Diplomacia
Con el espeso cabello cobrizo brincando sobre los hombros, Catti-brie se esforzaba furiosamente para mantener a raya las veloces cimitarras del drow. Era una mujer de constitución fuerte, con sesenta kilos de peso y unos músculos desarrollados merced a haber vivido con el clan enano de Bruenor, por lo que el manejo de la forja y el mazo de herrero no le eran ajenos. Ni las armas.
Y esta nueva espada, con su empuñadura de metal blanco esculpida a semejanza de la cabeza de un unicornio, era, con mucho, el arma mejor equilibrada que jamás había manejado. Con todo, Catti-brie estaba pasando apuros, sometida a un duro acoso, superada, de hecho, por su oponente. En los Reinos, pocos espadachines tenían la destreza suficiente para estar a la altura de Drizzt Do’Urden, el vigilante drow.
No era mucho más corpulento que Catti-brie, quizás unos pocos kilos más de peso en su cuerpo de músculos firmes. Su blanco cabello igualaba en longitud y espesor la melena de Catti-brie, y su piel, negra como ébano, brillaba con la transpiración, testimonio de la habilidad de la joven humana.
Las dos cimitarras de Drizzt se cruzaron ante él (una de ellas emitía un fuerte fulgor azulado que traspasaba incluso el almohadillado de protección que cubría su hoja) y después se separaron a los lados, como invitando a Catti-brie a que lanzara una estocada a fondo.
Pero la joven sabía a qué atenerse y ni siquiera lo intentó. Drizzt era demasiado rápido, y podría frenar su espada cerca de la punta con una de las cimitarras en tanto que con la otra realizaría otra parada alternativa un poco más abajo, en sentido contrario, cerca de la empuñadura. Luego, con un simple paso en diagonal hacia un lado siguiendo la trayectoria de la cimitarra más adelantada, Drizzt la tendría a su merced.
Por consiguiente, en lugar de atacar, Catti-brie retrocedió un paso y presentó la espada ante sí. Sus ojos, de un color azul profundo, pasaron a lo largo de la hoja, que estaba forrada con tiras de cuero grueso, y sostuvo la mirada de los ojos, color espliego, del drow.
—¿Desperdicias una oportunidad? —preguntó, burlón, Drizzt.
—Evito una trampa —replicó Catti-brie con presteza.
Drizzt lanzó un ataque fulgurante; sus cimitarras se cruzaron, se separaron y asestaron estocadas atravesadas, una arriba y otra abajo. Catti-brie echó el pie izquierdo hacia atrás y se agazapó al tiempo que giraba la espada para frenar la cimitarra que atacaba por debajo y agachaba la cabeza para eludir la que venía por arriba.
Podría haberse ahorrado la molestia, ya que el ataque cruzado se produjo demasiado pronto, antes de que los pies de Drizzt tuvieran la ocasión de acompañar el movimiento, de manera que las cimitarras sisearon al hender el aire, lejos del blanco.
Catti-brie no desaprovechó el hueco en las defensas del drow y lanzó una estocada a fondo.
Las cimitarras de Drizzt invirtieron la trayectoria con una velocidad increíble y golpearon la hoja de la espada por ambos lados. Pero los pies del elfo oscuro no estaban plantados correctamente para poder seguir el movimiento, para lanzarse a fondo y en diagonal y aprovechar que la espada de Catti-brie había quedado desviada.
La joven se adelantó lateralmente, de manera que consiguió liberar su arma y llevar a cabo el verdadero ataque, un golpe a la cadera de Drizzt.
La parada de revés del drow desbarató en seco su arremetida, desviando la espada en una trayectoria alta e inofensiva.
Se apartaron de nuevo, mirándose a los ojos; Catti-brie sonreía con malicia. En todos los meses de entrenamiento, nunca había estado tan cerca de asestar un golpe al ágil y diestro elfo oscuro.
Sin embargo, su sensación de triunfo se vino abajo ante la expresión de Drizzt, que bajó las puntas de las cimitarras hacia el suelo y sacudió la cabeza con frustración.
—¿Los brazales? —preguntó la joven, refiriéndose a las muñequeras mágicas, unas tiras anchas de cuero negro forradas con relucientes anillas de mithril. Drizzt se las había cogido a Dantrag Baenre, el depuesto maestro de armas de la primera casa de Menzoberranzan, tras derrotarlo en un combate a muerte. Según los rumores, esos brazales hacían que las manos de Dantrag se movieran a una velocidad increíble, dándole ventaja en la lucha.
