16

Sincerarse

Drizzt la encontró en el mismo claro orientado al este donde la joven había practicado todas esas semanas, el mismo lugar en el que había logrado controlar a su voluntariosa espada. El sol empezaba a meterse tras las montañas, alargando sus sombras sobre la campiña. Lejos, hacia el este, las primeras estrellas despuntaban en el cielo y titilaban sobre Luna Plateada y Sundabar.

Catti-brie estaba sentada, muy quieta, con las piernas dobladas y las rodillas apretadas contra el pecho. Si había oído acercarse al vigilante drow no daba señales de ello, y se limitaba a mecerse suavemente atrás y adelante, contemplando el creciente crepúsculo.

—Hace una hermosa noche —dijo Drizzt. Comprendió que lo había oído llegar cuando el sonido de su voz no la sobresaltó—. Pero el aire es frío.

—El invierno está llegando de pleno —repuso Catti-brie suavemente, sin apartar la mirada del oscuro cielo oriental.

Drizzt buscó una respuesta, deseoso de seguir hablando. Se sentía incómodo, extraño, pues nunca, en todos los años que conocía a Catti-brie, había habido tanta tensión entre ellos. El drow se acercó y se sentó al lado de la joven, pero no la miró, y la muchacha tampoco lo miró a él.

—Llamaré a Guenhwyvar esta noche —comentó Drizzt.

Catti-brie asintió con un cabeceo.

Su silencio lo sorprendió. Llamar a la pantera por primera vez desde que la figurilla había sido reparada no era una trivialidad. ¿Funcionaría bien la magia de la estatuilla, permitiendo que Guenhwyvar regresara a su lado? Fret le había asegurado que sí, pero Drizzt no estaría tranquilo hasta que lo intentara y tuviera a la pantera, sana y salva, ante él.

Esto debería haber sido importante para Catti-brie también. Tendría que haberla preocupado tanto como a Drizzt, pues ella y Guenhwyvar estaban muy unidas. Sin embargo, no dijo nada, y su silencio hizo que Drizzt, irritado, la mirara con más atención.

Vio el brillo de las lágrimas en sus azules ojos; unas lágrimas que borraron la rabia de Drizzt y lo hicieron comprender que, por lo visto, lo ocurrido entre los dos no estaba olvidado ni mucho menos. La última vez que habían estado juntos en este mismo sitio, habían ocultado las preguntas que querían hacer tras el ímpetu de un combate de entrenamiento. En esa ocasión y en los días anteriores, Catti-brie tenía que concentrarse exclusivamente en dominar su espada, pero ahora esa tarea estaba cumplida. Ahora, como le ocurría a Drizzt, tenía tiempo para pensar, y en ese tiempo Catti-brie había recordado.

—Sabes que fue la espada, ¿verdad? —preguntó, casi suplicante.

Drizzt sonrió intentando consolarla. Por supuesto que había sido la espada la que la había inducido a arrojarse en sus brazos. Sólo la espada; únicamente la espada. Pero una gran parte de Drizzt —y al mirarla pensó que posiblemente también de Catti-brie— deseaba lo contrario. Había existido una gran tensión, una situación complicada entre los dos, desde hacía un tiempo, y ahora se había incrementado tras el incidente provocado por Khazid’hea.

—Hiciste bien en rechazarme —dijo Catti-brie, y resopló y carraspeó para disimular un sollozo.

Drizzt guardó silencio unos instantes, consciente de la trascendencia de su respuesta.

—Te rechacé sólo porque vi la empuñadura —dijo, y sus palabras consiguieron que Catti-brie apartara la vista del cielo oriental y lo mirara de frente, sus ojos, azul profundo, prendidos en los violetas de él.

»Fue la espada —añadió el drow con voz queda—. Sólo la espada.

Catti-brie siguió inmóvil, sin parpadear, sin apenas respirar. Pensaba en lo noble que había sido el drow. Muchos otros hombres habrían aprovechado la situación sin hacer preguntas. ¿Y habría estado tan mal?, se preguntó la joven. Sus sentimientos por Drizzt eran profundos y reales, un vínculo de amistad y cariño. ¿Tan malo habría sido que le hubiera hecho el amor en aquel cuarto?

Sí, para los dos, decidió, porque, aunque ella se le había ofrecido, era Khazid’hea la que tenía el control. La situación era ya bastante incómoda entre ellos tal como estaban las cosas; pero, si Drizzt se hubiera dejado llevar por lo que Catti-brie sabía que sentía por ella, si no hubiera actuado con nobleza en esa situación extraña y hubiese cedido a la tentación, ninguno de los dos habría sido capaz de mirar al otro a los ojos posteriormente.

Como lo estaban haciendo ahora, en el tranquilo claro de la montaña, con una brisa fría y límpida y las estrellas brillando más esplendorosas que nunca sobre sus cabezas.

