10

La casa tercera

No es que Jarlaxle, que siempre preveía las reacciones de los demás, no hubiera esperado la visita; lo que lo puso nervioso fue la facilidad con que K’yorl Odran entró en su campamento, eludió los puestos de guardia y se introdujo en sus aposentos privados a través de la pared. Vio entrar su fantasmagórica silueta y pugnó por recobrar la compostura mientras la figura de la mujer se hacía más sólida y amenazadora.

—Esperaba que vinieras mucho antes —dijo Jarlaxle calmosamente.

—¿Es esta la forma adecuada de recibir a una madre matrona? —replicó K’yorl.

Jarlaxle estuvo a punto de soltar la carcajada, pero se contuvo al considerar la actitud de la mujer. Se la veía demasiado a sus anchas, demasiado decidida, demasiado dispuesta a castigar, incluso a matar. Al parecer, K’yorl no comprendía la utilidad de Bregan D’aerthe y eso dejaba a Jarlaxle, el maestro del fingimiento y la intriga, con cierta desventaja.

Se levantó de su cómodo sillón, salió de detrás del escritorio e hizo una profunda reverencia mientras se quitaba el sombrero de ala ancha y realizaba una ostentosa floritura con él.

—Saludos, K’yorl Odran, madre matrona de la casa Oblodra, casa tercera de Menzoberranzan. No es habitual que mi humilde morada se vea honrada con tan…

—Basta —espetó K’yorl, y Jarlaxle se irguió y volvió a ponerse el sombrero.

Sin quitar ojo de la mujer, sin pestañear siquiera, el mercenario regresó a su sillón y se arrellanó en él; plantó los pies sobre el escritorio con fuerza, de manera que los tacones de las botas resonaron al apoyarlos en el tablero.

Fue entonces cuando Jarlaxle notó la intrusión en su mente, un profundo sondeo en sus pensamientos que resultaba intranquilizador. De inmediato, desechó la retahíla de maldiciones que se le ocurrían por la inoperancia de la magia convencional —normalmente, su parche encantado lo habría protegido de semejantes intrusiones mentales— y en lugar de ello recurrió a su ingenio. Miró fijamente a K’yorl, se la imaginó desnuda, y llenó su mente de pensamientos tan bajos que la madre matrona, centrada en un asunto serio, perdió la paciencia por completo.

—Debería arrancarte la piel a tiras por tener semejantes pensamientos —dijo K’yorl.

—¿Semejantes pensamientos? —repitió Jarlaxle como si se sintiera ofendido—. ¡Supongo que no estarás fisgoneando mi mente, matrona K’yorl! Aunque sólo soy un varón, tales prácticas son censurables. A Lloth no la complacería.

—Al infierno con Lloth —gruñó K’yorl, y que hablara sin rodeos dejó atónito a Jarlaxle. Desde luego, todos sabían que la casa Oblodra no era muy religiosa, pero sus miembros, al menos, guardaban siempre las apariencias y fingían ser piadosos. K’yorl, la expresión severa, se dio unos golpecitos en la sien con un dedo—. Si Lloth mereciera mis alabanzas, entonces habría reconocido la verdad del poder —explicó la madre matrona—. Es la mente lo que nos distingue de los que son inferiores a nosotros, la que debería determinar el orden.

Jarlaxle no respondió. No quería entrar en esta discusión con una oponente tan peligrosa y tornadiza.

K’yorl no insistió en el tema, e hizo un ademán como desestimándolo. Era evidente para Jarlaxle que se sentía frustrada, y en esta mujer, la frustración se equiparaba con el peligro.

—Ahora la situación está más allá de la reina araña —declaró K’yorl—. Yo estoy más allá de Lloth. Y empieza en este día.

Jarlaxle dejó que una expresión sorprendida asomara a su rostro.

—Lo esperabas —dijo la matrona con tono acusador.

Eso era cierto —Jarlaxle se había preguntado por qué los Oblodra habían esperado tanto siendo las demás casas tan vulnerables— pero no pensaba admitirlo.

—¿Cuál es la posición de Bregan D’aerthe en esto? —inquirió K’yorl.

El mercenario tuvo la sensación de que era irrelevante qué respuesta diera, ya que, probablemente, K’yorl le iba a decir cuál era esa posición.

—Con los vencedores —contestó con calmosa ambigüedad.

