12

Valer la pena

He engatusado a los tanar’ris para que vayan a tu ciudad, Menzoberranzan, y dentro de poco tengo que hacerlos volver —bramó el gran Errtu—. ¡Y yo ni siquiera puedo ir allí para unirme a su destrucción o al menos para traerlos de vuelta!

El balor estaba sentado en su trono de seta, observando la ciudad drow a través del artilugio visualizador. Al principio, sólo recibía imágenes fugaces ya que también esta magia se debatía contra los efectos del extraño período. Pero, últimamente, las imágenes se habían hecho más precisas, y ahora la superficie semejante a un espejo era nítida y mostraba una escena clara de la casa Oblodra, encajada entre las fisuras de la Grieta de la Garra. Los demonios, mayores y menores, acechaban y planeaban en torno al recinto amurallado, golpeando los parapetos con los fuertes puños, lanzando amenas y piedras. Los Oblodra habían reforzado las defensas del palacio, pues, a pesar de sus poderos psíquicos y del hecho de que la magia de los demonios no tenía mejores resultados que la de los demás, estas bestias ultraterrenas eran terriblemente fuertes físicamente y sus mentes estaban demasiado embebidas en el mal para que los ataque telepáticos les hicieran mella.

Además, estaban respaldados por un ejército unido de drows que esperaba el momento de actuar detrás de las líneas demoníacas. Cientos de ballestas y jabalinas estaban apuntadas hacia la casa Oblodra. Pelotones de jinetes de lagartos subterráneos recorrían las paredes y el techo en las proximidades de la casa condenada. Cualquier Oblodra que se dejara ver caería bajo una andanada disparada desde todos los ángulos posibles.

—Los propios demonios impiden que la tercera casa sea atacada —gruñó Errtu a la reina araña, recordándole de quién era el ejército que tenía el control—. ¡Tus servidores temen a los míos, y con razón!

La hermosa drow, que había regresado al Abismo, comprendió que el estallido de Errtu era una parte de cólera y nueve de fanfarronada. Ningún tanar’ri necesitaba que lo «engatusaran» para entrar en el plano material, donde podía desatarse la destrucción. Era algo que estaba en su naturaleza, el gozo más profundo de su miserable existencia.

—Pides mucho, reina de las arañas —gruñó Errtu.

—Doy mucho a cambio —le recordó Lloth.

—Veremos.

Los rojizos ojos de Lloth se entrecerraron ante el constante sarcasmo del tanar’ri. El pago que había ofrecido a Errtu, un regalo que podía, virtualmente, liberar al demonio de casi un siglo más de destierro, no era una bagatela.

—Será difícil conseguir que los cuatro glabrezus regresen —continuó Errtu con una fingida exasperación, exprimiendo al máximo este punto—. ¡Siempre resultan difíciles!

—No tanto como un balor —replicó Lloth con aspereza. Errtu se volvió hacia ella; su rostro era una máscara de odio.

»El Tiempo de Conflictos está llegando a su fin —añadió la reina araña calmosamente, sin alterarse por la peligrosa expresión del semblante del demonio.

—¡Ha durado demasiado! —bramó Errtu.

Lloth hizo caso omiso del tono empleado por el balor, consciente de que Errtu tenía que simular una actitud ofendida y abrumada para evitar que pensara que el tanar’ri estaba en deuda con ella.

—Puedes estar seguro de que a mí me ha parecido más largo que a ti, demonio —contestó la reina araña. Errtu masculló una maldición—. Pero el final está próximo —añadió Lloth queda, tranquilamente.

Los dos miraron la imagen reflejada en la superficie visualizadora en el mismo momento en que un gran tanar’ri alado se remontaba desde la Grieta de la Garra con una criatura, pequeña y forcejeante, aferrada en una de sus enormes zarpas. La insignificante presa no debía de tener más de noventa centímetros de talla y parecía aún más pequeña entre las inmensas garras del demonio. Llevaba un astroso chaleco que no ocultaba sus escamas de color herrumbroso, un chaleco que estaba aún más andrajoso al haberlo desgarrado la zarpa del tanar’ri.

—Un kobold —comentó Errtu.

—Son conocidos aliados de la casa Oblodra —explicó Lloth—. Millares de esos miserables recorren los túneles que hay a lo largo de las paredes de la sima.

El tanar’ri volador lanzó un bramido, agarró al kobold con la otra zarpa también y partió a la chillona criatura por la mitad.

—Un aliado menos de la casa Oblodra —musitó Errtu, y, por la complacida expresión del semblante del balor, Lloth entendió los verdaderos sentimientos de Errtu en todo este asunto. El gran tanar’ri lo estaba viviendo indirectamente a través de sus secuaces, observando sus destructivas pillerías y saboreando las escenas.

