27

El enfrentamiento

Drizzt y Bruenor se dieron cuenta enseguida de las condiciones totalmente adversas de su encuentro con Errtu. Las llamas del demonio rugían abrasadoras convirtiendo la cueva de hielo en un cenagal chapoteante. Enormes bloques se desprendían del techo, obligando a los dos amigos a hacer quiebros para esquivarlos, en tanto que el agua que caía a chorros los iba empapando.

Por si fuera poco, cada vez que el gran balor se apartaba de ellos, retirando su fuego diabólico, el agua empezaba a congelarse de nuevo sobre Drizzt y Bruenor y les entumecía los miembros.

Durante toda la terrible experiencia, las risotadas de Errtu no dejaban de retumbar.

—¡Ah, qué tormentos te aguardan, Drizzt Do’Urden! —bramó el demonio.

El drow oyó un repentino chapoteo detrás de él, sintió una brusca oleada de calor, y comprendió que el balor había utilizado su magia para teleportarse y aparecer a su espalda. Drizzt empezó a darse media vuelta al tiempo que se agachaba rápidamente, pero el demonio se limitó a hincar su espada de rayos en el agua que el drow tenía tras de sí, y la energía liberada por la hoja del arma sacudió todos los músculos del elfo oscuro.

Drizzt giró sobre sí mismo y apretó los dientes para no morderse la lengua. Centella se adelantó para efectuar una parada perfecta y frenó el segundo ataque de Errtu a mitad de la acometida.

El demonio se echó a reír con más ganas en tanto que su diabólica arma soltaba otra sacudida, una descarga de energía eléctrica que, atravesando a toda velocidad la cimitarra de Drizzt, llegó al drow y le recorrió todo el cuerpo, lo que le ocasionó una convulsión en las rodillas tan dolorosa que le hizo perder el equilibrio y casi el sentido.

Oyó el bramido del enano, y el chapoteo de sus pies al correr hacia él. Pero Drizzt era consciente de que Bruenor no llegaría a tiempo. El repentino ataque de Errtu lo había derrotado.

Pero, de pronto, el demonio desapareció, se esfumó, simplemente. A Drizzt no le costó mucho comprender lo ocurrido: ¡Errtu estaba jugando con ellos! El balor había estado esperando todos estos años para vengarse de él, y ahora el perverso demonio se estaba divirtiendo a lo grande.

Bruenor llegó junto a Drizzt en el mismo momento en que el drow se ponía de pie. Los dos amigos volvieron a oír el burlón sonido de las risas de Errtu, al otro lado de la cueva.

—Ten mucho cuidado, ya que puede aparecer en cualquier parte que desee —advirtió Drizzt, y no bien acababa de hablar cuando escuchó el chasquido de un látigo y el grito del enano. El elfo oscuro giró sobre sí mismo y vio cómo Bruenor caía al suelo al recibir un brusco tirón del látigo enroscado a sus tobillos.

—No me digas —farfulló el enano con rabia mientras intentaba gatear para regresar al lado de Drizzt, pero Errtu dio otro tirón del látigo y lo apartó aún más.

Entonces Bruenor advirtió la situación de apuro en la que estaba, pues al mirar hacia atrás vio un muro de llamas alzándose ante él, y que siseaba y crepitaba a medida que convertía el hielo en vapor. Tras la cortina de fuego estaba Errtu tirando del látigo y esbozando una mueca perversa.

Drizzt sintió que las fuerzas lo abandonaban; ahora sabía el modo en que Errtu se proponía torturarlo. Bruenor estaba condenado.

Regis no lo sabía, pero su presencia en el piso alto de Cryshal-Tirith salvó a Cattibrie. Cepa estaba cerca de la joven, al borde del hielo, y, con gran horror por parte de Catti-brie, la enana no hizo intención de ayudarla a salir de las entumecedoras aguas y auparla al témpano, sino que empezó a empujarla y a darle patadas con el propósito de obligarla a soltarse y hacer que se hundiera en el mar.

La mujer se debatió con todas sus fuerzas; pero, sin contar con un agarre seguro y teniendo las piernas completamente insensibles, estaba perdiendo la batalla.

Pero entonces Regis entró en la torre, y la Piedra de Cristal tuvo que liberar a Cepa de su dominio mental y concentrarse en la nueva amenaza.

Cepa dejó de luchar y se quedó muy quieta. Tan pronto como se dio cuenta de lo que ocurría, Cattibrie se agarró a las fuertes piernas de la enana y utilizó su peso para auparse y salir del agua.

