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El Valle del Guardián

Las tropas de Berg’inyon entraron en el Valle del Guardián, con los lagartos de patas adhesivas abriendo sendas donde no las había. Bajaron por la cara norte como si fueran una cortina de agua; sus ominosas sombras se deslizaron entre los altos pilares de piedra, y entraron en el brumoso valle.

Aunque la temperatura era un poco más cálida que en la desprotegida cara norte, los drows se sentían incómodos. No había formaciones como esta en la Antípoda Oscura, ni valles brumosos, salvo aquellos saturados con los vapores tóxicos de volcanes ocultos. No obstante, los informes de los exploradores habían sido completos y habían descrito específicamente este lugar, el umbral de la puerta oeste de Mithril Hall, como seguro para transitarlo. En consecuencia, los jinetes de lagartos Baenre penetraron en el valle sin vacilar, más temerosos de la violencia de su propia madre matrona que de cualquier posible gas tóxico.

A medida que entraban en el valle, oyeron el combate en la cara sur de la montaña. Berg’inyon hizo un gesto de asentimiento cuando, tras un momento, se dio cuenta de que la batalla se iba acercando; todo marchaba según lo planeado. El enemigo se batía en retirada, no cabía duda, conducido como un hato de estúpidos rotes hacia el valle, donde se llevaría a cabo una matanza total.

Las sombras en movimiento que eran las tropas de Berg’inyon se deslizaban silenciosamente a través de la niebla, más allá de los centinelas pétreos, intentando tomar posiciones en el valle, intentando encontrar las zonas óptimas para una emboscada.

Por encima de la niebla, una línea de fuego rompió la oscuridad general del cielo nocturno, y se extendió rápidamente en ángulo hacia el valle. Berg’inyon la miró, al igual que lo hicieron muchos otros, sin saber qué podía ser.

Mientras pasaba por encima de las tropas, Alustriel lanzó la última andanada mágica, una descarga de rayos, una lluvia de pulsante y destructiva energía verde, y una tromba de bolas de fuego explosivas que derretían la piedra.

Los elfos oscuros respondieron antes de que el carro cruzara sobre el borde septentrional del valle, contraatacando con dardos encantados disparados con ballestas y similares conjuros destructivos.

Las llamas del carro ardieron con mayor intensidad al quedar atrapado en medio de una bola de fuego, y el vehículo se sacudió violentamente hacia un lado cuando un rayo lo alcanzó en la base.

La magia de Alustriel había matado a unos cuantos enemigos y había derribado de sus monturas a muchos otros, pero el verdadero propósito del ataque de la hechicera había sido hacer de señuelo, de modo que los ojos de todos los drows estuvieran dirigidos hacia el cielo mientras el segundo batallón de los Caballeros de Plata se incorporaba a la lucha y cargaba a través del Valle del Guardián, Los cascos de sus caballos resonaron ensordecedoramente sobre el suelo rocoso.

Con las lanzas en ristre, los caballeros embistieron contra las primeras filas de drows, y los arrollaron con sus monturas más corpulentas.

Pero estos eran los jinetes de lagartos Baenre, la mejor fuerza de élite de todo Menzoberranzan, un cuerpo de guerreros y hechiceros que no conocían el miedo.

Las silenciosas órdenes impartidas por Berg’inyon se transmitieron con el código mudo de mano en mano. A pesar de la inesperada andanada desde el cielo y la repentina carga de la tropa que los drows ignoraban que se encontraba en el Valle del Guardián, las filas de elfos oscuros superaban a los Caballeros de Plata en una proporción de tres a uno. Aun cuando la proporción hubiera sido de uno a uno, los caballeros no habrían tenido la menor oportunidad.

Las tornas cambiaron de inmediato, y los caballeros —los que no habían sido derribados— retrocedieron inevitablemente y se reagruparon en formaciones compactas. Sólo la niebla y el desconocimiento del terreno evitaron que la masacre fuera total; sólo el hecho de que los elfos oscuros, con su número abrumadoramente superior, no pudieran encontrar a sus presas permitió que los valerosos caballeros siguieran resistiendo.

