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La ira de Lloth

Baenre se sentía fuerte una vez más. Lloth había vuelto y estaba con ella, y K’yorl Odran, esa maldita bruja, había cometido un tremendo error. Anteriormente, la reina araña había favorecido a la casa Oblodra siempre, aun cuando las supuestas «sacerdotisas» de la casa no eran piadosas y en ocasiones expresaban abiertamente su desdén por Lloth. Los extraños poderes de los Oblodra, su fuerza psíquica, habían intrigado a la reina araña tanto como los temían las otras casas de Menzoberranzan. Ninguna de esas casas deseaba enfrentarse contra K’yorl y su clan, y Lloth tampoco lo había exigido. Si la ciudad hubiera sufrido un ataque del exterior, en particular de los illitas, cuya caverna no estaba a mucha distancia, K’yorl y los Oblodra habrían sido una gran ayuda.

Pero eso había terminado. K’yorl había cruzado una línea muy peligrosa. Había asesinado a una madre matrona, y, aunque tal hecho en sí mismo no era algo infrecuente, había intentado usurpar el poder de las sacerdotisas de Lloth, y no en nombre de la reina araña.

La matrona Baenre sabía todo esto, sentía la voluntad y la fuerza de Lloth dentro de sí misma.

—El Tiempo de Conflictos ha terminado —anunció a su familia y a cuantos estaban reunidos en su casa, en la capilla casi totalmente restaurada.

Mez’Barris Armgo se encontraba también presente, ocupando un sillón en un lugar de honor, en el estrado central, por invitación personal de la matrona Baenre.

Baenre tomó asiento junto a la madre matrona de la segunda casa mientras la multitud reunida prorrumpía en vítores y, a continuación, dirigida por Triel, elevaba un canto a la reina araña.

¿Terminado?, preguntó Mez’Barris a Baenre, utilizando el lenguaje de señas, ya que habría sido imposible hacerse oír con el clamor de los dos mil soldados de la guardia Baenre.

El Tiempo de Conflictos ha terminado, respondieron los delicados dedos de la primera madre matrona.

Salvo para la casa Oblodra, razonó Mez’Barris, a lo que Baenre se limitó a contestar con una malévola sonrisa. En Menzoberranzan, era de dominio público que la tercera casa se encontraba en graves apuros. Y no era un secreto porque los tanar’ris y los otros demonios seguían rodeando el palacio Oblodra, arrojando kobolds a la Grieta de la Garra desde los salientes de la sima, e incluso atacando sin contemplaciones a cualquier Oblodra que se dejaba ver.

¿K’yorl será perdonada?, preguntó Mez’Barris mientras levantaba el pulgar izquierdo al final de la frase, que era el signo de interrogación en el código de señas.

La matrona Baenre sacudió la cabeza una sola vez, con energía, y luego volvió la mirada, intencionadamente, hacia Triel, que dirigía a los reunidos en una ferviente plegaria a la reina araña.

Mez’Barris se dio unos golpecitos en los dientes con la larga y curvada uña, en un gesto de nerviosismo, mientras se preguntaba cómo podía estar Baenre tan segura respecto a esta decisión. ¿Planeaba atacar a la casa Oblodra por su cuenta o tenía intención de comprometer a Barrison Del’Armgo en otra alianza? La segunda madre matrona no dudaba que entre su casa y la casa Baenre podían aplastar a la casa Oblodra, pero la perspectiva de enzarzarse con K’yorl y esos desconocidos poderes no la entusiasmaba.

Methil, invisible y situado al pie del estrado, leyó los pensamientos de la madre matrona invitada sin dificultad, y a continuación se los transmitió a Baenre.

—Es la voluntad de Lloth —dijo la primera madre matrona con aspereza mientras se volvía a mirar a Mez’Barris—. K’yorl ha vituperado abiertamente a la reina araña y, en consecuencia, será castigada.

—¿Por la Academia, como es costumbre? —preguntó Mez’Barris.

Un feroz destello brotó de lo más profundo de los rojizos ojos de la matrona Baenre.

—Por mí —respondió con contundencia, y de nuevo miró a otro lado, dando a entender que Mez’Barris no obtendría más información.

Mez’Barris tuvo el sentido común de no insistir. Se arrellanó en el sillón e intentó sacar conclusiones de esta sorprendente e inquietante información. La matrona Baenre no había dicho que una alianza de casas atacaría a Oblodra; habían declarado una guerra personal. ¿De verdad creía que podía derrotar a K’yorl? ¿O acaso esos demonios, incluso los poderosos tanar’ris, estaban bajo su control más de lo que había dado a entender? Esta idea asustó a la matrona de Barrison Del’Armgo, pues, si estaba en lo cieno, ¿cuántos otros «castigos» podría infligir la encolerizada y ambiciosa matrona Baenre?