K’yorl sonrió como elogio a su astucia.

—Yo seré la vencedora —le aseguró—. Será rápido. Todo habrá acabado hoy mismo, y con muy pocas bajas drows.

Jarlaxle tenía sus dudas sobre esto último. La casa Oblodra nunca había demostrado respeto por la vida, ya fuera la de drows o de cualquier otro ser. El número de soldados drows de la casa Oblodra era reducido, principalmente porque los salvajes miembros del clan se mataban entre sí con tanta frecuencia como procreaban. Eran famosos por un juego en el que participaban, un desafío de máximo riesgo llamado Khaless que, irónicamente, en el lenguaje drow significaba «confianza». Un globo de oscuridad y silencio mágicos flotaba en el aire, sobre la zona más profunda del abismo llamado la Grieta de la Garra. Los elfos oscuros participantes levitaban hasta el interior del globo y allí, sin poder ver ni oír, el desafío consistía en una pura y simple prueba de aguante y temeridad.

El primero que salía del globo y regresaba a la seguridad del suelo firme era el perdedor, así que el truco estaba en permanecer dentro del globo hasta el último segundo del hechizo de levitación.

Las más de las veces, los dos obstinados participantes esperaban demasiado y se precipitaban a una muerte cierta.

Y, ahora, la despiadada y perversa K’yorl estaba intentando convencer a Jarlaxle de que las bajas drows serían mínimas. ¿Según el criterio de quién?, se preguntó el mercenario. Si la respuesta era según el criterio de K’yorl, entonces lo más probable es que la mitad de la población de la ciudad estuviera muerta antes de que acabara el día.

El mercenario se daba cuenta de que poco podía hacer él al respecto. Bregan D’aerthe y él dependían de la magia como cualquiera de los otros colectivos drows, y sin ella no podía impedir que K’yorl entrara en sus aposentos… ¡ni siquiera en sus más íntimos pensamientos!

—Hoy —repitió la matrona con gesto sombrío—. Y, cuando haya acabado, te haré llamar y tú vendrás.

Jarlaxle no asintió, no respondió siquiera. No tenía que hacerlo. Podía sentir la intrusión mental otra vez, y sabía que K’yorl lo comprendía. La odiaba, y odiaba lo que estaba a punto de hacer, pero el mercenario era pragmático ante todo y, si las cosas salían como K’yorl pronosticaba, entonces, efectivamente, acudiría a su llamada.

La matrona volvió a sonreír y su figura empezó a difuminarse. Luego, como un fantasma, abandonó el cuarto a través de la pared.

Jarlaxle se recostó en el respaldo del sillón, con las manos unidas por las puntas de los dedos, que tamborileó con nerviosismo. Jamás se había sentido tan vulnerable, o atrapado en medio de una situación incontrolable. Podía avisar a la matrona Baenre, por supuesto, pero ¿qué ganaría con ello? Incluso la casa primera, tan grande y orgullosa, no podía hacer frente a K’yorl cuando su magia fallaba y la de su enemiga, no. Probablemente, la matrona Baenre estaría muerta muy pronto; y, con ella, toda su familia. ¿Dónde iba a esconderse él entonces?

No se escondería, desde luego. Acudiría a la llamada de K’yorl.

Jarlaxle comprendía el motivo por el que K’yorl le había hecho esta visita y por qué era importante para ella, que parecía tener todo a su favor, incorporarlo a su camarilla. Los miembros de su organización y él eran los únicos drows de Menzoberranzan que tenían conexiones fuera de la ciudad, un factor crucial para alguien que aspirara al puesto de primera madre matrona: una codiciada posición a la que nadie, salvo la matrona Baenre, había aspirado hacía casi un milenio.

Los dedos de Jarlaxle siguieron tamborileando. Quizás había llegado el momento de un cambio, pensó. Enseguida desechó esa idea, porque, aun en el caso de que estuviera en lo cierto, tal cambio no parecía ser para mejor. Sin embargo, parecía que K’yorl creía que la situación con la magia convencional era algo temporal o, en caso contrario, no habría estado tan interesada en reclutar a Bregan D’aerthe.

El mercenario tenía que creer, esperar fervientemente que estuviera en lo cierto; sobre todo, si Oblodra tenía éxito con el golpe de estado. Y Jarlaxle no encontraba razón alguna para que no fuera así. Se daba cuenta de que no sobreviviría mucho si la primera madre matrona en ciernes, K’yorl, la drow a la que más odiaba, podía entrar en sus pensamientos a capricho.

