25

Hacia las grandes masas de hielo

Vieron los icebergs y los grandes témpanos flotando en las oscuras aguas del mar de Hielo Movedizo desde un altozano. La lógica les decía que tenían que estar cerca de su meta, pero todos temían que Cepa siguiera avanzando, que se abriera camino a través de aquellas traicioneras aguas, de témpano en témpano, subiendo y bajando por los puntiagudos icebergs. Se sabía que Crenshinibon creaba torres; otro de los nombres de la reliquia era Cryshal-Tirith, que traducido literalmente del elfo significaba «torre de cristal». Una elevación les impedía ver la línea actual de la costa, pero sin duda cualquier torre junto al mar habría estado a la vista para entonces.

Cepa, ajena a todo, continuó su marcha hacia el mar. Llegó a lo alto de la elevación primero, con los amigos avanzando detrás, presurosos, para mantener el paso, y entonces una andanada de bolas de nieve helada se descargó sobre todos.

Drizzt se movió con vertiginosa rapidez, a derecha y a izquierda, esquivando y rechazando los proyectiles con sus cimitarras. Regis y Cattibrie echaron cuerpo a tierra, pero los dos enanos, en particular la pobre Cepa, que continuó caminando, fueron aporreados a placer. La sacerdotisa se tambaleó más de una vez, y varios costurones sangrantes aparecieron en su rostro.

Cattibrie, sobrepuesta del susto, se incorporó y echó a correr hacia Cepa; se abalanzó sobre ella para derribarla y la cubrió protectoramente con su cuerpo.

La andanada terminó de manera tan repentina como había empezado.

Drizzt tenía la figurilla de ónice en el suelo, delante de él, y llamó a su amiga con voz queda. Entonces vio al enemigo; todos ellos lo vieron, aunque ninguno sabía qué clase de criaturas eran. Habían aparecido como fantasmas, deslizándose sobre el hielo hasta la playa con tal suavidad que parecían formar parte del entorno. Eran seres humanoides, bípedos, grandes y fuertes, y estaban cubiertos de pelo blanco.

—También yo sería un tipo malo si fuera así de feo —comentó Bruenor mientras se acercaba a Drizzt para decidir qué hacer a continuación.

—Y lo eres —dijo Regis, que seguía tirado de bruces en el suelo.

Ni el drow ni el enano tenían tiempo para hacer caso al ocurrente halfling, ya que el número de enemigos iba aumentando, procedente del helado mar, desplazándose a izquierda y a derecha de los amigos; primero cuarenta, luego, sesenta, y seguían llegando.

—Me parece que vamos a tener que dar media vuelta —comentó Bruenor.

Drizzt detestaba tener que batirse en retirada, pero al parecer no les quedaba otra opción. Sus amigos y él sabían combatir contra enemigos poderosos y podrían causar un daño considerable, pero ahora se enfrentaban a un centenar de criaturas. Saltaba a la vista que no eran unas bestias estúpidas, ya que se movían y se organizaban con astucia.

Guenhwyvar apareció entonces, junto a su amo, lista para saltar.

—Quizá podamos espantarlos —le susurró Drizzt a Bruenor, y mandó a la pantera que lanzara un ataque frontal.

Una granizada de bolas de hielo se estrelló contra los negros flancos del animal, y ni siquiera las criaturas que estaban directamente delante de Guenhwyvar retrocedieron ni flaquearon en absoluto. Dos de ellas quedaron tiradas en el punto donde se encontraban, pero muchísimas otras se acercaron y golpearon fuertemente a la pantera con pesados garrotes. Poco después era Guenhwyvar la que se batía en retirada.

Entretanto, Catti-brie se levantó de encima de Cepa —que de inmediato se incorporó y reanudó la marcha hasta que Regis volvió a derribarla y la sujetó— y tensó la cuerda de Taulmaril. Echó una rápida ojeada en derredor y disparó una flecha, que pasó entre las piernas extendidas de la criatura más grande que estaba a su izquierda. La compasiva joven sólo quería espantarla, y su salvaje reacción la sorprendió. La criatura ni siquiera parpadeó, como si no le importara vivir o morir, y respondió del mismo modo que lo hicieron varias criaturas más que estaban cerca: arrojando más bolas de hielo a la mujer.

Cattibrie se agachó y rodó sobre sí misma, pero recibió varios impactos. Uno de ellos le dio en la sien y casi la dejó sin sentido. Se incorporó y dio una corta carrera para aproximarse a Drizzt, a Bruenor y a la pantera que ya estaba de vuelta.