Después de combatir con el rapidísimo Baenre, Drizzt había llegado a dar crédito a tales rumores, y durante las últimas semanas confirmó las cualidades de los brazales al llevarlos puestos en los entrenamientos. Pero Drizzt no estaba convencido de que tanta rapidez fuera algo positivo. En el combate con Dantrag, había hecho que la supuesta ventaja del maestro de armas se volviera en su contra, ya que se movía demasiado deprisa para variar cualquier ataque iniciado o para improvisar si su adversario ejecutaba una variante inesperada. Ahora, en estos ejercicios de práctica, Drizzt estaba descubriendo otra desventaja en los brazales: sus pies no podían mantener el ritmo de sus manos.
—Aprenderás a utilizarlos —le aseguró Catti-brie.
—La esgrima es un arte de equilibrio y movimiento —explicó Drizzt, que no estaba tan convencido como la joven.
—¡Eres mucho más rápido! —contestó Catti-brie.
—Mis manos son más rápidas —dijo el drow, sacudiendo la cabeza—. No son las manos lo que hacen que un guerrero se alce con la victoria. Son sus pies, al situarlo en la posición más ventajosa para salvar las defensas de su oponente.
—Tus pies se adaptarán al ritmo —opinó Catti-brie—. Dantrag era el mejor guerrero de Menzoberranzan, y tú mismo dijiste que era gracias a los brazales.
Drizzt no podía negar que los brazales habían sido de gran ayuda para Dantrag, pero se preguntó hasta qué punto resultarían beneficiosos para alguien con su destreza, o con la de Zaknafein, su padre. Cabía la posibilidad de que ayudaran a un espadachín menos competente, alguien que dependiera de la velocidad de sus armas. Pero un guerrero completo, el maestro que ha alcanzado la armonía de todos sus músculos, podría ver roto ese equilibrio. O quizá los brazales podrían ayudar a alguien que manejara un arma más pesada, un martillo de guerra como Aegis-fang, por ejemplo. Pero las cimitarras de Drizzt, unas hojas esbeltas de menos de un kilo de peso, perfectamente equilibradas tanto por su manufactura como por la magia, se manejaban sin el menor esfuerzo e, incluso sin llevar puestos los brazales, sus manos se movían más velozmente que sus pies.
—Vamos, ¿a qué esperas? —lo azuzó Catti-brie mientras balanceaba la espada ante sí, entrecerraba los ojos en una mirada de concentración y mecía las esbeltas caderas buscando una postura equilibrada sobre las piernas flexionadas.
Drizzt comprendió que la joven presentía que tenía su oportunidad al alcance de la mano. Había luchado sabiéndose en desventaja con él, y ahora notaba que tenía la ocasión de devolverle uno de los muchos golpes dolorosos que había recibido durante los entrenamientos.
El vigilante respiró hondo y levantó sus armas. Le debía a Catti-brie aquella satisfacción, ¡pero haría que se la ganara a pulso!
Avanzó despacio, simulando una actitud defensiva. La espada de la joven se abalanzó veloz, pero el drow la golpeó dos veces por la izquierda con su mano derecha antes de que se acercara más, y, situando la mano izquierda por encima de la espada presentada, la desvió con una parada hacia abajo.
Catti-brie siguió el impulso de la doble parada e hizo un giro completo que la alejó de su adversario. Cuando finalizó la vuelta, Drizzt, como era de esperar, ya se había adelantado y balanceaba sus cimitarras ante la muchacha.
Aun así, el paciente drow midió su ataque y no arremetió con fuerza ni con precipitación. Sus armas se cruzaron y se apartaron, azuzando a la joven.
Catti-brie gruñó encorajinada y lanzó otra estocada a fondo, decidida a encontrar un hueco en las defensas del escurridizo drow. De nuevo se interpusieron las cimitarras, ejecutando una rápida sucesión de golpes al lado izquierdo de su arma. Al igual que antes, Catti-brie giró sobre sí misma, pero en esta ocasión Drizzt se abalanzó con violencia.
La joven se agachó bruscamente y su trasero rozó el suelo mientras reculaba con precipitación. Las dos armas de Drizzt silbaron en el aire por encima y por delante de la muchacha, ya que, de nuevo, las estocadas se produjeron antes de que los pies del drow pudieran responder adecuadamente para colocarlo en la posición correcta.
