28

El hijo de Beornegar

Cattibrie vio llegar a Regis trastabillando por la loma, a la izquierda del iceberg. Vio a Drizzt y a Bruenor, apoyándose pesadamente el uno en el otro, salir de la cueva. Y vio a Kierstaad, echado sobre el hombro de…

Cepa, con sus conjuros curativos, había reanimado mucho a la mujer, así que la enana se sobresaltó cuando Cattibrie soltó un grito entrecortado y cayó de rodillas al suelo. La sacerdotisa la miró con preocupación, y después siguió su mirada pasmada y comprendió al punto el motivo de su reacción.

—¡Eh! —exclamó al tiempo que se rascaba la mejilla—. ¿No es ése…?

—Wulfgar —musitó Catti-brie.

Regis se reunió con los cuatro hombres al borde del iceberg, y casi se cayó de espaldas al ver a quién habían rescatado de las garras del perverso Errtu. El halfling empezó a emitir sonidos ininteligibles y se arrojó en brazos del bárbaro; Wulfgar, de pie sobre el resbaladizo hielo y con Kierstaad cargado al hombro, se desplomó hacia atrás y faltó poco para que se rompiera la cabeza.

Pero al gigantesco bárbaro no le importó. Errtu y sus malvados secuaces habían desaparecido, y era un momento de alegría y celebración.

O casi.

Drizzt buscaba frenéticamente por toda la zona delante de la cueva, maldiciéndose sin cesar por perder la fe en sí mismo y en sus amigos. Le preguntó a Regis, y después hizo lo mismo con Cattibrie y Cepa, pero ninguno de ellos la había visto.

La figurilla que permitía al drow llamar a Guenhwyvar había desaparecido, tragada por las oscuras aguas.

Con Drizzt sumido en un ataque de angustia y frenesí, Bruenor se hizo cargo de la situación y puso a trabajar a los amigos. La primera orden fue traer a Cattibrie y a Cepa hasta el iceberg, y cuanto antes, ya que Drizzt, Wulfgar y él mismo estaban mojados y medio congelados, y Kierstaad precisaba asistencia inmediata de la sacerdotisa.

Sobre el témpano, Cepa sacó un gancho y una cuerda fuerte de su mochila; con la práctica de una experta escaladora, lanzó el garfio al iceberg, y lo clavó a menos de tres metros de sus compañeros. Bruenor lo aseguró rápidamente, y después fue junto a Wulfgar, que ya estaba tirando con todas sus fuerzas para acercar el témpano flotante hacia el iceberg, halando aún con más empeño al ver a Cattibrie, su amor, la mujer que iba a ser su esposa años atrás.

Drizzt no los ayudó. Se arrodilló al borde del hielo y metió las cimitarras en el agua intentando iluminarla.

—¡Necesito alguna protección para poder zambullirme! —le gritó a Cepa, que a su vez tiraba del otro extremo de la cuerda mientras procuraba ofrecer alguna palabra de consuelo al angustiado vigilante.

Regis, de pie al lado de Drizzt, sacudió la cabeza con pesimismo. El halfling había echado una línea con peso en el extremo; se había sumergido ya quince metros en el agua y todavía no había tocado fondo. Aun en el caso de que Cepa pudiera ejecutar un conjuro que mantuviera la temperatura corporal de Drizzt y le permitiera respirar bajo el agua, al vigilante no le sería posible permanecer demasiado tiempo a tanta profundidad ni encontrar la figurilla negra en el oscuro mar.

Cattibrie y Bruenor intercambiaron un rápido abrazo en la orilla, y Cepa fue directamente hacia Kierstaad para ocuparse de él; entonces, la joven y Wulfgar se encontraron frente a frente, en una situación incómoda.

