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Baza de triunfo

Por lo general, a Jarlaxle lo habría complacido encontrarse en medio de semejante conflicto, ser el objetivo de las tácticas de ambas partes en disputa para obtener su colaboración. Esta vez, sin embargo, el mercenario se sentía incómodo con su situación. No le gustaba tratar con K’yorl Odran en ninguna circunstancia, ni como amigos y menos aún como enemigos, y lo intranquilizaba que la casa Baenre estuviera involucrada tan desesperadamente en un enfrentamiento. Jarlaxle había puesto mucho en juego con la matrona Baenre. El cauteloso jefe mercenario no dependía de nada ni de nadie habitualmente, pero había confiado plenamente en que la casa Baenre gobernara Menzoberranzan hasta el fin de sus días, por lo menos, como lo había hecho desde su nacimiento y desde muchos milenios antes.

No es que Jarlaxle sintiera nada especial por la casa primera de la ciudad, pero la matrona Baenre era para él como un pilar de seguridad, una unidad de permanencia en la constante lucha por el poder en Menzoberranzan y sus correspondientes cambios.

Había creído que duraría para siempre, pero, después de hablar con K’yorl —¡cómo la odiaba!—, Jarlaxle ya no estaba tan seguro.

La matrona de Oblodra quería alistarlo, o, mejor dicho, quería que Bregan D’aerthe le sirviera como contacto con el mundo que había más allá de Menzoberranzan. La organización podía hacerlo, y hacerlo bien, pero Jarlaxle dudaba que él, que siempre tenía sus propios intereses, pudiera conservar el favor de K’yorl mucho tiempo. En algún momento, más pronto o más tarde, leería la verdad en su mente y entonces lo quitaría de en medio y lo sustituiría.

Ese era el estilo de los drows.

El demonio era colosal, una criatura gigantesca, bípeda, con rasgos caninos y cuatro brazos musculosos, dos de los cuales finalizaban en unas poderosas pinzas. Ninguno de los guardias sabía cómo había entrado en la cueva de Jarlaxle, situada en la escarpada pared de la Grieta de la Garra, unos cien metros por debajo y detrás del recinto de la casa Oblodra.

—¡Tanar’ri! —La palabra de alarma, el nombre de la criatura más grande del Abismo, conocida en todos los lenguajes de los Reinos, se pasó en susurros y en silenciosas señales de mano por todo el complejo, y la reacción general fue de horror.

Lástima por los dos guardias drows que se encontraron primero con el gigantesco monstruo de cuatro metros y medio de altura. Leales a Bregan D’aerthe, valientes en la creencia de que otros respaldarían sus actos, dieron el alto a la enorme bestia y, cuando esta no se detuvo, la atacaron.

Si sus armas hubieran tenido los encantamientos previos, podrían haber herido a la bestia hasta cierto punto. Pero la magia no funcionaba de un modo previsible o fiable en el plano material. En consecuencia, el tanar’ri también estaba desprovisto de su amplio repertorio de hechizos; pero, con sus ciento ochenta kilos de músculos y peligrosos atributos físicos, no precisaba de ayuda mágica.

Los dos drows fueron despedazados sin contemplaciones y el tanar’ri siguió su camino, en busca de Jarlaxle, como Errtu le había ordenado.

Encontró al jefe mercenario, junto con un destacamento de sus mejores soldados, a la vuelta del primer recodo. Varios drows se adelantaron para plantarle cara, pero Jarlaxle, más consciente del poder de esta bestia, los contuvo, pues no estaba dispuesto a desperdiciar vidas drows.

—Un glabrezu —dijo con gran respeto al reconocer a la bestia.

El glabrezu entreabrió sus fauces caninas en un gesto amenazador al tiempo que soltaba un gruñido, y estrechó los ojos mientras observaba a Jarlaxle atentamente, confirmando para sus adentros que había encontrado al elfo oscuro debido.

