisa no llegó a producirse, ya que las dudas asaltaban a Drizzt. Se preguntó, y no por primera vez, si había hecho bien en traer a Bruenor aquí fuera. Podrían haber regresado a la puerta inferior con los enanos que habían encontrado horas antes; el lugar del rey de Mithril Hall estaba con su ejército. Drizzt sabía la importancia que habría tenido la presencia del fiero enano en la defensa de esa puerta y de la propia ciudad subterránea. Hasta el último enano de Mithril Hall habría cantado un poco más alto y habría luchado con un poco más de ánimo sabiendo que el rey Bruenor Battlehammer estaba cerca, unido a la causa y con su poderosa hacha dirigiendo la lucha.
La decisión de Drizzt había hecho que Bruenor se quedara fuera de la fortaleza y el drow se preguntaba ahora si no habría sido egoísta por su parte actuar de ese modo. ¿Llegarían siquiera a encontrar a los cabecillas enemigos? Con toda probabilidad, las sacerdotisas que habían conducido este ejército estarían bien escondidas, utilizando su magia desde lejos, dirigiendo a sus fuerzas con menos compasión que si los soldados fueran simples peones de un gigantesco ajedrez.
La madre matrona, o quienquiera que estuviera al mando de este ejército, no correría riesgos personales, porque así era como actuaban los drows.
De repente, encaramado aquí arriba, en esta cornisa, Drizzt Do’Urden se consideró un necio. Iban a la caza de la cabeza, como le había dicho a Bruenor, pero esa cabeza no sería fácil de encontrar. Y, dada la magnitud del contingente que marchaba por debajo de ellos, en dirección a Mithril Hall, no parecía factible que Drizzt, Bruenor y sus otros compañeros lograran llegar cerca de la fortaleza enana en un corto plazo de tiempo.
El vigilante agachó la cabeza e inhaló lenta y profundamente para serenarse, recordándose a sí mismo que había hecho lo único que ofrecía una posibilidad de alzarse con la victoria y que, aunque la puerta inferior no sería tomada fácilmente, al final caería, estuviera o no Bruenor Battlehammer entre sus defensores. Pero ahora, aquí fuera, con tantos drows y tantos túneles, Drizzt empezó a entender la enormidad de la tarea que les aguardaba. ¿Qué esperanza tenía de encontrar a los líderes del ejército drow?
Lo que Drizzt ignoraba es que él no era el único que iba a la caza con un fin determinado.
—No hay noticias de Bregan D’aerthe.
La matrona Baenre, sentada sobre el disco flotante, asimiló las palabras y el significado que encerraban. Quenthel iba a repetirlas, pero la mirada ceñuda y amenazadora de su madre la hizo enmudecer.
Aun así, la frase resonó como en eco en la mente de la matrona Baenre: «No hay noticias de Bregan D’aerthe».
Jarlaxle se mantenía escondido, comprendió Baenre. A pesar de su actitud fanfarrona, el jefe mercenario era, de hecho, prudente, muy cauto a la hora de hacer correr riesgos a la banda que había tardado siglos en reunir. En realidad, Jarlaxle no se había mostrado muy deseoso de marchar sobre Mithril Hall y sólo había venido porque no se le había dado opción.
Al igual que Triel, la propia hija de Baenre y su principal consejera, el mercenario había esperado una conquista fácil y rápida y un pronto regreso a Menzoberranzan, donde quedaban todavía tantos asuntos pendientes. El hecho de que no hubiera llegado informe alguno de los exploradores de Bregan D’aerthe últimamente podía ser una coincidencia, pero Baenre sospechaba lo contrario. Jarlaxle estaba escondido y a la espera, y eso sólo podía significar que él, merced a las noticias que recibía constantemente de los astutos exploradores de su organización, estaba convencido de que el ímpetu del asalto se había frenado y que, como la propia Baenre, había llegado a la conclusión de que Mithril Hall no sería tomada tan fácilmente.
La envejecida madre matrona aceptó la noticia con estoicismo, segura de que Jarlaxle volvería al redil una vez que las tornas se volvieran a favor de los elfos oscuros. Tendría que pensar en un buen escarmiento para el jefe mercenario, por supuesto, uno que le hiciera comprender a Jarlaxle su profundo disgusto sin que la privara de un valioso aliado.