—Me parece que nuestro camino va justo hacia el lado contrario —comentó la joven mientras se frotaba la contusión de la sien.

—Un buen guerrero sabe cuándo tiene que retirarse —se mostró de acuerdo Drizzt, pero sus ojos siguieron escudriñando los icebergs sobre el oscuro mar, buscando alguna señal de Cryshal-Tirith, algún indicio de la presencia cercana de Errtu.

—¿Alguno de vosotros, por favor, quiere explicarle eso a esta condenada enana? —gritó un aturdido Regis, que se agarraba con todas sus fuerzas a una pierna de Cepa. La hechizada sacerdotisa seguía avanzando, llevando a rastras al halfling.

Las criaturas continuaban rodeándolos por todas partes, pasándose más de aquellas dañinas bolas de hielo para lanzar otra andanada que, los compañeros sospechaban, iría acompañada esta de vez de una carga salvaje.

Tendrían que marcharse, pero no disponían de tiempo para arrastrar a Cepa con ellos. Si la enana no los acompañaba, sin duda la matarían.

—¡Los enviaste! —bramó Errtu en tono acusador a la Piedra de Cristal, que flotaba suspendida en el aire, en el cuarto más alto de Cryshal-Tirith. En el espejo mágico el poderoso balor contemplaba cómo sus esbirros, los taers, cerraban el paso a Drizzt Do’Urden, algo que el balor no deseaba en absoluto—. ¡Admítelo!

Estás corriendo riesgos innecesarios con el drow renegado, fue la respuesta telepática. Eso es algo que no puedo permitir.

—¡Los taers me pertenecen y soy yo quien les da órdenes! —gritó Errtu. Sabía que sólo tenía que pensar las respuestas y la reliquia podría «oírlas», pero el balor necesitaba escuchar su propia voz atronadora en este momento, tenía que desahogar su cólera verbalmente.

»No importa —decidió un instante después—. Drizzt Do’Urden no es un enemigo cualquiera. Él y sus compañeros ahuyentarán a los taers. ¡No lo has detenido!

Sólo son instrumentos sin voluntad, le llegó la contestación indiferente y segura. Obedecen mi orden, y lucharán hasta la muerte. Drizzt Do’Urden no podrá pasar.

Errtu no puso en duda su afirmación. Crenshinibon, aunque debilitada por su combate con el zafiro antimagia, tenía suficiente energía para dominar a los estúpidos taers. Y esas criaturas, más de un centenar, eran demasiado fuertes y numerosas para que Drizzt y sus amigos las derrotaran. Podrían escapar —por lo menos el veloz drow— pero Cepa estaba condenada, como lo estaba Bruenor Battlehammer y el rechoncho halfling.

El balor se planteó la posibilidad de salir de la torre, de utilizar sus habilidades mágicas para teleportarse a la playa y enfrentarse al drow en ese mismo momento.

Crenshinibon leyó sus pensamientos fácilmente, y la imagen del espejo desapareció, al igual que las opciones de que Errtu se trasladara mágicamente allí, ya que el balor ignoraba dónde estaba exactamente aquella playa. Podía sobrevolar la costa, desde luego, y tenía una idea aproximada de la zona del mar de Hielo Movedizo donde Cepa se encontraba, pero comprendió que para cuando llegara allí probablemente Drizzt Do’Urden habría muerto.

El demonio se volvió, furioso, hacia la Piedra de Cristal, y Crenshinibon se enfrentó a su cólera con una oleada de pensamientos tranquilizadores, de promesas de mayor poder y gloria.

La reliquia no comprendía la intensidad del odio de Errtu, no entendía que la principal razón de que el balor hubiera venido al plano material era vengarse de Drizzt Do’Urden.

Errtu, impotente y confundido, abandonó la habitación.

—No podemos dejar a Cepa —dijo Catti-brie y, por supuesto, Drizzt y Bruenor estuvieron de acuerdo con ella.

—Atácalos sin descanso —instruyó el drow—. Y dispara a matar.

Mientras hablaba, se descargó sobre ellos la andanada de bolas de hielo. La pobre Cepa recibió un impacto tras otro; uno golpeó a Regis en la cabeza y el halfling soltó la pierna de la enana, que continuó caminando lentamente hasta que tres proyectiles la alcanzaron simultáneamente y la derribaron.