Baenre cok diemrey nochtero —dijo el tanar’ri con una voz que más parecía un gruñido, y, sin esperar respuesta, la gigantesca bestia giró pesadamente sobre los talones y se alejó con pasos bamboleantes, agachándose para no dar con la cabeza en el techo del corredor.

De nuevo, algunos valientes y estúpidos drows se movieron con intención de perseguirlo y, una vez más, Jarlaxle, sonriendo más ampliamente de lo que lo había hecho hacía semanas, los frenó. El tanar’ri había hablado en el lenguaje de los planos inferiores, un lenguaje que el jefe mercenario entendía a la perfección, y había pronunciado las palabras que Jarlaxle anhelaba oír hacía mucho.

Una expresión interrogante se plasmaba claramente en los rostros de los nerviosos drows que estaban a su lado, pues ellos no entendían ese idioma y ansiaban saber lo que el tanar’ri había dicho.

Baenre cok diemrey nochtero —repitió Jarlaxle—. La casa Baenre prevalecerá —tradujo.

Su sonrisa irónica, rebosante de esperanza, y el modo anhelante con que apretó los puños, hizo comprender a sus soldados que dicha predicción era algo bueno.

Zeerith Q’Xorlarrin, madre matrona de la casa quinta, entendió la importancia de la composición de esta reunión. Triel y Gomph Baenre asistían a ella para ocupar los dos sitios vacantes ante el brasero con forma de araña, primordialmente. Uno de esos sitios pertenecía por derecho a K’yorl, pero, puesto que se habían reunido para rechazar su ataque como el avatar de la reina araña les había ordenado, la madre matrona de Oblodra no había sido invitada.

El otro sitio vacante, el que ocupaba ahora Gomph, estaba reservado normalmente para la amiga más íntima de Zeerith, la madre matrona Ghenni’tiroth Tlabbar. Nadie lo dijo en voz alta, pero Zeerith comprendió el motivo de la presencia del hijo Baenre y de que la madre matrona de la cuarta casa no hubiese acudido a la cita.

No era un secreto que K’yorl odiaba a Ghenni’tiroth y, en consecuencia, se había dejado expuesta a la matrona Tlabbar como víctima propiciatoria a fin de retrasar la ofensiva de la casa Oblodra. Estos otros supuestos aliados, así como la diosa a la que todos servían, habían permitido que la mejor amiga de Zeerith pereciera.

Esta idea incomodó a la madre matrona, pero no por mucho tiempo; sólo hasta que cayó en la cuenta de que ahora era la drow con el tercer rango más alto en la sala del consejo regente. Si la invocación tenía éxito, si K’yorl y la casa Oblodra eran derrotados, entonces habría cambios en la jerarquía de las casas regentes. Oblodra caería, dejando vacante el tercer rango, y, puesto que Faen Tlabbar se encontraba de repente sin una madre matrona adecuada, era factible que la casa Xorlarrin pasara a ocupar esa codiciada posición.

Ghenni’tiroth había sido sacrificada. Zeerith Q’Xorlarrin esbozó una amplia sonrisa.

Era la ética drow.

La atesorada máscara de araña de Gomph fue a parar al interior del brasero; era un objeto dotado de gran magia, el único en todo Menzoberranzan que permitía que alguien salvara la verja de la casa Baenre. Las llamas se alzaron en el aire, anaranjadas y verdes.

Mez’Barris hizo un gesto con la cabeza a Baenre, y la envejecida matrona arrojó al fuego el trozo de azufre que el avatar le había dado.

Si un centenar de afanosos enanos hubiera soplado con un enorme fuelle, el fuego no habría ardido con tanta intensidad. Las llamas se alzaron en una columna multicolor que subyugó a los ocho observadores con su maligna gloria.

—¿Qué es esto? —se oyó preguntar en la parte delantera de la sala, cerca de la única puerta—. ¿Osáis celebrar una reunión del consejo sin informar a la casa Oblodra?