Al cabo de un rato, la atmósfera de la pequeña caverna que Baenre estaba utilizando como su salón del trono empezó a estremecerse con la vibrante energía de un encantamiento. Todos los presentes en la sala miraron en derredor con nerviosismo y respiraron aliviados cuando Methil apareció de la nada en medio de las sacerdotisas drows.
Su semblante no revelaba nada; mantenía la misma expresión pasiva y observadora que era habitual en un miembro de la peculiar raza de Methil. Baenre consideraba aquel semblante inescrutable la faceta más frustrante en el trato con los illitas. Jamás dejaban ver el más leve indicio de sus verdaderas intenciones.
Uthegental Armgo ha muerto, llegó el pensamiento a la mente de Baenre, un informe lacónico de Methil.
Ahora le tocó el turno a la madre matrona de adoptar una expresión impávida que no revelaba nada. Sabía que Methil le había dado la preocupante noticia a ella exclusivamente. Las demás, en particular Zeerith y Auro’pol, que estaban volviéndose más quisquillosas por momentos, no necesitaban saber que las noticias eran malas, muy malas.
La marcha a Mithril Hall va bien, fue el siguiente mensaje telepático de Methil. El illita lo compartió con todos los presentes, detalle que resultó evidente para la matrona Baenre por las expresiones repentinamente animadas. Los túneles están expeditos hasta el nivel inferior, donde el ejército se está reagrupando y se prepara.
Muchos asentimientos de cabeza y sonrisas se dirigieron al illita, y a la matrona Baenre no le costó mucho más trabajo que a Methil discernir los pensamientos que había tras aquellas expresiones. El illita se estaba esforzando para levantar la moral, algo siempre incierto cuando se trataba con los elfos oscuros. Pero, al igual que el informe de Quenthel sobre la falta de noticias de Bregan D’aerthe, el primer mensaje dado por el illita se repitió en la mente de Baenre de manera desconcertante. ¡Uthegental Armgo estaba muerto! ¿Cómo reaccionarían los soldados de Barrison Del’Armgo, una fuerza de importancia vital para la causa, cuando descubrieran que su líder había sido eliminado?
¿Y Jarlaxle? Si se había enterado de la muerte del brutal maestro de armas, eso explicaría el silencio de Bregan D’aerthe. El jefe mercenario podía temer la pérdida de la guarnición Barrison Del’Armgo, una deserción que conmocionaría profundamente a las filas del ejército.
Jarlaxle no lo sabe ni tampoco los guerreros de la segunda casa, la respondió telepáticamente Methil, que obviamente había leído sus pensamientos.
Con todo, Baenre se las arregló para mantener una expresión alegre (relativamente hablando), simulando estar emocionada ante la noticia de la aproximación del ejército a la puerta inferior. Aún así, veía claramente el cáncer que estaba creciendo en sus filas, una serie de sucesos que podían destruir la ya inestable integridad de su ejército y sus alianzas, que podían echar a perder todo. Se sintió como si estuviera retrocediendo a los días de absoluto caos en Menzoberranzan, justo antes de la marcha, cuando K’yorl parecía llevar todas las de ganar.
La destrucción de la casa Oblodra había consolidado la situación en aquel momento, y la matrona Baenre pensó que ahora le hacía falta algo parecido, alguna victoria dramática que despejara toda duda de las mentes de soldados y aliados. Fomentar la lealtad con el temor. Pensó de nuevo en la casa Oblodra y acarició la idea de hacer una demostración similar contra la puerta inferior de Mithril Hall. La desechó de inmediato, consciente de que lo ocurrido en Menzoberranzan había sido un acontecimiento irrepetible. Nunca hasta entonces (y probablemente nunca jamás, ¡y desde luego, no al cabo de tan poco tiempo!) Lloth había venido al plano material de una manera tan gloriosa y completa. Con motivo de la caída de la casa Oblodra, la matrona Baenre había sido el conducto del poder divino de la reina araña.
Eso no ocurriría otra vez.
Los pensamientos de Baenre tomaron otro derrotero, un rumbo a seguir más factible.
¿Quién mató a Uthegental? pensó, sabiendo que Methil la «oiría».
El illita lo ignoraba, pero comprendió la intención de la madre matrona. Baenre sabía lo que Uthegental se proponía hacer, sabía cuál era el único triunfo que importaba realmente al poderoso maestro de armas. Quizás se había encontrado con Drizzt Do’Urden.
