Grupos de fuerza
Bidderdoo jamás había visto algo igual. Literalmente, llovían kobolds y trozos de kobolds todo en derredor del aterrado Harpel en tanto que la Brigada Rompebuches entraba en un absoluto frenesí combativo. Habían entrado en una caverna ancha aunque pequeña y en ella habían topado con una tropa de kobolds que los superaban en gran número. Bidderdoo no tuvo tiempo siquiera de sugerir la retirada (o «una maniobra táctica de rodeo», como planeaba llamarla porque sabía que la palabra «retirada» no estaba en el vocabulario de Pwent) cuando el líder camorrista se lanzó a la carga a la cabeza de sus hombres.
El pobre Bidderdoo había sido arrastrado al paso de la brigada, con los siete enloquecidos enanos siguiendo, ciega y alegremente, la carga aparentemente suicida de Pwent al mismo centro de la caverna. Ahora era un frenesí, una masacre de tal calibre que el estudioso Harpel, que había pasado su vida en el protector aislamiento de la Mansión de Hiedra (y una buena parte de ella como el perro de la familia) no podía creer.
Pwent pasó a su lado como una flecha, con un kobold ensartado en la bayoneta de su yelmo y colgando flojamente. El camorrista saltó sobre un grupo de kobolds con los brazos abiertos, cogió a todos cuantos pudo y los estrechó con fuerza. Luego empezó a sacudirse y las convulsiones eran tan violentas que Bidderdoo se preguntó si no le habría entrado en las venas algún veneno atormentador.
Pero no se debía a eso, pues la suya era una demencia controlada. Pwent se sacudía, y los bordes cortantes en las anillas de su armadura arrancaban la piel de los enemigos que tenía abrazados, los hacía trizas y los desgarraba. Luego los soltó (y tres kobolds se desplomaron, moribundos) y lanzó un gancho con la izquierda de manera que el guantelete reforzado con pinchos se hundió varios centímetros en la frente de su siguiente e infortunado enemigo.
Bidderdoo comprendió que la carga no era suicida, que los Rompebuches vencerían con facilidad arrollando a sus más numerosos oponentes a base de pura ferocidad. También se dio cuenta de repente de que los kobolds aprendían enseguida a evitar a los furiosos enanos. Seis de ellos sortearon a Pwent a una distancia más que prudente. Los seis dieron un rodeo y avanzaron hacia el único adversario que pensaban que podían derrotar.
El mago manoseó con nerviosismo los restos destrozados de su libro de hechizos, y eligió una página en la que la tinta no se había emborronado tanto. Sosteniendo la hoja en una mano, alzó la otra frente a sí y empezó a entonar el conjuro rápidamente mientras movía los dedos.
Un estallido de energía mágica brotó de la punta de cada dedo; los rayos verdes salieron disparados y zigzaguearon para precipitarse infaliblemente en la diana.
Cinco de los kobolds cayeron muertos; el sexto se abalanzó con un chillido, dirigiendo la pequeña espada al vientre de Bidderdoo.
La hoja cayó de la mano del aterrado Harpel, que gritó pensando que estaba a punto de morir y reaccionó puramente por instinto, lanzándose sobre el arma e inclinando el torso de manera que enterró al pequeño kobold bajo su cuerpo. Sintió un dolor ardiente cuando la espada de la pequeña criatura se le clavó en las costillas, pero el golpe carecía de fuerza y la hoja no se hundió profundamente.
Bidderdoo no estaba acostumbrado al combate y chilló aterrado. El dolor, el dolor…
Los gritos del mago se convirtieron en un aullido. Miró hacia abajo y vio al kobold retorciéndose, y vio la garganta expuesta del kobold.
Entonces paladeó el sabor de sangre cálida y no sintió repulsión.
Gruñendo, Bidderdoo cerró los ojos y mantuvo la presa. Los forcejeos del kobold cesaron.
Al cabo de un rato, el pobre Harpel advirtió que el ruido de la lucha había terminado. Abrió los ojos poco a poco y giró la cabeza ligeramente para mirar a Thibbledorf Pwent que estaba de pie a su lado y asentía con aprobación.
Sólo entonces Bidderdoo se dio cuenta de que había matado al kobold, que le había abierto la garganta de un mordisco.
—Buena técnica —lo felicitó Pwent y echó a andar.
Mientras que las maniobras de la Brigada Rompebuches eran ruidosas y directas, y dependían exclusivamente de la ferocidad, las del otro grupo eran un despliegue de sigilo y emboscada. Drizzt, Guenhwyvar, Catti-brie, Regis y Bruenor se movían silenciosamente de un túnel a otro, con el drow y la pantera a la cabeza. Guenhwyvar era la primera en detectar la aproximación de un enemigo, y Drizzt transmitía las señales tan pronto como las orejas de la pantera se aplastaban sobre su cráneo.
