Furia ardiente
Alustriel observaba desde su ventajosa posición la cara oriental del Cuarto Pico, que titilaba con luces que parecían parpadear como las estrellas en lo alto. El intercambio de esferas luminosas lanzadas por los defensores y los conjuros de oscuridad de los invasores para contrarrestarlas era vertiginoso. A medida que su carro rodeaba los riscos suroccidentales, la dama de Luna Plateada sintió un creciente temor, pues los defensores habían sido empujados en una formación en «U» y estaban rodeados por goblins, kobolds y feroces guerreros drows por todas partes.
Aun así, las fuerzas de las cuatro unidades combatían bien, prácticamente espalda contra espalda, y sus líneas se mantenían firmes. Ninguna fuerza numerosa podía atacarlos por la abertura superior de la «U», el punto débil, debido a que las paredes de los riscos eran casi verticales, y los defensores sostenían la formación lo bastante compacta como para resistir cualquier ataque concentrado.
Sin embargo, mientras Alustriel llegaba a esa conclusión, sus esperanzas fueron puestas a prueba. Un grupo de goblins, dirigido por enormes peludos, una variante de goblins velludos y de más de dos metros de talla, formó una cuña compacta y arremetió contra el flanco oriental de los defensores como una punta de lanza.
La línea flaqueó; Alustriel estuvo a punto de descubrir su presencia lanzando una ráfaga de magia explosiva.
Pero, en medio del caos y de la presión, una espada se alzó sobre las demás, una canción se alzó sobre las otras.
Berkthgar el Intrépido, con la enmarañada melena al viento, cantó a Tempus con todo su corazón, y Bankenfuere zumbó al hendir el aire. Berkthgar hizo caso omiso de los goblins menores y cargó directamente contra los peludos, y cada mandoble poderoso acababa con uno de ellos. El jefe de Piedra Alzada recibió una herida, y otra más, pero su severo semblante no reflejó el menor asomo de dolor ni su decidido avance vaciló.
Los peludos que escaparon con vida en los primeros momentos del furioso ataque del hombre lo evitaron a partir de entonces y, con sus líderes tan aterrorizados, los goblins perdieron enseguida el ánimo para continuar con el asalto y la cuña se desintegró en una muchedumbre que huía en desbandada.
Alustriel sabía que serían muchos los cantos que celebrarían el heroísmo de Berkthgar, pero sólo si los defensores se alzaban con la victoria. Si los elfos oscuros tenían éxito en su conquista, entonces todas esas proezas se perderían para las generaciones futuras, todos los himnos quedarían enterrados bajo el negro velo de la opresión. Eso no podía ocurrir, decidió la dama de Luna Plateada. Incluso si Mithril Hall caía esta noche, o la próxima, la guerra no podía perderse. Toda Luna Plateada se movilizaría contra los drows, y ella iría a Sundabar, en el este, a la ciudadela de Adbar, la fortaleza del rey Harbromme y sus enanos, y llegaría a Aguas Profundas, en la Costa de la Espada, a fin de reunir las fuerzas necesarias para empujar a los drows de vuelta a Menzoberranzan.
Esta guerra no estaba perdida, se recordó a sí misma, y miró a los decididos defensores que resistían el asalto de la horda, luchando y muriendo.
Entonces llegó la tragedia que había esperado y temido desde hacía rato: la descarga mágica, explosiones de bolas de fuego, relámpagos de aniquiladora energía mágica y destructivas espirales ardientes.
El asalto se centró en la esquina suroccidental de la «U», y destrozó las filas de los Jinetes de Nesme, consumiendo caballos y hombres por igual. Muchos esclavos humanoides cayeron también, pero eran simple carne de cañón que no tenía la menor importancia para los malvados hechiceros drows.
Las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Alustriel mientras presenciaba la catástrofe, mientras oía los gritos agónicos de hombres y bestias y veía ese rincón de la montaña calcinarse bajo el terrible poder de la andana mágica. Se reprochó no haber previsto esta guerra, haber subestimado la importancia de la marcha drow, no tener atrincherado su ejército al completo, guerreros, hechiceros y clérigos por igual, en defensa de Mithril Hall.