De ser así, ello significaría que Drizzt Do’Urden se encontraba en los túneles inferiores, no tras las barricadas de Mithril Hall.
Sigues un curso peligroso, la advirtió Methil antes de que la matrona empezara siquiera a fraguar los conjuros que le permitirían localizar al renegado.
Baenre desestimó esa idea sin apenas preocuparse. Era la primera madre matrona de Menzoberranzan, el conducto de Lloth, poseedora de poderes que podían extinguir la vida de cualquier drow de la ciudad, cualquier madre matrona, cualquier hechicero, cualquier maestro de armas, sin apenas esfuerzo. Estaba de acuerdo en que el curso tomado era peligroso, desde luego… Peligroso para Drizzt Do’Urden.
Las más devastadoras eran la fuerza enana y la del centro de la línea de bloqueo, una gran masa de ruidosos guerreros que entonaban cantos, aplastaban goblins y orcos con sus pesados martillos y hachas, saltando en grupo, como una jauría, sobre los gigantescos minotauros y derribaban a los brutos con el peso de su superioridad numérica.
Pero, a lo largo del extremo oriental del Valle del Guardián, la presión era tremenda desde todas partes. Los caballeros recorrían las líneas de los bárbaros atrás y adelante, reforzando los puntos donde el enemigo parecía estar abriendo brecha, y, con su ayuda oportuna, la formación se mantuvo. Aun así, los hombres de Berkthgar se vieron obligados a retroceder inevitablemente.
Los cuerpos de kobolds y goblins se amontonaban en el Valle del Guardián; una veintena de ellos moría por cada defensor. Pero los drows podían permitirse esas pérdidas; las habían previsto, y Berg’inyon, sentado a lomos de su lagarto, contemplaba tranquilamente la constante batalla desde lejos junto con el resto de los jinetes Baenre, consciente de que el momento de la matanza se aproximaba. Se dio cuenta de que los defensores se estaban cansando. Los minutos habían dado paso a una hora, y luego a dos, y el ataque no disminuía.
La línea defensiva retrocedió, y las encumbradas paredes orientales del Valle del Guardián se alzaban tras ella, muy cercanas. Cuando esas paredes cortaran su retirada, los hechiceros drows desatarían un duro ataque, y por el suelo del Valle del Guardián correrían ríos de sangre humana.
Besnell sabía que estaban perdiendo, sabía que una docena de goblins muertos no merecía el precio de un centímetro de terreno. La resignación empezó a apoderarse del elfo, refrenada únicamente por el hecho de que nunca había visto a sus caballeros en mejor forma. Los compactos grupos de batalla se movían atrás y adelante, pisoteando enemigos; y, aunque todos los hombres jadeaban de tal forma que casi no podían entonar un canto de guerra y todos los caballos estaban cubiertos de sudor, no cejaron, no se dieron respiro.
Con sombría satisfacción, aunque terriblemente preocupado —y no sólo por sus hombres, ya que Alustriel no había vuelto a aparecer en el campo de batalla—, el elfo puso su atención en Berkthgar y entonces se quedó verdaderamente asombrado. El enorme espadón, Bankenfuere, zumbaba al hendir el aire, y cada mandoble acababa con la vida de cualquier enemigo lo bastante necio para encontrarse cerca del hombretón. La sangre, mucha de la cual era suya, cubría al bárbaro de pies a cabeza, pero si Berkthgar sentía algún dolor no daba muestras de ello. Su canto y su lucha eran para Tempus, el dios de la batalla, y, de esta manera, cantaba, luchaba y sus enemigos morían.
En opinión de Besnell, si los drows vencían y conquistaban Mithril Hall, una de las consecuencias más trágicas sería que el relato de las hazañas del poderoso Berkthgar el Intrépido no saldría del Valle del Guardián.