Cerca de la retaguardia de las filas drows, Berg’inyon oyó la conmoción cuando un infortunado humano se desorientó y, sin darse cuenta, galopó con su montura hacia el norte, lejos de sus compañeros.

El hijo Baenre indicó por señas a sus guardias personales que lo siguieran pero que se quedaran detrás, y se ocupó de la persecución dirigiendo a su lagarto en una línea diagonal para interceptar al caballero. Vio la oscura figura, y Berg’inyon pensó cuan magnífica era la estampa del jinete, tan alta y erguida en su poderosa montura.

Pero esa imagen no disuadió al maestro de armas de la primera casa de Menzoberranzan. Salió de detrás de un pilar de piedra, justo al lado del caballero, y llamó al hombre.

El gran corcel se frenó en seco y el caballero lo hizo volver grupas para enfrentarse a Berg’inyon. Dijo algo que el hijo Baenre no comprendió, alguna manifestación de desafío, sin duda, y a continuación puso lanza en ristre y espoleó a su caballo, que se lanzó a la carga.

Berg’inyon aprestó también su lanza moteada y clavó los talones en los flancos del lagarto, instando a la bestia a ponerse en movimiento. No podía igualar la rapidez del caballo, pero éste tampoco podía igualar la agilidad del lagarto. Cuando su adversario se encontró cerca, Berg’inyon se desvió bruscamente hacia la izquierda e hizo que su lagarto trepara por el lateral del grueso pilar de piedra.

El caballero, sorprendido por la rapidez de la maniobra evasiva, no pudo levantar la lanza lo bastante deprisa para dar un golpe efectivo, pero, mientras los dos adversarios se cruzaban, Berg’inyon se las arregló para dar un pinchazo en el flanco del caballo. No era un golpe severo, apenas un arañazo, pero esta no era una lanza corriente. La pica de tres metros que Berg’inyon manejaba era un instrumento diabólicamente mortífero, una de las armas drows más crueles y arteras. En el momento en que la punta de la lanza tocó la carne del caballo, atravesando la armadura metálica que llevaba el animal como si fuera de simple paño, unos tentáculos oscuros y ondeantes de luz negra se propagaron a lo largo del arma.

El corcel relinchó lastimosamente, coceó y saltó y por fin se frenó en seco. De algún modo, el caballero se las arregló para mantenerse en la silla.

—¡Corre! —gritó a su temblorosa montura, sin entender lo que le ocurría—. ¡Adelante!

De repente, el jinete tuvo la sensación de que su caballo era, de algún modo, menos sólido, notó las costillas del animal contra sus pantorrillas.

El caballo echó la cabeza hacia atrás y volvió a relinchar, un sonido espeluznante, fantasmal, y el caballero palideció al mirar los ojos de la cosa, unas órbitas que brillaban rojizas con algún encantamiento maligno.

La lanza drow había arrebatado la fuerza vital de la criatura, había transformado al orgulloso y fuerte corcel en una cosa demacrada y esquelética, una cosa malévola, un muerto viviente. El caballero reaccionó rápidamente; tiró su lanza, desenvainó su enorme espada y cortó la cabeza del monstruo de un solo tajo. Rodó hacia un lado cuando el caballo se desplomó bajo él y se incorporó de inmediato, aturdido, sin saber qué dirección tomar.

Unas figuras oscuras lo rodeaban; oyó el siseo de lagartos cercanos, los sonidos de succión de patas al separarse del suelo.

Berg’inyon Baenre se aproximó despacio y dejó su lanza. Se soltó las ataduras que lo sujetaban a la silla con un movimiento brusco de la mano y se deslizó de su montura, decidido a probar la valía de uno de estos hombres de la superficie en un combate individual, decidido a demostrar a los drows que estaban cerca la destreza de su líder.