Drizzt se sorprendió al ver que Catti-brie ya no estaba frente a él.
Llamaba a este movimiento el «paso fantasma», y se lo había enseñado a la muchacha hacía una semana. El truco estaba en utilizar la espada en movimiento del adversario como un escudo visual para moverse en la zona ciega tan perfecta y rápidamente que el oponente no sabía si te habías echado hacia adelante o hacia un lado, o si, de hecho, te habías deslizado junto a su cadera adelantada.
Sensatamente, el drow varió la trayectoria de la cimitarra más adelantada en un brusco golpe hacia abajo y hacia atrás, ya que Catti-brie lo había pasado, agazapada, por el costado. Su maniobra defensiva fue demasiado rápida, y el impulso situó la cimitarra en un ángulo que sobrepasaba el golpe de contraataque.
Drizzt hizo una mueca de dolor cuando la espada lo golpeó con fuerza en la cadera.
Para Catti-brie, fue un instante de puro deleite. Por supuesto, era consciente de que los brazales entorpecían a Drizzt, haciéndole cometer errores —errores en los que Drizzt Do’Urden no había incurrido desde sus inicios en el arte de la esgrima—, pero aun con los incómodos brazales el drow era un poderoso adversario, capaz de derrotar a la mayoría de los espadachines.
Por consiguiente, para Catti-brie fue una verdadera delicia ver que su nueva espada había dado en el blanco salvando los obstáculos.
Su alegría se disipó momentáneamente ante el apremiante impulso de hundir más la hoja; un impulso dictado por una súbita e inexplicable cólera enfocada directamente contra Drizzt.
—¡Tocado! —dijo el elfo oscuro, la señal de que había sido alcanzado. Y, cuando Catti-brie se irguió y apreció la situación, vio al drow parado a unos cuantos pasos de distancia, frotándose la dolorida cadera.
—Lo siento —se disculpó al comprender que había golpeado con demasiada dureza.
—No te preocupes —respondió Drizzt, socarrón—. Dudo que tu único golpe haya igualado el daño que mis cimitarras te han causado en conjunto. —Los labios del elfo oscuro se curvaron en una sonrisa maliciosa—. O el dolor que sin duda te infligiré en contrapartida.
—En mi opinión, creo que estoy poniéndome a tu altura, Drizzt Do’Urden —respondió la joven con tranquila seguridad—. ¡Darás tus golpes, pero también los recibirás!
Los dos se echaron a reír, y Catti-brie se dirigió a un lado de la habitación y empezó a quitarse el equipo de prácticas.
Drizzt sacó el almohadillado que cubría una de las cimitarras mientras meditaba en las últimas palabras de la joven. Era indiscutible que Catti-brie estaba superándose. Tenía el espíritu de un guerrero, templado por la filosofía de un poeta; una combinación mortífera, no cabía duda. Catti-brie, al igual que Drizzt, prefería hablar para resolver una situación conflictiva antes que recurrir a las armas; pero, si las vías diplomáticas llegaban a un punto muerto, entonces la joven combatiría con pasión y la conciencia tranquila. En esos momentos, todo su espíritu y toda su habilidad saldrían a relucir, y en Catti-brie ambas cualidades eran considerables.
¡Y sólo tenía poco más de veinte años! En Menzoberranzan, si la joven hubiese sido una drow, ahora estaría en Arach-Tinilith, la escuela de Lloth, donde sus firmes principios sufrirían un acoso diario con las mentiras impartidas por las sacerdotisas de la reina araña. Drizzt desechó aquella idea; ni siquiera quería imaginar a Catti-brie en aquel espantoso lugar. En el supuesto de que la joven hubiera ido a Melee-Magthere, la escuela de guerreros, en lugar de la escuela de Lloth, ¿qué tal le habría ido al enfrentarse con los otros jóvenes drows?
Bien, decidió Drizzt. Catti-brie se encontraría entre los primeros de su clase; indudablemente, estaría entre los diez o quince mejores, y su pasión y dedicación la ayudarían a llegar a esos puestos. Drizzt se preguntó cuánto podría mejorar bajo su tutela; su expresión se ensombreció al recordar las limitaciones de la herencia humana de Catti-brie. Él contaba más de sesenta años, un joven apenas pasada la adolescencia según los cánones drows, ya que podría alcanzar los siete siglos de vida, pero cuando Catti-brie llegara a su edad ya sería vieja, demasiado para combatir bien.