Un tremendo destello hacia un lado sacó al elfo de su abstracción. Miró a lo largo de la línea y vio a Regweld Harpel rodeado por una docena de goblins envueltos en llamas, algunos muertos y otros moribundos. Regweld y Saltacharcas también estaban envueltos en el fuego mágico, danzantes lenguas verdes y rojas, pero al hechicero y a su extraordinaria montura no parecía preocuparlos y siguieron luchando sin hacer caso de las llamas. De hecho, aquel fuego que envolvía al dúo se convirtió en un arma, una extensión de la furia de Regweld, cuando el hechicero hizo que Saltacharcas saltara una docena de metros para aterrizar a los pies de dos enormes minotauros. Llamas verdes y rojas se tornaron en un fuego al rojo vivo que salió disparado del torso del mago y envolvió a los gigantescos brutos. Saltacharcas brincó hacia arriba, hasta poner a Regweld a la altura de los feos rostros de los minotauros, que aullaban de dolor. En las manos del mago apareció una varita, y unos rayos de energía verde se descargaron sobre los monstruos.
Regweld se apartó acto seguido, para lanzarse a un nuevo combate, y dejó a los minotauros tambaleándose mientras las llamas los consumían.
—¡Por el bien de toda la buena gente! —gritó Besnell, sosteniendo su espada en alto.
Su grupo de batalla se situó en formación junto a él y el estruendo de la carga se reanudó, esta vez cargando a galope tendido contra una masa de kobolds. Dispersaron a las bestias y llegaron hasta una tropa compacta de enemigos más grandes, y allí la carga fue frenada. Encaramados a lomos de sus monturas, los Caballeros de Plata se abrieron paso en la turba a golpe de espada, y los relucientes aceros se cobraron las vidas de enemigos.
Besnell estaba contento. Sentía una satisfacción que le recorría el cuerpo como una cálida oleada, una sensación de logro y rectitud. El elfo creía en Luna Plateada con todo su corazón, creía en los valores que encarnaba, y en el precepto que gritaba cada vez que se le presentaba la ocasión.
No se entristeció cuando la lanza de un goblin encontró un hueco en el peto de su armadura, atravesó las costillas y se hincó en un pulmón. Se tambaleó sobre su silla y, de algún modo, se las arregló para arrancar la lanza de su costado.
—¡Por el bien de toda la gente buena! —clamó con toda la fuerza de que fue capaz.
Había un goblin junto a su montura, arremetiendo con su espada. Besnell hizo un gesto de dolor cuando bajó la espada para frenar el golpe. Se sintió débil y repentinamente helado. Apenas si reparó en que la espada se deslizaba de su mano y caía al suelo.
El siguiente golpe del goblin se descargó de lleno en el muslo del caballero, el arma de manufactura drow atravesó la armadura de Besnell y abrió un corte por el que manó la sangre.
El goblin lanzó un aullido, y luego salió disparado por el aire, partido en dos por el poderoso mandoble de Bankenfuere.
Berkthgar cogió a Besnell con la mano libre cuando el caballero se deslizó de la silla. El bárbaro se sintió de algún modo aislado de la batalla en ese momento, como si el noble elfo y él estuvieran solos, en un lugar reservado para ellos únicamente. A su alrededor, no muy lejos, los caballeros seguían combatiendo y ningún monstruo se les acercó.
Berkthgar tendió a Besnell en el suelo con delicadeza. El elfo alzó la vista; sus dorados ojos parecían vacíos.
—Por el bien de toda la gente buena —musitó Besnell con un hilo de voz apenas audible, pero, por la gracia de Tempus, o cualquiera que fuera el dios que estuviera siguiendo el curso de la batalla del Valle del Guardián, Berkthgar oyó hasta la última sílaba.
El bárbaro hizo un gesto de asentimiento y, en silencio, apoyó la cabeza del elfo muerto en el suelo de piedra.
Acto seguido, Berkthgar se incorporó, sintiendo su rabia multiplicada; cargó de cabeza contra las líneas enemigas, y su enorme espada las segó a su paso como una guadaña.
Regweld Harpel no había sentido nunca semejante excitación. Todavía envuelto en llamas que no dañaban ni a él ni a su caballo-rana, pero sí a cualquiera que se acercara, el hechicero reforzó el extremo meridional de la línea defensiva por sí solo. Los conjuros se le estaban acabando con gran rapidez, pero a Regweld no le importaba, pues sabía que encontraría algún modo de ser útil, de destruir a los malditos que habían venido a conquistar Mithril Hall.
Un grupo de minotauros se dirigió hacia él cerrando un círculo, con las lanzas extendidas ante sí para evitar que el fuego los alcanzara.
Regweld sonrió y azuzó a Saltacharcas para que diera otro salto en el aire, justo entre el cerco de monstruos, más alto de lo que los minotauros y sus lanzas podían llegar.
