Gruñido contra gruñido
Los corredores principales que conducían a la puerta inferior de Mithril Hall habían sido derrumbados y sellados, pero esto era algo que el ejército invasor había previsto. Incluso con la ingente concentración de drows refrenada a un acceso lento a través de los túneles que había más allá de la puerta, la fortaleza enana estaba sometida a una gran presión. Y, aunque a Uthegental no le habían llegado informes sobre la lucha en el exterior de la montaña, el poderoso maestro de armas imaginaba la carnicería en las laderas, con los enanos y los débiles humanos muriendo a centenares. Las dos puertas de Mithril Hall estarían tomadas a estas alturas con toda probabilidad, y los jinetes de lagartos de Berg’inyon debían de estar ocupando los túneles más altos.
Aquella idea molestaba considerablemente al maestro de armas de Barrison Del’Armgo. Si Berg’inyon se encontraba en Mithril Hall y Drizzt Do’Urden estaba allí, el renegado podía morir a manos del hijo de la casa Baenre. Por consiguiente, Uthegental y un reducido grupo de media docena de guerreros de élite que lo acompañaba recorrían ahora los caminos que los llevarían a la puerta inferior de Mithril Hall. Confiaba en que esos túneles estuvieran abiertos, despejados por los elfos oscuros que se habían filtrado desde la ciudad subterránea.
El maestro de armas y su escolta llegaron a la caverna que previamente había servido a Bruenor como puesto de mando. Ahora se hallaba desierta, y sólo unos pocos pergaminos y trozos de papel de los preparativos de los clérigos demostraban que alguien había estado allí. Tras el derrumbe de los túneles y el desprendimiento de partes de la caverna de Tunult (así como muchos pasillos laterales, incluido el túnel principal que conducía a esta cámara), los grupos de enanos de esta zona baja se habían dispersado, aparentemente, al carecer de mando central.
Uthegental cruzó la caverna sin apenas pensar en ello. La banda drow se movía por los corredores con rapidez, dirigiéndose hacia el este y siguiendo en silencio el ritmo apremiante marcado por su cabecilla. Llegaron a una amplia bifurcación del camino y repararon en los añejos huesos de un gigante de dos cabezas que había tirados junto a la pared; irónicamente, eran los restos de una criatura que Bruenor había matado siglos atrás. Sin embargo, lo más preocupante era la bifurcación del túnel.
Frustrado ante este nuevo retraso, Uthegental envió exploradores a izquierda y derecha, y él y el resto del grupo continuaron de frente, la dirección que apuntaba más hacia el este.
Uthegental suspiró con alivio porque al fin había encontrado la puerta inferior cuando un guerrero de su escolta y otra drow, una sacerdotisa, se reunieron con él pocos minutos después.
—Saludos, maestro de armas de la segunda casa —dijo la sacerdotisa, dando a Uthegental un trato más respetuoso del que se daba a los varones normalmente.
—¿Por qué estás en los túneles? —quiso saber Uthegental—. Todavía nos encontramos lejos de la ciudad subterránea.
—Más de lo que crees —contestó la sacerdotisa mientras dirigía una mirada desdeñosa hacia el este, al largo túnel que desembocaba en la puerta inferior—. El camino no está expedito.
Uthegental emitió un gruñido sordo. Esos elfos oscuros deberían haber tomado la ciudad subterránea a estas alturas, y deberían haber abierto los corredores. Sobrepasó a la sacerdotisa; sus pasos denotaban su irritación.
—No podréis abriros paso por allí —le aseguró la sacerdotisa, y él se dio media vuelta, con un gesto ceñudo, como si la mujer lo hubiera abofeteado.
»Llevamos una hora atacando esa puerta —explicó la sacerdotisa—. Y pasará una semana más antes de que logremos superar esa barricada. Los enanos la defienden bien.
—¡Ultrin sargtlin! —bramó Uthegental su título preferido para recordar a la mujer su reputación. Con todo, a pesar del hecho de que Uthegental se hubiera ganado ese distintivo de «Guerrero Supremo», la sacerdotisa no parecía muy impresionada.