Esta idea le causó un gran dolor. A menos que la espada de un enemigo o las garras de un monstruo truncaran su vida, vería envejecer a Catti-brie; la vería morir.
Drizzt volvió la mirada hacia la joven, que se estaba quitando el justillo almohadillado y desabrochándose el protector metálico que le cubría el cuello y los hombros. Debajo del justillo sólo llevaba una camisa de tela ligera, que estaba mojada por la transpiración y se ajustaba a sus formas.
Era una guerrera, eso no lo discutía Drizzt, pero también era una joven muy hermosa, de cuerpo fuerte y bien proporcionado, con el espíritu de un potrillo que está aprendiendo a correr y un corazón apasionado.
El ruido de las lejanas forjas y la repentina amplificación del tintineo del martillo sobre acero deberían haber alertado a Drizzt de que la puerta de la habitación se había abierto, pero la mente del absorto drow no registró el sonido.
—¡Eh! —retumbó una voz a un lado del cuarto.
Drizzt se volvió hacia allí y vio entrar a Bruenor hecho una furia. Casi esperaba que el enano, padre adoptivo —y protector hasta la exageración— de Catti-brie, le preguntara qué infiernos estaba mirando, y el suspiro que soltó Drizzt fue de puro alivio cuando Bruenor, cuya barba rojiza estaba salpicada de saliva, empezó a soltar una diatriba acerca de Piedra Alzada, el asentamiento de los bárbaros situado al sur de Mithril Hall.
Con todo, el drow sintió la sangre agolpada en las mejillas (y esperó que su oscura piel ocultara tal hecho) mientras sacudía la cabeza, se pasaba los dedos por el cabello blanco para apartarlo de su cara, y empezaba a despojarse del equipo de prácticas.
Catti-brie se acercó al tiempo que sacudía la espesa melena cobriza de manera que saltaron unas gotitas de sudor.
—¿Berkthgar está poniéndose difícil? —razonó la joven, refiriéndose a Berkthgar el Intrépido, nuevo jefe de Piedra Alzada.
—Es lo único que sabe hacer —resopló Bruenor.
Drizzt miró a la hermosa Catti-brie. No quería verla envejecer, aunque sabía que lo haría con más gracia que la mayoría.
—Es orgulloso —contestó la joven a su padre—. Y tiene miedo.
—¡Bah! ¿De qué va a tener miedo? Cuenta con dos centenares de hombres fuertes y no hay ningún enemigo a la vista.
—Tiene miedo de no estar a la altura de su predecesor —explicó Drizzt, y Catti-brie asintió con un cabeceo.
Bruenor enmudeció en mitad de otra invectiva y consideró las palabras del drow. Berkthgar vivía a la sombra de Wulfgar, a la sombra del mayor héroe que las tribus bárbaras del lejano valle del Viento Helado habían conocido; el hombre que había matado a Muerte de Hielo, el dragón blanco; el hombre que, a la temprana edad de veinte años, había unido a las feroces tribus y les había mostrado una forma de vida mejor.
El rey enano no creía que ningún humano pudiera brillar con luz propia estando a la sombra de alguien como Wulfgar, y su resignado cabeceo demostró que estaba de acuerdo y admitía la verdad del razonamiento. Una gran tristeza ensombreció su expresión, ya que Bruenor no podía pensar en Wulfgar, el humano al que había considerado como un hijo, sin sentirse apenado.
—¿En qué sentido está planteando dificultades? —preguntó Drizzt con la intención de superar el delicado momento.
—En toda la maldita alianza —contestó Bruenor, enojado.
Drizzt y Catti-brie intercambiaron una mirada de sorpresa. No tenía sentido, por supuesto. Los bárbaros de Piedra Alzada y los enanos de Mithril Hall ya eran aliados, trabajaban codo con codo; la gente de Bruenor extraía el preciado mithril y forjaba con él valiosos objetos, y los bárbaros se ocupaban de las transacciones con los mercaderes de las ciudades cercanas, tales como Nesme, en los Páramos Eternos, o Luna Plateada, en el este. Los dos pueblos, el de Bruenor y el de Wulfgar, habían luchado juntos para expulsar de Mithril Hall a los perversos enanos grises, los duergars, y los bárbaros habían abandonado sus hogares en el lejano valle del Viento Helado y se habían instalado en Piedra Alzada por el mero hecho de su sólida amistad y su alianza con el clan de Bruenor. Era absurdo que Berkthgar estuviera poniendo dificultades; sobre todo ahora, con la perspectiva de un ataque drow cernida sobre sus cabezas.