El aspecto del bárbaro era realmente desarrapado, con el rubio cabello desgreñado, la barba larga hasta la mitad del pecho, y los ojos hundidos. Seguía siendo gigantesco, muy musculoso, pero se advertía cierta flojedad en sus miembros, y Cattibrie comprendió que se debía más a un desmoronamiento anímico que a una atonía física. Pero era Wulfgar, y, fueran cuales fueran las cicatrices que Errtu hubiera dejado marcadas en él, a la mujer le parecieron irrelevantes en ese momento.

A Wulfgar el corazón le latía alocadamente en el pecho. Cattibrie no había cambiado mucho. Quizá su cuerpo estaba un poco más lleno, pero en sus ojos de un color azul profundo seguía alentando aquella chispa, aquel amor por la vida y la aventura, aquel espíritu indomable.

—Creía que habías… —empezó la joven, pero enmudeció e inhaló honda y prolongadamente—. Jamás te he olvidado.

Wulfgar la tomó en sus brazos y la estrechó contra sí. Trató de decirle algo, de explicarle que sólo su recuerdo lo había mantenido vivo durante su terrible experiencia. Pero le fue imposible pronunciar una sola palabra, así que se limitó a estrecharla con fuerza mientras las lágrimas brotaban en los ojos de los dos.

Para Bruenor era una imagen conmovedora, y también para Regis, Cepa y Drizzt, aunque el drow no estaba en condiciones de asimilarla plenamente y sentir alegría. Se había quedado sin Guenhwyvar, y su pérdida era tan grande como la de su padre, como la de Wulfgar. Durante muchos años, la pantera había sido su compañera, la única en infinidad de ocasiones, su amiga del alma.

Se sentía incapaz de despedirse de ella.

Fue Kierstaad, al recobrar el conocimiento gracias a la magia curativa de la enana, el que rompió el embrujo. El bárbaro se dio cuenta del peligro que corrían todavía, sobre todo teniendo en cuenta la creciente oscuridad de las nubes y la rapidez con que el corto día llegaba a su fin. Aquí hacía mucho más frío que en la tundra, y no disponían de combustible para hacer fuego.

El joven bárbaro conocía un modo diferente de cobijarse. Todavía en el suelo, apoyado en los codos, sustituyó a Bruenor en la tarea de dirigir al grupo. Valiéndose de Khazid’hea, Cattibrie cortó bloques de hielo, y los demás empezaron a apilarlos siguiendo las instrucciones de Kierstaad; poco después tenían terminada una estructura abovedada: un iglú.

Justo a tiempo, ya que la sacerdotisa enana había agotado sus conjuros y el frío empezaba a apoderarse de los compañeros. A no mucho tardar, las nubes se abrieron y empezaron a descargar una cellisca torrencial, seguida de una violenta tormenta de nieve.

Pero dentro de su refugio los compañeros estaban a salvo y calientes.

A excepción de Drizzt. Sin Guenhwyvar, el drow tenía la impresión de que nunca volvería a sentir calor.

El nuevo día amaneció gris, y el aire soplaba aún más frío que la gélida noche anterior. Por si fuera poco, los amigos descubrieron que se habían quedado aislados, atrapados, pues el vendaval nocturno había movido el hielo que daba tan apropiado nombre a este mar, y el iceberg en el que se encontraban se había desplazado muy lejos de los demás para cruzar al otro lado.

Kierstaad, que se sentía mucho mejor, ascendió a la cresta de iceberg y, llevándose el cuerno a los labios, sopló con todas sus fuerzas.

Pero la única respuesta que obtuvo fueron los ecos de su llamada, resonando a través de la lisa y oscura superficie del agua tras chocar contra las otras elevaciones de hielo.

Drizzt pasó la mañana orando a Mielikki y a Gwaeron Viento de Tormenta, pidiéndoles su guía, suplicándoles que le devolvieran a la pantera, su inestimable amiga. Quería que Guenhwyvar saliera del fondo del mar, que volviera junto a él, y rezó para que ocurriera así, pero Drizzt sabía que ésa no era la forma de conseguirlo.