Era demasiado hermosa para ser drow; a los ojos de quienes la contemplaran, mujeres o varones, parecía la perfección de los rasgos drows. Sólo esta belleza fue lo que detuvo las mortales lanzas o ballestas de la guardia de la casa Baenre, e hizo que el maestro de armas, Berg’inyon, le pidiera que entrara en el recinto nada más mirarla.

La verja mágica no funcionaba y no había puertas convencionales en el perímetro del palacio Baenre. Normalmente, a una orden, la tela de araña de la verja se abría en espiral hacia afuera, dejando un hueco, pero ahora Berg’inyon tuvo que pedir a la drow que la franqueara por arriba.

La mujer no dijo una palabra, sino que se limitó a acercarse a la verja que, con un último aliento de magia, se abrió en espiral ante esta criatura, el avatar de la diosa que la había creado.

Berg’inyon se puso a la cabeza para indicarle el camino, aunque sabía con certeza que esta mujer no necesitaba guía alguna. Comprendió que se dirigía a la capilla —¡adónde, si no!—, así que dio instrucciones a algunos de sus soldados para que fueran en busca de la madre matrona.

Sos’Umptu los esperaba a la puerta de la capilla, el lugar que estaba a su cuidado. Protestó un instante, sólo un breve instante.

Berg’inyon nunca había visto a su devota hermana tan aturdida, jamás la había visto quedarse boquiabierta así. La sacerdotisa se apartó a un lado y cayó de hinojos.

La hermosa drow pasó ante ella sin pronunciar una sola palabra. Luego se volvió bruscamente —Sos’Umptu dio un respingo— y clavó una mirada intensa en Berg’inyon, que había dado un paso para seguirla.

—Sólo eres un varón —explicó su hermana en un susurro—. Sal de este sagrado lugar.

Berg’inyon estaba demasiado sobrecogido para replicar, ni siquiera para discernir cómo se sentía en estos momentos. Retrocedió de espaldas, haciendo una serie de ridículas reverencias, a punto de tropezar y caer en la puerta, y salió al patio.

Bladen’Kerst y Quenthel se encontraban allí, pero el grupo que se había reunido al correr el rumor había sido dispersado por las hermanas con muy buen juicio.

—Regresa a tu puesto —gruñó Bladen’Kerst a Berg’inyon—. ¡No ha pasado nada! —Esto ultimo era más una orden que un comentario.

—No ha pasado nada —repitió el maestro de armas. Y esta frase se convirtió en la orden del día; orden que, como Berg’inyon no tardó en comprender, era muy juiciosa. Era Lloth en persona, o una importante servidora muy próxima a ella. Se lo decía el corazón.

Él lo sabía, y los soldados lo comentarían en susurros, pero sus enemigos no debían enterarse de esto.

Berg’inyon cruzó el patio al tiempo que corría la voz de «no ha pasado nada». Se situó en un puesto desde el que divisaba la capilla, y se quedó sorprendido al ver que sus ambiciosas hermanas no osaban entrar en ella, sino que paseaban frente a la puerta principal con nerviosismo.

Sos’Umptu salió también al exterior y se unió a sus paseos. No se intercambiaron palabras abiertamente —Berg’inyon ni siquiera distinguió gesto alguno del código mudo— cuando la matrona Baenre cruzó el patio. Pasó junto a sus hijas y entró presurosa en la capilla; los paseos frente a la puerta se reanudaron.

Para la matrona Baenre, era la respuesta a sus plegarias y al mismo tiempo la realización de sus peores pesadillas. Supo de inmediato quién era la que estaba sentada ante ella en el estrado central. Lo supo, y lo creyó.

—Si soy la responsable de tu enojo, entonces me ofrezco a mí misma como… —empezó humildemente, hincándose de rodillas mientras hablaba.

¡Wael! —espetó el avatar, pronunciando el término drow que significaba «necia», y Baenre se cubrió la cara con las manos, avergonzada.