Las espadas gemelas del maestro de armas, afiladas y encantadas, unas de las armas drows más excelentes, salieron de sus fundas.

El caballero, que era casi treinta centímetros más alto que su oponente pero conocía la reputación de los elfos oscuros, estaba fundadamente asustado. Se tragó ese temor, sin embargo, e hizo frente a Berg’inyon cara a cara, espada contra espada.

El caballero era un buen espadachín que se había entrenado duramente a lo largo de su vida adulta; pero, aunque hubiera seguido entrenándose durante los años que le restaban, no habría totalizado las décadas que el longevo Berg’inyon había empleado en el manejo de la espada.

El caballero era un buen espadachín. Se mantuvo con vida casi cinco minutos.

Alustriel sintió el tacto húmedo y frío de una nube baja rozándole el rostro, y volvió en sí. Se movió con presteza, intentando enderezar el carro, y notó un agudo dolor en el costado.

Había sido alcanzada por hechizos y armas, y sus ropas quemadas y desgarradas estaban humedecidas con su propia sangre.

Se preguntó qué diría el mundo si ella, la dama de Luna Plateada, moría aquí. Para sus arrogantes colegas, esta era una guerra sin importancia, una batalla que no tenía verdadera relevancia en los acontecimientos del mundo; una batalla que, a su entender, Alustriel de Luna Plateada debería haber evitado.

Alustriel retiró el largo cabello plateado —un cabello que estaba apelmazado con sangre— de su hermoso semblante. La cólera bullía en su interior al pensar en la oposición que había encontrado la petición de ayuda del rey Bruenor. Ni un solo asesor o consejero de Luna Plateada, con la excepción de Fret, quería responder a esa llamada, y Alustriel tuvo que entablar una larga y agotadora batalla dialéctica para lograr que se enviaran doscientos Caballeros de Plata a Mithril Hall.

¿Qué le estaba ocurriendo a su ciudad?, se preguntó la dama mientras volaba alto sobre el desastre del Cuarto Pico. Luna Plateada se había ganado la fama de ser uno de los lugares más generosos, defensor de los oprimidos, campeón del bien. Los caballeros había partido a la guerra con entusiasmo, pero ellos no eran, ni nunca habían sido, el problema.

El problema, comprendió la malherida Alustriel, era la clase burócrata cómodamente atrincherada tras sus intereses, los líderes políticos que se habían vuelto demasiado cómodos al abrigo de su calidad de vida. Alustriel lo veía ahora con claridad mientras se esforzaba para controlar su carro encantado en el frío cielo nocturno, por encima del campo de batalla.

Conocía el espíritu de Bruenor y de su gente; conocía la bondad de Drizzt y el valor de los esforzados hombres de Piedra Alzada. Alustriel creía firmemente que merecían que se los defendiera; aun en el caso de que Luna Plateada se consumiera totalmente en la guerra, se lo merecían, porque, al final, en los anales que los futuros historiadores escribirían, ése sería el rasero por el que se mediría a Luna Plateada; esa generosidad sería la grandeza de la ciudad, lo que distinguiría a Luna Plateada de tantos otros reinos mezquinos.

Pero ¿qué le estaba ocurriendo a su ciudad? Mientras se hacía esta pregunta, Alustriel alcanzó a comprender el cáncer que se estaba extendiendo entre sus propias filas. Regresaría a Luna Plateada y extirparía aquel mal, decidió. Pero ahora no.

Ahora necesitaba descansar. Había cumplido con su parte empleando sus habilidades al máximo y, quizás, a costa de su propia vida, comprendió cuando otra punzada dolorosa le estremeció el costado.

Sus colegas lamentarían su muerte, dirían que había sido un despilfarro teniendo en cuenta la escasa importancia de esta guerra por Mithril Hall.

Pero Alustriel sabía a qué atenerse, sabía que ella, al igual que su ciudad, sería juzgada al final.