Los cinco actuaban en equipo, de manera que Catti-brie y su mortífero arco golpeaban en primer lugar, seguidos por el salto de la pantera, la incorporación increíblemente veloz del drow a la lucha, y la típica carga clamorosa de Bruenor. Regis encontraba siempre la forma de participar en la refriega, por lo general deslizándose por detrás de un drow o un kobold para golpearlo en la cabeza con su maza cuando la situación empezaba a ser apurada para alguno de sus amigos.
Ésta vez, sin embargo, Regis decidió no meterse en la batalla ni poco ni mucho. El grupo se encontraba en un corredor ancho y alto cuando Guenhwyvar, que estaba cerca de un recodo, se agazapó y aplastó las orejas. Drizzt se deslizó hacia las sombras de un nicho cercano, y lo mismo hizo Regis, en tanto que Bruenor se situaba delante de su hija protectoramente a fin de que Catti-brie pudiera utilizar los cuernos de su yelmo como mira para apuntar con el arco.
El enemigo apareció por el recodo; era un grupo de cinco minotauros y otros tantos drows que corrían en dirección a Mithril Hall.
Muy juiciosamente, Catti-brie apuntó a los drows. Hubo un destello plateado y uno de los elfos oscuros cayó muerto.
Guenhwyvar atacó brutal y velozmente, saltando sobre otro drow al que destrozó con dentelladas y zarpazos para acto seguido lanzarse sobre un tercer drow.
Hubo otro centelleo, y otro elfo oscuro cayó muerto.
Pero los minotauros venían a la carga y Catti-brie no tenía tiempo de hacer un tercer disparo. La joven desenvainó su espada a la vez que Bruenor lanzaba un rugido y se abalanzaba sobre el monstruo que estaba más adelantado.
El minotauro agachó la astada cabeza; Bruenor alzó la mellada hacha de guerra y sostuvo el mango con las dos manos firmemente.
El minotauro atacó y el hacha se descargó. El golpe sonó como el crujido de un árbol gigantesco al romperse.
Bruenor no supo qué lo había golpeado, pero de repente se encontró volando hacia atrás lanzado por el impulso de trescientos kilos de minotauro.
Drizzt salió de las sombras girando y se abalanzó sobre los minotauros. Golpeó al primero desde un costado y una de las cimitarras se hundió profundamente en la parte posterior del muslo de la criatura, con lo que frenó su carga. El vigilante giró sobre sí mismo a la par que hincaba una rodilla en el suelo y lanzaba una estocada frontal con Centella; la punta de la reluciente cimitarra se clavó en la rótula del siguiente monstruo.
El minotauro bramó y medio se desplomó, medio se arrojó sobre Drizzt, pero el drow ya tenía plantados los dos pies en el suelo y se desplazaba hacia un lado, de manera que el bruto chocó contra la piedra con un fuerte golpazo.
Drizzt se volvió hacia donde estaban Catti-brie y Bruenor, y a los dos minotauros restantes que se abalanzaban sobre sus amigos. Con increíble rapidez, se situó junto a ellos en un visto y no visto, y sus cimitarras arremetieron contra uno de ellos, atacando de nuevo las piernas, y detuvieron la carga.
Pero el último minotauro consiguió llegar hasta Catti-brie. El enorme garrote, hecho con el tallo endurecido de una seta gigante, se precipitó sobre la joven, que se agachó con presteza al tiempo que interponía la espada por encima de su cabeza.
Khazid’hea cortó limpiamente el garrote de parte a parte, y, mientras el minotauro miraba el trozo restante con expresión pasmada, Catti-brie contraatacó con una cuchillada de revés.
El minotauro la miró curiosamente. La muchacha no podía creer que hubiera fallado.
Regis observaba desde las sombras, consciente de que no era rival para ninguno de estos enemigos. No obstante, se mantuvo atento a la situación de sus compañeros, dispuesto a actuar si era necesario. Principalmente seguía las evoluciones de Drizzt, fascinado por la impresionante velocidad de los ataques y fintas del drow. Drizzt había sido rápido siempre, pero este despliegue era simplemente prodigioso; los pies del drow se movían tan raudos que Regis casi no los distinguía. En más de una ocasión, el halfling intentó prever la dirección que tomaría Drizzt, con el resultado de encontrarse mirando a un sitio donde el drow no estaba.
Drizzt hacía un quiebro lateral o cambiaba completamente de dirección con más celeridad de la que Regis habría creído posible.
Finalmente, Regis se limitó a sacudir la cabeza y dejó las preguntas para otro momento, recordándose que había otras cuestiones más importantes. Miró en derredor y vio que el último drow se escabullía hacia un lado, alejándose de la pantera.