Entonces tuvo una idea. No sabía si estaba inspirada por la diosa o se le había ocurrido a él, pero no le importaba. Se dirigió a Regis primero; Regis, que había tallado objetos tan maravillosos con el hueso de las truchas de cabeza de jarrete; Regis, que había creado el unicornio que colgaba del cuello del drow.

El halfling cortó un trozo de hielo de tamaño adecuado y empezó a trabajar, en tanto que Drizzt se retiraba a un extremo del iceberg, lo más lejos posible de los demás, y empezaba a llamar.

Al cabo de dos horas, el drow regresaba acompañado por una nueva amiga, una joven foca. Como vigilante, Drizzt era un experto en animales, sabía cómo comunicarse con ellos en términos rudimentarios, y conocía qué movimientos los asustaban y cuáles les daban confianza. A su vuelta, se alegró de ver que Cattibrie y Bruenor, utilizando un arco y una burda red tejida con apresuramiento, habían capturado algunos peces. El drow cogió uno y se lo echó a la joven foca.

—¡Eh! —protestó el enano, y entonces su semblante se animó—. Sí, haces bien —dijo mientras se frotaba las manos, creyendo entender la intención del drow—. Engorda bien a esa cosa.

El gesto ceñudo de Drizzt, el más severo que Bruenor había visto nunca, puso fin a su entusiasmo.

El vigilante se acercó a Regis, y se quedó sorprendido y encantado con el trabajo realizado por el halfling. Lo que antes sólo era un pedazo informe de hielo, ahora se había convertido en una copia casi exacta, en tamaño y forma, de la figurilla de ónice.

—Habría quedado mejor si hubiera tenido más tiempo —empezó a decir Regis, pero Drizzt lo hizo callar agitando una mano. La talla era suficientemente buena.

Empezaron a adiestrar a la foca. Drizzt arrojaba la figura de hielo al agua y gritaba «¡Guen!» mientras que Regis corría al borde del iceberg y pescaba la estatuilla con la red que Bruenor había tejido. Cuando el halfling volvía con la red y la figurilla junto a Drizzt, el drow lo premiaba con uno de los peces. Lo repitieron una y otra vez, y, por fin, Drizzt puso la red en la boca de la foca, arrojó la figura al agua, y gritó: ¡Guen!

Como era de esperar, la avispada criatura resopló y, zambulléndose en el agua, recuperó rápidamente la talla hecha por el halfling. Drizzt miró a sus amigos, esbozando una sonrisa de esperanza, mientras echaba un pez a la hambrienta foca.

Siguieron con la misma rutina durante veinte minutos, y cada lanzamiento, de la talla llegaba un poco más lejos en las oscuras aguas. Todas las veces, la foca la recuperó sin problemas, y, del mismo modo, fue recompensada con aplausos y, lo más importante, con un pez.

Entonces decidieron tomarse un descanso, ya que la foca estaba cansada y ya no tenía hambre.

Las horas que siguieron fueron interminables para el pobre Drizzt. Permaneció sentado dentro del iglú, calentándose junto a sus amigos, mientras los demás no paraban de hablar, en especial con Wulfgar, procurando que el bárbaro volviera de nuevo al mundo de los vivos.

Era dolorosamente obvio para todos, sobre todo para Wulfgar, que todavía le quedaba mucho camino por delante.

Durante ese tiempo, Kierstaad salió varias veces del iglú y tocó el cuerno. El joven bárbaro empezaba a estar muy preocupado, pues se iban alejando cada vez más de la orilla, y no parecía que hubiera forma de volver a sus hogares. Podían pescar, y la sacerdotisa enana, así como el iglú, les proporcionaban calor y abrigo, pero en pleno mar de Hielo Movedizo era imposible sobrevivir a lo largo de todo un invierno. Kierstaad sabía que, al final, una ventisca los alcanzaría, los enterraría en su iglú mientras dormían, o un hambriento oso blanco llegaría a su puerta.

Drizzt reanudó su trabajo con la foca esa tarde, y lo terminó haciendo que Regis distrajera al animal mientras él chapoteaba en el agua con la mano y gritaba el nombre de la pantera, simulando haber arrojado la figura de hielo.