—Quiere el martillo —explicó Bruenor al advertir las dudas de Drizzt y Catti-brie.
Eso lo explicaba todo. Era el martillo de Wulfgar, el poderoso Aegis-fang que el propio Bruenor había forjado como regalo para Wulfgar durante los años en que el joven bárbaro trabajó al servicio del enano. A lo largo de aquellos años, Bruenor, Drizzt y Catti-brie habían enseñado al joven bárbaro un estilo de vida mejor.
Drizzt comprendió que era lógico que Berkthgar quisiera poseer a Aegis-fang. El martillo de guerra se había convertido en algo más que un arma; había llegado a ser un símbolo para los endurecidos hombres y mujeres de Piedra Alzada. Aegis-fang simbolizaba a Wulfgar y, si Berkthgar convencía a Bruenor para que lo dejara manejarlo, su imagen cobraría importancia a los ojos de su gente y su posición se vería reforzada considerablemente.
Era perfectamente lógico, pero Drizzt sabía que Berkthgar jamás convencería a Bruenor para que le diera el martillo.
El enano estaba mirando a Catti-brie, y Drizzt, al fijarse en ella también, se preguntó si la joven estaría pensando que entregar el martillo al nuevo jefe bárbaro sería algo beneficioso. El drow sabía que la muchacha debía de estar experimentando un torbellino de emociones en estos momentos. Ella y Wulfgar habían planeado casarse; habían crecido y habían dejado atrás la adolescencia juntos; habían aprendido muchas lecciones de la vida uno al lado del otro. ¿Podría Catti-brie superar esas emociones, el dolor de su pérdida, y seguir el curso lógico para sellar la alianza?
—No —dijo por fin la muchacha, con resolución—. No tendrá el martillo.
Drizzt hizo un gesto de asentimiento; se alegraba de que Catti-brie no renunciara al recuerdo de Wulfgar, al amor que había sentido por aquel hombre magnífico. También él lo había querido como a un hermano, y no podía imaginar a otro, ya fuera Berkthgar o el mismísimo dios Tempus, manejando a Aegis-fang.
—En ningún momento he tenido intención de dárselo —ratificó Bruenor. Agitó un puño en el aire con gesto iracundo; los músculos de su brazo se marcaban poniendo de manifiesto su tensión—. ¡Pero, si ese bastardo hijo de reno insiste en pedírmelo, voy a darle algo más que una negativa, podéis estar seguros!
Drizzt vio que se estaba fraguando un grave problema. Berkthgar quería el martillo, eso era comprensible, incluso previsible; pero el joven y ambicioso cabecilla bárbaro no se daba cuenta, al parecer, de la magnitud de su pretensión. La situación podía convertirse en algo mucho peor que una simple tirantez entre aliados, y Drizzt lo sabía. Esto podía conducir a un enfrentamiento abierto entre ambos pueblos, pues el drow no había dudado ni por un solo momento que la amenaza de Bruenor iba en serio. Si Berkthgar exigía el martillo como precio de una ayuda que debería ser incondicional, tendría suerte si regresaba a la superficie de una sola pieza.
—Drizzt y yo iremos a Piedra Alzada —ofreció Catti-brie—. Haremos que Berkthgar dé su palabra sin obtener nada a cambio.
—¡Ese chico es un necio! —rezongó Bruenor.
—Pero su gente no lo es —añadió Catti-brie—. Quiere el martillo para reforzar su imagen de líder. Le enseñaremos que pedir algo a lo que no tiene derecho no encumbra su posición, sino todo lo contrario.
Era toda una mujer, firme, apasionada y muy inteligente, se dijo Drizzt para sus adentros mientras contemplaba a la joven. Llevaría a cabo lo que había dicho. Catti-brie y él irían a Piedra Alzada y regresarían a Mithril Hall con todo lo que la joven acababa de prometer a su padre.