El último elfo oscuro no quería vérselas con Guenhwyvar, y se alegró de que la humana del mortífero arco estuviera enzarzada en un combate. Dos de sus compañeros drows yacían muertos por disparos de flechas, otra guerrera se retorcía en el suelo, con la mitad del rostro destrozado por las garras de la pantera, y los cinco minotauros habían caído o estaban luchando. El cuarto drow había huido doblando el recodo, pero esa diabólica pantera le pisaba los talones, y el elfo oscuro sabía que su compañero caería en las garras del animal en cuestión de segundos.
Pero eso poco le importaba al drow, pues había visto a Drizzt Do’Urden, el renegado, el más odiado. El vigilante estaba completamente absorto en la lucha y era vulnerable, mientras manejaba las cimitarras con furia para rematar a los tres minotauros a los que había herido. Si el oculto drow tenía la oportunidad de acabar con Drizzt, entonces su parte de gloria y la gloria de su casa estarían garantizadas. Incluso si moría a manos de los amigos del renegado, se ganaría un lugar de honor junto a Lloth, la reina araña.
Cargó el dardo más potente, una saeta encantada con runas de fuego y rayo, en la pesada ballesta de dos manos, un arma realmente inusual en los elfos oscuros, y apuntó con cuidado.
Algo golpeó la ballesta con fuerza desde un lado. El drow apretó el gatillo instintivamente, pero el dardo salió disparado hacia abajo y explotó a sus pies. La sacudida lo lanzó por el aire; la bocanada de llamas le chamuscó el cabello y lo cegó momentáneamente.
Rodó por el suelo y se las arregló para despojarse de su piwafwi prendida. En medio de su aturdimiento, reparó en una pequeña maza que estaba caída en el suelo, y después vio una mano menuda y regordeta que se acercaba al mango para cogerla. El drow intentó reaccionar cuando unos pies descalzos —y peludos por encima, algo que el drow de la Antípoda Oscura jamás había visto— se aproximaron sin prisa pero sin pausa.
Luego, todo fue oscuridad.
Catti-brie gritó y retrocedió de un brinco, pero el minotauro no atacó. En cambio, el bruto continuó totalmente inmóvil, mirándola con curiosidad.
—No fallé —dijo la joven, como si su negativa de lo que parecía evidente pudiera cambiar lo apurado de su situación. Para su sorpresa, descubrió que estaba en lo cierto.
La pierna izquierda del minotauro, cercenada limpiamente por Khazid’hea, cedió y el bruto se desplomó de lado en el suelo, mientras la sangre manaba a borbotones de manera incontenible.
Catti-brie miró de lado y vio a Bruenor que, en medio de rezongos y gruñidos, salía gateando de debajo del minotauro que había matado. El enano se puso de pie y sacudió la cabeza vigorosamente para despejar las estrellas que veía; luego se puso en jarras y miró el hacha mientras movía la cabeza en un gesto de desaliento. La hoja de la poderosa arma estaba hincada casi treinta centímetros en el duro cráneo del minotauro.
—¿Cómo infiernos voy a sacar la condenada hacha? —preguntó Bruenor mirando a su hija.
Drizzt había acabado la pelea, al igual que Regis, y Guenhwyvar apareció por detrás del recodo arrastrando al último de los elfos oscuros por el cuello roto.
—Otra victoria a nuestro favor —comentó Regis mientras los amigos se reagrupaban.
Drizzt hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero no parecía muy complacido. Sabía que no habían hecho gran cosa, apenas un arañazo superficial al ejército que atacaba Mithril Hall. Y, a pesar de la rapidez de este último enfrentamiento y de los tres anteriores, era consciente de que sus amigos y él habían tenido mucha suerte. ¿Qué habría ocurrido si otro grupo de drows o de minotauros o incluso de kobolds hubiera aparecido por el recodo mientras la lucha estaba en pleno apogeo?
Habían vencido rápida y limpiamente, pero el margen a su favor era más escaso e incierto de lo que daba a entender la derrota completa de sus oponentes.
—Y, sin embargo, no pareces muy contento —le dijo Catti-brie con voz queda mientras se ponían de nuevo en marcha.
—En dos horas hemos matado a una docena de drows, a un puñado de minotauros y a una veintena de kobolds —contestó Drizzt.
—Y todavía quedan miles —añadió la joven, comprendiendo el desánimo de su amigo.
Drizzt no respondió. Su única esperanza, la única esperanza para Mithril Hall, era que el suyo y otros grupos mataran a un número de drows suficiente para desmoralizar al enemigo. Los elfos oscuros eran unos seres caóticos y totalmente desleales, y sólo si los defensores de Mithril Hall quebrantaban la voluntad y el deseo de luchar del ejército drow había una posibilidad de ganar.