A Lloth se le pasó por la mente reconsiderar su oferta del regalo. ¿Por qué recompensar al demonio por hacer algo con lo que disfrutaba de manera tan evidente?

Pero la reina araña, que no era estúpida, desechó tal idea. No tenía nada que perder dándole a Errtu lo que le había prometido. Tenía los ojos puestos en la conquista de Mithril Hall, en empujar a la matrona Baenre a extender su dominio a fin de que la situación de la ciudad drow fuera menos segura y más caótica, más propensa a las guerras internas. El renegado Do’Urden no le importaba, aunque, por supuesto, quería verlo muerto.

¿Y quién mejor que Errtu para conseguir esto último? Aun en el caso de que el renegado sobreviviera a la inminente guerra —y Lloth dudaba de que lo consiguiera— Errtu podría utilizar su regalo para obligar a Drizzt a sacarlo de su destierro, a llamarlo de vuelta al plano material. Una vez allí, el primer objetivo del poderoso balor sería vengarse del renegado, indudablemente. Drizzt había derrotado a Errtu en una ocasión, pero nadie había vencido jamás a un balor por segunda vez.

Lloth conocía a Errtu lo bastante como para darse cuenta de que Drizzt Do’Urden sería muy afortunado si tenía una muerte rápida en el inminente conflicto.

No dijo nada respecto al pago por la ayuda del demonio, consciente de que, dándoselo a Errtu, en realidad el regalo se lo hacía a sí misma.

—Cuando el Tiempo de Conflictos haya pasado, mis sacerdotisas te ayudarán a obligar a los tanar’ris a regresar al Abismo —dijo Lloth.

Errtu no supo disimular su sorpresa. Sabía que Lloth tenía planeado algún tipo de campaña, y había dado por hecho que sus monstruosos servidores acompañarían al ejército drow. Sin embargo, ahora que la reina araña había dejado claras sus intenciones, el demonio comprendió su razonamiento. Si una horda de tanar’ris marchaba junto a los drows, todos los Reinos se alzarían en contra de ellos, incluidas criaturas benignas de gran poder procedentes de los planos superiores.

Asimismo, tanto Lloth como Errtu sabían de sobra que las sacerdotisas drows, a pesar de todo su poder, serían incapaces de controlar semejante horda una vez iniciado el tumulto del combate.

—Todos menos uno —la corrigió Errtu. La reina araña lo miró con curiosidad.

»Necesitaré que uno me sirva de emisario con Drizzt Do’Urden —explicó el demonio—. Que le diga a ese necio lo que tengo en mi poder y lo que exijo a cambio.

Lloth consideró sus palabras un instante. Tenía que llevar este asunto con sumo cuidado. Tenía que frenar a Errtu por ahora o, de lo contrario, correría el riesgo de complicar lo que debería ser una conquista relativamente sencilla de la fortaleza enana; y tampoco podía dejar que el demonio descubriera el punto de destino de su ejército. Si Errtu pensaba que sus seguidores drows podían poner en peligro la vida de Drizzt Do’Urden, que era la única oportunidad del gran demonio de regresar al plano material en un corto plazo, se pondría contra ella de manera encubierta.

—Todavía no —dijo la reina araña—. Drizzt Do’Urden queda descartado de momento, y así seguirá hasta que mi ciudad esté de nuevo en orden.

—Menzoberranzan nunca está en orden —respondió Errtu astutamente.

—En relativo orden —rectificó Lloth—. Tendrás tu regalo cuando te lo dé, y sólo entonces enviarás a tu emisario.

—Reina de la arañas… —gruñó el balor amenazadoramente.

—El Tiempo de Conflictos llega a su fin —espetó Lloth al feo rostro de Errtu—. Mis poderes volverán en pleno. ¡Ten cuidado con tus amenazas, balor, o te encontrarás en un sitio más miserable que este!

Haciendo que su túnica negra y púrpura ondeara furiosamente tras ella, la reina araña giró bruscamente sobre los talones y echó a andar. Pronto desapareció en la bullente niebla, y esbozó una sonrisa por el adecuado final de la reunión. La diplomacia sólo servía hasta cierto punto con los caóticos demonios e, inevitablemente, a partir de ese punto llegaba el momento de las amenazas abiertas.

Errtu se hundió en su trono de seta al darse cuenta de que Lloth manejaba la situación. Tenía el vínculo con el plano material para sus secuaces, y tenía el regalo que podría permitirle poner fin a su destierro. Por encima de todo, a Errtu no le cabía la menor duda de que eran ciertas las afirmaciones de la reina araña de que los asuntos del panteón estaban arreglándose por fin. Y, si el Tiempo de Conflictos era, efectivamente, un período pasajero y Lloth recobraba sus poderes plenamente, la diosa se encontraba muy por encima del balor.