Se las ingenió para hacer que el carro aterrizara bruscamente sobre una amplia cornisa, y cayó rodando del ardiente vehículo en el mismo momento en que expiraba el conjuro que lo había creado y aquél desaparecía en la nada.

La dama de Luna Plateada se sentó recostada en la piedra, bajo el frío aire nocturno, con la mirada prendida en la distante lucha que tenía lugar allá abajo, muy lejos. Estaba fuera de combate, pero había cumplido con su parte.

Sabía que podía morir tranquila, sin culpabilidad alguna que abrumara su corazón.

Berg’inyon Baenre cabalgó entre las líneas de drows montados en lagartos, sosteniendo en alto sus espadas manchadas de sangre. Los elfos oscuros se agruparon detrás de su cabecilla y, deslizándose de obelisco en obelisco, cubrieron más de la mitad del campo de batalla. La movilidad y rapidez de los corceles favorecía a los caballeros, pero las arteras tácticas de los elfos oscuros no tardaron en neutralizar esa ventaja.

En su favor, hay que decir que los caballeros estaban matando drows en razón de uno a uno, una hazaña notable si se tiene en cuenta la superioridad numérica de los elfos oscuros y su destreza. Aun así, las filas de caballeros se iban reduciendo.

La esperanza llegó en forma de un mago gordinflón montado en una bestia mitad caballo mitad rana, que conducía a los restantes defensores de la cara meridional, centenares de hombres que llegaban corriendo o cabalgando de una batalla para entrar en otra.

Las tropas de Berg’inyon fueron rechazadas rápidamente a todo lo ancho del Valle del Guardián, de vuelta a la pared norte, y los caballeros cabalgaron libres de nuevo.

Pero por el sur entró la vasta fuerza perseguidora de drows y monstruos humanoides, y los elfos oscuros hechiceros que habían sobrevivido al incendio provocado por Alustriel en el denso soto.

Las filas de defensores tomaron posiciones rápidamente, con los esforzados guerreros de Berkthgar agrupados detrás de su poderoso cabecilla, mientras los caballeros de Besnell se unían a la caballería que había resistido en el Valle del Guardián. De igual modo, los Jinetes de Longsaddle se alinearon detrás de Regweld, así como los Jinetes de Nesme que habían sobrevivido, y se unieron a sus camaradas del oeste.

La magia centelleó y el metal resonó, y hombres y bestias gritaron de dolor. La niebla se espesó con el sudor y el suelo rocoso del valle se oscureció con sangre.

Los defensores hubieran querido formar una sólida línea de defensa, pero hacerlo los habría convertido en un blanco terriblemente fácil para los hechiceros, así que habían seguido la salvaje carga de Berkthgar y se habían lanzado de cabeza contra las fuerzas enemigas, aceptando el caos absoluto.

Berg’inyon hizo que su montura trepara hasta la mitad de la pared norte, a bastante altura sobre el valle, para contemplar la gloriosa carnicería. Al maestro de armas le importaban poco sus compañeros muertos, incluidos muchos elfos oscuros, cuyos cuerpos destrozados alfombraban el suelo del valle.

En su opinión, esta batalla se ganaría con facilidad y la puerta oeste de Mithril Hall caería en su poder.

Toda la gloria para la casa Baenre.

Cuando Cepa Garra Escarbadora subió de la ciudad subterránea a la puerta occidental de Mithril Hall se quedó espantada, pero no por los informes sobre el terrible combate que se sostenía en el Valle del Guardián, sino por el hecho de que los guardias enanos no habían salido en ayuda de los valerosos defensores.

Las órdenes habían sido explícitas: tenían que quedarse dentro de la fortaleza, defender los túneles más expuestos, y entonces, si el enemigo descubría la puerta secreta y hacía retroceder a los defensores, los enanos estaban preparados para derribar esos túneles próximos a la puerta. Las órdenes, dadas por el general Dagnabit, lugarteniente de Bruenor y segundo jefe, no habían previsto la batalla del Valle del Guardián.

