La batalla de la caverna de Tunult
La confusión fue inmediata y total; los kobolds afluían a docenas y los recios enanos, formados en compactos grupos de batalla, se lanzaba contra ellos al ataque.
Catti-brie levantó su arco mágico y disparó flecha tras flecha, apuntando hacia la entrada principal. Con cada disparo centelleaba un relámpago al paso de la veloz flecha, y los proyectiles chisporroteaban cada vez que rebotaban contra una pared. Los kobolds caían en fila, ya que una sola flecha mataba a varios muy a menudo, pero la horda invasora era tan numerosa que eso no suponía gran diferencia.
Guenhwyvar saltó hacia un lado, seguida de cerca por Drizzt. Una veintena de kobolds se las había arreglado para salvar la primera línea de combate y se abría paso hacia la posición de Bruenor. Un disparo de Catti-brie acabó con uno de ellos; Guenhwyvar se arrojó sobre el resto y los hizo dispersar, mientras que Drizzt, moviéndose con más rapidez que nunca, atravesó a uno con una estocada y al punto giró hacia la izquierda lanzando a la reluciente Centella contra la tentativa finta ejecutada por otro. Si la hoja de Centella hubiese sido recta, la pequeña espada del kobold la habría desviado alta, pero Drizzt giró con habilidad la curvada arma y varió el ángulo de ataque ligeramente. Centella rotó sobre la espada del kobold y se hincó en el pecho de la criatura.
El drow no había frenado su carrera en ningún momento, y ahora se desplazó hacia la derecha y se deslizó sobre una rodilla. Centella atacó en diagonal, golpeó el arma de un kobold y chocó de lleno con la de otro. Más fuerte que las dos criaturas juntas, y disponiendo de un ángulo mejor, Drizzt las obligó a levantar sus espadas y sus defensas, y su segunda cimitarra arremetió en sentido contrario, abrió el vientre de uno de los kobolds y seccionó las piernas del otro.
—Maldito drow, ¿es que piensa divertirse él solo? —rezongó Bruenor mientras corría a unirse a la contienda.
Entre Drizzt, la pantera y la continua andanada de Catti-brie, muy pocos de los veinte kobolds seguían de pie para cuando el enano llegó allí, y esos pocos habían puesto pies en polvorosa.
—Quedan muchos más que podrás matar —dijo Drizzt al ver al ceñudo Bruenor y comprender el motivo de su expresión avinagrada.
Las palabras apenas habían salido de la boca del drow cuando el destello de una flecha plateada cruzó entre él y el enano. Una vez que las deslumbrantes chispas desaparecieron de sus ojos, los dos amigos volvieron la cabeza y vieron a los kobolds muertos y chamuscados que el último disparo de Catti-brie había derribado.
Al punto, también la muchacha se encontró junto a ellos, con Khazid’hea en la mano; tras ella iba Regis, que manejaba la pequeña maza que Bruenor había forjado para él mucho tiempo atrás. Catti-brie se encogió de hombros cuando sus compañeros observaron con sorpresa su cambio de armas, pero, al mirar en derredor, entendieron la razón. Puesto que los kobolds seguían entrando a raudales y más enanos llegaban de las otras cámaras para unirse a la refriega, había demasiado tumulto y demasiados contendientes para que la joven continuara disparando el arco de manera certera.
—Adelante —dijo Catti-brie y una sonrisa ávida asomó a su rostro.
Drizzt le devolvió la mirada, y en sus ojos, como también en los de Bruenor, e incluso en los de Regis, se encendió una chispa. De repente, parecía como si los viejos tiempos hubieran vuelto.
Guenhwyvar dirigió la carga, con Bruenor luchando esforzadamente por mantenerse pegado a la cola de la pantera. Catti-brie y Regis flanqueaban al enano, y Drizzt, girando y moviéndose con rapidez, flanqueaba a su vez a todo el grupo, primero por la izquierda, después por la derecha, desplazándose a una velocidad que resultaba increíble y dando la impresión de encontrarse siempre en el lugar donde se entablaba la lucha.