Mez’Barris suspiró profundamente y desechó esos pensamientos. Poco podía hacer al respecto ahora, sentada en la capilla de la casa Baenre, rodeada por dos mil soldados de la familia. No tenía más remedio que confiar en la primera madre matrona.

No, se corrigió para sus adentros; confiar, no. Eso, nunca. Tenía que esperar que la matrona Baenre pensara que era más útil a su causa —fuera la que fuera— viva que muerta.

Sentada sobre el disco flotante que brillaba azulado, la matrona Baenre encabezaba la procesión que había partido de la casa Baenre, descendiendo desde Qu’ellarz’orl, y ahora atravesaba la ciudad con su ejército, cantando alabanzas a Lloth a lo largo del recorrido. Los jinetes de lagartos Baenre, con Berg’inyon al mando, flanqueaban al grupo principal y recorrían el interior y los alrededores de los otros recintos de las casas a fin de asegurarse de que ninguna sorpresa les saliera al paso.

Era una precaución necesaria cada vez que la primera madre matrona recorría la ciudad, pero la matrona Baenre no temía ninguna emboscada; ahora, no. A excepción de Mez’Barris Armgo, no se había comunicado a nadie más la marcha Baenre, y, desde luego, ninguna de las casas menores, ya fuera por separado o en alianza, se atrevería a atacar a la primera casa a menos que la ofensiva hubiera sido muy bien coordinada.

Desde el extremo opuesto de la gran caverna venía otra procesión, también conducida por una Baenre. Triel, Gomph y las otras damas matronas y los maestros de la Academia drow salían de los edificios llevando a todos sus estudiantes. Por lo general, era este colectivo, la poderosa Academia, el que aplicaba el castigo a una casa por crímenes contra Menzoberranzan, pero en esta ocasión Triel había informado a sus pupilas que iban sólo como observadoras, para presenciar la gloria de Lloth.

Para cuando las dos comitivas se unieron a la concurrencia que aguardaba ya en la Grieta de la Garra, su número se había multiplicado por cinco. Nobles y soldados de todas las casas de la ciudad habían acudido para presenciar el espectáculo tan pronto como supieron que la casa Baenre y la casa Oblodra zanjarían este conflicto de una vez por todas.

Cuando llegaron a la puerta principal del palacio Oblodra, los soldados Baenre formaron un semicírculo defensivo detrás de la primera madre matrona, protegiéndola, no de K’yorl y la familia Odran, sino del resto de la concurrencia. Los murmullos cundían; las manos drows se movían frenéticamente en acaloradas conversaciones; y los demonios, conscientes de que una calamidad estaba a punto de sobrevenir, se agitaban con frenesí, planeando sobre el palacio Oblodra, e incluso practicando su magia recobrada con alguno que otro rayo blanco azulado o una bola de fuego.

La matrona Baenre dejó que la exhibición continuara varios minutos, consciente del terror que causaba en el interior de la casa condenada. Quería saborear estos instantes, disfrutar del olor a miedo que emanaba del recinto de la familia que más odiaba.

Entonces llegó el momento de empezar, o, mejor dicho, de terminar. Baenre sabía lo que tenía que hacer. Lo había contemplado en una visión durante la ceremonia precedente al ataque, y, a despecho de las dudas de Mez’Barris cuando la hizo partícipe de ella, Baenre confiaba plenamente en la reina araña, estaba convencida de que era voluntad de Lloth que la casa Oblodra fuera aniquilada.

Rebuscó entre los pliegues de su túnica y sacó un trozo de azufre, el mismo pedazo de mineral amarillo que el avatar le había dado para lograr que las sacerdotisas abrieran la puerta al Abismo en el salón del consejo regente ubicado en Qu’ellarz’orl. Baenre alzó el brazo hacia el techo de la caverna y empezó a flotar en el aire. Hubo una explosión enorme y crepitante, el estallido de un trueno.

De repente, se hizo un súbito silencio y todos los ojos se volvieron hacia la imagen de la matrona Baenre, que flotaba a seis metros sobre el suelo de la caverna.

Berg’inyon, responsable de la seguridad de su madre, miró a Sos’Umptu con expresión desabrida. En su opinión, su madre era muy vulnerable ahí arriba.

Sos’Umptu se rio de él. Berg’inyon era un varón y no podía comprender que la matrona Baenre estaba más protegida en este momento que en cualquier otro de toda su extensa vida.

