Una para los buenos
El muy honorable capataz cargaba el peso de una gran responsabilidad sobre sus fuertes hombros, pero Belwar se mantenía bien erguido mientras recorría los largos y tortuosos túneles. Había tomado una decisión con la mente clara y firme determinación, y se negaba, simplemente, a plantearse si había estado o no acertado durante todo el camino hasta Mithril Hall.
Sus oponentes en el debate habían argumentado que Belwar estaba motivado por una amistad personal, que no era el mejor de los intereses para los svirfneblis. Firble se había enterado de que Drizzt Do’Urden, el amigo drow de Belwar, había huido de Menzoberranzan, y la marcha drow, según todos los indicios, se dirigía hacia Mithril Hall motivada en parte por el odio manifiesto de Lloth por el renegado.
Entonces, ¿llevaría Belwar a Blingdenstone a la guerra en favor de un solo elfo oscuro?
Al final, el malicioso argumento quedó zanjado no por Belwar, sino por Firble, otro de los svirfneblis más viejos, otro de los que más habían sufrido cuando Blingdenstone quedó atrás.
—Tenemos una elección clara —dijo Firble—. Ir ahora y ver si podemos ayudar a los enemigos de los elfos oscuros o buscar un nuevo hogar, pues los drows regresarán y entonces nos encontraremos solos para hacerles frente.
Era una decisión difícil, terrible, para el consejo y para el rey Schnicktick. Si seguían a los drows y veían confirmadas sus sospechas, si se encontraban con una guerra en la superficie, ¿podrían contar siquiera con la alianza de los enanos de la superficie y los humanos, unas razas a las que los svirfneblis no conocían?
Belwar les aseguró que sí. El muy honorable capataz creía de todo corazón que Drizzt y cualquiera que fuera amigo de él no lo decepcionarían. Y Firble, que conocía el mundo exterior muy bien (aunque admitió su inexperiencia respecto al de la superficie), estuvo de acuerdo con Belwar basándose sencillamente en la lógica de que cualquier raza, incluso los poco inteligentes goblins, daría la bienvenida a cualquier aliado contra los elfos oscuros.
En consecuencia, Schnicktick y el consejo habían acabado por dar su aprobación, pero, como cualquier otra decisión de los esencialmente precavidos svirfneblis, no sobrepasarían ciertos límites. Belwar podía ir tras los drows, y Firble con él, junto con cualquier svirfnebli que se ofreciera voluntario. Schnicktick puso énfasis en que eran exploradores, no un ejército en marcha. El rey svirfnebli y todos los que se habían opuesto al razonamiento de Belwar, se sorprendieron al ver cuántos se ofrecieron como voluntarios para la larga y peligrosa marcha. De hecho, fueron tantos que Schnicktick, por el mero buen funcionamiento de la ciudad, tuvo que limitar el número a trescientos.
Belwar sabía por qué los otros svirfneblis habían venido, y sabía el verdadero motivo de su propia decisión. Si los elfos oscuros iban a la superficie y conquistaban Mithril Hall, no permitirían que los enanos de las profundidades regresaran a Blingdenstone. Menzoberranzan no conquistaba y luego se marchaba. No. Esclavizaría a los enanos de la superficie y los haría trabajar en las minas para su propio provecho, y entonces, pobre de Blingdenstone, pues la ciudad svirfnebli estaría demasiado cerca de las rutas más fáciles a la tierra conquistada.
Así pues, aunque todos estos svirfneblis, Belwar y Firble incluidos, marchaban más lejos de Blingdenstone de lo que jamás habían ido, sabían que, de hecho, estaban luchando por su hogar.
Belwar no se replantearía esa decisión, y, teniendo eso presente, su responsabilidad no era tan pesada.
Bidderdoo lanzó la bola de fuego a gran distancia en el túnel, pero la estrechez de este no podía contener la magnitud de la explosión. Una columna de fuego salió violentamente por la boca del túnel a la caverna como el aliento de un encolerizado dragón rojo, y las ropas de Bidderdoo se prendieron. El mago chilló, como también todos los enanos y kobolds que estaban cerca de él, y la siguiente línea de minotauros que corría hacia la caverna, y los encubiertos elfos oscuros que venían detrás de ellos.