Bidderdoo Harpel supo que había fallado. Drizzt le había pedido que llegara hasta la entrada del túnel y esperara a que los primeros drows aparecieran en la caverna para, en ese momento, lanzar una bola de fuego por el corredor, donde las llamas harían arder las cuerdas que sostenían la trampa y provocarían así el desprendimiento.
—No es una tarea difícil —le aseguró Bidderdoo al vigilante, y, efectivamente, no debería haberlo sido. El hechicero había memorizado un conjuro que lo situaría en posición, y sabía otros que lo mantendrían a salvo y oculto hasta que llegara el momento de lanzar la bola de fuego. Así pues, cuando todos los que estaban a su alrededor corrieron para unirse a la refriega, lo hicieron confiando en que las trampas saltarían y los túneles se desplomarían, de manera que la oleada enemiga quedaría cortada.
Algo fue mal. Bidderdoo había empezado a ejecutar el hechizo que lo trasladaría a la entrada del túnel, incluso había perfilado el portal extra dimensional que se abriría en el punto deseado, pero en ese momento el hechicero vio a un grupo de kobolds y ellos lo vieron a él. Esto último no era difícil, ya que Bidderdoo, que al ser humano no poseía visión infrarroja, llevaba consigo una reluciente gema. Los kobolds no eran criaturas estúpidas, sobre todo cuando se trataba de una batalla, y comprendieron lo que era este humano que parecía tan fuera de lugar. Hasta los guerreros kobolds más inexpertos sabían lo importante que era neutralizar a un hechicero, obligar a un peligroso ejecutor de conjuros a entrar en un combate tradicional, forzándolo a mantener las manos ocupadas con armas corrientes en lugar de manipular componentes casi siempre explosivos.
Aun así, Bidderdoo podría haber desbaratado su carga, podría haber cruzado el portal entre dimensiones para llegar a su posición marcada.
Durante siete años, hasta el Tiempo de Conflictos, Bidderdoo Harpel había vivido bajo los efectos de una poción defectuosa, que lo había convertido en el perro de la familia Harpel. Cuando la magia enloqueció, Bidderdoo había recuperado su forma humana, al menos el tiempo suficiente para mezclar los ingredientes necesarios con los que contrarrestar la mala poción. Poco después, Bidderdoo había vuelto a su pulgosa forma perruna, pero había ayudado a su familia a encontrar los medios de sacarlo del encantamiento. En la Mansión de Hiedra tuvo lugar un gran debate acerca de la conveniencia de «curar» a Bidderdoo o no. Al parecer, muchos de los Harpel se habían encariñado con el perro más de lo que nunca lo habían estado con el Bidderdoo humano.
Bidderdoo había servido a Harkle de perro lazarillo en el largo trayecto hasta Mithril Hall, cuando Harkle no tenía ojos.
Pero la magia había vuelta a su ser y el debate pasó a ser algo hipotético, ya que el encantamiento desapareció, simplemente.
¿O no? Bidderdoo no había albergado la menor duda acerca de su curación total hasta este mismo instante, hasta que vio a los kobolds aproximándose. Su labio superior se replegó, enseñando los dientes, al tiempo que lanzaba un sordo gruñido; sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y una gran tensión en la rabadilla, de manera que, de haber tenido todavía una cola, ¡ahora la tendría enhiesta!
Empezó a adoptar una postura agazapada, y sólo entonces se dio cuenta de que no tenía patas, sino manos; unas manos desprovistas de armas. Gimió, pues los kobolds estaban a tres metros de distancia.
El hechicero recurrió a un conjuro. Unió las puntas de los pulgares, con las manos extendidas ante sí, y entonó unas palabras frenéticamente.
Los kobolds se le echaron encima, por el frente y por los flancos, y el que estaba más próximo llevaba la espada levantada, preparada para golpear.
El fuego brotó de las manos de Bidderdoo en unos chorros de llamas abrasadoras que salieron lanzadas en semicírculo.
Media docena de kobolds quedó muerta en el suelo, y otros cuatro parpadearon, perplejos, a través de las pestañas chamuscadas.