La masacre continuó durante varios minutos que parecieron horas a los aterrados defensores. Siguió y siguió, mientras las explosiones y los gritos se sucedían sin pausa.
Alustriel recobró el ánimo y buscó el motivo, y, cuando lo vio, comprendió que los hechiceros drows, en su ignorancia del mundo de la superficie, habían cometido un error.
Estaban concentrados en una densa arboleda, a cubierto, arrojando su mortífera lluvia de conjuros.
El rostro de Alustriel se iluminó con una sonrisa maliciosa, una sonrisa de venganza y, haciendo virar a su carro en un ángulo pronunciado, descendió en picado sobre la ladera de la montaña como una flecha disparada al corazón de sus enemigos.
Los drows se habían equivocado: estaban bajo los árboles.
Mientras cruzaba el extremo norte del campo de batalla, Alustriel gritó una orden y su carro y el tronco de caballos encantados que tiraba de él se prendieron en brillantes llamas.
Oyó los gritos de miedo debajo de ella, tanto de aliados como de enemigos, y escuchó el toque de trompetas de los Caballeros de Plata, que habían reconocido el carro y comprendieron que su líder había venido.
Siguió descendiendo, y una tremenda bola de fuego precedió su vuelo y explotó en el centro del soto. Alustriel pasó a toda velocidad rozando las copas y bordeó la línea de árboles de manera que las llamas de su carro prendieron las ramas por donde quiera que pasaba.
¡Los hechiceros drows habían cometido un error!
Sabía que los elfos oscuros habrían establecido defensas para un contraataque mágico —quizá sobre sí mismos, incluso—, que rechazarían los fuegos más intensos, pero no entendían la naturaleza inflamable de los árboles. Aun en el caso de que el fuego no los consumiera, las llamas los cegarían y los dejarían fuera de combate de forma efectiva.
¡Y el humo! El espeso soto estaba húmedo por las lluvias previas y las heladas, y unas nubes negras saturaron el aire. El siguiente error de los hechiceros drows fue contrarrestar el fuego como lo habían hecho siempre, con conjuros que creaban agua. Su actuación fue tan intensa que las llamas se habrían sofocado de no ser porque Alustriel no flaqueó y continuó volando sobre el soto, e incluso penetró a través de él cuando encontró un hueco. Ninguna cantidad de agua, ni siquiera el propio océano, habría podido extinguir los fuegos de su carro encantado. Mientras seguía alimentando las llamas, los hechizos acuosos de los hechiceros añadieron vapor al humo, cargando el aire de tal manera que los elfos oscuros estaban totalmente cegados y no podían respirar.
Alustriel confió en que sus caballos, extensiones de su voluntad, comprendieran su intención y mantuvieran el carro en su curso, y entre tanto ella vigiló, con sus conjuros preparados, ya que sabía que el enemigo no podía permanecer dentro del bosquecillo. Como era de esperar, un drow salió flotando entre los árboles, alejándose de aquel infierno, levitando en el aire e intentando orientarse en el entorno del soto.
El rayo de Alustriel lo alcanzó de lleno en la nuca y lo lanzó por el aire dando vueltas y vueltas; luego quedó colgando boca abajo, muerto, hasta que su propio hechizo expiró y el cadáver se precipitó sobre los árboles.
Sin embargo, mientras la dama ejecutaba el conjuro que mató al hechicero, una bola de fuego explotó en el aire justo delante del carro que, llevado por el impulso del vuelo, atravesó la ardiente masa. La dama de Luna Plateada estaba protegida de las llamas con su propio encantamiento, pero no de la bola de fuego, y gritó de dolor al salir herida, el rostro enrojecido por la quemadura.
Arriba, en la montaña, Besnell y sus soldados presenciaron el ataque contra Alustriel. Los dorados ojos del elfo se endurecieron; sus hombres gritaron de rabia. Si sus hazañas previas habían sido feroces, ahora resultaron puramente salvajes, y los hombres de Berkthgar, que luchaban junto a ellos, no necesitaron que los azuzaran.
