Codicia
El mercenario sacudió la rapada cabeza en la actitud más desafiante que jamás había demostrado ante la matrona Baenre. En estos momentos, cuando estaba tan reciente la sobrecogedora demostración de poder de la primera madre matrona y teniendo en cuenta que disfrutaba del favor de Lloth de manera tan obvia, poner objeciones a sus planes parecía aún más peligroso.
Triel Baenre miró a Jarlaxle con desdén y Berg’inyon cerró los ojos; ninguno de los dos deseaba realmente ver muerto al útil mercenario. La perversa Bladen’Kerst, por el contrario, se relamió los labios con ansiedad y agarró el látigo de cinco cabezas que llevaba atado a la cadera, esperando que su madre le permitiera darse el placer de azotarlo.
—Me temo que no es el momento indicado —dijo Jarlaxle con franqueza.
—Las instrucciones dadas por Lloth indican lo contrario —repuso Baenre, que, pese a la actitud desafiante de un simple varón, se mostraba muy fría y sosegada.
—No tenemos la seguridad de que nuestra magia seguirá funcionando como es de esperar —razonó Jarlaxle.
Baenre asintió en silencio, y los demás comprendieron entonces, con gran sorpresa, que su madre se alegraba de que el mercenario adoptara una postura crítica. Las objeciones del mercenario eran oportunas, y, de hecho, el varón estaba ayudando a Baenre a esclarecer los detalles de su nueva alianza propuesta y la marcha contra Mithril Hall.
Triel Baenre miró a su madre con desconfianza al caer en la cuenta de ciertos puntos. Si la matrona había recibido instrucciones directas de la reina araña, como acababa de manifestar abiertamente, entonces ¿por qué aceptaba, y hasta toleraba, la menor objeción o desafío? ¿Por qué necesitaba discutir unas cuestiones básicas en cuanto a si era o no prudente la marcha?
—La magia es segura —contestó Baenre. Jarlaxle admitió este punto. Todas las noticias que tenía, tanto de la ciudad drow como de fuera de ella, respaldaban esa afirmación.
—No tendrás problemas en establecer una alianza después del espectáculo de la caída de la casa Oblodra. La matrona Mez’Barris Armgo ha demostrado su buena disposición en todo momento, y ninguna madre matrona se atrevería siquiera a insinuar que teme seguir tu liderato.
—La Grieta de la Garra es lo bastante grande para engullir los escombros de muchas casas —dijo Baenre, tajante.
Jarlaxle soltó una risita.
—Por supuesto —coincidió—. Y, desde luego, este es el momento para formar alianzas, sea con el propósito que sea.
—Es el momento de marchar sobre Mithril Hall —lo interrumpió Baenre con resolución—. El momento de superar las contrariedades y cosechar mayores logros para gloria de la reina araña.
—Hemos sufrido muchas bajas —se atrevió a insistir Jarlaxle—. La casa Oblodra y sus esclavos kobolds iban a encabezar el ataque, para que murieran en las emboscadas dispuestas por los enanos para los drows.
—Se sacará a los kobolds de sus madrigueras en la Grieta de la Garra —le aseguró Baenre.
El mercenario no hizo objeción alguna, pero conocía los túneles que se extendían bajo el borde de la sima mejor que nadie, ahora que la casa Oblodra había desaparecido. Baenre conseguiría algunos kobolds, quizá varios centenares, pero los Oblodra les habrían proporcionado muchos miles.
—La jerarquía de la ciudad pasa por un momento de incertidumbre —prosiguió Jarlaxle—. No hay tercera casa, y la cuarta está sin madre matrona. Tu propia familia sufre todavía las secuelas de la fuga del renegado y de la pérdida de Dantrag y Vendes.
Baenre se adelantó en su trono bruscamente. Jarlaxle no se sobresaltó, pero sí varios de los hijos Baenre, temerosos de que su madre captara la verdad implícita en el último comentario del mercenario, y que, simplemente, no tolerara pelea alguna entre sus hijos supervivientes a la hora de establecer las responsabilidades y oportunidades que la muerte de sus hermanos había dejado abiertas.
Baenre recobró el control de sí misma con rapidez, y se quedó de pie ante su trono. Su peligrosa mirada pasó de un hijo a otro con deliberada lentitud, deteniéndose brevemente en cada uno de ellos, y luego cayó de lleno sobre el insolente mercenario.
—Acompáñame —ordenó.
Jarlaxle se apartó a un lado para dejarle paso y fue en pos de ella juiciosa y obedientemente. Triel hizo intención de seguirlos, pero Baenre giró sobre los talones y la hizo frenarse en seco.
—Sólo él —gruñó.
En el centro del salón del trono había una columna negra, y una ranura apareció a lo largo de su superficie, en apariencia perfecta e impecable, al acercarse Baenre y el mercenario. La hendidura se ensanchó a medida que la ingeniosa puerta se abría deslizándose hacia un lado, dando paso a los dos al interior de la cámara cilíndrica.