»¡Usstan’sargh wael! —continuó la hermosa drow, llamando a la matrona Baenre “necia arrogante”. La matrona temblaba bajo el ataque verbal, pensando que había caído más bajo de lo que había imaginado en los peores momentos, que su diosa había venido en persona con el único propósito de vejarla hasta hacerla morir de vergüenza. Escenas de su cuerpo torturado y después arrastrado por las sinuosas avenidas de Menzoberranzan pasaron veloces por su cerebro, imágenes de sí misma como el epítome de una cabecilla drow caída en desgracia.

Mas, de pronto, la matrona Baenre comprendió que este tipo de ideas era exactamente lo que esta criatura, que era más que una simple drow, le recriminaba. Por fin se atrevió a alzar la vista.

—No te arrogues tanta importancia —dijo el avatar con tono calmoso.

La matrona Baenre se permitió exhalar un suspiro de alivio. Entonces, esto no tenía que ver con ella. Todo —el fracaso de la magia, las preces sin respuesta— estaba más allá de ella, de todos los reinos mortales.

—K’yorl ha cometido un grave error —prosiguió el avatar, recordándole a Baenre que, aunque estos acontecimientos catastróficos estaban por encima de ella, no lo estaban sus derivaciones.

—Ha osado creer que puede vencer sin tu favor —razonó la matrona, y su sorpresa fue total cuando el avatar hizo un gesto de mofa ante semejante idea.

—La matrona Odran podría destruirte con un pensamiento. —Baenre se estremeció y volvió a agachar la cabeza—. Pero erró con su exceso de cautela —continuó el avatar—. Retrasó el ataque, y ahora, cuando ha decidido que la ventaja es suya y debe aprovecharla, ha permitido que una enemistad personal demore aún más el golpe a su objetivo principal.

—¡Entonces, los poderes han vuelto! —jadeó Baenre—. Tú has vuelto.

¡Wael! —gritó, frustrada, la diosa—. ¿Acaso pensaste que no regresaría? —La matrona se echó de bruces al suelo, postrada de todo corazón.

»El Tiempo de Conflictos llegará a su fin —dijo el avatar un momento después, recobrada la calma de nuevo—. Y sabrás lo que tienes que hacer cuando todo haya vuelto a su cauce. —Baenre alzó la vista justo lo suficiente para encontrarse con la feroz mirada del avatar prendida en ella.

»¿Tan desprovista de recursos crees que estoy? —preguntó la bellísima drow.

Una expresión horrorizada, totalmente sincera, asomó al semblante de Baenre, que empezó a sacudir la cabeza atropelladamente, negando que hubiera perdido la fe un solo momento.

De nuevo, cayó de bruces, postrada, y sus ruegos cesaron únicamente cuando algo duro golpeó el suelo, junto a su cabeza. Se atrevió a levantar los ojos y vio un terrón de piedra amarillenta, un trozo de azufre, caído a su lado.

—Tienes que rechazar el ataque de K’yorl durante un corto espacio de tiempo —explicó el avatar—. Ve y reúnete con las madres matronas y tus hijas e hijo mayores en la sala del consejo regente. Atiza las llamas y deja que aquellos a quienes he reclutado vengan a través de ellas en tu ayuda. ¡Juntas, enseñaremos a K’yorl lo que es verdadero poder!

Una sonrisa radiante iluminó la faz de Baenre al comprender que no había perdido el favor de Lloth, que su diosa había recurrido a ella para jugar un papel crucial en esta hora crucial. El hecho de que Lloth hubiese admitido casi que todavía estaba bastante debilitada e impotente, no tenía importancia. La reina araña regresaría, y Baenre volvería a destacar a sus arteros ojos.

Para cuando la matrona Baenre reunió el coraje suficiente para levantarse del suelo, la hermosa drow había abandonado ya la capilla. Cruzó el recinto sin que nadie osara interceptarla, cruzó la verja de la misma manera que a su llegada, y desapareció en las sombras de la ciudad.

Tan pronto como llegó a sus oídos el funesto rumor de que los extraños poderes psíquicos de la casa Oblodra no habían sido afectados por lo que quiera que influía de manera tan negativa en la otra magia, Ghenni’tiroth Tlabbar, la madre matrona de Faen Tlabbar, casa cuarta de Menzoberranzan, supo que estaba en un grave apuro. K’yorl Odran odiaba a la alta y esbelta Ghenni’tiroth más que a nadie, pues ella no había ocultado su convicción de que era Faen Tlabbar, y no Oblodra, quien debería ostentar el rango de la casa tercera de Menzoberranzan.