—Un centenar de drows, cinco hechiceros y diez sacerdotisas no han logrado apoderarse de la puerta —dijo la mujer con un tono sin inflexiones—. Los enanos contraatacan nuestra magia con grandes lanzas y bolas de alquitrán incandescente. Y el túnel que conduce a la puerta es angosto y está lleno de trampas, tan bien defendido como la propia casa Baenre. Veinte minotauros cayeron allí, y las docenas que consiguieron pasar a trompicones entre las trampas se encontraron con aguerridos enanos que los esperaban y salieron inesperadamente de pequeños nichos secretos en los que estaban escondidos. Veinte minotauros murieron en cuestión de pocos minutos.
»No podréis abriros camino por allí —repitió la sacerdotisa en tono práctico y en modo alguno insultante—. Ninguno de nosotros podrá a menos que los que han entrado en la fortaleza enana ataquen a los defensores de la puerta por la retaguardia.
Uthegental sintió el deseo de lanzar invectivas contra la mujer, principalmente porque creía que tenía razón.
—¿Por qué quieres entrar en la fortaleza? —inquirió ella de manera inesperada, astutamente.
Uthegental la observó con suspicacia, preguntándose si estaba poniendo en tela de juicio su valentía. ¿Por qué no iba a querer entrar en combate, después de todo?
—Se rumorea que la presa que persigues es Drizzt Do’Urden —continuó la sacerdotisa. La expresión suspicaz de Uthegental se tornó interesada.
»Corren otros rumores de que el renegado anda por los túneles exteriores de Mithril Hall —explicó—, al acecho con su pantera y matando a no pocos drows.
Uthegental se pasó la mano por el crespo cabello y volvió la vista hacia el oeste, al agreste laberinto de túneles que había dejado atrás. Sintió una descarga de adrenalina recorriéndole el cuerpo, un hormigueo que le tensó los músculos e hizo que sus rasgos adquirieran la dureza del acero. Sabía que muchos grupos enemigos estaban actuando en los túneles exteriores, fuera del recinto enano, bandas desperdigadas que habían huido de la caverna de las siete cámaras donde se había sostenido el primer combate. Uthegental y sus compañeros habían topado y acabado con uno de esos grupos de enanos de camino hacia aquí.
Ahora que lo pensaba, tenía sentido que Drizzt se encontrara ahí fuera también. Era más que probable que el renegado hubiera tomado parte en la batalla de la caverna de las siete cámaras, y, en ese caso, ¿por qué iba Drizzt a huir al interior de Mithril Hall?
El renegado era un cazador, un antiguo líder de patrullas, un guerrero que había sobrevivido una década a solas con su pantera mágica en el territorio salvaje de la Antípoda Oscura, una hazaña nada desdeñable que incluso Uthegental respetaba.
Sí, ahora que la sacerdotisa lo había hecho partícipe de esos rumores, a Uthegental le parecía perfectamente lógico que Drizzt Do’Urden estuviera ahí fuera, en alguna parte en los túneles del oeste, acechando y matando. El maestro de armas soltó una risa estentórea y, dando media vuelta, se encaminó en la dirección por la que había venido sin dar explicaciones.
No era necesario, ni para la sacerdotisa ni para los compañeros de Uthegental, que fueron tras él.
El maestro de armas de la segunda casa estaba de caza.
—Estamos ganando —declaró la matrona Baenre.
Ninguno de los que se encontraban a su alrededor —ni Methil ni Jarlaxle ni la matrona Zeerith Q’Xorlarrin, de la cuarta casa, ni Auro’pol Dyrr, madre matrona de la casa Agrach Dyrr, en la actualidad quinta casa, ni Bladen’Kerst ni Quenthel Baenre— contradijo la tajante afirmación.
Gandalug Battlehammer, sucio y vapuleado, con las muñecas atadas firmemente con unos grilletes finos, aunque dotados con un conjuro de tal resistencia que ni siquiera un gigante podría romperlos, se aclaró la garganta; el sonido resultó positivamente socarrón. En la actitud del enano había más fanfarronería que sinceridad, pues Gandalug cargaba un gran peso sobre sí. Aun en el caso de que su gente estuviera presentando una gran batalla, los elfos oscuros habían entrado en la ciudad subterránea. Y habían llegado allí por su culpa, porque conocía los caminos secretos. El viejo enano comprendía que nadie podía resistir las intrusiones de un illita, pero eso no borraba su sentido de culpabilidad, la sensación de que no había sido lo bastante fuerte.