Tras un gran esfuerzo, la joven consiguió ponerse de pie, temblando de pies a cabeza. Drizzt y Bruenor se habían marchado para entonces, camino de la cueva, pero todavía quedaban manes a los que disparar, incluido un grupo que había saltado al agua y pataleaba, acortando rápidamente distancias con ellas, los últimos adversarios que quedaban a la vista.

Taulmaril se alzó.

Bruenor se debatió con todas sus fuerzas. Se aferró al muñón de una estalagmita rota, pero su helada superficie estaba muy resbaladiza para conseguir un buen agarre. Tampoco habría servido de nada, siendo Errtu el que tiraba de él.

Drizzt corrió tan deprisa hacia su amigo que perdió el equilibrio, pero siguió adelante, gateando y golpeándose las rodillas. Al drow le daba igual el dolor. Bruenor lo necesitaba, y eso era lo único que importaba. Consiguió plantar el pie en terreno firme en medio del cenagal y, dándose impulso, se lanzó de cabeza en línea recta, con el brazo extendido y sosteniendo la cimitarra de hielo en posición horizontal; interpuso la cuchilla curva justo delante de su amigo.

En aquel punto, las llamas de Errtu se extinguieron, apagadas por la magia de la cimitarra.

Los dos amigos intentaron levantarse, y ambos sufrieron otra sacudida cuando el balor sumergió su espada en el agua gélida, sin dejar de mofarse de ellos.

—¡Sí, una prórroga! —bramó el demonio—. Bien hecho, Drizzt Do’Urden, necio drow. Has aumentado la diversión, y por ello…

La frase del demonio terminó con un gruñido cuando Guenhwyvar apareció en escena y, chocando con fuerza contra él, lo hizo caer en el resbaladizo suelo.

De inmediato, Drizzt se puso de pie y cargó. Bruenor se esforzó para liberarse de las traíllas del látigo del demonio. Por su parte, la pantera lanzaba zarpazos y dentelladas salvajemente.

Errtu conocía al animal, se había enfrentado a Guenhwyvar en la misma ocasión en que Drizzt lo había desterrado, y el balor se llamó necio por no prever que la pantera no tardaría en dar señales de vida.

Pero no importaba, decidió Errtu, y con un fuerte empujón el demonio lanzó al felino por el aire.

Drizzt atacó entonces, su hambrienta cimitarra lanzada hacia el vientre del demonio.

La espada de rayos de Errtu descendió en una finta defensiva que, a la vez, era de ataque, ya que la energía pasó de una a otra arma, y consecuentemente a Drizzt, y lo lanzó hacia atrás por el aire.

Bruenor atacó con rapidez, y el hacha del enano se descargó con fuerza en la pierna de Errtu. Rugiendo de dolor, el balor propinó un revés al enano que lo arrojó por el aire. El demonio desplegó sus correosas alas y remontó el vuelo, fuera del alcance de los poderosos enemigos. Guenhwyvar volvió a saltar, pero Errtu la atrapó en mitad del salto y la inmovilizó con un hechizo de telequinesia, como el glabrezu había hecho con Cattibrie.

Aun así, Guenhwyvar fue de gran ayuda para sus amigos al proporcionarles un tiempo precioso para recuperarse del ataque, ya que el tanar’ri tenía ocupada con ella una considerable cantidad de energía.

—¡Suelta a mi padre! —gritó Drizzt.

Errtu se echó a reír, y el receso llegó a su fin. El conjuro del balor lanzó a la pantera a un lado, y el demonio se dirigió hacia ellos dando rienda suelta a toda su cólera.

Era un cuarto pequeño, de unos tres metros y medio de diámetro y el techo abovedado, que se elevaba hacia el pináculo de la torre. En medio de la estancia, suspendida en el aire, flotaba Crenshinibon, la Piedra de Cristal, el corazón de la torre, un brillante fragmento, entre rosa y rojizo, que parecía latir como algo vivo.

Regis echó una rápida ojeada en derredor. Se fijó en el cofre tirado en el suelo —lo conocía de alguna parte, aunque no supo identificarlo de inmediato— así como en el anillo con la gema, pero el significado de ambos objetos no estaba muy claro para el halfling.

Y no tuvo tiempo de pensar en ello. Regis había hablado largo y tendido con Drizzt después de la caída de Kessel, y conocía muy bien la técnica empleada por el drow para vencer a la torre en aquella ocasión, simplemente cubriendo la pulsante reliquia con harina. Y eso era lo que el halfling se dispuso a hacer ahora; sacó un pequeño saquillo que llevaba guardado en la mochila y se dirigió hacia la reliquia con gran seguridad.