El drow soltó un suspiro largo y profundo mientras la muchacha y el enano se separaban; Catti-brie fue a recoger sus cosas amontonadas a un lado de la habitación. Drizzt advirtió la esperanza renovada en el vehemente enano por su manera de andar, como si hubiera cobrado nuevos bríos. ¿Cuántos años más reinaría Bruenor Battlehammer?, se preguntó Drizzt. ¿Cien, doscientos?
A menos que el arma de un enemigo o las garras de algún monstruo acortaran su vida, el enano, también, vería envejecer y morir a Catti-brie.
Era una idea que Drizzt, al mirar la viveza y el dinamismo en los andares en esta joven potrilla, no soportaba imaginar siquiera.
Khazid’hea, o la Cercenadora, aguardaba pacientemente en la cadera de Catti-brie, superada ya la cólera inicial. La espada viviente estaba complacida con los progresos de la joven como guerrera. Era competente, no lo negaba, pero Khazid’hea anhelaba más: quería ser manejada por el espadachín más diestro.
Y, en estos momentos, esa persona era Drizzt Do’Urden.
La espada había ido tras de Drizzt cuando el drow renegado había matado a su anterior usuario, Dantrag Baenre. Khazid’hea había cambiado su empuñadura, como solía hacer habitualmente, transformando la talla de una cabeza de demonio (con la que había engatusado a Dantrag) por otra de unicornio, sabedora de que era el símbolo de la diosa de Drizzt Do’Urden. Con todo, el vigilante drow había pedido a Catti-brie que se quedara la espada, ya que él prefería utilizar las cimitarras.
¡Prefería las cimitarras!
¡Cómo deseó Khazid’hea ser capaz de alterar la forma de su hoja como hacía con la empuñadura! Si hubiera podido curvar la cuchilla, acortarla y engrosarla…
Pero tal cosa le resultaba imposible, y Drizzt no manejaría una espada. La mujer era buena espadachina, y estaba haciendo grandes progresos. Era humana, y no parecía probable que viviera lo suficiente para llegar a igualar la habilidad de Drizzt, pero si conseguía inducirla a acabar con el drow…
Había muchas maneras para llegar a ser la mejor.
La matrona Baenre, marchita y demasiado vieja para seguir viva, aun siendo una drow, se encontraba en la gran capilla de la primera casa de Menzoberranzan, su casa, observando el lento progreso de los trabajadores esclavos en su intento de extraer la estalactita que se había desplomado sobre la cúpula de la estructura. Sabía que el lugar estaría reparado muy pronto. Los escombros esparcidos por el suelo ya habían sido retirados, y las manchas de sangre de la docena de drows que habían muerto en la tragedia se habían limpiado hacía tiempo.
Pero el dolor de ese momento, el gran bochorno experimentado por la matrona Baenre en presencia de todas las madres matronas más importantes de Menzoberranzan en el preciso instante en que esperaba alcanzar el pináculo de su gloria, no había desaparecido. La estalactita, semejante a una lanza, había atravesado el techo, pero era como si hubiera atravesado el corazón de la matrona Baenre. Había forjado una alianza entre las bélicas casas de la ciudad drow; una unión consolidada con la promesa de una mayor gloria cuando el ejército drow conquistara Mithril Hall.
Una mayor gloria para la reina araña. Una mayor gloria para la matrona Baenre.
Una gloria hecha añicos por la punta de una estalactita, por la huida de ese renegado, Drizzt Do’Urden. A manos de Drizzt, había perdido a su hijo mayor, Dantrag, quizás el mejor maestro de armas de Menzoberranzan. A manos de Drizzt, había perdido a una de sus hijas, la perversa Vendes. Y, lo más doloroso de todo para ella, había perdido, también a manos de Drizzt y de sus amigos, la alianza, la promesa de una mayor gloria, ya que cuando las otras madres matronas, las regentes de Menzoberranzan y sus sacerdotisas, habían presenciado cómo la estalactita hendía el techo de la capilla, el lugar más sagrado de Lloth, durante la celebración de un gran ritual, su convencimiento de que la diosa apoyaba tanto la alianza como la inminente guerra se había desmoronado. Habían abandonado la casa Baenre con precipitación, de vuelta a sus propias casas, donde sellaron puertas e intentaron discernir la voluntad de Lloth.
La posición de la matrona Baenre había sufrido un duro revés.