En el instante en que la bola de fuego estalló, todos ellos gritaron, y, del mismo modo repentino, los gritos se perdieron, se extinguieron, ahogados por el estruendo de cientos de toneladas de roca derrumbándose.
De nuevo, la reacción repercutió en la caverna, una explosión tan fuerte que la onda expansiva apagó las ropas prendidas de Bidderdoo, y el hechicero y todos cuantos estaban a su alrededor fueron lanzados al aire, aturdidos, acribillados por las piedras sueltas, aunque el mago tuvo la inmensa suerte de que ninguna de las estalactitas que se desplomaron ni las grandes rocas desplazadas en la caverna lo aplastaron.
El suelo tembló y se sacudió; una de las paredes de la caverna se combó y una de la cámaras laterales se derrumbó. Entonces, todo acabó; el túnel había desaparecido, simplemente, como si nunca hubiera existido, y la caverna que llevaba el nombre del enano Tunult parecía mucho más pequeña.
Bidderdoo se incorporó del montón de tierra y escombros, tembloroso, y sacudió el polvo de la reluciente gema. Con la nube de partículas que flotaba en el aire, la luz de la piedra encantada resultaba realmente exigua. El mago se miró a si mismo y vio más piel que ropa, vio docenas de moretones y un color rojo fuerte en un brazo, debajo de la capa de polvo, donde el fuego le había llegado a la piel.
La bayoneta de un yelmo, doblada ligeramente hacia un lado, sobresalía de un montón de escombros a corta distancia. Bidderdoo estaba a punto de lamentar la muerte del camorrista que lo había llevado hasta allí cuando, de repente, Pwent emergió bruscamente del montón de cascotes, escupiendo tierra y exhibiendo una sonrisa demente.
—¡Bien hecho! —rugió el camorrista—. ¡Repítelo!
Bidderdoo abrió la boca para responder, pero entonces se tambaleó, ya que el narcótico drow había extinguido la momentánea descarga de adrenalina. De lo siguiente que el infortunado mago tuvo conciencia fue que Pwent lo sujetaba y le hacía tragar el potingue más asqueroso que había probado en toda su vida. Repugnante pero efectivo, pues el atontamiento de Bidderdoo desapareció por completo.
—¡Rompebuches! —bramó Pwent mientras daba unas palmaditas en el frasco metido bajo su ancho cinturón.
A medida que el polvo se asentaba, los cuerpos empezaron a moverse, uno tras otro. Hasta el último enano de la Brigada Rompebuches, más duros que la propia piedra, salió ileso, y los pocos kobolds que habían sobrevivieron recibieron la muerte antes de que pudieran suplicar perdón.
Tal y como se había derrumbado la caverna, con la cámara lateral más próxima desaparecida y la pared opuesta combada, el reducido grupo se encontró separado del grueso de las fuerzas. Sin embargo no estaban atrapados, pues un estrecho pasaje se dirigía hacia la izquierda, de vuelta a la caverna de Tunult. Allí, la lucha se había reanudado, a juzgar por el sonido metálico de armas chocando entre sí y los gritos de enanos y kobolds.
Sorprendentemente, Thibbledorf Pwent no condujo a su grupo de cabeza a la refriega. A este lado, el pasaje era angosto y aún parecía más estrecho un poco más adelante, de manera que Pwent dudaba incluso de que pudieran pasar por él. Además, el camorrista atisbó algo por encima del hombro de Bidderdoo: una profunda grieta en la pared, junto al túnel derruido. Al acercarse a la fisura, Pwent notó el soplo de aire cargado a través de ella a medida que la presión de los túneles que había detrás se compensaba tras la catástrofe.
Pwent lanzó un grito y arremetió contra la pared, por debajo de la grieta, con todas sus fuerzas. Las rocas sueltas cedieron y cayeron rodando, dejando a la vista un pasaje que conectaba con los túneles de más allá.
—Deberíamos volver e informar al rey Bruenor —razonó Bidderdoo—, o llegar hasta donde el túnel nos lleve y avisarles que estamos aquí para que puedan sacarnos.