—Hora de dormir —se burló Regis.

Ignoraba cuánta razón tenía al decir eso, pero no en el sentido en que pensaba, sino porque faltó poco para que perdiera la conciencia. El halfling y Drizzt se habían equivocado. En la torre de la estepa cerca de Bryn Shander, años atrás, el drow no había cubierto a Crenshinibon, sino a una de las incontables imágenes de la reliquia. En esta ocasión, se trataba de la propia Piedra de Cristal, la poderosa reliquia viva que era el corazón de la torre. Un ataque tan endeble fue rechazado por una descarga de energía que desintegró la harina a medida que descendía, prendió el saquito en las manos del halfling, y arrojó a Regis contra la pared.

El aturdido halfling gimió con desesperación cuando la trampilla que había en el suelo del cuarto se abrió bruscamente. Una vaharada de tufo a troll penetró por la abertura, seguida de cerca por una enorme y ancha mano con afiladas garras y piel correosa de un color verde putrefacto.

Cattibrie casi no sentía las extremidades, los dientes le castañeteaban de manera incontrolada, y sabía que la cuerda del arco se le estaba clavando profundamente en los dedos, aunque no sentía el dolor. Tenía que seguir, por bien de su padre y de Drizzt.

Utilizando a la fornida Cepa como apoyo, la joven se estabilizó y disparó una flecha, que derribó al demonio más próximo a la entrada de la cueva. Cattibrie siguió disparando sin pausa, su aljaba encantada proporcionándole munición inagotable. Diezmó a los manes que quedaban en la explanada de hielo, y acabó con los que venían por la loma. Estuvo a punto de disparar a Guenhwyvar antes de reconocer a la pantera lanzada a la carrera. Su corazón se animó con cierta esperanza al ver al poderoso felino penetrar en la cueva.

Poco después, los únicos manes que quedaban eran unos cuantos en el agua, nadando rápidamente hacia el témpano. Cattibrie actuó frenéticamente y la mayoría de los disparos dieron en el blanco, pero uno de los demonios consiguió subir al témpano y arremetió contra ella.

La joven miró su espada, embebida en el hielo hasta la empuñadura, y supo que no lograría llegar hasta ella a tiempo. En lugar de intentarlo, utilizó el arco como un palo, propinando un fuerte golpe al demonio en la cara.

El repulsivo ser resbaló, perdió el equilibrio, y, cuando lo tuvo a su altura, Cattibrie le propinó un cabezazo en la nariz. La punta del arco subió rápida e, incrustándose en la barbilla hundida de la cosa, atravesó la rezumante piel. La criatura estalló en una nube de gas nocivo, pero había hecho su trabajo. El impulso del empujón, combinado con la repentina nube gaseosa, lanzó a Catti-brie hacia atrás, más allá de la enana, y la tiró de cabeza al agua.

La joven emergió jadeando, agitando los brazos que no sentía. Las piernas ya no le servían de nada, pero consiguió agarrarse al borde del témpano clavando los dedos en una pequeña hendidura, consciente de que ya no le quedaban fuerzas. Quiso llamar a Cepa, pero ni siquiera los músculos de la boca obedecieron la orden de su cerebro.

Cattibrie había sobrevivido a los demonios sólo para ser derrotada, al parecer, por los elementos del valle del Viento Helado, el lugar al que había llamado su hogar la mayor parte de su vida. La ironía no le pasó inadvertida mientras el mundo empezaba a hacerse muy frío y muy oscuro.

La espalda de Regis tocó el curvo techo cuando el troll de casi tres metros de estatura, el más grande de los dos que entraron en el cuarto, lo alzó en vilo y lo sostuvo frente a su horrenda cara.

—¡Ahora tú «vais» dentro mi tripa! —manifestó la espantosa criatura, que abrió la enorme boca de par en par.

El simple hecho de que el troll fuera capaz de hablar le dio a Regis una idea, un remoto atisbo de esperanza.

—¡Espera! —pidió a la criatura mientras rebuscaba debajo de la camisa—. Tengo un tesoro para ofrecer.

Sacó su valioso colgante, el magnífico e hipnotizante rubí, y lo balanceó a un palmo de los ojos del sobresaltado e intrigado troll.