Goblins y kobolds, peludos y orcos, incluso los gigantescos minotauros y los diestros drows, murieron a docenas en los siguientes minutos de la batalla.
De poco sirvió. Dondequiera que moría uno, otros dos ocupaban su puesto, y, aunque los caballeros y los bárbaros podrían haber pasado a través de las líneas enemigas, no tenían adónde ir.
Un poco más lejos, hacia el oeste, con sus Jinetes de Longsaddle sometidos a una presión similar, Regweld vio cuál era su única esperanza. Condujo a Saltacharcas hacia un lugar en el que no había enemigos y ejecutó un conjuro para transmitir un mensaje a Besnell.
¡Hacia el oeste!, imploró el hechicero al cabecilla de los caballeros.
Acto seguido, Regweld se encargó de dirigir la nueva estrategia e hizo que sus hombres y los bárbaros que estaban cerca se encaminaran hacia el oeste, hacia el Valle del Guardián, como el plan original había previsto. Los hechiceros drows habían sido silenciados, al menos momentáneamente, y ahora se presentaba la única oportunidad que tendría Regweld.
Un rayo hendió el aire cada vez más ennegrecido. Lo siguió una bola de fuego, y a esta la siguió el propio Regweld, que se lanzó con Saltacharcas sobre las filas enemigas y descargó una andanada de misiles mágicos mientras todavía estaba en el aire, a mitad del salto.
La confusión se propagó en las tropas enemigas lo bastante como para que los Jinetes de Longsaddle, unos hombres que habían luchado junto a los Harpel durante toda su vida y conocían las tácticas de Regweld, pudieran romper la resistencia y abrir una brecha.
Los siguieron muchos de los guerreros de Piedra Alzada y los pocos Jinetes de Nesme que quedaban vivos. Tras ellos llegó el resto de las fuerzas de los bárbaros y los Caballeros de Plata, con el poderoso Berkthgar en la retaguardia, manteniendo a raya, casi por sí mismo, a los monstruos que los perseguían.
Los defensores se abrieron paso violenta y rápidamente, pero su ímpetu se vio frenado cuando otra fuerza, compuesta en su mayoría por drows, se interpuso en su camino formando un frente compacto.
Sin cejar en su andanada mágica, Regweld se lanzó a la carga con Saltacharcas, convencido de que iba a morir.
Y así habría sido, salvo que Alustriel, obligada a retirarse del soto por los crecientes y efectivos contraataques de los hechiceros drows, regresó velozmente a la ladera de la montaña, y sobrevoló justo sobre las líneas de elfos oscuros lo bastante bajo para que los drows que no se dieron a la fuga acabaran arrollados y abrasados a su paso.
Besnell y sus hombres galoparon hacia el frente de la fuerza en retirada, con gritos por Alustriel y por el bien de toda la gente buena, y se zambulleron en la confusión de las filas drows, justo en el abrasado paso abierto por el carro llameante.
Muchos hombres más murieron en esos minutos de lucha infernal, muchos humanos y muchos drows, pero los defensores lograron abrirse paso hacia el oeste, corriendo y cabalgando, y encontraron el camino al Valle del Guardián antes de que el enemigo tuviera ocasión de cortarlo.
Sobrevolando de nuevo la batalla, Alustriel se sintió desfallecer, exhausta. No había lanzado una andanada mágica tan intensa hacía muchos, muchos años, y no se había visto envuelta en un conflicto tan directamente desde los días anteriores a su nombramiento como dirigente de Luna Plateada. Ahora estaba cansada, herida y quemada, y había recibido varios golpes de espadas y flechas mientras sobrevolaba las líneas drows. Sabía que encontraría censura a su regreso a Luna Plateada; sabía que sus consejeros y el consejo de la ciudad y sus colegas de otras poblaciones pensarían que era impetuosa e incluso necia. Sus detractores argumentarían que Mithril Hall era un pequeño reino por el que no merecía la pena que ella arriesgara la vida. Correr tales riesgos ante un enemigo tan mortífero era una estupidez.