—¡K’yorl Odra! —llamó Baenre, y su voz pareció ampliarse, como la voz de un gigante.

Encerrada en un cuarto del nivel más alto de la mayor estalagmita del palacio Oblodra, K’yorl Odra oyó claramente la llamada de Baenre. Sus manos se cerraron crispadas sobre los reposabrazos de mármol tallado de su trono. Apretó los ojos, como si se instara a concentrarse.

Ahora más que nunca, K’yorl necesitaba sus poderes, y ahora, por primera vez, no podía acceder a ellos. Algo iba terriblemente mal, lo sabía, y, aunque sospechaba que Lloth estaba detrás de ello hasta cierto punto, sentía, como muchas de las sacerdotisas de la reina araña lo habían percibido cuando empezó el Tiempo de Conflictos, que este problema estaba por encima incluso de Lloth.

Las dificultades habían empezado poco después de que K’yorl regresara a su casa, perseguida por los tanar’ris sueltos. Sus hijas y ella se habían reunido para establecer un plan de ataque con el que rechazar a los demonios. Como siempre, con la eficiencia de las reuniones de los Oblodra, el grupo compartió sus ideas telepáticamente, un equivalente a sostener varias conversaciones comprensibles al mismo tiempo.

El plan defensivo se estaba desarrollando bien, con lo que K’yorl cobró confianza en que los tanar’ris serían enviados de vuelta a su propio plano de existencia; y, cuando esto se hubiera llevado a cabo, ella y su familia podían ir y castigar debidamente a la matrona Baenre y a las demás. Entonces, algo terrible había ocurrido. Uno de los tanar’ris había lanzado un rayo, una descarga cegadora y candente que ocasionó una grieta a lo largo del muro exterior del recinto. Esto en sí mismo no era tan grave, pues el palacio, como todas las casas de Menzoberranzan, podía aguantar un fuerte castigo; pero lo que el rayo y la reaparición de los poderes mágicos significaban era desastroso para los Oblodra.

En ese mismo instante, la conversación telepática se había interrumpido bruscamente, y, por mucho que lo intentaron, los nobles de la casa condenada no consiguieron reanudarla.

K’yorl era tan inteligente como cualquier drow de Menzoberranzan y sus poderes de concentración eran únicos. Notaba la fuerza psíquica en su mente, los poderes que le habían permitido pasar a través de paredes o arrancar el corazón palpitante del pecho de un enemigo. Estaban ahí, en lo más profundo de su mente, pero era incapaz de hacerlos manifestarse. Seguía culpándose a sí misma, a su falta de concentración al enfrentarse al desastre. Llegó incluso a darse puñetazos en las sienes, como si las sacudidas físicas pudieran provocar alguna manifestación mágica.

Sus esfuerzos fueron vanos. A medida que el Tiempo de Conflictos llegaba a su fin, a medida que la urdimbre de la magia de los Reinos se entretejía de nuevo, tuvieron lugar muchos efectos secundarios, del mismo modo que se crean ondas en un estanque cuando se arroja una piedra. En todos los Reinos, de punta a punta, aparecieron zonas muertas de magia, áreas en las que no funcionaba ningún hechizo, o, lo que era peor, no lo hacía como era debido. Otro de esos efectos secundarios estaba relacionado con los poderes psíquicos, los poderes mentales semejantes a la magia. Seguían allí, como lo notaba K’yorl, pero hacer que esa fuerza se manifestara requería una vía mental distinta de la anterior.

Los illitas, como Methil había informado a la matrona Baenre, ya habían encontrado esa vía, y sus poderes funcionaban casi al ciento por ciento. Pero ellos eran una raza de psíquicos, que, además, poseían una inteligencia colectiva. Los illitas ya habían realizado los ajustes necesarios para acceder a sus poderes psíquicos, pero K’yorl Odran y su otrora poderosa familia no lo habían hecho.

Así, la matrona de la tercera casa permanecía sentada en la oscuridad, con los ojos apretados, concentrándose. Oyó la llamada de Baenre y supo que, si no salía, Baenre entraría a buscarla.

Con el tiempo, K’yorl habría encontrado la solución al acertijo mental. En un mes, quizás, habría empezado a manifestar sus poderes de nuevo.

Pero K’yorl no disponía de un mes; ni siquiera de una hora.

La matrona Baenre notaba la magia palpitante en el corazón del trozo de azufre, un calor interno que se incrementaba rápidamente. Se quedó pasmada cuando su mano se movió motu propio, como si el azufre la indujera a variar el ángulo.