—Y esto es sólo el principio —tartamudeó Regis, esforzándose denodadamente para improvisar, ya que las consecuencias de un fracaso eran más que evidentes—. Tengo un montón como éste… Fíjate qué hermoso es y cómo da vueltas, y te resulta imposible apartar los ojos de él…

—¡Eh, tú! ¿Vas tú comer cosa ésa o no? —demandó el segundo troll al tiempo que daba un empellón a su compañero. Pero el primer troll se encontraba ya bajo el influjo del rubí encantado y estaba pensando que no quería compartir el botín con nadie.

En consecuencia, la horrenda bestia estaba más que dispuesta a seguir la sugerencia del halfling cuando éste miró de soslayo al segundo troll y dijo:

—Mátalo.

Regis cayó al suelo pesadamente, y estuvo a punto de acabar aplastado cuando los dos trolls se enzarzaron en un combate cuerpo a cuerpo. El halfling tenía que actuar enseguida, pero ¿qué iba a hacer? Las vueltas que dio sobre sí mismo para escabullirse de los trolls lo llevaron junto al anillo caído en el suelo, que metió en un bolsillo en un visto y no visto, y a continuación reparó en el cofre abierto, que de repente reconoció.

Era el mismo que el glabrezu llevaba cuando Regis y sus compañeros habían topado con la perversa matrona Baenre en los túneles inferiores de Mithril Hall; el mismo que guardaba una gema, el zafiro negro, que anulaba cualquier tipo de magia.

Regis lo recogió y pasó corriendo junto a los trolls, acercándose rápidamente hacia la Piedra de Cristal. Una oleada de imágenes lo asaltó entonces, haciéndolo vacilar sobre las temblorosas piernas. La reliquia, percibiendo el peligro, entró en la mente del pobre Regis y lo dominó. El halfling quería seguir adelante, lo deseaba de verdad, pero los pies no le obedecían.

Y entonces ya ni siquiera estuvo seguro de querer seguir avanzando. De pronto, Regis se preguntó por qué deseaba destruir la torre del cristal, una estructura tan bella y maravillosa. ¿Y por qué destruir a Crenshinibon, la creadora, cuando podía utilizarla en su propio beneficio?

Al fin y al cabo ¿qué sabía Drizzt?

Aunque su mente estaba confusa y casi entregada, el halfling levantó el rubí del colgante ante sus ojos.

De inmediato, se encontró sumergido en las profundidades de la gema, siguiendo los destellos rojos más y más hondamente. La mayoría de la gente se perdía en la magia de su núcleo, pero fue allí, en el abismal Fondo hipnótico del rubí, donde Regis se encontró a sí mismo.

Soltando la cadena del colgante, saltó al frente y cerró de golpe el cofre sobre Crenshinibon en el mismo momento en que la reliquia lanzaba otra oleada de mortífera energía.

El cofre se tragó al artefacto y su ataque, y Regis bajó el fragmento mágico suspendido en el aire.

Al punto, la torre, la gigantesca imagen de la Piedra de Cristal, empezó a estremecerse con los primeros retumbos agónicos.

—Oh, otra vez no —rezongó el halfling, pues ya había pasado por lo mismo antes y había escapado sólo gracias a la ayuda de Guenhwyvar, en tanto que Drizzt lo había hecho…

Sin pensarlo dos veces, Regis corrió hacia la ventana y se subió al alféizar de un salto. Echó un vistazo hacia atrás, a los trolls, que ahora estaban abrazados el uno al otro en lugar de pelear mientras la torre se estremecía bajo ellos. Los dos miraron al sonriente halfling.

—Otro día quizá —les dijo Regis, y entonces, sin mirar hacia abajo, saltó al vacío. Tras una caída de seis metros chocó contra el costado del iceberg, salió rebotado y empezó a deslizarse sin control, dando volteretas y brincos, hasta que se frenó bruscamente en el helado suelo. La torre de cristal se desmoronó a su alrededor; los enormes bloques de hielo no cayeron por un pelo sobre el aturdido y magullado halfling.

El temblor que sacudió el iceberg interrumpió temporalmente la lucha en el interior de la cueva, un respiro transitorio para los que estaban siendo ferozmente vapuleados por el tanar’ri. Sin embargo, el pobre Bruenor, de pie junto a la pared de la cueva, se hundió cuando una ancha grieta se abrió a sus pies. Aunque no era muy profunda cuando cesó el terremoto —apenas llegaba al enano a la cintura— Bruenor se quedó encajado en ella.