Resignado, Errtu volvió la mirada hacia el artilugio visualizador. Otros cinco kobolds habían sido sacados de la Grieta de la Garra. Se apretujaban en un grupo apiñado mientras que una horda de demonios los rodeaba en círculo, zahiriéndolos, atormentándolos. El gran balor podía oler su miedo, podía saborear estas muertes tortuosas como si se encontrara entre aquellos demonios.

Errtu se animó inmediatamente.

Belwar Dissengulp y una tropa de guerreros svirfneblis estaban sentados en un saliente que daba a una gran cámara sembrada de pilares y estalactitas. Cada uno de ellos sostenía una cuerda —la de Belwar estaba atada a una presilla del cinturón por un extremo, y por el otro a una correa hecha con fibra de seta, acoplada a su «mano» de pico— a fin de descender rápidamente al suelo. Allí abajo, los chamanes enanos trabajaban afanosos dibujando runas de poder en el suelo con tintes calentados, y discutían sobre los previos fracasos y la manera más efectiva de combinar sus poderes para realizar la invocación o por si se daba el caso de que dicha invocación saliera mal, como ya había ocurrido en dos ocasiones.

Los chamanes enanos habían oído la llamada de su dios, Segojan, y notado el regreso de la magia clerical. Para los svirfneblis, ninguna otra cosa podría poner de manifiesto más patentemente el final de este extraño período, ninguna otra acción podía demostrarles con más certeza que todo iba bien otra vez, que la invocación de un elemental terrestre gigante. Esta era su esfera de influencia, su vida y su amor. Estaban en armonía con la roca, eran un todo con la piedra y la tierra que rodeaba sus moradas. Invocar a un elemental, compartir su amistad, convencería a los chamanes de que su dios se encontraba bien. Cualquier otra cosa no sería suficiente.

Lo habían intentado varias veces. La primera invocación no había tenido resultado alguno, ni siquiera un leve temblor de tierra. La segunda, la tercera y la cuarta habían levantado pilares de piedra, pero no habían mostrado señales de animación. Tres estalagmitas de la cámara eran los testimonios de esos fracasos.

En el quinto intento, había surgido un elemental y los chamanes enanos lo habían celebrado… hasta que el monstruo se revolvió furiosamente contra ellos y mató a una docena de svirfneblis antes de que Belwar y su tropa consiguieran destrozarlo. Ese fracaso era quizá lo peor que podía ocurrirles a los enanos de las profundidades, pues llegaron a creer que no sólo Segojan estaba fuera de su alcance, sino que, quizás, estaba enfadado con ellos. Lo habían vuelto a intentar y de nuevo el elemental que apareció los atacó.

Las defensas de Belwar estaban mejor situadas esa sexta vez, como lo estaban ahora, y el monstruo de piedra fue reducido rápidamente, sin que hubiera bajas svirfneblis.

Después del segundo desastre, Belwar había pedido a los chamanes que esperaran un tiempo antes de intentarlo otra vez, pero se habían negado, desesperados por recobrar el favor de Segojan, desesperados por saber si su dios estaba con ellos. Pero Belwar tenía influencias; había acudido al rey Schnicktick y había conseguido forzar un compromiso.

Habían pasado cinco días desde esa sexta invocación; cinco días durante los cuales los chamanes y todo Blingdenstone habían rezado a Segojan, suplicándole que no les volviera más la espalda.

Sin que lo supieran los svirfneblis, esos cinco días también habían visto el final del Tiempo de Conflictos, la recomposición y reordenación del panteón.

Ahora, Belwar observaba con atención a los chamanes, que empezaban a danzar alrededor del círculo inscrito con runas dibujadas en el suelo. Cada uno de ellos llevaba una piedra preciosa, una pequeña gema verde previamente encantada. Uno por uno, colocaron las gemas en el perímetro del círculo y las hicieron pedazos con los mazos de mithril. Una vez hecho esto, el sumo chamán se metió en el círculo, en el mismo centro; puso su gema en el suelo, y, pronunciando una palabra de colofón, la aplastó con su enorme mazo.

Durante un instante reinó un absoluto silencio; luego, el suelo empezó a temblar levemente. El sumo chamán salió con precipitación del círculo para reunirse con sus apiñados compañeros.

El temblor aumentó, se multiplicó; una gran grieta se extendió alrededor de la circunferencia del área encantada. Dentro del círculo, la roca se quebró una y otra vez, agitándose y bullendo en un barro maleable.

Las burbujas se hincharon y explotaron con sonoros estallidos; la temperatura aumentó en la cámara.

Una gran cabeza —¡una cabeza enorme!— asomó en el suelo.

Desde el saliente, Belwar y sus guerreros gimieron. ¡Jamás habían visto un elemental tan tremendo! De pronto, todos estaban planeando rutas de escape en lugar de tácticas de ataque.