Eso es lo que dirían, pero Alustriel no compartía esa opinión; sabía que las libertades y los derechos instaurados en Luna Plateada no existían simplemente por el tamaño y la fuerza de la ciudad. Eran válidos para todos: para Luna Plateada, para Aguas Profundas, y para los reinos más pequeños que lo desearan, porque, de otro modo, los valores que propugnaban no tendrían sentido y serían egoístas.
Ahora estaba herida, había faltado poco para que la mataran, y anuló el hechizo llameante de su carro mientras se remontaba en el cielo. Ponerse a descubierto tan claramente provocaría un ataque mágico que la destruiría con toda probabilidad. Sabía que estaba muy malherida, pero Alustriel sonreía. Aun en el caso de que muriera esta noche, la dama de Luna Plateada moriría sonriendo, porque estaba haciendo lo que le dictaba su corazón. Estaba luchando por algo más importante que su vida, por unos valores que eran eternos y fundamentalmente justos.
Contempló con satisfacción cómo las tropas, conducidas por Besnell y sus caballeros, se abrían paso y se dirigían hacia el Valle del Guardián; luego se remontó más en el frío cielo y viró hacia el oeste.
El enemigo se lanzaría a la persecución, y más enemigos se acercaban rápidamente por el norte. La batalla acababa de empezar.
La ciudad subterránea, donde dos mil enanos trabajaban duramente en la profesión que más amaban, jamás había sido testigo de un tumulto como el de hoy. Ni siquiera cuando el tenebroso dragón Tiniebla Brillante y sus huestes de perversos enanos grises la habían invadido, cuando el abuelo de Bruenor era rey, la ciudad subterránea se había visto envuelta en semejante batalla.
Goblins y minotauros, kobolds y malignos monstruos desconocidos para los enanos fluían por los túneles inferiores y a través del propio suelo, unas zonas en las que habían abierto brecha la magia de los illitas. Y los drows, montones de elfos oscuros, combatían palmo a palmo a través del amplio nivel inferior; sus movimientos, una mezcla macabra de bullentes sombras al mortecino resplandor de los hornos.
Aun así, los túneles principales de los niveles inferiores no habían sido invadidos, y las mayores concentraciones de enemigos, en particular las tropas drows, permanecían fuera de Mithril Hall propiamente dicho. Ahora que los elfos oscuros habían ocupado la ciudad subterránea se proponían abrir brecha por allí y unirse a las fuerzas de Uthegental y la matrona Baenre.
Y los enanos se proponían detenerlos, conscientes de que si esa unión llegaba a producirse entonces Mithril Hall estaría perdida.
Las descargas mágicas estallaban, verdes y rojas; rayos negros chisporroteaban desde abajo, lanzados por los drows, y eran contestados desde arriba por Harkle y Bella don DelRoy.
Los niveles inferiores empezaron a oscurecerse de manera gradual a medida que los drows ejecutaban su magia para obtener un campo de batalla más favorable.
La caída de esferas luminosas sobre el suelo sonaba como una suave llovizna a medida que Cepa Garra Escarbadora y su grupo de enanos clérigos contrarrestaban la magia drow, lanzando hechizo tras hechizo para iluminar la zona y anular cualquier sombra de cualquier rincón. Los enanos podían combatir en la oscuridad, pero también podían hacerlo con luz, mientras que los drows y las otras criaturas de la Antípoda Oscura no eran partidarios de la luminosidad.
Un grupo de veinte enanos hicieron una formación compacta en el suelo del nivel inferior y arremetieron contra un grupo de goblins que huían. Sus botas sonaron como una pesada rueda en movimiento, un estrépito general, que arrollaba a cualquier monstruo que osaba interponerse en su camino.
Un puñado de elfos oscuros disparó los punzantes dardos de las ballestas de mano, pero los enanos se quitaron de encima los proyectiles y, puesto que su sangre estaba cargada de pociones para contrarrestar cualquier tipo de veneno, también se libraron del infame narcótico drow.