La derrota de Crenshinibon no menguó en absoluto los poderes de Errtu, y el evidente derrumbamiento de la torre sólo consiguió enfurecer aún más al balor.

Guenhwyvar saltó sobre él, pero el demonio ensartó a la pantera con su espada cuando aún estaba en el aire, y la sostuvo en vilo con una sola mano.

Drizzt, de rodillas en el encenagado suelo, sólo pudo contemplar con horror cómo Errtu se acercaba lentamente mientras la pantera se retorcía y rugía de dolor, intentando en vano liberarse.

El drow estaba convencido de que todo había acabado, que había llegado a un desastroso final. No podía vencer. Deseó que Guenhwyvar fuera capaz de soltarse de aquella espada, ya que si lo hacía él la haría volver a su plano, llevándose a Bruenor con ella, a la relativa seguridad de su hogar astral.

Pero eso era imposible. Guenhwyvar se retorció una vez más antes de quedarse colgando, fláccida, en el arma, y después desapareció en medio de una humareda gris, su forma corpórea derrotada y, por ende, obligada a abandonar el plano material.

Drizzt sacó la figurilla de un bolsillo. Sabía que no podía llamar de nuevo a la pantera, por lo menos hasta que hubieran pasado unos días. Oyó el siseo de las llamas cuando el demonio se aproximó a él y su fiel cimitarra las apagó; sus ojos fueron de la figurilla al sonriente Errtu, que se ababa, imponente, a menos de metro y medio de donde seguía arrodillado.

—¿Estás listo para morir, Drizzt Do’Urden? —preguntó el demonio—. Tu padre nos está viendo, ¿sabes? ¡Oh, cómo sufre al saber que morirás lentamente!

Drizzt no puso en duda las palabras del balor, y la rabia lo abrumó. Pero eso no le serviría de nada; esta vez, no. Estaba helado, débil, avasallado por la pena, y derrotado. Lo sabía.

Lo que había dicho Errtu era verdad a medias. Era cierto que el prisionero, detrás de una pared de hielo parcialmente opaco, en un lado del rellano superior de la cueva, estaba presenciando la escena a la luz de las cimitarras de Drizzt y del anaranjado resplandor del fuego de Errtu.

Clavó las uñas en el hielo fútilmente, y lloró como no había llorado hacía muchos años.

—Y qué estupenda mascota será tu pantera para mí —lo zahirió Errtu.

—Jamás —bramó el drow, que, siguiendo un impulso, arrojó la figurilla a través de la boca de la cueva con todas sus fuerzas. No oyó el chapoteo, pero tenía la esperanza de haberla lanzado lo bastante lejos para que se hundiera en el mar.

—Bien hecho, amigo mío —dijo un severo Bruenor.

La mueca burlona del balor se convirtió en otra de rabia. La mortífera espada se levantó, suspendida sobre la vulnerable cabeza del drow. Drizzt alzó a Centella para parar el golpe.

Y entonces, acompañado por el grito de «¡Tempus!», un martillo de guerra pasó volando, girando sobre sí mismo, para estrellarse contra el balor.

Sin mostrar temor alguno, Kierstaad se precipitó dentro de la cueva y se deslizó a través de la brecha abierta en el fuego de Errtu a causa de la cimitarra de Drizzt, para frenarse justo delante del tanar’ri al tiempo que llamaba a Aegis-fang. Kierstaad conocía la leyenda del martillo de guerra, y sabía que volvería a sus manos.

Pero no lo hizo. Había desaparecido del suelo, donde había caído cerca del demonio, pero, por alguna razón que el joven bárbaro no entendía, no se había materializado en sus manos.

—¡Tendría que haber vuelto! —fue su grito de protesta, dirigido sobre todo a Bruenor, y entonces Kierstaad se encontró volando por el aire al recibir un feroz manotazo del balor. Se dio un golpe tremendo al chocar contra un montón de hielo, rodó por el costado, y cayó, pesadamente, gimiendo, sobre el cenagoso suelo.

»Tendría que haber vuelto —repitió, antes de perder el sentido.

Aegisfang no podía regresar a las manos de Kierstaad porque había vuelto a las de su verdadero dueño, Wulfgar, hijo de Beornegar, que contemplaba la escena detrás de la pared de hielo. Era él quien había sido el prisionero de Errtu durante seis largos años.

El contacto del arma transformó a Wulfgar, tomó conciencia de sí mismo al sentir el tacto familiar del martillo de guerra que había sido forjado especialmente para él por el enano que lo amaba. Recordó todo eso en aquel momento, todo lo que se había visto obligado a olvidar durantes aquellos años de desesperanza.