Sin embargo, a pesar de todo lo ocurrido, la primera madre matrona estaba convencida de que podía rehacer la alianza. En un collar que llevaba puesto, guardaba un anillo hecho con el diente de un antiguo rey enano, Gandalug Battlehammer, patriarca del clan Battlehammer y fundador de Mithril Hall. La matrona Baenre poseía el espíritu de Gandalug y podía obligarlo a darle información acerca de los caminos que conducían a las minas enanas. A pesar de la huida de Drizzt, los elfos oscuros podían marchar hacia Mithril Hall, podían castigar al renegado y a sus amigos.
Era capaz de rehacer la alianza, pero, por alguna razón que escapaba a la comprensión de la matrona Baenre, Lloth, la reina araña, la había detenido. Las yochlols, doncellas de la diosa, habían venido a ella y le habían advertido que renunciara de momento a la alianza y enfocara toda su atención en su familia y en asegurar las defensas de su casa. Era una orden que ninguna sacerdotisa de la reina araña osaría desobedecer.
Oyó el sonoro taconeo de unas botas sobre el suelo, a sus espaldas, y el tintineo de innumerables joyas; no tuvo que volverse para saber que Jarlaxle había entrado.
—¿Has hecho lo que te pedí? —inquirió, sin apartar la mirada de los afanosos trabajos que se llevaban a cabo en la cúpula.
—También te saludo, primera madre matrona —respondió el siempre sarcástico varón.
Aquello hizo que Baenre girara sobre los talones para mirarlo; la envejecida mujer frunció el entrecejo, como ella y muchas de las otras regentes de Menzoberranzan hacían cuando miraban al mercenario.
Era todo un espectáculo… No podía describírselo de otra manera. Los elfos oscuros de Menzoberranzan, particularmente los varones de bajo rango, vestían, por lo general, ropas prácticas y discretas, túnicas de tonos oscuros con adornos de arácnidos o telas de arañas, o pantalones negros bajo la flexible cota de malla. Y, casi siempre, tanto los varones como las mujeres drows llevaban piwafwis, unas capas oscuras de camuflaje que podían ocultarlos a los ojos vigilantes de sus muchos enemigos.
Pero eso no rezaba con Jarlaxle. Llevaba la cabeza afeitada y siempre cubierta con un ostentoso sombrero de ala ancha adornado con la gigantesca pluma de una diatryma. En lugar de un manto o una túnica, lucía una brillante capa que reflejaba toda la gama de colores, tanto a la luz normal como con el espectro infrarrojo. Su chaleco era de talle alto, de manera que dejaba a la vista los firmes músculos de su estómago, y llevaba un amplio surtido de anillos, collares, brazaletes, e incluso aros en los tobillos, que tintineaban escandalosamente, pero sólo cuando el mercenario así lo quería. Lo mismo que ocurría con sus botas, que habían sonado con tanta claridad en el suelo de la capilla, aquellas joyas podían ser silenciadas por completo.
La matrona Baenre advirtió que el parche que el mercenario llevaba por costumbre hoy le tapaba el ojo izquierdo, pero ignoraba qué significaba aquello, si es que significaba algo.
¿Quién sabía la magia que tenía ese parche, o esas joyas o esas botas, o las dos varitas que llevaba metidas en el cinturón, o la hermosa espada que colgaba en su cadera? La matrona Baenre pensaba que aquellos objetos, incluso una de las varitas, eran meras falsificaciones con poca o ninguna propiedad mágica aparte, quizá, de la facultad de no hacer ruido. La mitad de lo que Jarlaxle hacía era un fraude, pero la otra mitad era taimado y, sobre todo, mortífero.
Ese era el motivo por el que el presuntuoso mercenario resultaba tan peligroso.
Ese era el motivo por el que la matrona Baenre odiaba a Jarlaxle tanto y por el que lo necesitaba tanto. Era el jefe de Bregan D’aerthe, una organización de espías, ladrones y asesinos, casi todos ellos varones delincuentes que se habían visto privados de sus casas cuando sus familias quedaron arrasadas en una de las muchas guerras internas. Tan misteriosa como su peligroso jefe, se sabía muy poco de la organización y se ignoraba incluso quiénes eran sus miembros, pero era muy poderosa —tanto como la mayoría de las casas establecidas de la ciudad— y muy eficaz.
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó la matrona Baenre sin andarse por las ramas.