Las orejas de Guenhwyvar se aplastaron otra vez y la pantera se deslizó, silenciosa, en la oscuridad. Los amigos, sintiéndose de repente hartos de todo esto, tomaron posiciones y no fue poco su alivio cuando el nuevo grupo apareció. Esta vez no eran drows ni kobolds ni minotauros. Una columna de enanos, más de una veintena, les gritó un saludo y se aproximó. Este grupo también había combatido después de la lucha en la caverna de Tunult. Muchos tenían heridas recientes y todas las armas de los enanos estaban tintas con la sangre del enemigo.
—¿Qué tal van las cosas? —preguntó Bruenor, que se adelantó.
El cabecilla de la columna de enanos hizo una mueca y Bruenor tuvo la respuesta.
—Se está luchando en la ciudad subterránea, mi rey —dijo el enano—. ¡No sabemos cómo han entrado allí! Y, por los informes, también se combate en los niveles superiores. La puerta oriental ha caído. —Los hombros de Bruenor se hundieron de manera visible—. ¡Pero resistimos en el barranco de Garumn! —añadió el enano con más decisión.
—¿De dónde venís y hacia dónde vais? —quiso saber el monarca.
—Venimos del último cuarto de guardia —explicó el enano—. Hemos dado un pequeño rodeo para encontrarte, mi rey. Los túneles están abarrotados con la escoria drow y nos alegra ver que estás sano y salvo. —Señaló detrás de Bruenor y luego dirigió el dedo a la izquierda—. No estamos muy lejos, y el camino al último cuarto de guardia todavía está despejado.
—Pero no por mucho tiempo —intervino otro enano con gesto sombrío.
—Y también el camino desde allí a la ciudad subterránea —concluyó el cabecilla de la columna.
Drizzt tiró de Bruenor para hacer un aparte con él, y se inició una conversación en susurros entre los dos. Catti-brie y Regis aguardaron pacientemente, como también los enanos.
—… seguir buscando —oyeron decir al vigilante.
—¡Mi sitio está con mi gente! —replicó Bruenor con rudeza—. ¡Y el tuyo está conmigo!
Drizzt lo interrumpió con un chorro de palabras. Catti-brie y los demás oyeron fragmentos de conversación tales como «buscar la cabeza» y «ruta de rodeo» y comprendieron que el vigilante estaba intentando convencer a Bruenor para que le dejara seguir su búsqueda por los túneles más profundos y exteriores.
Catti-brie decidió en ese momento que, si Drizzt y Guenhwyvar se marchaban, ella, con su diadema del Ojo de Gato que le había dado Alustriel para ver en la oscuridad, iría con ellos. Regis, asaltado por una inusitada valentía y sensación de utilidad, llegó a la misma conclusión para sus adentros.
Pero, cuando Drizzt y Bruenor regresaron junto al grupo, los dos se llevaron una sorpresa.
—Volved al último cuarto de guardia y hasta la misma ciudad subterránea si es necesario —ordenó Bruenor al cabecilla de la columna.
—Pero, mi rey —balbució el enano, boquiabierto.
—¡Idos! —bramó el monarca.
—¿Y dejarte solo aquí fuera? —preguntó el enano, perplejo.
La sonrisa de Bruenor era amplia y maliciosa mientras su mirada iba de Drizzt a Catti-brie, a Regis y a Guenhwyvar para, finalmente, volver de nuevo al enano.
—¿Solo? —contestó el monarca, y el otro enano, consciente del poder de los compañeros de su rey, tuvo que darle la razón—. Regresad y venced —le dijo Bruenor—. Mis amigos y yo tenemos que dar una batida.
Los dos grupos volvieron a separarse, en todos los rostros se reflejaba una inflexible determinación, pero ninguno era demasiado optimista.
Drizzt susurró algo a la pantera, y Guenhwyvar se puso a la cabeza como antes. Hasta este momento, los compañeros habían estado al acecho de cualquier grupo enemigo que se cruzaba en su camino, pero a partir de ahora, con las sombrías noticias de la ciudad subterránea y la puerta oriental, Drizzt cambió de táctica. Si no podían evitar el enfrentamiento con pequeños grupos de drows y sus monstruos, entonces lucharían, pero, en caso contrario, su camino era más directo. Drizzt quería encontrar a las sacerdotisas (sabía que tenía que haberlas) que habían dirigido esta marcha. La única oportunidad de los enanos era decapitar al ejército enemigo.
Y, así, los compañeros iban ahora, como Drizzt lo había planteado a Bruenor en voz baja, a «buscar la cabeza».
Regis, que cerraba la marcha, miró hacia atrás más de una vez, en la dirección por la que la columna de enanos se había marchado.
—¿Cómo me las arreglo para meterme siempre en problemas? —susurró el halfling. Después, al mirar las espaldas de sus esforzados, aunque a veces temerarios, amigos, supo la respuesta.
Catti-brie oyó el suspiro resignado del halfling, comprendió lo que lo había motivado, y ocultó una sonrisa.