Cattibrie acabó con dos taers rápidamente, y después corrió en pos de Drizzt, Bruenor y Guenhwyvar, que se lanzaron a la carga para formar un anillo protector en torno a Cepa y a Regis. Los taers se quedaron sin bolas de hielo en ese momento, y arremetieron contra ellos sin temor, enarbolando garrotes y aullando como posesos.

—¡Sólo son un centenar! —gritó Bruenor al tiempo que blandía su hacha.

—¡Y nosotros cuatro! —repuso a voces Catti-brie.

—Cinco —la corrigió Regis, que se puso de pie con decisión.

Guenhwyvar soltó un rugido. Cattibrie disparó su arco y mató a otra criatura.

¡Cógeme!, le llegó a la joven la desesperada súplica de Khazid’hea.

Cattibrie disparó otra flecha, pero los taers ya estaban demasiado cerca para utilizar el arco. La joven lo tiró al suelo y desenvainó a la anhelante Khazid’hea.

Drizzt se interpuso entre su amiga y una de las criaturas, a la que degolló con un doble golpe de sus cimitarras, y de inmediato se hincó de rodillas en el suelo y giró sobre sí mismo, arremetiendo con Centella; la curvada hoja abrió un profundo tajo en el vientre de otro taer. La otra cimitarra se movió horizontalmente detrás del drow, haciendo tropezar a la siguiente bestia que sé abalanzaba sobre Cattibrie.

El golpe descendente de la joven hizo que el agudo filo de Khazid’hea se hundiera a través del cráneo de la criatura y hasta la mitad del cuello. Pero Cattibrie tuvo que sacar la espada rápidamente, y Drizzt tuvo que incorporarse al momento y realizar otra ágil finta, ya que la horda se les echaba encima, cerrando cualquier vía de escape.

Sabían que estaban condenados. De pronto, varias voces gritaron «¡Tempus!», al unísono.

Revjak y sus veinticinco guerreros arremetieron violentamente contra los taers, y sus poderosas armas abrieron una gran brecha en las líneas de las sorprendidas bestias.

Regis jaleó al grupo de refuerzo, pero fue silenciado por el garrote de un taer que se descargó sobre su hombro, dejándolo sin respiración y arrojándolo al suelo. Tres de las criaturas lo cercaron, dispuestas a aplastarlo.

Guenhwyvar saltó por el aire y chocó contra los taers de costado al tiempo que lanzaba zarpazos a diestro y siniestro. Un cuarto taer se escabulló entre los otros tres que combatían, buscando acercarse al caído halfling y a la inconsciente enana que yacía a su lado.

Se topó con un rugiente Bruenor, o, mejor dicho, con la mortífera hacha del enano.

Aturdido, Regis se alegró de ver las botas de su amigo cuando el enano plantó los pies a cada lado del halfling para protegerlo.

Drizzt y Cattibrie combatían codo con codo, el uno un complemento perfecto del otro gracias a la práctica adquirida tras luchar juntos muchos años.

Cattibrie cogió el garrote de un taer con la mano libre e, impulsando a Khazid’hea en un corto arco, cercenó el otro brazo de la criatura por el hombro. Para su sorpresa y horror, sin embargo, el taer continuó empujando, y otro se unió a él, a la izquierda de Catti-brie. Esforzándose denodadamente para mantener sujeto el garrote del primer taer, y con la espada desplazada en el lado opuesto, la mujer no tenía prácticamente defensa contra el que acababa de incorporarse a la lucha.

Cattibrie lanzó un grito desafiante y volvió a descargar su espada, esta vez en un ángulo más alto; la hoja se hundió hasta la mitad del cuello de la criatura a la que estaba agarrada.

La cimitarra de Drizzt silbó por debajo de Khazid’hea en una arremetida a fondo del drow para pasar a Cattibrie e interceptar el garrote. La parada fue perfecta, como comprobó la sorprendida Catti-brie cuando abrió los ojos.

La joven no vaciló. Drizzt tenía que reanudar el combate con los dos taers con los que estaba peleando, pero su finta desesperada le había dado a Cattibrie el instante de respiro que necesitaba. La mujer se giró hacia el segundo taer, acompañando el movimiento con su espada, que acabó de rebanar el cuello de la otra criatura, muerta antes de caer al suelo. Aprovechó el impulso para arremeter de frente, justo en el pecho de su nuevo adversario.

El taer se desplomó hacia atrás, pero otros dos ocuparon su puesto.