—Me llevaría siglos relacionarlo todo —replicó el engreído malhechor.
Los relucientes ojos rojizos de la matrona Baenre se estrecharon, y Jarlaxle comprendió que la mujer no estaba de humor para sarcasmos. Estaba asustada y, considerando la catástrofe acaecida durante el gran ritual, tenía motivos para estarlo.
—No he descubierto ninguna conspiración —admitió el mercenario con sinceridad.
La matrona abrió mucho los ojos y se echó hacia atrás, sorprendida por la respuesta tan directa. Ni que decir tiene que había dispuesto unos hechizos que le permitían detectar cualquier mentira dicha por el mercenario. Y, por supuesto, Jarlaxle lo sabía. Para el astuto mercenario esos hechizos nunca habían representado ningún problema, ya que era capaz de soslayar cualquier pregunta de manera que, sin decir realmente la verdad, tampoco incurría en la mentira.
Pero, esta vez, respondía abiertamente, yendo directo al grano. Que la matrona supiera, estaba diciendo la verdad.
La matrona no podía aceptarlo. Quizá su hechizo no funcionaba como era debido. Quizá Lloth la había abandonado por su fracaso y, en consecuencia, era incapaz de percibir si Jarlaxle hablaba o no con sinceridad.
—La matrona Mez’Barris Armgo —prosiguió el mercenario, refiriéndose a la madre matrona de Barrison Del’Armgo, la segunda casa de la ciudad— sigue siendo leal a ti y a tu causa, a pesar de… —Vaciló, buscando la palabra adecuada. Por fin añadió—: La interrupción del gran ritual. La matrona Mez’Barris ha ordenado incluso a su guarnición que esté dispuesta por si se emprende la marcha hacia Mithril Hall como estaba previsto. Y están más que ansiosos por ir, te lo puedo asegurar, sobre todo después de… —El mercenario hizo otra pausa y suspiró con fingida tristeza.
La matrona Baenre comprendió su razonamiento. Era lógico que Mez’Barris estuviera ansiosa por marchar contra Mithril Hall, ya que, con Dantrag Baenre muerto, su propio maestro de armas, el poderoso Uthegental, era el mejor guerrero de la ciudad, indiscutiblemente. Si Uthegental conseguía derrotar al renegado Do’Urden, la casa Barrison Del’Armgo alcanzaría una gran gloria.
Sin embargo, esa misma lógica y la afirmación de Jarlaxle, que parecía totalmente sincera, aliviaron los temores de la matrona Baenre, ya que sin el apoyo de Barrison Del’Armgo ninguna unión entre las casas de Menzoberranzan podía amenazar a la casa Baenre.
—Han surgido enredos sin importancia entre tus hijos supervivientes, por supuesto —prosiguió Jarlaxle—. Pero apenas mantienen contacto, y, si alguno de ellos planea algo en tu contra, será sin la ayuda de Triel, que ha estado muy atareada en la Academia desde la huida del renegado.
La matrona Baenre se las ingenió para disimular su alivio ante este comentario. Si Triel, la más poderosa de sus hijas y sin duda una de las que gozaba de mayor favor por parte de Lloth, no estaba planeando levantarse contra ella, no parecía probable que hubiera una conspiración interna para derrocarla.
—Se espera que nombres a Berg’inyon maestro de armas muy pronto, y Gomph no se opondrá a ello —comentó Jarlaxle.
La matrona Baenre asintió con un cabeceo. Gomph era su hijo mayor y, como archimago de Menzoberranzan, tenía más poder que cualquier otro varón de la ciudad (salvo, quizás, el astuto Jarlaxle). Gomph no desaprobaría el nombramiento de Berg’inyon como maestro de armas de la casa Baenre. La matrona tenía que admitir que el orden de rango entre sus hijas también parecía estable. Triel ocupaba el puesto de dama matrona de Arach-Tinilith en la Academia, y, aunque las hijas que quedaban en la casa podían disputar por las tareas y poderes que la muerte de Vendes había dejado vacantes, no era un asunto por el que tuviera que preocuparse.
La matrona Baenre volvió la vista hacia la estalactita que Drizzt y sus compañeros habían hecho caer sobre el techo de la capilla, y no se sintió satisfecha. En la cruel e implacable Menzoberranzan, la satisfacción y el inevitable ensoberbecimiento que conllevaba a menudo conducían a una muerte prematura.