Quenthel se movió antes de que Bladen’Kerst tuviera tiempo de reaccionar y golpeó al tozudo prisionero en la espalda con tanta violencia que sus uñas abrieron unos surcos sanguinolentos.
Gandalug resopló con desdén otra vez, y en esta ocasión Bladen’Kerst lo azotó con su látigo de cinco cabezas de serpiente, un golpe que hizo al fornido enano hincarse de rodillas.
—¡Basta! —gruñó la matrona Baenre a sus hijas, dejando entrever su frustración soterrada.
Todos sabían —y al parecer Baenre también, a pesar de su manifestación— que la guerra no marchaba según lo planeado. Los exploradores de Jarlaxle habían informado acerca del cuello de botella cerca de la puerta inferior de Mithril Hall, y que la puerta oriental de la superficie había sido bloqueada poco después de tomarse, cobrándose muchas vidas drows. Las comunicaciones mágicas de Quenthel con su hermano indicaban que la lucha seguía siendo feroz en las laderas meridional y occidental del Cuarto Pico, y que todavía no se había abierto paso a la puerta oeste de la superficie. Por su parte, Methil, que había perdido a sus dos compañeros illitas, había asegurado a la matrona Baenre que la lucha por la ciudad subterránea no había sido ganada aún; ni mucho menos.
Aun así, todos sabían que había algo de verdad en la predicción de victoria de Baenre, y que su certeza no era del todo injustificada. La batalla en el exterior de la montaña no había terminado, pero Berg’inyon le había asegurado a Quenthel que pronto llegaría a su fin; y, teniendo en cuenta la magnitud de las fuerzas que habían ido con Berg’inyon, Quenthel no tenía motivo para dudar de su afirmación.
Muchos habían muerto en los túneles inferiores, pero la mayoría de las bajas eran esclavos humanoides, no elfos oscuros. Los enanos que habían quedado atrapados fuera de la fortaleza después de que el túnel se derrumbara se habían visto forzados a recurrir a tácticas de acecho y evasión, un tipo de combate que favorecía a los sigilosos elfos oscuros.
—Todos los túneles inferiores serán seguros dentro de poco —manifestó la matrona Baenre, una afirmación que resultaba obvia por el simple hecho de que este grupo, que no correría riesgos de enfrentamientos, volvía a avanzar otra vez. Las tropas de élite que rodeaban a Baenre eran responsables de guiar y salvaguardar a la primera madre matrona. No permitirían que Baenre avanzara a menos que la zona que había delante fuera totalmente segura.
»La región en la superficie en torno a Mithril Hall también será segura —añadió Baenre—, con las dos puertas de acceso a la fortaleza tomadas.
—Y, probablemente, derrumbadas —se atrevió a comentar Jarlaxle.
—Lo que dejará a los enanos atrapados en su agujero —respondió con presteza la matrona—. Lucharemos a través de este nivel inferior, y nuestros hechiceros y sacerdotisas encontrarán y abrirán nuevos caminos hacia los túneles del recinto para que podamos infiltrarnos entre las filas enemigas.
Jarlaxle admitió el argumento, como también lo hicieron los demás, pero lo que pretendía Baenre llevaría bastante tiempo conseguirlo, y un asedio largo no había sido parte del plan original. La perspectiva no le gustó a ninguno de los que estaban alrededor de la matrona Baenre, en particular a las otras dos madres matronas. Baenre las había presionado para venir, y así lo habían hecho, aunque sus casas —y toda la ciudad— pasaban por un momento crítico de inestabilidad y cambio. Como compensación a la participación personal de las madres matronas en la larga marcha, a las casas Xorlarrin y Agrach Dyrr se les había permitido dejar la mayor parte de su guarnición en sus palacios, mientras que el resto de las casas, principalmente las otras regentes, habían enviado la mitad de sus dotaciones de elfos oscuros. Durante los pocos meses que se esperaba que el ejército estuviera ausente, la cuarta y la quinta casas parecían seguras.