Bruenor había nombrado a Cepa Clérigo Mayor de Mithril Hall, y lo había hecho públicamente y a bombo y platillo a fin de que no hubiera confusión con respecto al rango una vez iniciada la lucha. Esa decisión, esa ceremonia pública, dio a Cepa el poder que necesitaba ahora, la permitió cambiar las órdenes, y los quinientos enanos asignados a guardar la puerta oeste, que habían contemplado horrorizados la carnicería de lejos, recibieron la nueva orden con entusiasmo.

Se produjo un retumbo bajo el suelo del Valle del Guardián, el chirrido de piedra contra piedra. En el lado norte del valle, Berg’inyon se aferró con fuerza a su montura y confió en que el lagarto no saliera despedido de la pared. Escuchó los ecos atentamente, localizando la secuencia, y luego miró a la esquina suroriental del valle.

Una gloriosa y punzante luz centelleó en aquella dirección cuando la puerta oeste de Mithril Hall se deslizó y se abrió.

A Berg’inyon le dio un vuelco el corazón. ¡Los enanos habían dejado franco el camino!

Centenares de tipos barbudos salieron corriendo en ayuda de sus aliados, cantando y entrechocando sus hachas y sus martillos contra los relucientes escudos, desbordándose como una avalancha por la puerta que había dejado de ser secreta. Llegaron hasta las líneas de Berkthgar y las sobrepasaron; sus compactos grupos de combate abrieron brechas en las filas de goblins, kobolds y drows, y se introdujeron más y más en la muchedumbre.

—¡Necios! —susurró el maestro de armas, pues, aunque un millar o dos millares de enanos hubieran acudido al Valle del Guardián, el curso de la batalla no variaría. Berg’inyon sabía que habían salido porque su conciencia se lo exigía. Habían abierto la puerta y abandonado sus mejores posiciones defensivas porque sus oídos no podían tolerar los gritos de los hombres que morían por defenderlos.

Qué débiles eran estos habitantes de la superficie, pensó el siniestro drow, ya que en Menzoberranzan jamás se confundía el valor con la compasión.

Los enfurecidos enanos entablaron la batalla con brío, lanzándose a través de drows y goblins con osadía. Cepa Garra Escarbadora, alentada por sus recientes hazañas en la ciudad subterránea, dirigía el ataque. Se le habían terminado las esferas luminosas, pero invocó a su dios y ejecutó encantamientos para alumbrar el Valle del Guardián. Los elfos oscuros contrarrestaron rápidamente cada hechizo, como la enana esperaba que hicieran, pero Cepa imaginaba que cada drow concentrado en crear un globo de oscuridad quedaba fuera de combate, al menos momentáneamente. La magia de Moradin, de Dumathoin y de Clanggedon fluyó libremente a través de la sacerdotisa, que se sentía como si fuera un conducto perfecto, la conexión de los dioses enanos con el mundo material.

Los enanos se agruparon a su alrededor mientras ella entonaba plegarias a sus dioses con todo el corazón. Otros defensores se congregaron en torno a los enanos y, de repente, empezaron a recuperar terreno perdido. De pronto, la idea de una única línea defensiva no parecía tan ridícula.

En lo alto, desde la pared opuesta del valle, Berg’inyon soltó una risita burlona ante la futilidad de aquel esfuerzo. Era un impulso temporal, lo sabía, y los defensores de la puerta occidental se habían agrupado en un último e inútil ataque. Todo el grueso de defensores estaba reunido, y las fuerzas de Berg’inyon todavía los superaban en número en gran proporción.

El maestro de armas hizo que su montura descendiera por la pared, reunió a sus tropas de élite a su alrededor y resolvió cómo frenar aquel ataque y cambiar las tornas. Cuando el Valle del Guardián cayera, también caería la puerta oeste.

Y el Valle del Guardián caería, aseguró Berg’inyon a sus compañeros con absoluta confianza, en el transcurso de la próxima hora.