Baenre asintió con un gesto. Comprendió que alguna fuerza más allá del plano material, alguna criatura del Abismo, y quizá la propia Lloth, guiaba el movimiento. La mano se alzó, situando el palpitante trozo de mineral en línea con el nivel superior de la torre más alta del palacio Oblodra.

—¿Quién eres? —preguntó.

Soy Errtu, llegó la respuesta a su mente.

Baenre conocía ese nombre, sabía que la criatura era un balor, el más terrible y poderoso de todos los tanar’ris. ¡Lloth la había pertrechado bien!

Percibió la pura maldad de la criatura acumulándose dentro del azufre, sintió crecer la energía hasta un punto en que pensó que el trozo de mineral explotaría y haría aparecer a Errtu a su lado.

Tal cosa era imposible, por supuesto, pero ella no lo sabía.

Lo que notaba era el poder del propio artefacto, ese trozo de azufre en apariencia inocuo, impregnado de la magia de Lloth y manejado por la mayor sacerdotisa de la reina araña en todo Menzoberranzan.

Puramente por instinto, Baenre abrió la mano, con la palma hacia arriba, y el azufre lanzó una línea de luz ardiente, amarilla y chisporroteante. Golpeó la pared en lo alto de la torre Oblodra, la misma pared que separaba a K’yorl de Baenre. Unas líneas de luz y energía rodearon el pináculo de la estalagmita, chisporroteantes, y, mordiendo la piedra, desbarataron la integridad del lugar.

El azufre volvió a la quietud anterior, liberada ya la descarga de energía aparentemente viva, pero Baenre no bajó la mano ni apartó la mirada sobrecogida del muro de la torre.

Tampoco lo hicieron los diez mil elfos oscuros que estaban detrás de ella. Ni K’yorl Odra, que de pronto podía ver las líneas amarillas de destrucción a medida que se abrían paso a través de la piedra.

Todos los habitantes de la ciudad dieron un respingo generalizado cuando la parte alta de la torre explotó en fragmentos minúsculos que salieron despedidos.

Allí estaba K’yorl, todavía sentada en su trono de mármol negro, repentinamente a descubierto, mirando fijamente la ingente concurrencia.

Muchos de los tanar’ris alados se zambulleron en picado alrededor de la vulnerable madre matrona, pero no se aproximaron demasiado, temerosos, y con razón, de la ira de Errtu si lo privaban de un solo instante de diversión.

K’yorl, siempre orgullosa y firme, se levantó del trono y caminó hacia el borde de la torre. Recorrió con la mirada la muchedumbre, y tanto era el respeto que muchos drows, incluso madres matronas, tenían a sus poderes, que bajaron la vista al sentir sobre ellos la mirada escrutadora, como si desde su encumbrada posición estuviera decidiendo quién sería castigado por este ataque.

Por fin, la mirada de K’yorl se detuvo en la matrona Baenre, que no se acobardó ni apartó los ojos.

—¡Cómo te atreves! —bramó K’yorl, pero su voz sonó insegura.

—¡Cómo te atreves ! —replicó la matrona Baenre, con una voz tan fuerte que levantó ecos en las paredes de la caverna—. Has abandonado a la reina araña.

—¡Al Abismo con Lloth, que es donde le corresponde estar! —replicó K’yorl obstinadamente, y fueron sus últimas palabras.

Baenre levantó más la mano y notó la siguiente manifestación de poder, la apertura de una puerta entre los planos. No surgió otro rayo de energía ni ningún tipo de fuerza visible, pero K’yorl acusó su efecto intensamente.

Intentó gritar una protesta, pero sólo logró articular un quejido, seguido de un borboteo mientras su rostro se retorcía y se alargaba. Intentó resistir, controlar el pánico y concentrarse de nuevo en manifestar sus poderes.

Sintió cómo la piel y los músculos se separaban de los huesos, sintió cómo todo su cuerpo se estiraba, se alargaba, mientras el azufre tiraba de ella con una fuerza irresistible. Aguantó con tenacidad la indescriptible agonía, la horrible certeza de que estaba condenada. Abrió la boca, deseando gritar una última maldición, pero lo único que salió de entre sus labios fue la lengua, que se estiró hasta alcanzar un tamaño fuera de lo normal.

K’yorl sintió cómo su cuerpo se extendía hacia abajo desde lo alto de la torre, atraído hacia el trozo de azufre y a la puerta entre los planos. Tendría que haber muerto ya; sabía que debería estar muerta bajo la tremenda presión.

La matrona Baenre mantuvo firme la mano, pero no pudo evitar cerrar los ojos cuando la forma extrañamente alargada de K’yorl voló desde lo alto de la torre rota, dirigiéndose directamente hacia ella a una velocidad vertiginosa.