La matrona Baenre, que presidía la mesa y, por ende, se encontraba de espaldas a K’yorl, levantó la mano para tranquilizar a los otros reunidos en torno al brasero de araña. Lentamente, se volvió para hacer frente a su más odiada enemiga, y las miradas enconadas de ambas se trabaron.

—El verdugo no invita a su víctima al tajo —contestó Baenre sin alterar la voz—. La conduce a él o la engatusa para que vaya.

Las explícitas palabras de Baenre causaron inquietud en muchos de los reunidos. Si se hubiera manejado a K’yorl con más tacto, algunos podrían haber escapado con vida.

Sin embargo, la matrona Baenre sabía a qué atenerse. Su única posibilidad —la de todos y la de ella— era confiar en la reina araña, creer con todo su corazón que el avatar los había guiado con acierto.

Cuando la primera oleada de energía mental se descargó sobre Baenre, también ella empezó a albergar ciertas dudas. Aguantó firme unos segundos haciendo gala de una encomiable fuerza de voluntad, pero K’yorl se impuso enseguida y la impulsó hacia atrás, contra la mesa. Baenre sintió que sus pies perdían contacto con el suelo, como si una invisible mano gigantesca la hubiera agarrado y la empujara hacia las llamas.

—¡La llamada a Lloth cobrará mucha más importancia cuando la matrona Baenre se una a las otras ofrendas en el fuego! —chilló K’yorl alegremente.

Los demás, en particular las otras cinco madres matronas, no supieron cómo reaccionar. Mez’Barris agachó la cabeza y empezó a pronunciar las palabras de un hechizo en voz queda, rogando que Lloth la escuchara y accediera a su súplica.

Zeerith y los demás contemplaban las llamas fijamente. Habían hecho lo que el avatar les había ordenado. ¿Por qué entonces no acudía un aliado, un tanar’ri o cualquier otro tipo de demonio?

En el cenagoso Abismo, encaramado sobre su trono de seta, Errtu disfrutaba de lo lindo con la caótica escena. A través del artilugio visualizador que Lloth había preparado para él, el gran tanar’ri podía percibir el miedo de los reunidos y saborear el odio acerbo en los labios de K’yorl Odran.

Llegó a la conclusión de que le gustaba K’yorl. Era de su misma condición, pura y deliciosamente malvada, una asesina que mataba por placer, una practicante de la intriga sin más razón que la diversión del juego. El gran tanar’ri quería ver cómo K’yorl empujaba a su adversaria al interior de la columna de fuego.

Pero las instrucciones de Lloth habían sido explícitas, y su mercancía de trueque demasiado tentadora para que el demonio la pasara por alto. Sorprendentemente, dado el estado actual de la magia, la puerta entre los dos mundos se estaba abriendo, y mucho.

Errtu ya había enviado a un tanar’ri, un gigantesco glabrezu, a través de una puerta más pequeña para que actuara como mensajero; pero el acceso, creado por el propio avatar, había sido somero y fugaz, y había permanecido abierto sólo una fracción de segundo. Errtu no creía que la hazaña pudiera repetirse; ahora, no.

La idea del caos mágico hizo que el demonio tuviera una súbita inspiración. Quizá las antiguas reglas del destierro ya no eran vigentes. Quizá podía pasar a través de la puerta y entrar en el plano material otra vez. Entonces no tendría que ser el lacayo de Lloth; podría encontrar al renegado Do’Urden por sí mismo, y, después de castigar al drow, podría regresar al helado norte, ¡donde la valiosa Crenshinibon, la legendaria Piedra de Cristal, estaba enterrada!

La puerta estaba abierta. Errtu dio un paso hacia su interior.

Y fue repelido sin contemplaciones, empujado de vuelta al Abismo, el lugar de su destierro centenario.