Jarlaxle esperaba que Baenre le gritara o le hablara o incluso lo amenazara una vez que la puerta volvió a cerrarse, aislándolos del resto de la familia. Pero la madre matrona no dijo nada y se limitó a caminar pausadamente hacia un agujero abierto en el suelo. Se situó sobre él, pero no cayó, sino que descendió flotando hasta el siguiente nivel, el tercero del gran pilar del palacio Baenre, sustentado en las corrientes de energía mágica. Jarlaxle la siguió tan pronto como el hueco quedó vacío, pero al llegar al tercer nivel tuvo que apresurarse para no quedarse atrás, ya que la madre matrona se deslizó a través del piso otra vez, y continuó haciendo lo mismo en los siguientes niveles hasta llegar a las mazmorras situadas debajo del gran pilar.
Como Baenre mantenía el silencio, sin dar explicaciones, Jarlaxle empezó a preguntarse si no acabaría encerrado en una celda aquí abajo. Muchos drows, incluso algunos nobles, habían tenido ese macabro destino; corrían rumores de que varios habían sido prisioneros de Baenre durante más de un siglo, y habían sufrido torturas sin fin hasta que las sacerdotisas los habían sanado para que pudieran ser torturados otra vez.
Un ademán de la madre matrona hizo que los dos guardias apostados junto a la puerta de una celda se apartaran presurosos.
Jarlaxle sintió alivio y curiosidad por igual cuando siguió a Baenre al interior de la celda y vio a un extraño y fornido enano que estaba encadenado en la pared del fondo. El mercenario miró a Baenre, y sólo entonces cayó en la cuenta de que la matrona no llevaba puesto uno de sus habituales collares, el que tenía el diente de un enano.
—¿Una captura reciente? —preguntó Jarlaxle, aunque sospechaba lo contrario.
—De hace dos mil años —contestó Baenre—. Te presento a Gandalug Battlehammer, patriarca del clan Battlehammer y fundador de Mithril Hall.
Jarlaxle dio un respingo. Había oído los rumores, por supuesto, sobre que el diente del colgante de Baenre contenía el alma de un antiguo rey enano, pero jamás había imaginado que hubiera esa conexión. Entonces, de repente, comprendió que todo este asunto de la incursión a Mithril Hall no era a causa de Drizzt Do’Urden; que el renegado era un simple vínculo, una excusa para que Baenre hiciera algo que deseaba desde hacía mucho tiempo.
El mercenario la miró con curiosidad.
—¿Dos mil años? —repitió mientras se preguntaba para sus adentros qué edad tendría realmente esta marchita drow.
—He retenido su alma a través de los siglos —continuó Baenre, que miraba con fijeza al viejo enano—. Durante el período en que Lloth no podía oír nuestras llamadas, el objeto se destruyó y Gandalug salió de él, vivo otra vez. —Se aproximó al prisionero y su ceñudo rostro se encaró con el del vapuleado y desnudo enano. Puso una mano sobre su sólido y fornido hombro—. Vivo, pero no más libre que antes.
Gandalug carraspeó como si fuera a escupir a la matrona, pero se contuvo al darse cuenta de que una araña había salido del anillo que adornaba la mano de la mujer, avanzaba lentamente por su hombro y se dirigía hacia el cuello.
El enano comprendía que Baenre no lo mataría, que lo necesitaba para la conquista que se proponía llevar a cabo. No temía a la muerte, pero la habría preferido al angustioso tormento de saber que podría contribuir, aunque en contra de su voluntad, a la destrucción de su propia gente. El espantoso desollador mental de Baenre ya había hostigado la mente de Gandalug más de una vez, y había obtenido información que ninguna tortura corporal habría conseguido sacar al tenaz enano.
Racionalmente, Gandalug no tenía nada que temer, pero eso de poco le servía ahora. Odiaba a las arañas más que a nada; las odiaba y las temía. Tan pronto como sintió a la peluda criatura en su cuello, se quedó petrificado, sin parpadear siquiera, mientras la frente se le perlaba de sudor.
Baenre se apartó unos pasos, dejando a la araña en el cuello del enano. Se volvió hacia Jarlaxle de nuevo, con una expresión de suprema seguridad plasmada en su semblante, como si la mera presencia de Gandalug fuera determinante en la opinión del renuente mercenario.
No lo era. Jarlaxle jamás había puesto en duda que Menzoberranzan podía derrotar a Mithril Hall, ni que la conquista no tuviera éxito. Pero ¿y las consecuencias de dicha conquista? La agitación reinaba en la ciudad drow; pronto estallaría una feroz disputa, quizás incluso una guerra abierta, para ocupar las posiciones vacantes dejadas tanto por la destrucción de la casa Oblodra como por la muerte de Ghenni’tiroth Tlabbar. Al haber vivido durante siglos al borde del desastre con su organización secreta, el mercenario era consciente del peligro de ampliar la esfera de influencia y poder, sabía que si se abarcaba demasiado todo podía venirse abajo.
Pero Jarlaxle también sabía que nada de lo que dijera convencería a la matrona Baenre. «Que así sea», decidió para sus adentros. Que Baenre marchara contra Mithril Hall; él no haría ninguna objeción más. Incluso la alentaría en su propósito. Si las cosas salían como la matrona planeaba, entonces todos saldrían beneficiados.
Si no… Jarlaxle no se molestó en plantearse tal posibilidad. Sabía la postura de Gomph, conocía la frustración del hechicero y las frustraciones de Bregan D’aerthe, una organización integrada casi exclusivamente por varones. Que Baenre fuera a Mithril Hall; si fracasaba, Jarlaxle seguiría el consejo dado por la propia matrona de «superar las contrariedades y alcanzar mayores logros».
Desde luego que sí.