Pwent resopló con desdén.
—Menudos exploradores estaríamos hechos si pasáramos por alto este nuevo corredor —argumentó—. Si los drows lo encuentran, estarán de vuelta antes de lo que Bruenor espera. ¡Ése sí que es un informe que merece la pena dar!
A decir verdad, al escandaloso guerrero enano le resultaba difícil hacer caso omiso de aquellos tentadores sonidos de batalla, pero Pwent encontró la fuerza de voluntad necesaria en la esperanza de topar con enemigos más importantes, drows y minotauros, en los túneles que iban en dirección contraria.
—Además, si nos quedamos atascados en ese pasadizo —continuó el camorrista mientras señalaba en dirección a la caverna de Tunult—, ¡los malditos drows se nos echarán encima por la retaguardia!
La Brigada Rompebuches formó detrás de su cabecilla, pero Bidderdoo sacudió la cabeza y se deslizó por el pasadizo. Sus peores temores se confirmaron enseguida, pues, efectivamente, el pasaje se estrechó tanto que no pudo acercarse a la zona abierta que había un poco más adelante, donde la lucha continuaba; ni siquiera consiguió aproximarse lo bastante para atraer la atención por encima del tumulto de la batalla.
Quizá tenía algún hechizo que pudiera ayudarlo, razonó Bidderdoo, que metió la mano en un bolsillo increíblemente profundo para coger su atesorado libro de conjuros. Lo que sacó fue un pegote de páginas fruncidas, chamuscadas y sucias, muchas de ellas con borrones de tinta corrida a causa del intenso calor. El pegamento y las costuras del lomo se habían derretido también, y cuando Bidderdoo levantó el amasijo, este se hizo trizas.
El hechicero, respirando con dificultad de manera repentina, sintiéndose como si el mundo se le cayera encima, recogió todas las hojas que pudo y salió del túnel dando trompicones; para su sorpresa y alivio vio que Pwent y los demás lo esperaban todavía.
—Imaginaba que cambiarías de opinión —comentó el camorrista, que condujo a la Brigada Rompebuches y al mago fuera de la pequeña cueva.
Cincuenta drows y un pelotón entero de minotauros, indicaron las manos de Quenthel Baenre, y por la brusquedad de los movimientos su madre supo que estaba furiosa.
«Necia», pensó la matrona Baenre. Se preguntó entonces por el ánimo de su hija respecto a esta expedición. Quenthel era una sacerdotisa poderosa, de eso no cabía la menor duda, pero hasta este momento la matrona no había caído en la cuenta de que la joven Quenthel nunca había visto una batalla. La casa Baenre no había guerreado en muchos cientos de años, y, a causa de su acelerada educación en la Academia, Quenthel se había ahorrado los servicios de escolta de patrullas exploradoras en los túneles fuera de Menzoberranzan.
De hecho, advirtió con sorpresa, su hija nunca había salido de la ciudad drow.
El camino principal a Mithril Hall ya no existe, continuaron las manos de Quenthel. Y varios pasajes paralelos también se han derrumbado. Y lo que es peor, Quenthel se detuvo bruscamente, obligada a hacer un alto para respirar hondo y tranquilizarse. Cuando empezó de nuevo, su semblante era una máscara de cólera. Muchos de los drows muertos eran mujeres, varias sacerdotisas poderosas y una gran sacerdotisa.
Los movimientos de sus manos seguían siendo exagerados, demasiado rápidos y bruscos. ¿De verdad Quenthel había creído que esta conquista sería fácil? ¿Pensaba que ningún drow moriría?
Baenre se preguntó, y no por primera vez, si no se habría equivocado al traer a Quenthel. Quizá debió traer a Triel, la más capacitada de las sacerdotisas.
Quenthel observó la dura mirada que le dirigía su madre, y comprendió que la matrona no se sentía complacida. Tardó unos instantes en darse cuenta que estaba irritándola más de lo que el informe negativo justificaría.
—¿Siguen avanzando las líneas? —preguntó Baenre en voz alta.
Quenthel se aclaró la garganta.