Pero Zeerith y Auro’pol tenían otras preocupaciones: las luchas de poder internas en sus familias. La jerarquía de cualquier casa drow, salvo quizá la Baenre, era inestable siempre, y las dos madres matronas sabían que, si estaban ausentes demasiado tiempo, a su regreso podían encontrarse con que habían sido reemplazadas.
Intercambiaron una mirada preocupada, y la expresión dubitativa de sus rostros no paso inadvertida al siempre observador Jarlaxle.
El grupo de batalla de Baenre avanzaba pausada y decididamente, las tres madres matronas se desplazaban sobre sus discos flotantes, flanqueadas por las dos hijas Baenre (que arrastraban al enano) y por el illita, que parecía deslizarse en lugar de caminar ya que sus pies quedaban ocultos bajo la larga y pesada túnica. Al cabo de un rato, la matrona Baenre les informó que encontrarían una caverna adecuada e instalarían un salón de trono central, desde el que podría dirigir el curso de la batalla.
Era otra indicación de que la guerra sería larga y, de nuevo, Zeerith y Auro’pol intercambiaron una mirada desazonada.
Bladen’Kerst Baenre estrechó los ojos mientras las miraba, en un gesto de silenciosa amenaza.
A Jarlaxle no le pasó nada por alto, hasta la última connotación, hasta el más mínimo indicio de dónde podría toparse con los mayores problemas la matrona Baenre.
El líder mercenario hizo una profunda reverencia y pidió permiso para marcharse argumentando que quería reunirse con su banda para obtener información más precisa.
Baenre se lo concedió con un leve ademán, sin pensarlo dos veces. Uno de los miembros de su escolta no se mostró tan despreocupado.
Tú y tus mercenarios huiréis, llegó el inesperado mensaje a la mente de Jarlaxle.
Los pensamientos del mercenario se mezclaron en un confuso torbellino y, cogido por sorpresa, no pudo evitar la respuesta telepática de que la idea de desertar de la guerra había, efectivamente, pasado por su cabeza. Sintiéndose más desesperado de lo que nunca había estado, Jarlaxle miró por encima del hombro al inexpresivo rostro del illita.
Ten cuidado con Baenre si regresas, comunicó Methil despreocupadamente, y siguió caminando con la madre matrona y las demás.
Jarlaxle hizo un alto cuando el grupo se perdió de vista y examinó detenidamente el énfasis de la última comunicación del illita. Sacó la conclusión de que Methil no informaría a Baenre de su vacilante lealtad. De alguna manera, por el modo en que el mensaje le había sido dado, Jarlaxle supo que estaba en lo cierto.
El mercenario se recostó en la pared rocosa y meditó con detenimiento cuál debería ser su siguiente movimiento. Si el ejército drow permanecía unido, Baenre vencería al final; de eso no le cabía la menor duda. Las bajas serían más numerosas de lo previsto (ya lo eran, de hecho), pero eso carecería de importancia una vez que Mithril Hall se tomara, junto con todas sus riquezas prometidas.
¿Qué haría él entonces? La inquietante pregunta seguía dando vueltas en su cabeza cuando se topó con algunos de sus lugartenientes de Bregan D’aerthe; todos traían noticias de que continuaba el cuello de botella cerca del nivel inferior, así como información referente a que más elfos oscuros y esclavos estaban muriendo en los túneles exteriores, a manos de grupos ambulantes de enanos y sus aliados.
Los enanos se estaban defendiendo —y luchando— bien.
Jarlaxle tomó una decisión y se la transmitió en silencio a sus lugartenientes con el intrincado código manual. Bregan D’aerthe no desertaría; todavía, no. Pero tampoco seguiría siendo la punta de lanza del ataque, arriesgando a sus exploradores avanzados.
Evitad cualquier combate, indicaron los dedos de Jarlaxle, y los soldados reunidos asintieron en silencio. Nos quitamos de en medio y observamos, nada más.
