19

Improvisar

Catti-brie lo supo en el mismo momento en que vio el semblante del mensajero enano, con una mezcla de preocupación y ansia de batalla en sus rasgos. Lo supo y echó a correr, adelantándose al mensajero por los sinuosos túneles de Mithril Hall, a través de la ciudad subterránea que ahora parecía casi desierta, con los hornos ardiendo bajo. Muchos ojos la siguieron, observaron la urgencia de sus pasos e imaginaron el motivo. Como la joven, también ellos lo supieron.

Los elfos oscuros habían venido.

Los enanos que guardaban la pesada puerta que conducía fuera de Mithril Hall hicieron un gesto de asentimiento mientras Catti-brie la cruzaba.

—¡Dispara con tino, niña! —gritó uno de los enanos a sus espaldas, y, aunque estaba terriblemente asustada y tenía la impresión de que su peor pesadilla estaba a punto de convertirse en realidad, las palabras lograron arrancarle una sonrisa.

Encontró a Bruenor, acompañado por Regis, en una amplia caverna, la misma cámara donde los enanos habían derrotado a la tribu goblin no hacía tanto tiempo. El lugar había sido preparado como el puesto de mando del rey enano, el centro de operaciones para la defensa de los túneles exteriores y más profundos. Casi todos los pasajes que conducían a esta cámara desde los territorios agrestes de la Antípoda Oscura habían sido cegados o derrumbados del todo, o estaban fuertemente protegidos, haciendo del lugar una posición tan segura como era factible fuera de Mithril Hall.

—¿Y Drizzt? —preguntó Catti-brie.

Bruenor miró al otro lado de la caverna, a un gran túnel que conducía a las zonas más profundas.

—Ahí fuera —contestó—, con la pantera.

Catti-brie miró en derredor. Los preparativos estaban hechos; todo se había organizado lo mejor posible en el plazo de tiempo que habían dispuesto. No muy lejos, Cepa Garra Escarbadora y sus compañeros clérigos estaban en cuclillas o de rodillas en el suelo, colocando y clasificando docenas de botellitas que contenían pócimas, y preparando vendajes, mantas y ungüentos de hierbas para los heridos. Catti-brie se encogió, pues sabía que se necesitarían todas esas vendas y muchas más antes de que todo hubiera acabado.

A un lado de los clérigos, tres de los Harpel —Harkle, Bidderdoo y Bella don DelRoy— deliberaban en torno a una mesita redonda que estaba abarrotada con docenas de mapas y otros pergaminos.

Bella alzó la vista y llamó a Bruenor con una seña; el monarca acudió a su lado, presuroso.

—¿Es que vamos a quedarnos sentados, esperando? —preguntó a Regis la muchacha.

—De momento, sí —respondió el halfling—. Pero dentro de poco Bruenor y yo saldremos a la cabeza de un grupo, junto con uno de los Harpel, para reunirnos con Drizzt y Pwent en la caverna de Tunult. Estoy seguro de que Bruenor tiene intención de que nos acompañes.

—Que intente impedírmelo —rezongó la joven en voz baja. Pensó en el punto de reunión. La caverna de Tunult era la cámara más grande en el exterior de Mithril Hall; y si iban a encontrarse con Drizzt allí en vez de en otro lugar apartado, y si los elfos oscuros estaban realmente en los túneles próximos a Mithril Hall, entonces la batalla prevista tendría lugar pronto. Catti-brie hizo una profunda inhalación y cogió a Taulmaril, su arco mágico. Probó la tensión de la cuerda, y luego se cercioró de que la aljaba estaba llena de flechas, a pesar de que la magia del carcaj garantizaba que siempre hubiera proyectiles de sobra.

Estamos preparadas, surgió un pensamiento en su mente, un pensamiento que sabía que estaba formulado por Khazid’hea. Catti-brie cobró ánimos sabiendo que contaba con esta nueva compañera. Ahora confiaba en la espada, sabía que las dos estaban de acuerdo. Y, desde luego, estaban preparadas; todos lo estaban.

Aun así, cuando Bruenor y Bidderdoo se apartaron del grupo de los otros Harpel, y el enano llamó con un gesto a su escolta personal, a Regis y a Catti-brie, el corazón de la joven dio un brinco.