—¡Ja! —gritó Bidderdoo mientras chasqueaba los dedos.
Los kobolds pestañearon una vez más y a continuación se lanzaron a la carga; Bidderdoo no tenía conjuros de ejecución lo bastante rápida para detenerlos.
Al principio, los kobolds y los goblins parecían una masa desordenada y tumultuosa, y esto se aplicaba a la mayoría de los indisciplinados soldados. Pero varios grupos habían tenido un adiestramiento exhaustivo en las cavernas situadas debajo de la casa Oblodra. Uno de estos grupos, integrado por cincuenta individuos, formó una cuña, con tres kobolds en la punta y unas líneas compactas a los lados.
Se adentraron en la caverna central, evitando el combate lo bastante para mantener la formación, y se encaminaron directamente hacia la izquierda, a la amplia entrada de una de las cavernas laterales. La mayoría de los enanos los evitaba, pues había muchas otras presas más fáciles, y el grupo kobold llegó casi a la cámara contigua ileso.
No obstante, de esa cámara salió un grupo de una docena de enanos. Los barbudos guerreros se lanzaron al ataque en medio de un clamoroso griterío, pero la formación de los kobolds no vaciló y funcionó a la perfección; rompió la línea de enanos casi exactamente por la mitad y después amplió la brecha mientras los kobolds de cabeza se abrían paso hasta la misma entrada de la cámara lateral. Un par de kobolds cayó en esa carga, y un enano murió, pero las filas de kobolds cerraron los huecos de inmediato y los enanos que estaban a lo largo del costado interior de la cuña, atrapados entre los kobolds y la pared de la caverna principal, se encontraron en un grave aprieto.
Al otro lado, la mitad «libre» del grupo enano comprendió su error; habían tomado demasiado a la ligera a los kobolds, sin esperar una táctica tan compleja por su parte. Sus compañeros morirían y ellos no podían hacer nada para romper esta compacta formación sorprendentemente disciplinada y que resultaba aún más impenetrable por el hecho de que, al acercarse a la pared, los kobolds pasaron bajo algunas estalactitas que colgaban muy cerca del suelo.
Los enanos atacaron con fiereza a pesar de todo, espoleados por los gritos de sus compañeros acosados.
Guenhwyvar se agachó, pegándose contra el suelo lo bastante como para deslizarse por debajo de cualquier estalactita, y se abalanzó sobre la retaguardia de la formación kobold; derribó a dos de ellos de un zarpazo, cayó sobre un tercero, e hincó las garras para tener un mejor agarre en el salto mientras cruzaba al otro lado.
Drizzt llegó a continuación y, deslizándose de nuevo sobre una rodilla, mató a dos kobolds en la primera maniobra de ataque. A su lado, Regis, no más alto que un kobold, se lanzó a la carga y luchó erguido y cara a cara contra uno de ellos.
Con su peculiar estilo de lucha de balancear el hacha como un péndulo, Bruenor encontró el reducido espacio bastante incómodo. Pero aún fue peor para Catti-brie, que no tenía ni la agilidad ni la rapidez de Drizzt. Si se agachaba sobre una rodilla, como había hecho el drow, estaría en una clara desventaja.
Pero estando de pie, con una estalactita ante su cara, tampoco se encontraba en una situación mucho mejor.
Khazid’hea le dio la solución.
Iba en contra de todo lo que le aconsejaba el instinto, en contra de todo lo que Bruenor (que había empleado gran parte de su vida reparando armas dañadas) le había enseñado sobre el combate. Pero, sin pensarlo casi, Catti-brie agarró la empuñadura de su espada con las dos manos y arremetió con la magnífica arma en un golpe alto y cruzado.
El filo rojizo de Khazid’hea centelleó ferozmente cuando la hoja entró en contacto con la piedra colgante. La fuerza del golpe perdió impulso, pero sólo levemente, pues Cercenadora estuvo a la altura de su nombre y hendió la piedra de parte a parte. Catti-brie se desequilibró hacia un lado cuando la espada salió de la estalactita, y habría sido vulnerable en ese instante, si los dos kobolds de la formación que se encontraban justo delante de ella no hubieran estado, de repente, más pendientes del techo que se les venía encima que de la muchacha.