A la par que el suelo en torno a Bruenor se llenaba de cuerpos y miembros cercenados, el enano aguantó golpe tras golpe de los garrotes de los taers, respondiendo a las bestias con tajos de su hacha.

—¡Seis! —gritó cuando el filo del arma se hincó en la retraída frente de otra criatura, pero su voz se cortó cuando otra bestia lo golpeó en la espalda.

Ese estacazo le hizo verdadero daño, pero Bruenor sabía que tenía que hacer caso omiso del dolor. Jadeando mientras se daba media vuelta, atacó con el hacha en un semicírculo a dos manos, y la hoja se hundió profundamente en el costado del taer como si fuera el tronco de un árbol.

El taer salió impulsado hacia un lado con el impacto del hacha y cayó sobre el arma, retorcido, para expirar en cuestión de segundos.

Bruenor oyó un rugido detrás, y se alegró de saber que Guenhwyvar se había librado de su adversario y ahora le cubría la espalda.

Entonces oyó otro grito, una llamada al dios de los bárbaros, cuando Revjak y sus guerreros se reunieron con los compañeros. Ahora el anillo protector en torno a Regis y a Cepa era seguro, y la defensa lo bastante sólida para que Guenhwyvar se lanzara sobre las filas de taers, un negro y musculoso ariete devastador. Drizzt y Cattibrie se abrieron paso en la primera línea y arremetieron contra la segunda.

En cuestión de minutos, todos los taers estaban muertos o tan mal heridos que les era imposible seguir combatiendo a pesar de que la orden de Crenshinibon seguía llegando a sus cerebros dominados.

Para entonces, Cepa se había recuperado lo suficiente para ponerse de pie y reanudar la marcha pertinazmente.

Drizzt, agachado sobre una rodilla e intentando recuperar el aliento, llamó a Revjak, y el bárbaro ordenó a dos de sus hombres más fuertes que rodearan a la enana y la levantaran en vilo. Cepa no ofreció resistencia, sino que se limitó a seguir moviendo los pies en el aire, mirando inexpresivamente al frente.

La sonrisa que Drizzt y Revjak intercambiaron fue interrumpida bruscamente por una voz familiar.

—¡Traición! —bramó Berkthgar mientras él y sus guerreros, más del doble de los que Revjak había llevado consigo, rodeaban al grupo.

—Esto se está poniendo más interesante por momentos —dijo Catti-brie con aspereza.

—¡Las leyes, Revjak! —gritó el jefe bárbaro—. ¡Las conocías y las incumpliste!

—¿Y dejar que Bruenor y sus amigos murieran? —preguntó Revjak con incredulidad, sin demostrar temor, aunque a los compañeros les pareció que la batalla se reanudaría pronto—. Jamás obedecería una norma así —continuó Revjak con seguridad. Los guerreros que estaban con él, muchos de ellos heridos por la reciente pelea con los taers, compartían su opinión.

»Algunos de nosotros no hemos olvidado la amistad demostrada por Bruenor, Catti-brie, Drizzt Do’Urden y todos los demás —terminó diciendo el hombre mayor.

—Algunos de nosotros no hemos olvidado la guerra contra el pueblo de Bruenor y las gentes de Diez Ciudades —replicó Berkthgar, y sus guerreros se encresparon.

—Ya está bien —susurró Catti-brie y, antes de que Drizzt pudiera impedírselo, echó a andar y se plantó delante del gigantesco bárbaro—. Has caído muy bajo —le dijo, desafiante.

Los gritos a espaldas del cabecilla bárbaro daban a entender que debería propinar una bofetada a la impertinente mujer. Pero el sentido común frenó a Berkthgar, ya que Cattibrie no sólo era una adversaria formidable, como el jefe bárbaro había descubierto en Piedra Alzada, cuando lo había derrotado en un combate singular, sino que estaba respaldada por Drizzt y Bruenor, a ninguno de los cuales deseaba enfrentarse. Si le ponía la mano encima a la joven, Berkthgar sabía que lo único que impediría que el drow se le echara encima era que Bruenor se le adelantara en el ataque.

—Todo el respeto que sentí por ti ha desaparecido —continuó Catti-brie, y a Berkthgar lo sorprendió el repentino cambio de tono y el cariz de sus palabras—. Eras el líder adecuado después de Wulfgar —dijo con sinceridad—. Por méritos propios y por sabiduría. Sin tu guía, la tribu se habría perdido en la lejana Piedra Alzada.