Los componentes de la Brigada Rompebuches corrían al buen tuntún, en medio de empellones, arremetiendo y rebotando contra paredes y entre sí. ¡Drows en los túneles! Se habían avistado drows en los túneles y ahora necesitaban llevar a cabo una captura o una matanza.

Para los pocos elfos oscuros que, efectivamente, se encontraban tan cerca de Mithril Hall —la vanguardia de exploradores, preliminar a la oleada que vendría a continuación— el estruendo de los secuaces de Pwent resultaba ensordecedor. Los drows eran una raza silenciosa, tanto como la propia Antípoda Oscura, y la algarabía organizada por los enanos de la superficie les hizo creer que un millar de fieros guerreros se había lanzado en su persecución. Por consiguiente, los elfos oscuros retrocedieron, dispersando sus líneas, con las mujeres, más importantes, a la cabeza de la retirada y los varones obligados a mantener la formación y entretener al enemigo.

El primer choque tuvo lugar en un túnel estrecho pero alto. Los Rompebuches llegaron por el este, lanzados a la carga, y tres drows, que levitaban entre las estalactitas, dispararon las ballestas de mano, alcanzando a Pwent y a los dos enanos que lo flanqueaban en la primera fila con los dardos untados con veneno en las puntas.

—¡Qué! —bramó el camorrista, y sus compañeros hicieron otro tanto, sorprendidos por el repentino aguijonazo. El siempre receloso Pwent, astuto y avispado, miró en derredor y después él y los otros dos se desplomaron en el suelo.

Con un grito de asombro, el resto de los Rompebuches dieron media vuelta y huyeron, sin que siquiera se les pasara por la imaginación rescatar a sus compañeros caídos.

Matad a dos. Coged al otro para interrogarlo, ordenó en el lenguaje de signos el más importante de los tres drows mientras sus compañeros y él empezaban a descender al suelo flotando.

Aterrizaron suavemente y desenvainaron sus excelentes espadas.

Los tres camorristas se incorporaron de un brinco, impulsados por sus fuertes y cortas piernas. Ningún veneno, ni siquiera la renombrada sustancia narcótica drow, podía causar efecto con el espantoso brebaje que este grupo había ingerido recientemente. Rompebuches era el nombre de una bebida, no sólo de una brigada, y, si un enano era capaz de sobrevivir a semejante potingue, no tenía que preocuparse mucho de que lo envenenaran (o de pasar frío) durante un tiempo.

Pwent, que era el que estaba más cerca de los elfos oscuros, agachó la cabeza, con la larga bayoneta del casco por delante, y empaló el pecho de uno de los drows, atravesando la excelente cota con facilidad y de un modo brutal.

El segundo drow se las arregló para desviar la carga del siguiente camorrista, apartando la bayoneta del yelmo hacia un lado con sus dos espadas. Pero un puño, enfundado en un guantelete cuyos nudillos estaban rematados con diabólicos pinchos, alcanzó al drow debajo de la barbilla y le abrió un agujero en la garganta. Jadeando, el elfo oscuro consiguió propinar dos cuchilladas en la espalda de su adversario, pero esos dos golpes de poco le valieron ante la furiosa acometida del enano con ojos de demente.

Sólo el tercer drow sobrevivió al ataque inicial. Saltó en el aire, ejecutando su hechizo de levitación una vez mas, y consiguió situarse justo por encima del restante enano lanzado a la carga, principalmente porque el enano resbaló con la sangre de la víctima de Thibbledorf.

El drow ascendió y desapareció de la vista entre la maraña de estalactitas. Pwent se libró del elfo oscuro muerto tras varias sacudidas vigorosas y se enderezó.

—¡Por allí! —bramó mientras señalaba corredor adelante—. ¡Encontrad una zona despejada en el techo y montad guardia! ¡No dejaremos escapar a este!

Por el recodo oriental llegaba el resto de los Rompebuches, escandalizando y vociferando; sus armaduras resonaban y los numerosos pinchos y clavos de todas ellas chirriaban como uñas arañando una pizarra.

—¡Atentos ahí arriba! —aulló Pwent a la par que señalaba hacia el techo, y todos los enanos brincaron de ansiedad.

Uno lanzó un agudo chillido al recibir el impacto de un dardo en plena cara, pero el grito de dolor se convirtió en una exclamación de alegría, ya que el enano sólo tuvo que seguir el ángulo del disparo para localizar al drow flotando en el aire. Inmediatamente, un globo de oscuridad envolvió la zona de las estalactitas, pero ahora los enanos sabían dónde encontrarlo.