Hasta que Mithril Hall caiga, respondió uno de los lugartenientes, a lo que Jarlaxle asintió.
O hasta que la guerra se vuelva infructuosa, señalaron sus dedos, y, a juzgar por su expresión, resultó evidente que el líder mercenario no consideraba absurdo esto último.
Pwent y su banda deambulaban de túnel en túnel y su frustración iba creciendo ya que no encontraban drows, ni siquiera kobolds, a los que aplastar.
—¿Dónde infiernos estamos? —inquirió el camorrista.
No hubo respuesta a su pregunta; claro que, pensándolo bien, Pwent no podía esperar que la hubiera. Conocía estos túneles mejor que cualquier miembro de su grupo, y, si él no tenía ni idea de dónde se encontraban, entonces los otros estaban perdidos, indudablemente.
Esto no incomodaba demasiado a Pwent. Ni a él ni a su feroz banda les importaba dónde estaban siempre y cuando hubiera un enemigo contra el que combatir. La falta de adversarios era el verdadero problema.
—¡Empezad a dar golpes! —bramó Pwent, y los Rompebuches corrieron hacia las paredes del angosto corredor y se pusieron a aporrear la piedra con los martillos; el estruendo era tal que cualquier criatura que se encontrara dentro de un radio de doscientos metros no tendría problema alguno en descubrir la presencia del grupo y su localización.
El pobre Bidderdoo Harpel, arrastrado en la estela de la banda más demente de enanos suicidas, se quedó en el centro del túnel y, valiéndose de la gema luminosa, intentó ordenar las pocas hojas restantes de su chamuscado libro de hechizos a fin de encontrar un conjuro, cualquier conjuro, aunque, preferiblemente, ¡uno que lo sacara de allí!
El escándalo se prolongó varios minutos, y después, frustrado, Pwent ordenó formar a sus enanos y reemprendieron la marcha. Pasaron bajo un arco natural, dejaron atrás un par de recodos del pasillo, y luego salieron a un túnel más amplio y cuadrado, con la piedra de las paredes tallada y el suelo nivelado. Pwent chasqueó los dedos al darse cuenta de que habían ido a parar a una zona situada al suroeste de Mithril Hall. Conocía el área, y sabía que encontrarían una posición defensiva enana al otro lado del siguiente recodo. Corrió al frente de su grupo y trepó rápidamente sobre una barricada que llegaba casi al techo, esperando encontrar más guerreros aliados para «alistarlos» en su aterradora banda. Al coronar el parapeto, Pwent se frenó en seco y su sonrisa se borró.
Diez enanos yacían en el suelo, muertos, en medio de un montón de goblins y orcos destrozados.
Pwent saltó desde lo alto de la barricada y aterrizó con un golpetazo, pero se incorporó de inmediato. Sacudió la cabeza mientras caminaba entre la carnicería. Esta posición estaba muy bien fortificada, con el alto parapeto detrás y otro más bajo al frente, donde el corredor giraba a la izquierda en un cerrado ángulo.
Montado contra el muro de la izquierda, justo antes del recodo, había un extraño artilugio, una mortífera catapulta enana de lanzamiento lateral, con un brazo corto y fuerte que se disparaba hacia un lado, no hacia arriba, como las catapultas convencionales. El brazo estaba echado hacia atrás, listo para ser disparado, pero Pwent reparó de inmediato en que no quedaba munición y que los valerosos enanos habían resistido hasta el final.
Pwent podía oler los restos de los misiles de la catapulta y podía ver las titilantes sombras de pequeños fuegos. Sin necesidad de asomarse al recodo supo que al otro lado habría muchos, muchos enemigos muertos jalonando el corredor.
—Murieron honrosamente —dijo el camorrista a sus hombres que, junto con Bidderdoo, habían salvado la barricada y caminaban entre los cadáveres.
El ataque desde el otro lado del recodo se produjo con rapidez y en silencio; un puñado de elfos oscuros salió a la carga, con las espadas desenvainadas.
Si Bidderdoo Harpel no hubiese estado alerta (y si no hubiera encontrado la última página utilizable de su libro de hechizos) aquello habría sido el final de la Brigada Rompebuches, pero el mago ejecutó el conjuro y creó un globo de luz radiante, que para los drows resultó cegadora.