Con cerca de ochocientos soldados drows, la guarnición de Faen Tlabbar casi duplicaba la de la casa Oblodra, y sólo los poderes poco conocidos de K’yorl y los suyos habían contenido a la casa cuarta.

Ahora que la magia convencional se había vuelto impredecible, en el mejor de los casos, esos poderes cobraban una magnitud formidable.

Durante todo este tiempo, Ghenni’tiroth permaneció en la capilla de la casa, una habitación relativamente pequeña situada cerca de la cima de la estalagmita central del recinto. Una única vela ardía sobre el altar, arrojando un mínimo de luz según las pautas de la superficie, pero que brillaba como un faro para los elfos drows, cuyos ojos estaban más acostumbrados a la oscuridad. Una segunda fuente de luz provenía de la ventana orientada el oeste, pues, aun estando separado de la casa por casi la mitad de la ciudad, el intenso brillo de Narbondel podía verse claramente.

A Ghenni’tiroth no la preocupaba demasiado el reloj luminoso, aparte del significado que guardaba de ser un indicio de los problemas que tenía la ciudad. Era una de las sacerdotisas más fanáticas de Lloth, una drow que había sobrevivido más de seis siglos consagrada a una incuestionable servidumbre a la reina araña. Pero ahora estaba en apuros, y Lloth, por alguna razón que escapaba a su comprensión, no acudía a su llamada.

Se recordaba a sí misma constantemente que debía mantener su fe inquebrantable mientras permanecía arrodillada e inclinada sobre una fuente de platino, la renombrada Bandeja de Comunión Faen Tlabbar. El corazón del último sacrificio, un varón drow de no poca importancia, reposaba en su interior; era una ofrenda a la diosa que no respondía a los desesperados rezos de Ghenni’tiroth.

Ghenni’tiroth se irguió repentinamente cuando el corazón se levantó de la bandeja ensangrentada y quedó flotando en el aire a varios centímetros.

—El sacrificio no es suficiente —dijo una voz a sus espaldas, una voz que había temido oír desde el advenimiento del Tiempo de Conflictos.

No se volvió hacia K’yorl Odran.

—Se combate en el palacio —afirmó más que preguntó Ghenni’tiroth.

K’yorl resopló, burlona. Un movimiento de su mano lanzó el órgano expiatorio volando a través de la habitación.

Ghenni’tiroth giró sobre los talones, con los ojos desorbitados en una expresión de indignación. Empezó a gritar la palabra sacrilegio, pero enmudeció, las sílabas atascadas en su garganta, cuando otro corazón flotó en el aire desde K’yorl en su dirección.

—El sacrificio no era suficiente —dijo Odran calmosamente—. Utiliza este corazón, el de Fini’they.

Ghenni’tiroth se tambaleó al escuchar el nombre de la sacerdotisa, la segunda de su casa, que, evidentemente, había perecido. La madre matrona la había acogido como a una hija cuando la familia de Fini’they, una casa menor e insignificante, fue destruida por otra casa rival. Ciertamente, había sido una casa insignificante —Ghenni’tiroth ni siquiera recordaba el nombre— pero ese no era el caso de Fini’they. Era una sacerdotisa poderosa y, sobre todo, leal e incluso amante de su madre adoptiva.

Ghenni’tiroth retrocedió, horrorizada, mientras el corazón de su hija pasaba flotando a su lado y caía en la bandeja de platino con un nauseabundo sonido húmedo.

—Reza a Lloth —ordenó K’yorl.

Eso fue exactamente lo que Ghenni’tiroth hizo. Quizá K’yorl había cometido un error, pensó. Quizá Fini’they les sería más útil muerta, como una ofrenda propicia para traer a la reina araña en ayuda de la casa Faen Tlabbar.

Tras unos largos minutos en los que no ocurrió nada, Ghenni’tiroth escuchó la risa de K’yorl.

—Tal vez necesitamos un sacrificio mayor —declaró la perversa madre matrona de la casa Oblodra con tono malicioso.

A Ghenni’tiroth, la única persona más importante que Fini’they en la casa Faen Tlabbar, no le fue difícil deducir a quién se refería K’yorl.

Disimuladamente, sin apenas mover los dedos, Ghenni’tiroth desenvainó su mortífera daga envenenada de la funda escondida bajo los pliegues de su túnica. La daga se llamaba Colmillo Afilado, y había sacado a una joven Ghenni’tiroth de muchas situaciones como la presente.