La foca saltó al mar, excitada, pero aquello no duró mucho, y, transcurrido un rato, el frustrado animal subió de nuevo al iceberg y empezó a lanzar una especie de ladrido, protestando.

Drizzt no la recompensó.

El drow dejó a la foca dentro del iglú esa noche y gran parte de la mañana siguiente. Necesitaba que estuviera hambrienta, muy hambrienta, pues sabía que el tiempo se les estaba acabando. Su única esperanza era que el iceberg no hubiera flotado a la deriva demasiado lejos de la figurilla.

Tras un par de lanzamientos, el drow utilizó la misma táctica del día anterior y envió a la foca a una búsqueda inútil. Pasaron varios minutos y, cuando le pareció que la foca daba señales de frustración, Drizzt soltó la figurilla en el agua con disimulo.

La feliz foca la localizó y la sacó, y recibió su premio.

—No se hunde —comentó Regis, descubriendo cuál era el problema—. Tenemos que conseguir que la foca se acostumbre a bucear para sacarla.

Siguiendo esta lógica, cargaron la estatuilla con el gancho de escalar de Cepa, que Wulfgar dobló con facilidad. Drizzt tuvo cuidado en los siguientes dos lanzamientos, asegurándose de que la foca podía seguir el descenso de la figurilla. El despierto animal lo hizo a la perfección, sumergiéndose en las oscuras aguas hasta perderse de vista, y regresando con la figurilla en ambas ocasiones.

A continuación intentaron la estratagema otra vez, distrayendo a la foca mientras Drizzt chapoteaba con la mano en el agua, y todos contuvieron el aliento cuando el animal buceó y desapareció.

Emergió a unos cuantos metros del iceberg, ladró a Drizzt, y volvió a zambullirse. Esto ocurrió muchas veces.

Y entonces la foca emergió justo al bordé del iceberg y subió de un salto, alegre, al lado de Drizzt, cumplida su misión.

En la red estaba la figurilla de Guenhwyvar.

Los amigos lanzaron una estruendosa aclamación, y Kierstaad sopló el cuerno como un poseso. Esta vez, la llamada del joven bárbaro fue respondida por algo más que el eco. Kierstaad miró a los otros, esperanzado, y volvió a soplar.

Deslizándose sobre el neblinoso mar apareció un bote, con Berkthgar de pie en la proa y una partida de enanos y bárbaros remando con todas sus fuerzas.

Kierstaad tocó el cuerno otra vez y después se lo tendió a Wulfgar, que lanzó la nota más clara que jamás se había escuchado en el valle del Viento Helado.

A través de las oscuras aguas, Berkthgar lo miró, y también lo hizo Revjak. Fue un momento de desconcierto y júbilo, incluso para el orgulloso cabecilla bárbaro.

La noche de su regreso a las minas enanas, Drizzt se retiró, perturbado por un cúmulo de emociones encontradas. Estaba muy contento, increíblemente emocionado, de tener a Wulfgar de nuevo a su lado, y de haber salido de un enfrentamiento con enemigos tan poderosos junto a todos sus amigos, incluida Guenhwyvar, virtualmente ilesos.

Pero el drow no podía evitar pensar en su padre. Durante meses había dirigido todos sus esfuerzos para alcanzar una meta que creía lo llevaría hasta Zaknafein. Había fantaseado con estar junto a su padre y mentor otra vez, y, aunque ni por un momento lamentaba que el prisionero de Errtu fuera Wulfgar y no Zaknafein, no le resultaba fácil olvidar esas fantasías.

Se fue a dormir en un estado de desasosiego, y tuvo un sueño.

Una presencia fantasmal lo despertó en su cuarto, y su primera reacción fue coger sus cimitarras, pero se frenó en seco y cayó de espaldas en el lecho al reconocer el espíritu de Zaknafein.