Uno acabó aplastado por la estalactita, y la muerte del otro fue igualmente rápida, ya que Bruenor, al ver el hueco abierto, se abalanzó a través de él al tiempo que propinaba un hachazo de arriba abajo que casi partió en dos a la despreciable criatura.
Los enanos que se habían quedado separados en el costado exterior de la cuña recobraron el ánimo con la llegada de un grupo tan poderoso y arremetieron ferozmente contra las líneas de kobolds al tiempo que gritaban a sus compañeros atrapados que resistieran y que la ayuda llegaría pronto.
Regis detestaba luchar, al menos cuando su oponente podía verlo venir. Pero ahora lo necesitaban. Lo sabía, y no eludiría su responsabilidad. Junto a él, Drizzt luchaba de rodillas; ¿cómo podía él, que tendría que ponerse de puntillas para tocar con la cabeza una estalactita, justificar el quedarse detrás de su amigo drow esta vez?
Aferrando el mango de la maza con las dos manos, Regis arremetió ferozmente. Sonrió cuando notó el impacto de su arma, que destrozó el brazo de un kobold.
En el mismo momento en que su adversario se desplomaba, otro se adelantó y atacó; la espada alcanzó a Regis debajo del brazo levantado. Sólo la estupenda armadura enana lo salvó, y el halfling tomó nota de invitar a Buster Brazal a unas jarras de aguamiel si salía con vida de esta.
La armadura enana era dura, pero no la cabeza del kobold, como lo puso de manifiesto la maza del halfling un instante después.
—Bien hecho —lo felicitó Drizzt, que a pesar del fragor de la batalla había tenido tiempo de ver el golpe de Regis.
El halfling intentó sonreír, pero en lugar de ello hizo una mueca de dolor a causa de las costillas magulladas.
Drizzt advirtió el gesto y se desplazó lateralmente para ponerse delante de Regis, de modo de enfrentarse a la carga de la formación kobold, que se movía para compensar la brecha progresivamente ancha. Las cimitarras del drow iniciaron una danza salvaje de cuchilladas y tajos, que muchas veces se descargaban contra las estalactitas y hacían saltar chispas de la piedra, pero más a menudo alcanzaban a los kobolds.
A un lado, Catti-brie y Bruenor habían formado una alianza improvisada: el enano contenía al enemigo en tanto que la joven y Cercenadora seguían despejando el paso segando una estalactita con cada golpe.
En el flanco opuesto, sin embargo, los enanos continuaban bajo una gran presión; dos habían caído, y los otros cinco estaban recibiendo muchas heridas. Los amigos sabían que ninguno de ellos conseguiría llegar a tiempo junto a ellos, que ninguno podía atravesar la compacta formación.
Ninguno, salvo Guenhwyvar.
Volando como una flecha negra, la pantera siguió abriéndose camino atropellando kobold tras kobold, sin hacer caso de las muchas cuchilladas recibidas. La sangre manaba de los flancos del animal, pero ello no disuadió a Guenhwyvar. Llegó hasta donde estaban los enanos y reforzó sus líneas, y la aclamación lanzada por los guerreros acorralados fue de puro deleite y salvación.
Con un canto en los labios, los enanos siguieron combatiendo, la pantera siguió luchando, y los kobolds no pudieron rematar el trabajo. Con la presión ejercida en el flanco exterior, la formación se desmoronó en breve y el grupo enano se reintegró, de manera que los heridos pudieron ser retirados de la caverna.
La preocupación de Drizzt y de Catti-brie por Guenhwyvar desapareció con el rugido y el salto de la pantera, que condujo a los cinco amigos a la siguiente posición donde su presencia era más necesaria.
Bidderdoo cerró los ojos mientras se preguntaba qué misterios le revelaría la muerte.
Esperaba que hubiera algunos, por lo menos.
Oyó un bramido, seguido de ruido metálico delante de él. Luego sonó un gemido y el golpe sordo de un cuerpo contra el suelo.