Los sorprendidos elfos oscuros vacilaron un instante, pero fue suficiente para que los Rompebuches adoptaran la posición de combate. De repente, la situación era de siete enanos contra cinco drows, sin que existiera ya el elemento sorpresa. Siete camorristas contra cinco elfos oscuros, y, lo que era peor para los drows, daba la casualidad de que estos camorristas estaban junto a los cuerpos de sus camaradas muertos.
Dieron puñetazos y patadas, saltaron, chillaron y embistieron de cabeza con total osadía, haciendo caso omiso de los golpes recibidos, luchando para conseguir que su salvaje líder se sintiera orgulloso de ellos. Arremetieron como un ariete por debajo de dos elfos oscuros y uno de los enanos consiguió abrirse paso y se lanzó a la carga girando en el recodo al tiempo que rugía.
Pwent empujó a uno de los drows, cogió la espada del elfo oscuro con la mano enfundada en el guantelete metálico y lanzó un directo con el otro puño antes de que el drow tuviera tiempo de descargar su segunda espada.
La cabeza del elfo oscuro reventó con el impacto del guantelete reforzado con clavos, pues el enfurecido Pwent atravesó con el puño el cráneo de la condenada criatura.
Lo golpeó otra vez, y una tercera, y luego arrojó el cuerpo desmadejado junto a los otros cuatro drows muertos. Pwent miró en derredor, a su tropa ensangrentada, y de inmediato se dio cuenta de que faltaba uno, y que Bidderdoo temblaba tan violentamente que los dientes le castañeteaban. El camorrista iba a preguntarle qué le ocurría, pero en ese momento sonó un grito agónico al otro lado del recodo que incluso heló la médula de los huesos del estoico Thibbledorf Pwent. Se acercó de un salto a la esquina y se asomó.
La carnicería en el corredor de quince metros de longitud era aún más espantosa de lo que Pwent esperaba. Docenas de humanoides yacían muertos en el suelo y varios fuegos pequeños seguían ardiendo, tan cerrada había sido la andanada de proyectiles de la catapulta contra las paredes y el suelo.
Pwent vio emerger una figura grande por el otro extremo del túnel, una figura borrosa, pero el camorrista supo que era un elfo oscuro, aunque el más corpulento que había visto hasta ahora. El drow llevaba un tridente grande y en las puntas del tridente, sacudiéndose con los últimos estertores, estaba ensartado el Rompebuches de Pwent. Otro drow apareció detrás del fornido maestro de armas, pero Pwent apenas reparó en él y tampoco le importó si un centenar más venía detrás.
El camorrista rugió enfurecido, pero no se lanzó a la carga. En un raro momento en que la sensatez se impuso a la rabia, Pwent retrocedió de un salto por el recodo.
—¿Qué ocurre, muy honorable camorrista? —inquirieron tres Rompebuches al unísono.
Pwent no respondió. Se subió de un salto al cesto de la catapulta lateral y con los afilados clavos del guantelete cortó limpiamente la cuerda que sujetaba el brazo.
Uthegental acaba de librar su tridente de la incómoda víctima cuando la catapulta lateral se disparó, lanzando a Pwent como un proyectil por el corredor. Los ojos del maestro de armas se desorbitaron, y el drow gritó al mismo tiempo que Pwent. De repente, Uthegental deseó tener todavía el cadáver del enano hincado en el tridente para así utilizarlo como escudo. Por puro instinto, el guerrero drow recurrió a la única salida que le quedaba: agarró a su compañero por el cuello de la piwafwi y lo puso ante sí de un tirón.
La bayoneta del yelmo de Pwent —y la mitad de su cabeza— se incrustó en el infortunado elfo oscuro y lo atravesó limpiamente, lo bastante para herir también a Uthegental.
El fornido maestro de armas se desenredó del revoltijo y se incorporó al tiempo que Pwent se libraba del drow muerto con una brusca sacudida. Se abalanzaron el uno sobre el otro en un ataque de furia, rabia contra rabia, gruñido contra gruñido; Pwent consiguió propinar algunos golpes, pero Uthegental, tan fuerte y habilidoso, contraatacó ferozmente.