—Hijo mío —le dijo el fantasma, que sonreía cálidamente; era un padre orgulloso, un alma contenta—. Todo me va bien, mejor de lo que puedas imaginar.

Drizzt se había quedado sin habla, pero su expresión hacía las preguntas que había en su corazón.

—Me invocó un viejo clérigo —explicó Zaknafein—. Dijo que necesitabas saber lo que era de mí. Adiós, hijo mío. Quédate con tus amigos y con tus recuerdos, y ten siempre presente que volveremos a encontrarnos.

Sin más, el fantasma desapareció.

Drizzt lo recordó todo a la mañana siguiente con absoluta nitidez, y se sintió inmensamente aliviado. La lógica le decía que había sido un sueño, hasta que cayó en la cuenta de que el fantasma le había hablado en el idioma drow y de que el viejo clérigo al que Zaknafein se había referido sólo podía ser Cadderly.

El vigilante ya tenía decidido ir a Espíritu Elevado después del invierno para llevar la Piedra de Cristal —encerrada a buen recaudo en el cofre protector— como había prometido.

A medida que los días pasaban y el recuerdo de la fantasmal entrevista permanecía indeleble en su mente, el drow encontró verdadera paz de espíritu, pues llegó a la firme convicción de que no había sido un sueño.

—Me han ofrecido la jefatura de la tribu —le dijo Wulfgar a Drizzt.

Era una fría y despejada mañana invernal, más de dos meses después de su regreso del mar de Hielo Movedizo, y los dos amigos estaban fuera de las minas enanas. Drizzt meditó sobre esta noticia, que no lo pillaba de sorpresa, y en la mejoría física experimentada por su amigo en estos meses. Luego sacudió la cabeza; Wulfgar no se había recobrado todavía, y no debería asumir la carga de tal responsabilidad.

—Lo rechacé —admitió el bárbaro.

—Aún es pronto —le dijo Drizzt con voz animosa.

Wulfgar alzó la vista hacia el cielo, del mismo color que sus ojos, que volvían a brillar tras seis años de tinieblas.

—Jamás lo aceptaré —manifestó—. No es mi sitio.

Drizzt no estaba seguro de coincidir con esa opinión. Se preguntó hasta qué punto la negativa de Wulfgar se debía al abrumador reajuste que el bárbaro intentaba llevar a cabo. Incluso las cosas más sencillas de esta vida parecían extrañas para el pobre Wulfgar. Se sentía incómodo con todo el mundo, en especial con Cattibrie, aunque a Bruenor y a Drizzt no les cabía la menor duda de que la chispa entre los dos empezaba a alentar de nuevo.

—Sin embargo, aconsejaré a Berkthgar —prosiguió el bárbaro—. Y no admitiré hostilidades entre su pueblo, mi pueblo, y las gentes del valle del Viento Helado. ¡Todos tenemos enemigos reales de sobra sin buscarnos otros! —Drizzt estaba completamente de acuerdo con él.

»¿La quieres? —preguntó de improviso Wulfgar, pillando desprevenido al drow.

—Por supuesto que sí —respondió Drizzt con sinceridad—. Como también te quiero a ti, y a Bruenor, y a Regis.

—No me interpondré si… —empezó Wulfgar, pero lo interrumpió la risa de su amigo.

—Eso es algo que ni a ti ni a mí nos corresponde decidir, sino a Catti-brie —explicó el vigilante—. Recuerda lo que tuviste, amigo mío, y recuerda que, por tu estupidez, estuviste a punto de perderlo.

Wulfgar miró al drow larga e intensamente, decidido a hacer caso de su sabio consejo. Cattibrie era la única que podía disponer de su vida, y, decidiera lo que decidiera o eligiera a quien eligiera, Wulfgar siempre estaría entre amigos.

El invierno sería largo y frío, con continuas y fuertes ventiscas y terriblemente monótono. Las cosas no volverían a ser lo mismo entre los amigos; eso era imposible después de todo lo que les había ocurrido, pero estarían de nuevo unidos, en sus corazones y en sus espíritus. ¡Que nadie, ni mortal ni demonio, intentara separarlos otra vez!