Al ver que su ataque no surtía efecto, los drows se dispersaron y la cuña de enanos se abalanzó contra el siguiente obstáculo, dos extrañas criaturas que eran desconocidas para los barbudos guerreros; eran feas, con cabezas viscosas en las que ondeaban tentáculos donde deberían haber tenido la boca, y con ojos lechosos que carecían de pupilas.
La cuña de enanos parecía imparable, pero, cuando los illitas se volvieron en su dirección y lanzaron su devastadora andanada mental, la formación vaciló y se deshizo, con los aturdidos enanos tambaleándose de un lado para otro.
—¡Oh, ahí están! —chilló Harkle desde la tercera grada de la ciudad subterránea, a más de veinte metros del suelo.
El semblante de Bella don DelRoy se crispó en un gesto de asco cuando vio por primera vez a los desolladores mentales. Harkle y ella esperaban la aparición de las criaturas; Drizzt les había hablado de la «mascota» de la matrona Baenre. A despecho de su repugnancia, Bella, al igual que todos los Harpel, sentía más curiosidad que temor. La presencia de los illitas era esperada, ¡sólo que la maga no esperaba que fueran tan condenadamente feos!
—¿Estás seguro de esto? —preguntó la diminuta mujer a Harkle, que había concebido una estrategia para combatir a aquellas cosas de cabeza pulposa y húmeda. Sin embargo, su ojo sano revelaba sus verdaderas expectativas, pues mientras hablaba con Harkle permanecía clavado en los feos illitas.
—Si no lo estuviera, ¿crees que me habría tomado la molestia de aprender a ejecutar conjuros desde una perspectiva diferente? —repuso Harkle, que parecía ofendido por sus dudas.
—Desde luego —contestó Bella—. En fin, esos enanos necesitan nuestra ayuda.
—Así es.
Una rápida salmodia de la hija de DelRoy hizo aparecer un reluciente campo azulado en forma de puerta justo delante de los dos magos.
—Tú primero —dijo Bella educadamente.
—Oh, primero las damas —respondió Harkle mientras hacía un ademán hacia la puerta, indicando que Bella debía pasar antes.
—¡No hay tiempo que perder! —sonó una voz clara a sus espaldas, y dos manos sorprendentemente fuertes empujaron a Bella y a Harkle por las caderas, impulsándolos hacia el acceso mágico. Lo cruzaron al tiempo, y Fret, el pulcro enano, los siguió de inmediato.
La segunda puerta se encontraba en el suelo de la caverna, entre los illitas y los aturdidos enanos, y por ella salieron los tres viajeros dimensionales. Fret se deslizó hacia un lado, intentando reunir a los vulnerables enanos, en tanto que Harkle y Bella don DelRoy se armaban de valor y hacían frente a las criaturas con cabeza de pulpo.
—Comprendo vuestra rabia —empezó Harkle, y su compañera y él se estremecieron cuando una onda de energía mental les recorrió el torso, los hombros y la cabeza, dejando una estela hormigueante a su paso—. Si fuera tan feo como vosotros… —continuó el mago, y llegó una segunda arremetida—. ¡También sería malo! —terminó Harkle, y una tercera descarga de energía mental lo acometió, seguida de cerca por los propios illitas.
Bella gritó y Harkle casi se desmayó cuando las cosas monstruosas se acercaron y los tentáculos se cerraron sobre sus rostros. Uno de ellos fue directamente hacia la nariz del mago, buscando sustancia cerebral que devorar.
—¿Estás seguro? —gritó Bella.
Pero Harkle, sumido en el proceso de su siguiente conjuro, no la oyó. No se resistió al illita, pues no quería que esa cosa lo sondeara con demasiado rigor. ¡Bastante difícil era ya concentrarse con aquellos tentáculos serpenteantes introduciéndose bajo la piel de su cara!
Los tentáculos se hincharon, absorbiendo su recompensa.
Una expresión inequívocamente huraña asomó a los rasgos, por lo general impasibles, de las dos criaturas.