El fornido bárbaro estaba realmente conmovido, pero no tanto como para no ser consciente de que su ayuda era necesaria. Gritó el nombre de Tempus, su dios —¡y qué bien lo hizo sentirse el escuchar aquel nombre saliendo de nuevo de sus labios!— y empezó a derribar la pared de hielo con poderosos martillazos.

Regis sintió una llamada en su mente. Al principio pensó que era la Piedra de Cristal, pero después, al llegar a la conclusión de que la reliquia estaba a buen recaudo dentro del cofre, dedujo que se trataba del rubí del colgante.

Cuando comprobó que no era así, Regis descubrió el origen de la llamada: el anillo que llevaba guardado en el bolsillo. El halfling lo sacó y lo examinó, receloso. Temía que fuera alguna otra manifestación de Crenshinibon, y alzó el brazo con intención de arrojarlo al mar.

Pero entonces reconoció la voz que sonaba en su mente.

—¿Cepa? —preguntó, desconcertado, mirando fijamente la piedra preciosa. Se adelantó mientras hablaba, y llegó junto a uno de los bloques de hielo esparcidos por el suelo; se arrodilló a un lado y sacó su pequeña maza.

El estruendo de los golpes del bárbaro sacudió toda la cueva de tal modo que Errtu, repentinamente nervioso, no pudo evitar echar un vistazo a su espalda. Cuando lo hizo, Drizzt Do’Urden atacó con todas sus fuerzas.

Centella abrió un tajo en la pantorrilla del balor, en tanto que Drizzt alzaba la otra cimitarra, dirigiéndola hacia la ingle del demonio. La afilada punta del arma se hundió en el blanco, y el aullido de Errtu fue atronador. De nuevo, el agradable y rítmico latido pulsante circuló a lo largo del brazo del drow mientras la cimitarra se cebaba en la fuerza vital de demonio.

Pero el vuelco en el combate era temporal. Errtu apartó de un manotazo a Drizzt y después se esfumó, para volver a aparecer entre los dedos de hielo que colgaban del techo.

Vamos, Bruenor, arriba —instó Drizzt—. Se nos ha dado un respiro, y Zaknafein se reunirá con nosotros enseguida.

El drow miraba al barbirrojo enano mientras hablaba, y Bruenor casi había logrado salir del agujero en el que estaba encajonado.

Drizzt se puso de pie y se aprestó a la lucha, pero la expresión que apareció en el semblante de Bruenor, cuando el enano miró hacia el lado de la cueva, hizo que al drow le temblaran las rodillas. Siguió la mirada de su amigo hacia el lado opuesto de la gruta, a la pared de hielo, donde esperaba ver a Zaknafein.

En cambio vio a Wulfgar, con la barba y el cabello largos y desgreñados, pero era el bárbaro, no cabía duda; en sus manos sostenía a Aegis-fang y rugía con puro odio.

—Mi muchacho —fue todo cuanto el enano fue capaz de musitar antes de caer de nuevo en el agujero.

Errtu se lanzó en picado contra Wulfgar chasqueando el látigo y enarbolando su espada, que despedía ardientes rayos.

El impacto de Aegis-fang, arrojado al aire, casi derribó al demonio, pero Errtu pasó rozando junto al bárbaro y enroscó el látigo en torno a sus tobillos; dio un tirón para arrojar al hombre fuera del rellano y que se precipitara sobre los montones de hielo del cenagoso suelo.

—¡Wulfgar! —gritó Drizzt, que se encogió al verlo caer.

Pero habría hecho falta mucho más que una caída para frenar al atormentado Wulfgar ahora que estaba entre sus amigos, ahora que blandía el poderoso martillo de guerra. Se incorporó de un salto, rugiendo como una fiera, y Aegis-fang, el bello y sólido Aegis-fang, regresó a sus manos.

Errtu actuó frenéticamente, decidido a aplastar esta insignificante sublevación, a destruir a todos los amigos de Drizzt, y después al propio drow. Unas esferas de oscuridad aparecieron en el aire, cegando a Wulfgar cuando intentaba hacer otro lanzamiento. El demonio hizo chasquear su látigo y recorrió volando toda la cueva, a veces planeando rápidamente, y en otros momentos recurriendo a la magia para teleportarse de un punto a otro.