Era una de esas perfectas noches primaverales en el valle del Viento Helado, no muy fría pero con una brisa lo bastante fresca para poner la piel de gallina. El cielo relucía con una multitud de estrellas. Drizzt era incapaz de distinguir dónde terminaba el firmamento y dónde empezaba la oscura tundra, pero eso no les importaba ni a él, ni a Bruenor ni a Regis. Guenhwyvar también estaba contenta, y merodeaba por las rocas bajas de la Escalada de Bruenor.

—Son amigos otra vez —dijo el enano, refiriéndose a Catti-brie y a Wulfgar—. Él la necesita ahora, y ella lo está ayudando a volver a la vida.

—No se olvidan así como así seis años de tormento a manos de un demonio como Errtu —se mostró de acuerdo el halfling.

Drizzt sonrió cálidamente, pensando que sus amigos habían vuelto a encontrar su lugar el uno junto al otro. Esa idea, desde luego, condujo al drow a plantearse cuál era su sitio.

—Creo que iré a reunirme con Deudermont en Luskan —anunció de pronto, inesperadamente—. Y, si no es allí, entonces será en Aguas Profundas.

—Condenado elfo, ¿de qué huyes esta vez? —repuso Bruenor.

Drizzt se volvió a mirarlo y soltó una carcajada.

—No huyo de nada, mi buen enano —replicó—. Pero tengo que hacerlo, primero porque di mi palabra, y segundo porque es en bien de todos. He de llevar la Piedra de Cristal a Cadderly en Espíritu Elevado, en la lejana Carradoon.

—Mi hija dice que ese sitio está al sur de Sundabar —protestó Bruenor, creyendo haber cogido a Drizzt en una mentira—. ¡No se va navegando hasta allí!

—Muy al sur de Sundabar —corroboró el drow—, pero más cerca de Puerta de Baldur que de Aguas Profundas. El Duende del mar es veloz como el viento, y Deudermont me llevará mucho más cerca de Cadderly.

La bravata del enano fue derrotada por la simple lógica.

—Condenado elfo —rezongó—. ¡No soy partidario de meterme otra vez en un maldito bote, pero si no queda más remedio…!

Drizzt lo miró de hito en hito.

—¿Vas a venir? —preguntó.

—¿Es que pensabas que íbamos a quedarnos? —contestó Regis. Y, cuando el drow volvió su mirada perpleja hacia el halfling, éste se apresuró a recordarle que había sido él, y no Drizzt, quien había capturado a Crenshinibon.

—Pues claro que van a ir —sonó una voz familiar en la oscuridad, a cierta distancia—. ¡Y nosotros también!

Un momento después, Cattibrie y Wulfgar remontaban el último tramo del empinado sendero para reunirse con sus amigos.

Drizzt los miró a todos, uno por uno, y después alzó los ojos hacia las estrellas.

—Toda mi vida he buscado un hogar —dijo el drow quedamente—. Toda mi vida he esperado más de lo que se me ofrecía; más que Menzoberranzan, más que unas amistades que estuvieran conmigo sólo por interés. Y siempre pensé en el hogar como un lugar, y, de hecho, lo es, pero no en el sentido físico. Es un lugar que está aquí. —Drizzt se puso la mano sobre el corazón y se volvió a mirar a sus compañeros—. Es el sentimiento suscitado por amigos de verdad.

»Ahora lo sé, y sé que estoy en casa.

—Pero te marchas a Carradoon —señaló Catti-brie suavemente.

—¡Y nosotros con él! —gritó Bruenor.

Drizzt les sonrió y soltó una risa alegre.

—Si las circunstancias no me permiten quedarme en casa —dijo el vigilante—, entonces, simplemente, ¡me la llevaré conmigo!

En alguna parte, no muy lejos, sonó el rugido de Guenhwyvar. Los seis estarían de nuevo en el camino antes del próximo amanecer.