Claro que, en esas ocasiones, la magia era previsible, fiable, y sus oponentes no habían sido tan formidables como K’yorl. Pero mientras Ghenni’tiroth sostenía la mirada de la Oblodra, manteniéndola distraída al tiempo que levantaba la mano solapadamente, K’yorl leyó sus pensamientos y esperó el ataque.

Ghenni’tiroth gritó una orden, y la magia de la daga funcionó, haciendo que el arma saliera disparada de debajo de su túnica y se dirigiera directamente al corazón de su adversaria.

¡La magia funcionaba!, celebró Ghenni’tiroth para sus adentros. Pero su júbilo desapareció de golpe cuando la daga pasó a través de la imagen de K’yorl Odran y fue a clavarse, inofensiva, en el tapiz que adornaba la pared opuesta de la habitación.

—Espero que el veneno no estropee el dibujo —comentó K’yorl, que se encontraba lejos de su imagen, a la izquierda.

Ghenni’tiroth giró en aquella dirección y clavó una dura mirada en la zahiriente criatura.

—No puedes superarme, ni en la lucha ni mentalmente —dijo K’yorl con un tono sin inflexiones—. Ni siquiera puedes ocultarme tus pensamientos. La batalla ha terminado aun antes de empezar.

Ghenni’tiroth quiso gritar su repulsa, pero se encontró tan enmudecida como Fini’they, cuyo corazón yacía en la bandeja frente a ella.

—¿Cuántas muertes serán necesarias? —preguntó K’yorl, cogiendo por sorpresa a Ghenni’tiroth. La matrona de Faen Tlabbar miró con expresión desconfiada, pero sobre todo intrigada, a su adversaria.

»Mi casa es pequeña —prosiguió K’yorl, cosa totalmente cierta, a menos que se incluyeran los miles de kobolds esclavos que, según los rumores, pululaban por los túneles existentes a lo largo de la Grieta de la Garra, justo debajo de la casa Oblodra—, y necesito aliados si quiero deponer a esa miserable Baenre y a su numerosa familia. —Ghenni’tiroth ni siquiera fue consciente del movimiento de su lengua humedeciéndole los labios. Había un atisbo de esperanza.

»No puedes derrotarme —dijo K’yorl con seguridad—. Quizás acepte una rendición. —Esa palabra no le hizo gracia a la orgullosa dirigente de la casa cuarta.

»Entonces, una alianza, si es así como quieres llamarlo —aclaró K’yorl al advertir su expresión—. No es un secreto para nadie que mis relaciones con la reina araña no son precisamente buenas.

Ghenni’tiroth retrocedió, sobrecogida, al considerar las implicaciones. Si ayudaba a K’yorl, que no gozaba del favor de Lloth, a derrotar a Baenre, ¿cuáles serían las consecuencias para su casa cuando todo acabara, si es que salía según lo planeado?

—Todo esto es culpa de Baenre —le recordó K’yorl, leyendo todo cuanto pensaba Ghenni’tiroth—. Baenre provocó el abandono de la reina araña —añadió con desdén—. Ni siquiera fue capaz de retener a un prisionero o dirigir un gran ritual apropiadamente.

Sus palabras sonaban acertadas —dolorosamente acertadas— en los oídos de Ghenni’tiroth, que prefería mucho más a la matrona Baenre que a K’yorl Odran. Quiso negarlas y, sin embargo, hacerlo significaba su muerte y la de su casa puesto que la ventaja de K’yorl era patente.

—Quizás aceptaría una rendi… —K’yorl se interrumpió a mitad de la frase y soltó una risita maliciosa—. Tal vez una alianza nos beneficiaría a ambas —rectificó.

Ghenni’tiroth se humedeció los labios otra vez, sin saber qué decisión tomar. No obstante, un vistazo al corazón de Fini’they fue decisivo para convencerla.

—Quizá lo fuera —repuso.

K’yorl asintió con la cabeza y esbozó de nuevo esa taimada e infame mueca conocida en todo Menzoberranzan como una señal de que estaba mintiendo.

Ghenni’tiroth le devolvió la sonrisa… hasta que recordó con quién estaba tratando, hasta que se obligó a recordar la reputación de esta perversa drow, a pesar del tentador y escarnecedor cebo que K’yorl le ofrecía.