El mago lanzó un grito de victoria, y entonces un rayo lo silenció.
De repente, Regweld se encontró volando y girando en el aire, y vio a Saltacharcas girando en dirección contraria, justo por debajo de él.
Un segundo rayo ensordecedor llegó desde un ángulo diferente, y a continuación un tercero, bifurcándose de manera que alcanzaron tanto al mago como a su extraña montura.
Fueron alcanzados de nuevo, y después una vez más mientras todavía daban vueltas en el aire; cayeron al suelo, y quedaron tendidos en él muy quietos.
Los hechiceros drows se habían sumado a la batalla.
Los invasores lanzaron gritos clamorosos y atacaron con más ímpetu, y ni siquiera Berkthgar, encolerizado por la muerte del valerosos elfo, fue capaz de reunir a sus hombres para mantener la línea. Los jinetes de lagartos drows se filtraron entre las filas de humanoides, obligando a los caballeros a retroceder con sus largas lanzas; retroceder hacia la pared que les cerraba el paso.
Berg’inyon se encontraba entre los primeros que vieron el giro de la batalla. Ordenó a un jinete que subiera a un pilar rocoso a fin de tener un panorama mejor desde la ventajosa posición, y después volvió su atención a un grupo cercano y señaló la pared norte del valle.
Subid por allí, indicaron los dedos del maestro de armas. Coged altura y rodead a las tropas enemigas para descargar una lluvia de muerte desde arriba cuando estén acorraladas contra la pared.
Sonrisas perversas acompañaron a los gestos de asentimiento, pero un grito desde el otro lado, lanzado por el soldado que Berg’inyon había mandado encaramarse al pilar rocoso, borró de un plumazo su satisfacción.
La formación rocosa había cobrado vida, transformada en un enorme monstruo elemental. Berg’inyon y los demás contemplaron impotentes cómo el coloso de piedra golpeaba un brazo contra otro y aplastaba al drow y a su lagarto.
Se alzó un gran clamor detrás de las líneas drows, por el oeste, y, sobrepasando el estruendo de la carga svirfnebli, se escuchó el grito de «¡bivrip!», la palabra que Belwar Dissengulp utilizaba para activar la magia de sus manos artificiales.
Pasó un buen rato antes de que Berkthgar y los demás defensores del extremo oriental del Valle del Guardián se dieran cuenta de que habían llegado refuerzos por el oeste. No obstante, los rumores finalmente se propagaron entre el tumulto de la batalla, animando a defensores y atemorizando a invasores. Los goblins y los elfos oscuros que combatían cerca de la pared oriental empezaron a volver la vista hacia el extremo opuesto, preguntándose si el desastre se avecinaba.
Berkthgar reunió ahora a las fuerzas no enanas que quedaban: dos tercios de sus bárbaros, menos de un centenar de los Caballeros de Plata, una veintena de Jinetes de Longsaddle, y sólo un par de hombres de Nesme. Sus filas eran reducidas, pero habían recobrado el ánimo, y la línea defensiva resistió e incluso recuperó terreno al seguir a la masa de guerreros enanos de vuelta hacia el centro del Valle del Guardián.
Poco después, toda apariencia de orden desapareció en el valle; ya no había frentes que delimitaran las filas de uno y otro bando. En el oeste, los clérigos svirfneblis combatían contra los hechiceros drows, y los guerreros de Belwar cargaban brutalmente contra las tropas drows. Los elfos oscuros y los svirfneblis eran enemigos encarnizados, enemigos inveterados. Lo mismo podía decirse del extremo oriental del valle, donde enanos y goblins se mataban entre sí con total desenfreno.
La lucha se prolongó a lo largo de la noche, una horrenda y salvaje noche. Berg’inyon Baenre apenas entró en combate y también mantuvo alejado de la batalla al grueso de su fuerza de élite de los jinetes de lagartos, empleando a sus monstruosos humanoides para debilitar la defensa del enemigo. Incluso con la inesperada llegada de la pequeña pero poderosa fuerza svirfnebli, los drows cambiaron pronto las tornas a su favor.
—Venceremos —prometió el joven Baenre a los soldados que estaban cerca de él—. Y, después, ¿qué defensa puede quedar en pie detrás de la puerta oeste de la fortaleza enana?