Las manos de Harkle se alzaron lentamente, con las palmas hacia abajo, los pulgares unidos y los otros dedos extendidos, y de ellas brotó una ráfaga de fuego que chamuscó al desconcertado illita y quemó sus ropas. El desollador mental intentó apartarse, y la piel facial de Harkle se abultó de manera extraña mientras los tentáculos se deslizaban hacia afuera.
Harkle ya iniciaba la ejecución de su siguiente hechizo. De su túnica sacó un dardo, una hoja machacada hasta estar pulverizada, y una cosa viscosa, semejante a un cordel, que era el intestino de una serpiente, y lo estrujó todo al tiempo que terminaba de entonar el conjuro.
De su mano salió disparado un pequeño proyectil que se clavó en el vientre, todavía humeante, del illita.
La criatura borboteó algo indescifrable y por fin se apartó, trastabillando y jadeando de dolor por la nueva herida, ya que, aunque el fuego todavía lamía ciertas partes de su cuerpo, este último ataque era mucho más doloroso.
El proyectil encantado soltó ácido dentro de su víctima.
El illita se desplomó, aferrando todavía el goteante dardo. Había subestimado a su enemigo, y envió un mensaje telepático a su compañero, que ya se había dado cuenta de su error, así como también a Methil, que se encontraba en las cavernas profundas junto a la matrona Baenre.
Bella era incapaz de concentrarse. Aunque su conjuro de polimorfismo había sido perfecto, de manera que su cerebro estaba escondido donde el illita no podía encontrarlo, simplemente no podía concentrarse con los repulsivos tentáculos tanteando su cráneo. Se increpó a sí misma, se dijo que la hija de DelRoy debería tener más control.
Oyó un ruido sordo, el retumbo de una carretilla rodando cerca, y abrió los ojos; vio a Fret empujando un volquete justo por detrás del illita, con una horda de drows persiguiéndolo. Haciendo acopio de valor, el pulcro enano subió de un salto a la carretilla y enarboló un pequeño martillo de plata.
—¡Suéltala! —gritó Fret al tiempo que descargaba un golpe con su arma. Para sorpresa, y asco, del enano, el martillo se hundió en la bulbosa cabeza del illita, y saltó un chorro de secreción que salpicó al enano y manchó sus impolutas ropas.
Fret sabía que los drows se le echaban encima; había decidido lanzar un ataque contra el illita y después dar media vuelta para hacer frente a los elfos oscuros. Pero todos sus planes se vinieron abajo a la vista de aquella asquerosa pringue, lo único que podía despertar una furia batalladora en el pulcro enano.
Ningún pájaro carpintero habría golpeado tan rápida y prolongadamente como el enano. El martillo de Fret semejaba una mancha borrosa, y cada golpe lanzaba al aire más masa cerebral del illita, lo que incrementó aún más el frenesí del enano.
Sin embargo, aquello habría sido el fin de Fret, de todos ellos, si Harkle no hubiese ejecutado su siguiente conjuro a toda prisa. Se concentró en la zona inmediatamente anterior a los drows atacantes, lanzó al aire un trozo de manteca y pronunció las palabras del hechizo.
El suelo se tornó resbaladizo por la grasa, y la carga llegó a su fin en medio de tambaleos y patinazos.
Con la cabeza convertida en una masa goteante, el illita se desplomó delante de Bella, y los tentáculos, todavía enganchados, la arrastraron hacia el suelo. La maga agarró con frenesí aquellos tentáculos y se soltó de un tirón; luego se puso de pie y se estremeció de asco.
—¡Te dije que esa era la manera de luchar contra los desolladores mentales! —exclamó Harkle alegremente, pues su plan se había cumplido paso a paso.
—Cállate —dijo Bella, que tenía el estómago revuelto. Miró en derredor y vio que se acercaban soldados enemigos por todas partes—. ¡Y sácanos de aquí!
Harkle la miró, desconcertado y un poco dolido por su tono desdeñoso. ¡Después de todo, su plan había funcionado!
Al cabo de un instante, también Harkle se asustó al caer en la cuenta de que había olvidado ese pequeño detalle y que no le quedaban conjuros para trasladarse de vuelta a las gradas más altas.