—Eres un buen hombre, Drizzt Do’Urden —declaró la agradecida joven con un sonrisa sincera.

—Querrás decir un buen drow —respondió el vigilante con una risita, agradeciendo la oportunidad de aliviar un poco la tensión.

Pero fue algo pasajero. La carcajada y la sonrisa murieron casi de inmediato, dejándolos en el mismo lugar, en el mismo momento embarazoso, cogidos en un punto intermedio entre el idilio y el temor.

Catti-brie volvió a mirar el cielo; Drizzt hizo lo mismo.

—Sabes que lo amaba —dijo la joven.

—Todavía lo amas —contestó Drizzt, y su sonrisa era sincera cuando Catti-brie se volvió a mirarlo.

Desvió los ojos casi de inmediato, para dirigirlos de nuevo hacia las radiantes estrellas mientras pensaba en Wulfgar.

—Te habrías casado con él —continuó Drizzt. Catti-brie no estaba tan segura de eso. A pesar de lo mucho que lo había amado, Wulfgar llevaba sobre sí el peso de una tradición y una sociedad que consideraban a la mujer una sirvienta, no una compañera. El bárbaro había superado muchas de las costumbres intolerantes de su tribu, pero, a medida que se aproximaba la fecha de la boda con Catti-brie, se había vuelto más y más protector con la joven, hasta el punto de resultar ofensivo. Esto, más que cualquier otra cosa, era algo que la orgullosa y competente Catti-brie no podía tolerar.

Sus dudas se reflejaban de manera palpable en su semblante, y Drizzt, que la conocía mejor que nadie, las vio claramente.

—Te habrías casado con él —repitió con un tono de voz tan firme que hizo que Catti-brie lo mirara otra vez—. Wulfgar no era tonto —añadió el drow.

—No eches toda la culpa a Entreri y a la gema del halfling —advirtió la joven. Después de que el grupo de drows que intentaba capturar a Drizzt fuera rechazado, después de la muerte de Wulfgar, el elfo oscuro les había explicado a ella y a Bruenor, que quizás eran quienes más necesitaban oír una justificación, que Entreri, suplantando a Regis, había utilizado los poderes hipnóticos del colgante de rubí con Wulfgar. Aun así, esa teoría no podía explicar completamente el comportamiento ofensivo del bárbaro, ya que Wulfgar había empezado a actuar de ese modo mucho antes de que Entreri llegara a Mithril Hall.

—Pero la gema lo empujó, llevándolo más lejos —argumentó Drizzt.

—Lo empujó a donde él quería llegar. —No. —La concisa respuesta, manifestada con absoluta certeza, sorprendió un poco a Catti-brie, que ladeó la cabeza de manera que su espesa melena cobriza cayó sobre su hombro, y esperó a que el drow se explicara.

»Estaba asustado —prosiguió Drizzt—. No había nada en el mundo que asustara más al poderoso Wulfgar que la idea de perder a su Catti-brie.

—¿Su Catti-brie? —repitió la joven. Drizzt no pudo menos que reír ante la susceptibilidad de la joven.

—Su Catti-brie, del mismo modo que él era tu Wulfgar —dijo, y la actitud socarrona de la muchacha se vino abajo igual que la artimaña de sus palabras.

»Te amaba con toda el alma. —Hizo una pausa, pero Catti-brie seguía callada, inmóvil, atenta a todas y cada una de sus palabras—. Te amaba, y ese amor lo hacía sentirse vulnerable, y lo asustaba. Nada de lo que pudieran hacerle a él, ni torturas ni batallas ni siquiera la muerte, lo asustaba, pero el más leve arañazo sufrido por Catti-brie lo hería como una daga ardiente clavada en su corazón.

»Así que actuó como un necio durante un corto tiempo antes de la boda. Pero en la primera oportunidad en que te hubiera visto envuelta en una batalla, tu fuerza e independencia habrían sido como poner un espejo ante Wulfgar que le habría hecho ver su equivocación. A diferencia de su orgullosa gente, a diferencia de Berkthgar, Wulfgar admitía sus errores y no volvía a caer en ellos.

Mientras escuchaba las palabras de su sabio amigo, Catti-brie recordó exactamente ese incidente, la batalla en la que Wulfgar había perdido la vida. Ese mismo temor por Catti-brie había jugado una baza importante en el destino del bárbaro; pero, antes de que la muerte se lo llevara, la había mirado a los ojos, plenamente consciente de lo que su necedad le había costado, no sólo a él, sino a los dos.

Catti-brie tenía que creerlo ahora, rememorando la escena a la luz de las palabras del drow. Tenía que creer que su amor por Wulfgar había sido real, muy real, que no se lo había entregado a la persona equivocada, que el bárbaro era todo lo que ella había imaginado.