Varios demonios que se encontraban cerca del gran tanar’ri, al percibir el acceso abierto, se dirigieron hacia allí, pero Errtu, gruñendo encolerizado por su fracaso, los hizo retroceder.

¡Que esa perversa drow, K’yorl, empujara a la favorita de Lloth a las llamas!, decidió el horrendo demonio. La puerta permanecería abierta con el sacrificio; puede que incluso se abriera más.

A Errtu no le gustaba el destierro, no le gustaba ser el lacayo de nadie. ¡Que sufriera Lloth! ¡Que Baenre se consumiera en el fuego! Sólo entonces Errtu haría lo que la reina araña le había pedido.

Lo único que salvó a Baenre de tener ese fin fue la inesperada intervención de Methil, el illita. El glabrezu se había presentado ante Methil después de la visita a Jarlaxle, y le había comunicado la misma predicción de que la casa Baenre prevalecería. El desollador mental, como buen embajador de su pueblo, tomó la decisión de permanecer al lado del vencedor.

Las ondas psíquicas del illita interrumpieron el ataque telepático de K’yorl, y la matrona Baenre se desplomó al lado de la mesa.

Los ojos de K’yorl se abrieron desorbitados por la sorpresa… hasta que Methil, que había permanecido invisible y secretamente junto a la matrona Baenre, apareció a su lado.

Espera a que esto termine, gritó mentalmente K’yorl a la criatura con aspecto de pulpo. Ve primero quién gana y entonces decide de qué lado estás.

La afirmación de Methil de que ya sabía el resultado no alteró a K’yorl ni la mitad de lo que lo hizo la aparición de un ala gigantesca, semejante a la de un murciélago, que se desplegó repentinamente desde el interior de la columna de fuego: era un tanar’ri…, ¡un verdadero tanar’ri!

Otro glabrezu saltó del fuego y aterrizó en el suelo, entre Baenre y su enemiga. K’yorl lo atacó con sus poderes psíquicos, pero no era adversaria para semejante criatura, y ella lo sabía.

Advirtió que la columna ardiente todavía se agitaba con frenesí, que otro demonio se estaba materializando entre las llamas. De pronto, comprendió que Lloth estaba contra ella. ¡Todo el Abismo parecía estar acudiendo a la llamada de la matrona Baenre!

K’yorl hizo lo único que estaba en sus manos: su figura se tornó insustancial de nuevo y huyó a través de la ciudad, de vuelta a su casa.

Los demonios salieron en tropel por la puerta abierta; un centenar de ellos, y después más. La oleada de los sirvientes de Errtu y, en consecuencia, sirvientes de Lloth, que acudían a la llamada de las desesperadas madres matronas, se prolongó durante más de una hora, y planearon sobre la ciudad con frenético regocijo para rodear la casa Oblodra.

En Qu’ellarz’orl, dentro del salón del consejo, se intercambiaron sonrisas de satisfacción e incluso vítores. El avatar había cumplido lo prometido, y el futuro de los fieles a Lloth parecía deliciosamente ambiguo una vez más.

De los ocho reunidos, sólo Gomph exhibía una sonrisa que poco tenía de sincera. No es que quisiera que la casa Oblodra venciera, por supuesto, pero para el varón no era motivo de alegría pensar que las cosas volverían a ser como antes, que él, a pesar de su poder y su devoción a los dictados de la magia, de nuevo sería, ante todo, un simple varón.

Mientras las llamas se extinguían y las matronas empezaban a abandonar la sala, se consoló un poco al notar que varías de las ofrendas, incluida su valiosa máscara, no habían sido consumidas por el fuego mágico. Gomph echó un vistazo hacia la puerta, a las madres matronas y a Triel; estaban tan absortas en el espectáculo de los demonios que ni siquiera reparaban en él.

Silenciosamente, sin llamar la atención, el codicioso hechicero drow escondió el objeto bajo los pliegues de su túnica y añadió a su colección algunos de los artefactos más preciados de la grandes casas de Menzoberranzan.