«Están peleando entre ellos para ver quién me mata», pensó el mago.
Sonaron más bramidos —¡bramidos de enanos!— y más gemidos; más golpes sordos de cuerpos al caer en el suelo.
Bidderdoo abrió los ojos y se encontró con las filas kobolds diezmadas por el puñado de enanos más sucios y malolientes que pueda imaginarse; saltaban y brincaban a su alrededor, señalando esto y aquello mientras intentaban decidir dónde podía causar más estragos su grupo, la Brigada Rompebuches.
El mago contempló un momento a los kobolds, una docena de cadáveres a los que no sólo se los había matado.
—Hechos trizas —susurró, y asintió con la cabeza, decidiendo que era la mejor forma de describirlo.
—Ahora estás a salvo —dijo uno de los enanos. Bidderdoo creía haber oído que se llamaba Thibbledorf Pwent o algo por el estilo (aunque alguien llamado Bidderdoo no estaba en posición de criticar nada respecto a nombres)—. ¡Y yo y mis hombres nos largamos! —resopló el salvaje camorrista.
Bidderdoo asintió con un gesto, y entonces cayó en la cuenta de que todavía tenía un grave problema. Sólo tenía preparado un hechizo que pudiera abrir una puerta dimensional y se había desperdiciado, extinguiéndose durante la pelea con los kobolds.
—¡Esperad! —le gritó a Pwent, y no sólo se sorprendió él, sino que también sorprendió al enano, pues la palabra sonó como un gañido muy canino.
Pwent miró al Harpel con curiosidad. Se plantó de un salto ante el mago y ladeó la cabeza, un movimiento exagerado por la inclinada bayoneta del yelmo.
—Espera. No te vayas, mi noble y buen enano —dijo Bidderdoo dulcemente, pues necesitaba su ayuda.
Pwent miró en derredor y a su espalda, como buscando a la persona a la que se dirigía el mago. Los otros Rompebuches estaban tan desconcertados como él, algunos con una expresión perpleja mientras se rascaban la cabeza.
Thibbledorf se señaló el pecho con un dedo regordete y sucio, y su expresión manifestó que difícilmente se consideraba a sí mismo un «noble y buen enano».
—No me dejéis —suplicó Bidderdoo.
—Todavía estás vivo —replicó Pwent—. Y no queda mucho a lo que matar por aquí. —Como si aquello fuera explicación suficiente, el camorrista dio media vuelta y echó a andar.
—¡Pero he fracasado! —chilló el mago, y un aullido escapó de sus labios al final de la frase.
—¿Has fracasad-auuuuu? —preguntó Pwent.
—¡Oh, todos estamos perdid-auuuuu! —continuó el aullador hechicero con dramatismo—. ¡Está demasiad-auuuuu lejos!
Para entonces, todos los camorristas estaban alrededor de Bidderdoo, intrigados por el extraño acento o lo que quiera que fuera. Los enemigos más próximos, una banda de goblins, podrían haber atacado entonces, pero ninguno quería acercarse a este grupo de salvajes, un punto que dejaba muy claro el último grupo de kobolds esparcido en sangrientos pedazos por la zona.
—Más vale que vayas al grano enseguida —bramó Pwent, ansioso por continuar con la matanza.
—Auuuuuu…
—¡Y deja de aullar de una maldita vez! —instó el camorrista.
A decir verdad, el pobre Bidderdoo no aullaba a propósito. A causa de la tensa situación, el mago que había vivido como un perro durante tanto tiempo recordaba la experiencia sin querer, descubriendo de nuevo esos instintos caninos primitivos. Inhaló profundamente mientras se recordaba a sí mismo que era un hombre, no un perro.
—Tengo que llegar al túnel de la entrada —dijo, sin lanzar ningún aullido, gañido o ladrido—. El vigilante drow me pidió que lanzara un conjuro en el corredor.
—A mí me trae al fresco toda esa tontería de la magia —lo interrumpió Pwent, que se dio media vuelta una vez más.
—¿Y también te trae al fresco que el apestoso túnel se desplome sobre las cabezas de los apestosos drows? —preguntó Bidderdoo haciendo su mejor imitación del camorrista.