Los hombros salieron del suelo, un brazo a cada lado; un brazo que podía acabar con todos los chamanes en un único barrido. Unas expresiones mezcla de curiosidad e inquietud se plasmaron en los rostros de chamanes y guerreros por igual. Esta criatura no tenía parangón con ninguno de los elementales que habían visto hasta ahora. Aunque la piedra era más suave, sin grietas, parecía más inacabada, menos a la imagen de una criatura bípeda. No obstante, al mismo tiempo, de ella emanaba un halo de puro poder y consumación superior a cualquier cosa conocida por los svirfneblis.

—¡Contemplemos la gloria de Segojan! —gritó con regocijo uno de los enanos que estaba próximo a Belwar.

—O el fin de nuestro pueblo —añadió el muy honorable capataz en voz baja para que nadie lo oyera.

A juzgar por la circunferencia de la cabeza y de los hombros, los enanos esperaban que el monstruo alcanzara una altura de seis metros o más; pero, cuando los temblores cesaron y se hizo el silencio, la criatura apenas alcanzaba los tres metros, un altura menor que la de muchos de los elementales que un solo chamán svirfnebli podía invocar previamente. Aun así, los enanos estaban convencidos de que este era un gran logro, que esta criatura era más poderosa que cualquiera de las que habían invocado con anterioridad. Los chamanes tenían cierta conjetura, y también Belwar, que había vivido mucho y había escuchado con atención las leyendas que daban a su pueblo su identidad y su fuerza.

—¡Entemoch! —balbució el muy honorable capataz, y el nombre del príncipe de los elementales terrestres se repitió como un eco de boca en boca.

Previsiblemente, lo siguió otro nombre, Ogremoch, el gemelo perverso de Entemoch, y este último se pronunció con sincero temor. Si se trataba de Ogremoch y no de Entemoch, todos estaban condenados.

Los chamanes se hincaron de rodillas, temblorosos, y rindieron homenaje a la criatura, esperando más allá de toda esperanza que éste fuera Entemoch, quien siempre había sido amigo suyo.

Belwar fue el primero en bajar del saliente; soltó un gruñido al tocar el suelo y corrió hasta situarse frente a la criatura invocada.

Esta lo miró fijamente, sin hacer movimiento alguno ni dar indicios de cuáles eran sus intenciones.

—¡Entemoch! —gritó Belwar. A sus espaldas, los chamanes alzaron los rostros; algunos reunieron el coraje suficiente para ponerse de pie y situarse al lado del valeroso capataz.

»¡Entemoch! —clamó Belwar otra vez—. Has respondido a nuestra llamada. ¿Hemos de interpretarlo como una señal de que todo va bien con Segojan, que tenemos su favor?

La criatura bajó una enorme mano al suelo, con la palma hacia arriba, delante de Belwar. El capataz miró al sumo chamán, que estaba a su derecha.

Éste hizo un gesto de asentimiento.

—Es nuestro deber confiar en Segojan —dijo, y Belwar y él subieron juntos a la mano.

El coloso los levantó hasta tenerlos ante su rostro. Los dos svirfneblis se tranquilizaron y se alegraron, pues vieron compasión y amistad en aquel semblante. Este era Entemoch, ciertamente, no Ogremoch; lo sabían en el fondo de sus corazones, y sabían que Segojan estaba con ellos.

El príncipe elemental alzó la mano sobre su cabeza y volvió a fundirse con el suelo, dejando a Belwar y al sumo chamán en el centro del círculo, que se había formado de nuevo, perfectamente.

Los vítores resonaron en la cámara; muchos de los severos rostros svirfneblis estaban húmedos por las lágrimas. Los chamanes se palmeaban las espaldas, felicitándose a sí mismos y a todos los enanos de Blingdenstone. Cantaron alabanzas al rey Schnicktick, cuya sabia guía los había conducido a este máximo logro svirfnebli.

Para uno de ellos, Belwar, la celebración fue corta. Al parecer, su dios había vuelto y habían recuperado su magia, pero el muy honorable capataz no pudo menos de preguntarse qué significaba este cambio para los drows de Menzoberranzan. ¿Habían vuelto también la reina araña y la magia de los hechiceros drows?

Antes de que todo esto empezara, los enanos habían llegado a creer, y no sin razón, que los drows estaban planeando una guerra. Con la aparición de este tiempo caótico la guerra no había llegado, pero Belwar sabía que tal cosa era razonable, puesto que los drows dependían más de la magia que los propios svirfneblis. Si, efectivamente, las cosas habían vuelto a su cauce otra vez, como la llegada de Entemoch parecía indicar, entonces Blingdenstone podría estar amenazada muy pronto.

Alrededor del muy honorable capataz, todos, chamanes y guerreros, bailaban y gritaban de júbilo. Belwar se preguntó cuánto tardarían esos gritos de alegría en trocarse en otros de dolor y pesar.