—¡Reata! —llamó a voces Pwent, y otro enano cogió una cuerda que llevaba en el cinto y corrió hacia el camorrista con precipitación. En el extremo de la cuerda había un lazo corredizo, de manera que el enano, interpretando mal la intención de Pwent, empezó a girar el lazo sobre su cabeza mientras miraba el área en sombras intentando decidir el punto más indicado para hacer el lanzamiento.

Pwent lo agarró por la muñeca y lo detuvo, haciendo que la cuerda cayera al suelo flojamente.

—Reata camorrista —explicó Thibbledorf.

Otros enanos se agruparon a su alrededor, sin saber qué se proponía hacer su cabecilla. Las sonrisas aparecieron en todos los rostros mientras Pwent metía el pie por el lazo, se lo ajustaba al tobillo e informaba a los demás que harían falta unos cuantos para atrapar a este drow volador.

El grupo al completo se abalanzó anhelante sobre la cuerda y empezó a jalar con todas sus fuerzas, con el único resultado de tirar a Pwent patas arriba. Paulatinamente, recobrada la sensatez a cuenta de las amenazas del violento comandante camorrista, se las ingeniaron para sincronizar los movimientos a un mismo ritmo, y poco después tenían a Pwent brincando sobre el suelo al tiempo que lo hacían girar.

Luego, lo levantaron en el aire, volando alocadamente en círculos. Pero habían soltado demasiada cuerda, y Pwent rozó contra una de las paredes del túnel, de manera que la bayoneta de su yelmo hizo saltar un montón de chispas.

No obstante, este grupo aprendía deprisa —si se tiene en cuenta que eran unos enanos que se pasaban el día lanzándose de cabeza contra puertas reforzadas con planchas de acero— y a no tardar habían encontrado el ritmo preciso de los giros y la longitud adecuada de la cuerda.

Dos vueltas, cinco, y el camorrista salió volando por el aire y fue a chocar en medio de las estalactitas. Pwent se agarró a una de ellas momentáneamente, pero la piedra se quebró en la unión con el techo y se vino abajo, arrastrando con ella al enano.

Pwent aterrizó con un golpetazo, pero se incorporó de un brinco inmediatamente.

—¡Un parapeto menos para nuestro enemigo! —bramó un enano, y, antes de que el aturdido Pwent tuviera ocasión de protestar, los otros prorrumpieron en vítores y empezaron a tirar de la cuerda, y el camorrista se vio impulsado en el aire dando giros.

Pwent salió lanzado hacia arriba, con resultados similares e igualmente dolorosos, por segunda vez, después una tercera, y luego una cuarta, que resultó ser el número de la suerte, pues el pobre drow, que no podía ver lo que estaba ocurriendo, se atrevió al fin a salir a descubierto, moviéndose lentamente hacia el oeste.

Presintió la aproximación de la reata viviente y se las ingenió para escabullirse detrás de una estalactita larga y fina, pero de poco le valió, ya que Pwent arrancó la piedra limpiamente, rodeándola con los brazos, y con ella al drow que estaba detrás; de este modo, piedra, enano y drow cayeron juntos y se estrellaron en el suelo con gran estruendo. Antes de que el elfo oscuro pudiera recobrarse, la mitad de la brigada se le había echado encima y lo había golpeado hasta dejarlo inconsciente.

Les costó otros cinco minutos conseguir que el semiinconsciente Pwent soltara a su víctima.

Poco después, reemprendían la marcha, Pwent incluido, con el drow atado por las muñecas y los tobillos a un largo palo que cargaban dos enanos del grupo sobre los hombros. Todavía no habían salido del corredor cuando los dos enanos situados un poco más lejos, hacia el oeste, los dos que Pwent había apostado de vigilantes, lanzaron el grito de «¡drows!» y se aprestaron al ataque.

Un único elfo oscuro entró corriendo en el pasaje y, antes de que Pwent tuviera oportunidad de gritar «¡a ése no!», los dos enanos agacharon las cabezas y arremetieron al tiempo que rugían.

En una fracción de segundo, el elfo oscuro hizo un quiebro a la izquierda, luego a la derecha, dio un giro completo que lo llevó detrás del recodo al final del corredor, y los dos Rompebuches chocaron con un tremendo topetazo contra la pared. Comprendieron su estupidez cuando la gran pantera apareció un instante después, en pos de su compañero drow.