Varios drows, entre ellos Berg’inyon, gritaron; otros lanzaron una exclamación ahogada, y otros proclamaron la gloria de Lloth, cuando K’yorl, estirada de tal manera que semejaba una lanza viviente, penetró en el trozo de azufre, en la puerta que la llevaría al Abismo, a Errtu, al ejecutor de su tortura designado por la reina araña.

Detrás de K’yorl vinieron los demonios que, en medio de un clamor de rugidos, lanzaron rayos contra el palacio Oblodra, ardientes bolas de fuego y otras cegadoras demostraciones de su poder. Obligados por Errtu, sus cuerpos se alargaron y volaron hacia el trozo de azufre y la matrona Baenre, que para combatir el terror lo transformó en una sensación de puro poder.

En cuestión de segundos, todos los demonios, incluso los tanar’ris más grandes, habían desaparecido. Baenre seguía notando su presencia, transformada de algún modo en el núcleo del azufre.

De repente, la quietud reinó de nuevo. Muchos elfos oscuros se miraron entre sí, preguntándose si el castigo había finalizado, si se permitiría sobrevivir a la casa Oblodra al mando de una nueva cabecilla. Los nobles de varias casas intercambiaron señales con las manos, expresando su preocupación de que Baenre pusiera a una de sus hijas al frente de la tercera casa, afianzando aún más su posición en la ciudad.

Pero la primera madre matrona no tenía esas intenciones. Esto era un castigo exigido por Lloth, uno ejemplar, más terrible que cualquier otro aplicado a una casa de Menzoberranzan. De nuevo, siguiendo las instrucciones telepáticas de Errtu, la matrona Baenre arrojó el palpitante trozo de azufre a la Grieta de la Garra, y cuando las aclamaciones de los elfos oscuros, que pensaban que la ceremonia había terminado, se alzaron a su alrededor, la madre matrona levantó los brazos y los instó a presenciar la ira de Lloth.

Los reunidos notaron los primeros temblores bajo sus pies, en la Grieta de la Garra. Transcurrieron unos segundos cargados de tensión, en un profundo e impresionante silencio.

Una de las hijas de K’yorl apareció en la plataforma abierta de lo alto de la torre rota. Corrió hacia el borde, gritando, suplicando a la matrona Baenre. Un instante después, al no tener respuesta de Baenre, miró hacia un lado, hacia una de las fisuras de la profunda Grieta de la Garra.

Sus ojos se desorbitaron, y su grito fue el más espeluznante jamás oído por un drow. Desde su ventajosa posición, proporcionado por el hechizo de levitación, la matrona Baenre siguió su mirada y fue la primera en reaccionar, levantando más los brazos y aclamando el nombre de su diosa con éxtasis. Un instante después, la multitud reunida lo comprendió.

Un inmenso tentáculo negro serpenteó por el borde de la Grieta de la Garra y se deslizó sinuoso por detrás del palacio Oblodra. Como una ola, los elfos oscuros retrocedieron, tropezando unos con otros, mientras el monstruoso apéndice de seis metros de grosor se extendía por detrás, por el costado y por la parte delantera del muro para dirigirse de nuevo hacia la sima.

—¡Baenre! —suplicó la desesperada y condenada Oblodra.

—Habéis negado a Lloth —replicó la madre matrona con calma—. ¡Sufrid ahora su cólera!

El suelo de la caverna tembló levemente cuando el tentáculo, la iracunda mano de Lloth, se cerró con fuerza en torno al palacio Oblodra. El muro se combó y se desplomó a medida que el horrendo apéndice estrechaba su cerca demoledor.

La hija de K’yorl saltó de la torre cuando la construcción empezó a desplomarse también. Consiguió eludir el tentáculo, y seguía con vida, aunque malherida, en el suelo, cuando un grupo de elfos oscuros llegó junto a ella. Uthegental Armgo se encontraba en ese grupo, y el fornido maestro de armas apartó a los otros a empellones, impidiendo que remataran a la infortunada sacerdotisa. Levantó a la Odra en sus fuertes brazos, y, a través de los llorosos ojos, la maltrecha mujer lo miró, e incluso logró esbozar una débil sonrisa, creyendo que había acudido a salvarla.

Uthegental se rio de ella y, levantándola en vilo sobre su cabeza, echó a correr y la lanzó por encima del tentáculo, de vuelta a los zarandeados escombros que habían sido su casa.

Las aclamaciones, los gritos, eran ensordecedores, como también lo fue el fragor cuando el tentáculo barrió lo que había sido la casa Oblodra, tanto estructuras como drows, hacia el fondo de la sima.