Por primera vez desde la muerte de Wulfgar, Catti-brie pudo recordarlo sin sentirse culpable, sin el temor de que, de haber estado vivo, no se habría casado con él. Porque Drizzt tenía razón; Wulfgar habría admitido su error a despecho de su orgullo, y habría madurado, como siempre había hecho. Esta era la mejor cualidad del bárbaro, una cualidad casi infantil, que contemplaba el mundo y su propia vida como algo susceptible de mejorar, de conducir por un camino mejor hacia un lugar mejor.

A estas reflexiones siguió la sonrisa más sincera que Catti-brie había esbozado en muchos, muchos meses. De repente se sintió libre, en paz con el pasado y capaz de seguir adelante, de reanudar su vida.

Miró al drow con los ojos muy abiertos, con una curiosidad que pareció sorprender a Drizzt. Podía reanudar su vida, pero ¿qué significaba eso exactamente?

Lentamente, Catti-brie empezó a sacudir la cabeza, y Drizzt comprendió que el gesto tenía algo que ver con él. Alargó la mano y sus esbeltos dedos apartaron un mechón que caía sobre la mejilla de la joven; su oscura piel contrastaba poderosamente con la blanca tez de ella, incluso a la tenue luz de la noche.

—Te quiero —admitió el drow. La franca afirmación no sorprendió a Catti-brie, ni muchos menos—. Y tú me quieres —continuó Drizzt sosegadamente, convencido de que estaba en lo cierto—. Yo también debo mirar hacia adelante ahora, debo encontrar mi sitio entre mis amigos, a tu lado, sin Wulfgar.

—Quizás en el futuro —repuso Catti-brie con un susurro apenas perceptible.

—Quizá —convino Drizzt—. Pero por ahora…

—Amigos —concluyó Catti-brie.

Drizzt apartó la mano de su mejilla y la sostuvo en alto frente a la muchacha, que la cogió con la suya y la estrechó con un firme apretón.

Amigos.

Permanecieron así, mirándose, sin hablar, alargando aquel momento que se habría prolongado mucho, mucho más, de no ser porque en la senda que había a sus espaldas el sonido de unas voces conocidas rompió el silencio.

—¡El estúpido elfo podría haber hecho esto dentro! —bramó Bruenor.

—Las estrellas son más convenientes para Guenhwyvar —resopló Regis entre jadeos.

Los dos cruzaron ruidosamente a través de unos arbustos que había cerca del claro, y descendieron en medio de trompicones y resbalones para reunirse con los dos amigos.

—¿Elfo estúpido? —preguntó Catti-brie a su padre.

—¡Bah! —resopló Bruenor—. No he dicho…

—Bueno, en realidad… —empezó a corregirlo Regis, pero cambió de opinión cuando Bruenor volvió hacia él su rostro, marcado por las cicatrices, y lo miró ceñudo.

—¡Bueno, tú tienes razón y yo dije elfo estúpido! —admitió el enano, dirigiéndose en realidad a Drizzt en lo que era lo más parecido a una disculpa—. Pero tengo que hacer mi trabajo. —Volvió la vista hacia atrás, a la senda, en dirección a la puerta oriental de Mithril Hall—. ¡Dentro! —finalizó.

Drizzt sacó la figurilla de ónice y la puso en el suelo, delante de las fuertes botas del enano, a propósito.

—Cuando Guenhwyvar esté de vuelta con nosotros le explicaré las molestias que te ha ocasionado venir aquí para presenciar su regreso —dijo Drizzt con expresión maliciosa.

—Elfo estúpido —rezongó Bruenor en voz baja, convencido de que Drizzt haría que el felino se tumbara encima de él otra vez, o algo peor.

Catti-brie y Regis se echaron a reír, pero en su regocijo había cierta tensión y nerviosismo mientras Drizzt llamaba quedamente a la pantera. El dolor que sentirían si la magia de la figurilla no funcionaba bien no sería menos intenso que el que los compañeros habían experimentado con la muerte de Wulfgar.

Todos lo sabían, incluido el hosco y bronco enano, que negaría su afecto por la pantera hasta la tumba. El silencio se intensificó en torno a la estatuilla cuando un humo gris salió de ella, se arremolinó y cobró solidez.

Guenhwyvar miró con aparente desconcierto a los cuatro compañeros, que estaban a su alrededor sin atreverse siquiera a respirar.

La sonrisa de Drizzt fue la primera y la más amplia al ver a su querida compañera sana y salva de nuevo, el pelaje lustroso a la luz de las estrellas, los músculos fuertes y elásticos.

Había pedido a Bruenor y a Regis que vinieran aquí para ser testigos de este momento. Era apropiado que los cuatro estuvieran presentes cuando Guenhwyvar regresara.

Aún más apropiado habría sido que otro compañero, Wulfgar, hijo de Beornegar, también hubiera estado con ellos en este claro, en esta noche serena, bajo las estrellas, en las últimas horas de paz en Mithril Hall.