El caos era absoluto, y cada vez que Drizzt intentaba llegar hasta Bruenor, Wulfgar o incluso al caído Kierstaad, allí estaba Errtu, rechazándolo con un golpe. El drow siempre frenaba la centelleante espada, pero cada descarga lo hacía saltar y le causaba dolor. Y, todas las veces, antes de que Drizzt pudiera ejecutar un contraataque, Errtu se esfumaba, desaparecía, para hacer estragos en otro lado de la cueva con alguno de los amigos del drow.

Ya no tenía frío, estaba más allá de cualquier sensación corporal. Cattibrie caminaba entre tinieblas, alejándose del reino de los mortales.

Una mano fuerte la agarró por el hombro y le dio media vuelta; después notó que la sacaban del agua.

Entonces la inundó una sensación de calidez, de calidez mágica, que le recorría todo el cuerpo y devolvía vida allí donde apenas quedaba. Cattibrie parpadeó débilmente y abrió los ojos; vio a Cepa Garra Escarbadora ocupándose de ella afanosamente, invocando a los dioses de los enanos para que insuflaran vida de nuevo en esta mujer que había sido como una hija para el clan Battlehammer.

Cada vez que Errtu utilizaba su espada se producía el fogonazo de un rayo. El retumbo del trueno y los rugidos victoriosos del balor eran igualados por el estruendoso batir de las grandes alas correosas, los gritos de Wulfgar a su dios de la batalla, y las repetidas exclamaciones de «¡Mi muchacho!», que lanzaba Bruenor, todavía atrapado en el agujero, y con los ojos desencajados por la conmoción. Drizzt chillaba tratando de imponer cierto orden a sus compañeros, de montar algún tipo de estrategia con la que pudieran acorralar y derrotar al perverso Errtu.

El demonio no estaba dispuesto a que lo consiguiera. Errtu hacía pasadas en vuelo raso y desaparecía, atacaba repentinamente y después se esfumaba. A veces, el balor se quedaba suspendido en lo alto, entre las estalactitas, y utilizaba su fuego para soltar y dejar caer las lanzas naturales sobre los compañeros que se escabullían varios metros más abajo. En otras ocasiones, Errtu tenía que descender para mantenerlos separados, aunque, a pesar de los denodados esfuerzos del demonio, Drizzt, a fuerza de perseverancia, iba acortando distancias entre Bruenor y él.

Cuando quiera que el demonio quería aparecer, no podía permanecer mucho tiempo visible y en el mismo sitio mucho tiempo. Aun cuando el cenagal del suelo frenaba los movimientos del drow, y a pesar de que el enano seguía atascado en la grieta, el atormentado prisionero y su poderoso martillo de guerra estaban siempre prestos. En varias ocasiones, Errtu se esfumó un instante antes de que Aegis-fang se estrellara contra la pared, en el mismo punto donde el demonio había estado.

Así, Errtu seguía llevando ventaja, pero en aquel caos el demonio no conseguía asestar golpes decisivos.

Había llegado el momento de alzarse con la victoria.

Bruenor casi había salido del agujero, en el que sólo seguía enganchada una de sus piernas, cuando el gran balor apareció justo detrás de él.

Drizzt gritó para advertirle, y, puramente por instinto, el enano se giró y se lanzó en plancha hacia donde estaba el balor y agarró una de sus piernas, pero se torció la rodilla en el proceso. La espada de Errtu se descargó con fuerza, pero el enano estaba demasiado cerca del demonio para acuchillarlo. Con todo, Bruenor recibió un golpe contundente, y la descarga de energía afectó a sus rodillas, en especial la descoyuntada.

El enano se aferró con más fuerza, consciente de que no podía hacer daño al demonio, pero confiando en mantenerlo inmóvil en el mismo punto el tiempo suficiente para que sus compañeros atacaran. Su cabello se chamuscó y un dolor punzante le atravesó los ojos cuando se prendió el fuego del balor, pero se apagó al cabo de un instante, y Bruenor comprendió que Drizzt estaba cerca.

El látigo de Errtu chasqueó, frenando el avance del drow. Drizzt hizo un giro completo para esquivar el látigo, deslizándose sobre una rodilla, y trastabilló al intentar ponerse en pie de nuevo.

El látigo se descargó otra vez, pero poco podía hacer para detener el vuelo de Aegis-fang. El martillo de guerra se descargó contra el costado del balor, al que arrojó contra la pared de hielo, y el respeto del demonio por el hombre que había sido su prisionero aumentó de manera considerable. Errtu ya había sido golpeado por Aegis-fang una vez, cuando Kierstaad se sumó a la lucha, así que conocía la fuerza del arma. Pero ese primer impacto no había preparado a Errtu para la potencia del lanzamiento de Wulfgar. El golpe de Kierstaad le había dolido; el de Wulfgar le hizo verdadero daño.