—Bregan D’aerthe ha descubierto muchas otras rutas —respondió—, incluso corredores desconocidos para los enanos y que llegan a los túneles que conducen a Mithril Hall.
La matrona Baenre cerró los ojos e hizo un gesto de asentimiento, aprobando el renovado optimismo de su hija. Efectivamente, existían túneles que los enanos no conocían, pequeños pasajes debajo de los niveles inferiores de Mithril Hall donde los enanos habían desviado las excavaciones hacia filones más ricos. No obstante, el viejo Gandalug conocía aquellos caminos antiguos y secretos, y gracias a los interrogatorios mentales de Methil los drows los conocían también. Estos túneles secretos no se conectaban con la fortaleza enana, pero los hechiceros abrirían puertas donde no las había, y los illitas podían caminar a través de la piedra y llevar consigo guerreros drows en su desplazamientos psíquicos. Los ojos de la matrona se abrieron de golpe.
—¿Alguna noticia de Berg’inyon? —inquirió.
—Salió de los túneles, como se le ordenó, pero desde entonces no se ha sabido nada de él —contestó Quenthel mientras sacudía la cabeza.
Una creciente irritación se plasmó en los rasgos de la matrona. Sabía que Berg’inyon estaba encorajinado por haberlo enviado al exterior. Dirigía la mayor unidad, numéricamente hablando; casi un millar de drows y cinco veces esa cifra en goblins y kobolds, con muchos de los elfos oscuros montados en los grandes lagartos. Pero el cometido de Berg’inyon, aunque vital para la conquista de Mithril Hall, lo situaba en la vertiente de la montaña, fuera de la fortaleza enana. Con toda probabilidad, Drizzt Do’Urden estaría dentro, en los túneles inferiores, actuando en un entorno más adecuado para un elfo oscuro. Seguramente, sería Uthegental Armgo, no Berg’inyon, el que primero mediría sus fuerzas con el renegado.
El gesto ceñudo de Baenre se borró y dio paso a una sonrisa al recordar a su hijo y su rabia contenida cuando le encargó esta misión. Por supuesto que tenía que mostrarse furioso, incluso ofendido. Por supuesto que tenía que protestar, alegando que él, no Uthegental, debería encabezar el ataque a través de los túneles. Pero Berg’inyon había sido condiscípulo y principal rival de Drizzt durante los años de aprendizaje en Melee-Magthere, la escuela drow de guerreros. Berg’inyon conocía a Drizzt mejor quizá que ningún otro drow vivo de Menzoberranzan. Y la matrona Baenre conocía a su hijo.
La pura y simple verdad era que Berg’inyon no quería tener nada que ver con el peligroso renegado.
—Busca a tu hermano con la magia —ordenó Baenre a Quenthel inesperadamente—. Si persiste en su terquedad, reemplázalo.
Los ojos de Quenthel se desorbitaron por el horror. Había estado con Berg’inyon cuando la unidad abandonó los túneles y salió a una cornisa de la montaña que se asomaba a un profundo barranco. La vista la había impresionado, le había causado vértigo, como también a muchos otros drows. Allí fuera se sintió perdida, insignificante y vulnerable. Esa caverna que era el mundo de la superficie, esa inmensa cámara cuya negra cúpula relucía con puntos de luz desconocida, era demasiado vasta para sus sentidos.
A la matrona Baenre no le gustó la expresión aterrada de su hija.
—¡Ve! —instó, y Quenthel se marchó en silencio.
Acababa de perderse de vista cuando otra drow con un nuevo informe llegó frente al disco flotante de Baenre.
La información, referente al progreso de la fuerza que avanzaba en secreto por los túneles inferiores, era más positiva, pero Baenre apenas prestó atención. Para la madre matrona, todos estos detalles se estaban volviendo tediosos. Los enanos eran buenos luchadores y habían tenido meses pera prepararse, pero la matrona Baenre no tenía la menor duda sobre cuál sería el resultado final, pues estaba convencida de que Lloth en persona le había hablado. Los drows vencerían, y Mithril Hall caería en su poder.
No obstante, escuchó este informe, y el siguiente, y los que continuaron llegando en una sucesión aparentemente interminable, esforzándose por parecer interesada.