Drizzt volvió sobre sus pasos y se acercó a los enanos, a los que ayudó a levantarse.

—Seguid —susurró, y los enanos guardaron silencio ante su advertencia el tiempo suficiente para que llegara a sus oídos el retumbo de una carga no muy lejana.

Interpretando mal su exhortación, los Rompebuches sonrieron de oreja a oreja y se dispusieron a continuar su propia carga hacia el oeste, de cabeza contra la fuerza que se aproximaba, pero Drizzt los contuvo con firmeza.

—El número de enemigos que viene es ingente —dijo—. Tendréis pelea, más de la que imagináis, pero no aquí.

Para cuando Drizzt, los dos enanos y la pantera se reunieron con Pwent, el ruido del ejército que se aproximaba resultaba evidente.

—Creí oírte decir que los condenados drows se movían en silencio —comentó el camorrista mientras avanzaba junto al raudo elfo oscuro, dando dos zancadas por cada una de Drizzt.

—No son drows. Son kobolds y goblins.

Pwent se frenó en seco.

—¿Estamos huyendo de unos apestosos kobolds? —preguntó.

—De millares de apestosos kobolds —contestó Drizzt con una voz sin inflexiones—. Y de monstruos aun más grandes, a los que sin duda siguen miles de drows.

—Oh —dijo el camorrista, que de golpe había perdido su actitud bravucona.

En los túneles familiares, Drizzt y los Rompebuches no tuvieron problema para mantener la ventaja sobre el ejército enemigo. El elfo oscuro no tomó ningún desvío esta vez, sino que corrió directamente hacia el este, dejando atrás los túneles que los enanos habían minado para derrumbarlos.

—Corred —ordenó el drow a los encargados de provocar el hundimiento, un puñado de enanos que estaban preparados junto a unas manivelas que soltarían las cuerdas que sujetaban la estructura del túnel. Todos ellos se quedaron pasmados ante la sorprendente orden.

—Vienen hacia aquí —dijo uno de ellos, pues ese era exactamente el motivo por el que los enanos se encontraban en los túneles exteriores.

—Sólo atraparéis kobolds —les informó Drizzt, comprendiendo la táctica de los elfos oscuros—. Corred, y ya veremos si podemos coger a unos cuantos drows también.

—Pero ¡no quedará nadie para soltar las trampas! —protestaron varios enanos, entre ellos Pwent.

La sonrisa maliciosa de Drizzt era convincente, así que los enanos, que habían aprendido a confiar en el vigilante por haberles demostrado su astucia en muchas ocasiones, se encogieron de hombros y se unieron a las filas de los Rompebuches en retirada.

—¿Adónde nos dirigimos? —quiso saber Pwent.

—Sólo a un centenar de pasos más —le contestó Drizzt—. A la caverna de Tunult, donde tendréis la batalla que tanto deseáis.

—Promesas, promesas —rezongó el fiero camorrista.

La caverna de Tunult, la zona más abierta a este lado de Mithril Hall, era en realidad una serie de cavernas conectadas entre sí por amplios túneles abovedados. El suelo no estaba nivelado en ninguna parte; algunas cámaras se encontraban a un nivel más alto que otras, y en más de una de ellas había profundas fisuras que corrían a todo lo largo del suelo.

Allí se encontraban Bruenor y su escolta, junto con casi un millar de los mejores guerreros de Mithril Hall. El plan original preveía que la caverna de Tunult hiciera las veces de puesto de mando exterior, utilizándola como punto de partida hacia los túneles restantes, aunque menos directos, después de que el avance drow hubiera sido frenado con los derrumbamientos.

Drizzt había cambiado ese plan, y corrió hacia Bruenor; conferenció con el monarca enano y con Bidderdoo Harpel, un hechicero cuya presencia fue un alivio para el vigilante.

—¡Has cedido las posiciones de los dispositivos de las trampas! —bramó Bruenor al elfo oscuro tan pronto como cayó en la cuenta de que los túneles posteriores seguían intactos.

—En absoluto —respondió Drizzt con gran seguridad. En el mismo momento en que su mirada, seguida de la de Bruenor, se dirigía hacia el túnel oriental, las primeras filas de kobolds irrumpieron en la caverna como un aluvión desbordado tras la ruptura de una presa—. Me he limitado a quitar de en medio a la carne de cañón.