—Quizá no —dijo Odran con calma, y Ghenni’tiroth salió lanzada hacia atrás por el impacto de una fuerza invisible, una manifestación física aunque intangible de la poderosa voluntad de K’yorl.

La matrona de Faen Tlabbar se retorció y se sacudió; oyó el crujido de una de sus costillas e intentó gritar contra K’yorl, clamar a Lloth en una última y desesperada súplica, pero sólo emitió un balbuceo incomprensible ya que una mano invisible le oprimía la garganta con fuerza, dejándola sin aire.

Ghenni’tiroth se sacudió una segunda vez, violentamente, y una tercera, y en su pecho sonaron más crujidos a consecuencia de la tremenda presión ejercida sobre la caja torácica. Salió despedida hacia atrás, y habría caído al suelo de no ser porque la voluntad de K’yorl sostenía su esbelta figura con firmeza.

—Lamento que la muerte de Fini’they no fuera suficiente para traer a tu impotente reina araña —la zahirió K’yorl en una actitud descaradamente blasfema.

Los ojos de Ghenni’tiroth se desorbitaron tanto que casi se salían de las cuencas. Su espalda se arqueó de una manera extraña, dolorosísima, y unos ruidos borboteantes siguieron saliendo de su garganta. Clavó las uñas en su propio cuello en un desesperado intento de agarrar la mano invisible, pero sólo consiguió hacerse unos profundos y sangrientos arañazos.

Entonces sonó un último crujido, un chasquido muy fuerte, y la resistencia de Ghenni’tiroth cesó. La presión en su garganta desapareció, aunque de poco le sirvió. La mano intangible de K’yorl la aferró por el cabello y la obligó a agachar la cabeza para que viera el extraño bulto que le sobresalía en el pecho, junto al seno izquierdo.

Los ojos de Ghenni’tiroth se desorbitaron por el terror cuando la pechera de la túnica se desgarró y la piel estalló. De la herida salió un borbotón de sangre y coágulos, y la sacerdotisa se desplomó en el suelo, exánime, junto a la bandeja de platino.

Vio su propio corazón latir por última vez sobre la fuente de sacrificios.

—Tal vez Lloth escuche esta llamada —comentó K’yorl, pero Ghenni’tiroth ya no podía oír sus palabras.

La matrona de Oblodra se acercó al cadáver y cogió el frasco de poción que Ghenni’tiroth llevaba consigo, igual al que todas las mujeres de la casa Faen Tlabbar portaban. La mixtura, un brebaje que imbuía una servidumbre apasionada en los varones drows, era potente… o lo sería, si la magia convencional volvía a sus cauces. Probablemente, este frasco contenía el más potente, y K’yorl lo tenía reservado para cierto jefe mercenario.

K’yorl se encaminó hacia el tapiz de la pared y reclamó a Colmillo Afilado como suya.

Para la vencedora…

Tras echar un último vistazo a la madre matrona muerta, K’yorl recurrió a sus poderes psíquicos y su figura se tornó insustancial, un fantasma que podía caminar a través de las paredes y pasar ante los guardias del recinto bien defendido. Su sonrisa era inmensa, como su seguridad en sí misma, pero, como el avatar de Lloth le había dicho a Baenre, Odran había cometido un error: se había dejado llevar por una venganza personal y había atacado primero a un enemigo menos importante.

En el mismo momento en que K’yorl pasaba a través de las estructuras de la casa Faen Tlabbar, saboreando la muerte de su más odiada enemiga, las matronas Baenre y Mez’Barris Armgo, junto con Triel, Gomph y las madres matronas de las casas quinta a la octava de Menzoberranzan, se reunían en la sala privada situada en la parte posterior de Qu’ellarz’orl, la pequeña meseta que se alzaba en el interior de la gran caverna y en la que se encontraban algunas de las casas drows más importantes, incluida la Baenre. Los ocho se agrupaban en torno a la mesita redonda, cada uno frente a una de las ocho patas del brasero con forma de araña que había sobre el tablero. Todos ellos habían traído consigo sus objetos inflamables más valiosos, y la matrona Baenre tenía el trozo de azufre que el avatar le había dado.

Ninguno lo mencionó, pero todos sabían que ésta podía ser su única oportunidad.