Drizzt arremetió entonces, pero el balor propinó una patada tremenda a Bruenor que lo sacó de la grieta y lo lanzó a varios metros sobre el suelo de la caverna. El demonio usó su magia para desaparecer de inmediato, y Drizzt estuvo a punto de chocar contra la pared vacía.

—¡Necios! —bramó el demonio desde la salida de la cueva—. Recuperaré la Piedra de Cristal y volveré por vosotros antes de que hayáis salido de este mar de hielo. ¡Sabed que estáis perdidos!

Drizzt se esforzó por correr hacia la boca de la cueva, Wulfgar intentó hacer un último lanzamiento, e incluso Bruenor trató denodadamente de ponerse de pie, pero ninguno de los tres llegaría a tiempo hasta Errtu.

El balor les dio la espalda, dispuesto a emprender el vuelo, pero recibió una sorpresa mayúscula cuando su impulso quedó frenado en seco por una flecha plateada que le dio de lleno en la cara.

Errtu aulló, y Wulfgar lanzó el martillo de guerra, que se estrelló violentamente contra el demonio, aplastando varios huesos.

Cattibrie disparó otra vez, y en esta ocasión la flecha se clavó en el pecho del balor. Errtu aulló de nuevo y retrocedió hacia la boca de la cueva trastabillando.

Bruenor avanzó cojeando hacia él, cogiendo al vuelo su hacha que Drizzt le lanzaba. Aferró el arma por el extremo del mango con las dos manos para imprimir más fuerza al lanzamiento, y enterró la hoja mellada en la espalda del demonio.

Errtu bramó de dolor, y Cattibrie lo alcanzó con otro disparo, justo al lado de la segunda flecha.

Drizzt se plantó junto al balor, y Centella se descargó con fuerza. El drow arremetió con la otra cimitarra, que se hundió profundamente en el costado de Errtu, debajo del brazo con el que el demonio había intentado enarbolar su espada para detener al drow. Wulfgar corrió con su padre hacia allí, mientras Cattibrie mantenía bloqueada la salida con una constante lluvia de flechas.

Drizzt aguantó, dejando su hambrienta espada hundida en la carne del demonio, en tanto que Centella arremetía sin descanso, abriendo tajo tras tajo.

Con un último estallido de energía, Errtu se volvió, derribando a Wulfgar y a Bruenor, pero no a Drizzt. El poderoso balor miró directamente a los ojos de color espliego del drow. Errtu estaba derrotado —de hecho, el demonio podía sentir ya cómo su forma corpórea empezaba a perder consistencia— pero esta vez el balor tenía intención de llevar consigo al Abismo a Drizzt Do’Urden.

La espada de Errtu se alzó en tanto que su mano libre se interponía, aguantando la mordedura de Centella, para desviar el arma a un lado. Drizzt no tenía escapatoria. Soltó la cimitarra hincada en el costado del demonio e intentó apartarse. Demasiado tarde.

La descarga de un rayo recorrió el filo a todo lo largo de la hoja mientras se precipitaba sobre la cabeza del drow.

Una mano fuerte se interpuso ante los horrorizados ojos de Drizzt y, aferrando la muñeca del demonio, logró frenar la estocada de algún modo y mantener a raya a Errtu, con la centelleante espada a escasos centímetros de su diana. El balor volvió la cabeza y se encontró con Wulfgar, el poderoso Wulfgar, prietos los dientes y con los músculos hinchados y tensos como cables de acero. Todos los años de frustración estaban en aquella presa de hierro, todos los horrores que el bárbaro había conocido se transformaron entonces en puro odio hacia el demonio.

Era imposible que Wulfgar ni ningún otro mortal pudiera retener a Errtu, pero el bárbaro negaba esa lógica, esa verdad, con la verdad más firme de que no permitiría que el balor le hiciera daño nunca más, ni que le arrebatara a Drizzt.

Errtu sacudió su cabeza, mitad canina mitad simia, en un gesto de incredulidad. ¡No podía ser!

Pero lo era. Wulfgar lo frenó y, a no tardar, el balor desaparecía en medio de una ráfaga de humo y un aullido de protesta.

Los tres amigos se estrecharon en un abrazo, llorosos, demasiado conmovidos para hablar, ni siquiera para ponerse de pie, durante un largo rato.