El extremo del mango del tridente se estrelló contra la cara de Pwent, y el enano se puso bizco. Retrocedió a trompicones y comprendió, para su horror, que había dado espacio suficiente a su enemigo para que lo ensartara.
Una bestia plateada, un enorme lobo que corría sobre las patas traseras, arremetió contra Uthegental por un costado y lo tiró al suelo.
Pwent sacudió la cabeza vigorosamente para despejarse y contempló al nuevo monstruo con no poca aprensión. Echó una ojeada al corredor y vio a sus Rompebuches aproximándose rápidamente, todos ellos señalaban al lobo y chillaban de contento.
—Bidderdoo —balbució Pwent al caer en la cuenta.
Uthegental se quitó de encima al hombre lobo Harpel y se incorporó de un brinco. Sin embargo, antes de que hubiera recobrado el equilibrio del todo, Pwent saltó sobre él.
Un segundo enano saltó sobre el maestro de armas, y lo siguió un tercero, un cuarto, y la Brigada Rompebuches al completo.
Uthegental rugió salvajemente y, de repente, el drow poseyó la fuerza de un gigante. Se mantuvo firme, con enanos colgados por todas partes, y extendiendo los brazos, se sacudió enanos y los arrojó como si fueran meros roedores.
Pwent lo golpeó en el pecho con una fuerza que habría matado a una vaca de buen tamaño.
Uthegental gruñó y propinó un revés a Pwent que lo lanzó por el aire varios metros.
—Eres bueno —admitió el tembloroso enano mientras se incorporaba sobre una rodilla al tiempo que Uthegental se acercaba a él pausadamente.
Por primera vez en su disparatada vida (salvo, quizá, cuando luchó contra Drizzt por equivocación), Thibbledorf Pwent supo que su enemigo lo superaba —¡que superaba a toda su brigada!— y se dio por muerto. Los otros enanos yacían a su alrededor, gimiendo, y ninguno de ellos sería capaz de detener al increíblemente fuerte drow.
En lugar de intentar ponerse de pie, Pwent gritó y se abalanzó de cabeza, gateando sobre las rodillas. Se incorporó en el último segundo y descargó un gancho de derecha con todas sus fuerzas.
Uthegental cogió el puño en el aire y frenó el impulso completamente. La mano libre del poderoso drow se cerró sobre el rostro de Pwent, y Uthegental empezó a doblar al pobre enano hacia atrás.
Pwent podía ver el semblante contraído por la furia entre los dedos extendidos del elfo oscuro. De algún modo reunió la fuerza suficiente para lanzar un golpe con el puño libre y consiguió hacer un sólido impacto en el antebrazo del drow.
A Uthegental no pareció importarle.
Pwent soltó un quejido.
El maestro de armas echó la cabeza hacia atrás repentinamente.
Pwent creyó que el drow iba a soltar un grito de victoria, pero de la boca de Uthegental no salió sonido alguno, ni el más mínimo, hasta que un momento después borboteó incoherentemente.
Pwent sintió aflojarse los dedos del drow sobre su cara, y el camorrista se apartó de un tirón. Mientras se enderezaba, Pwent entendió lo ocurrido. El hombre lobo plateado se había acercado a Uthegental por detrás y lo había mordido en la nuca. Bidderdoo mantenía su presa, con toda la presión de sus enormes fauces aplastando vértebras y nervios.
Los dos mantuvieron la macabra postura durante muchos segundos; todos los Rompebuches que no estaban inconscientes se arremolinaron a su alrededor, maravillados por la fuerza de las mandíbulas de Bidderdoo y por el hecho de que este tremendo guerrero drow aguantara de pie todavía.
Sonó un fuerte crujido, y Uthegental sufrió una brusca y violenta sacudida. Se desplomó, con el lobo sin soltar su presa.
Pwent señaló a Bidderdoo.
—Tengo que conseguir que me enseñe a hacer eso —comentó el pasmado camorrista.
Bidderdoo, sujetando firmemente a su víctima, no lo oyó.