—Mmmmmmm —balbució mientras intentaba encontrar las palabras que explicaran mejor el dilema en el que estaban.
Sintió un gran alivio, así como también Bella, cuando la formación de enanos se reagrupó a su alrededor, con Fret sumado a sus filas.
—Os llevaremos de vuelta allí arriba —prometió el agradecido cabecilla de los enanos, y la formación se puso de nuevo en movimiento arrollando todo cuanto encontraba a su paso.
Su avance era ahora aún más destructivo, pues, ahora que Harkle y Bella se habían unido a la fiesta, de vez en cuando un rayo o un chorro de fuego salían disparados de la formación.
Con todo, la maga seguía sintiéndose incómoda y anhelaba que todo esto terminara para poder recobrar su configuración física normal. Harkle había estudiado a fondo a los illitas, y los conocía tanto o más que cualquier hechicero de los Reinos. Sus descargas mentales debilitadoras era cónicas, le había asegurado a Bella, y, por ende, si los dos podían acercarse a los desolladores mentales, sólo la mitad superior de sus cuerpos resultaría afectada.
Por consiguiente, había realizado un encantamiento de transformación física con el que Bella y él, aunque conservaban su apariencia habitual, habían transmutado dos de sus partes corporales: el cerebro y las posaderas.
Harkle sonrió, satisfecho por su agudeza, mientras la formación continuaba avanzando. Esta transformación había sido una proceso muy delicado que requirió muchas horas de estudio y preparación. Pero, al recordar la expresión avinagrada de los feos illitas, Harkle pensó que había merecido la pena, de principio a fin.
El retumbo de los puentes derrumbándose, así como de todas las antesalas cercanas al barranco de Garumn, se sintió en los túneles más profundos de Mithril Hall e incluso más allá, en los pasajes superiores de la propia Antípoda Oscura. ¡Cuánto trabajo les esperaba a Bruenor y a los suyos si alguna vez intentaban abrir la puerta oriental otra vez!
Pero el avance drow había sido detenido, y también había merecido la pena, pues ahora el general Dagnabit y sus tropas de defensores estaban libres para marcharse.
Pero ¿adónde?, se preguntó el estoico enano, endurecido por las batallas. Le habían llegado informes de que la ciudad subterránea estaba siendo atacada de lleno, pero también era consciente de que la puerta occidental, en el Valle del Guardián, era vulnerable, ya que sólo unos pocos cientos de enanos protegían los numerosos corredores en los que no se habían tomado las medidas catastróficas llevadas a cabo en la zona oriental. Los túneles del oeste no podían ser demolidos totalmente; no habían tenido tiempo para minarlos.
Dagnabit miró en derredor, a los miles de soldados que lo seguían; muchos de ellos estaban heridos, pero todos deseaban seguir peleando, deseaban defender su sagrada tierra.
—A la ciudad subterránea —anunció el general un momento después. Si la puerta occidental caía, los invasores tendrían que encontrar el camino, un tarea nada fácil teniendo en cuenta las miles de elecciones que encontrarían a su paso. La lucha había estallado ya en la ciudad subterránea, y allí era donde Dagnabit debía estar.
Por lo general, les habría costado muchos minutos, una media hora o más, llegar hasta el escenario de la lucha, aun en el caso de que hubieran ido corriendo todo el camino. Pero esto también había sido previsto, así que Dagnabit condujo a sus hombres al punto acordado, a unos accesos nuevos que se habían preparado en las paredes conectadas con las chimeneas que subían desde los grandes hornos. Tan pronto como esos accesos estuvieron abiertos, Dagnabit y los suyos oyeron el ruido de la batalla, así que, uno tras de otro, se deslizaron sin demora por las gruesas cuerdas colocadas a ese fin.
Se deslizaron al tiempo que entonaban cantos a Clanggedon. A medida que llegaban abajo, salían apresuradamente de los calientes hornos y se lanzaban a la refriega en oleadas aparentemente interminables, como los drows que salían de los túneles inferiores. La batalla en la ciudad subterránea se hizo más encarnizada.