—¡Bah! —resopló Pwent, y las cabezas de todos los enanos que lo rodeaban subieron y bajaron al unísono, con ansiedad—. ¡Yo y los míos te llevaremos allí!
Bidderdoo se esforzó por mantener un gesto severo, pero para sus adentros pensó que era muy listo por apelar al ansia sanguinaria de los salvajes enanos.
En un abrir y cerrar de ojos de un perro, el mago era arrastrado por la corriente de Rompebuches lanzados a la carrera. Bidderdoo sugirió dar un rodeo, bordeando la caverna por la pared izquierda, o septentrional, donde la lucha era menos intensa.
Mago estúpido.
La Brigada Rompebuches se lanzó en línea recta y arrolló a su paso kobolds y los más corpulentos goblins que habían entrado a continuación. Casi atropellaron a un par de enanos que no fueron lo bastante rápidos para apartarse a un lado; chocaron contra estalagmitas, rebotaron y siguieron adelante. Antes de que Bidderdoo tuviera ocasión de empezar a protestar por esta táctica, se encontró acercándose al punto señalado, la entrada del túnel.
Por un breve instante, se preguntó qué sería más rápido y eficaz, si un hechizo que abría una puerta dimensional o un puñado de camorristas sedientos de lucha. Incluso se planteó la creación de un nuevo hechizo, la Escolta Camorrista, pero desestimó la idea al presentarse un problema más acuciante: un par de enormes minotauros con cabeza de toro y un elfo oscuro detrás de ellos que entraban en la caverna.
—¡Posición defensiva! —gritó Bidderdoo—. ¡Tenéis que contenerlos! ¡Posición defensiva!
Mago estúpido.
Los dos Rompebuches que estaban más cerca se lanzaron de cabeza, y se zambulleron entre las piernas de los gigantescos monstruos de dos metros y medio de altura. Antes de que comprendieran qué era lo que los había golpeado, los minotauros se iban de bruces. Pero tampoco llegaron a caer al suelo, ya que Pwent y otro enano de mirada enloquecida arremetieron en medio de bramidos y toparon contra sus cabezas.
Un globo de oscuridad surgió detrás del revoltijo de cuerpos, y el drow se perdió de vista.
Juiciosamente, Bidderdoo inició su conjuro. ¡Los drows estaban aquí! Tal como Drizzt había supuesto, los elfos oscuros venían detrás de la carnaza kobold. Si conseguía lanzar la bola de fuego ahora, si lograba derrumbar el túnel…
Tuvo que forzar las palabras a través de un gruñido ronco, instintivo, que surgía de lo más hondo de su garganta. Sentía el apremio de unirse a los Rompebuches, que se habían zambullido sobre los minotauros y destrozaban a las bestias con inmisericorde saña. Sentía el apremio de unirse al festín.
—¿Al festín? —preguntó en voz alta.
Bidderdoo sacudió la cabeza y empezó de nuevo con el hechizo, y se concentró en él. Oyendo, al parecer, la cadencia rítmica del mago, el drow salió de la oscuridad con la ballesta de mano aprestada.
Bidderdoo cerró los ojos, obligándose a pronunciar las palabras lo más deprisa posible. Sintió la punzada de un dardo, justo en el vientre, pero su concentración era absoluta y ni siquiera dio un respingo ni interrumpió el hechizo.
Notó flojedad en las piernas; oyó al drow acercarse e imaginó la reluciente espada lista para propinar un golpe mortal.
Mantuvo la concentración, terminó el conjuro, y una bola de fuego, pequeña y brillante, salió disparada de su mano, voló a través de la oscuridad y continuó túnel adelante.
Bidderdoo se tambaleó, debilitado. Abrió los ojos, pero a su alrededor la caverna parecía borrosa y fluctuante. Entonces cayó de espaldas; sintió como si el suelo se precipitara hacia él para engullirlo.
En alguna parte en el fondo de su mente, esperaba golpearse con fuerza en el suelo, pero en ese momento la bola de fuego estalló.
Entonces, el túnel se desplomó.