—¡Un lugar al que no pertenecíamos! —replicó Berkthgar con rapidez.

—Estoy de acuerdo —manifestó Catti-brie, cogiendo de nuevo por sorpresa al hombre y desbaratando su ira—. Hiciste bien en regresar al valle y a vuestro dios, pero no a las viejas enemistades. Piensa en cómo es realmente mi padre, Berkthgar, y en cómo es Drizzt.

—Dos asesinos de mi pueblo.

—Sólo cuando tu pueblo vino a matar —repuso la joven, sin ceder ni un instante—. Serían unos cobardes si no defendieran su hogar y a los suyos. ¿O es que los envidias por luchar mejor que vosotros?

La respiración de Berkthgar era un jadeo entrecortado y colérico. Drizzt se dio cuenta y se reunió rápidamente con Cattibrie. Había escuchado toda la conversación mantenida en voz baja, hasta la última palabra, y sabía el derrotero que tomaría a partir de ahora.

—Sé lo que hiciste —dijo el drow. Berkthgar se puso rígido, creyendo que lo estaba acusando de algo.

»Hacerte con el control de todas las tribus unidas para desacreditar al que te precedió. Pero ten cuidado, por el bien de todos los del valle, de no quedar atrapado en tus verdades a medias. El nombre de Berkthgar se pronuncia con respeto en Mithril Hall, en Luna Plateada, en Longsaddle y en Nesme, incluso en Diez Ciudades y en las minas enanas. Tus hazañas en el valle del Guardián no se han olvidado, aunque parece que tú has decidido olvidar la alianza y todo lo bueno que tiene el pueblo de Bruenor. Mira a Revjak. Le debemos la vida. Y ahora decide cuál es el mejor curso para ti y para los tuyos.

Berkthgar guardó silencio, y tanto Cattibrie como Drizzt lo interpretaron como una buena señal. El bárbaro no era un necio, aunque a menudo dejaba que sus emociones nublaran su buen juicio. Miró a Revjak y a los resueltos guerreros que estaban detrás del hombre mayor: algo vapuleados, superados en número, pero sin mostrar el menor indicio de temor. Lo más importante para él era que ni Catti-brie ni Drizzt negaban su derecho como dirigente. Parecían estar dispuestos a colaborar con él. ¡Y Catti-brie incluso lo había comparado públicamente y de manera favorable con Wulfgar!

—Y deja que el martillo siga en poder de Bruenor, que es donde debe estar —se atrevió a presionar la joven, como si estuviera leyendo todo lo que pasaba por la cabeza del bárbaro—. Tu propia espada es ahora el arma de tu tribu; su leyenda no será menos importante que la de Aegis-fang si haces la elección correcta.

Ése era un señuelo que Berkthgar no podía pasar por alto. Se relajó visiblemente, así como los hombres que seguían cada palabra de la conversación, y Drizzt comprendió que acababan de superar una importante prueba.

—Estuviste acertado al seguir a Bruenor y a sus compañeros —dijo Berkthgar en voz alta a Revjak, lo que era lo más parecido a una disculpa que cualquiera había oído dar al orgulloso bárbaro.

—Y tú te equivocaste al renegar de nuestra amistad con él —repuso Revjak.

Drizzt y Cattibrie se pusieron tensos, temiendo que el hombre mayor hubiera ido demasiado lejos.

Pero Berkthgar no se ofendió y no respondió a la acusación. El bárbaro no admitió que estuviera de acuerdo, pero tampoco se puso a la defensiva.

—Regresa con nosotros —le pidió a Revjak.

El hombre mayor miró a Drizzt y después a Bruenor, consciente de que seguían necesitando su ayuda. Después de todo, eran dos de sus hombres los que todavía sujetaban en vilo a Cepa.

Berkthgar miró a Revjak, y luego su mirada fue hacia Bruenor. A continuación oteó el horizonte, hacia la costa que se alzaba no muy lejos.

—¿Os dirigíais al interior del mar de Hielo Movedizo? —preguntó.

Bruenor echó una ojeada a Cepa, con expresión frustrada.

—Eso parece —admitió el enano.

—No podemos acompañaros —dijo lisa y llanamente el bárbaro—. Y no es decisión mía, sino un edicto de nuestros antepasados. Ningún hombre de la tribu puede aventurarse por el territorio flotante.

Revjak no tuvo más remedio que asentir con la cabeza, confirmando sus palabras. En efecto, era un antiguo edicto, una medida tomada por razones prácticas ya que había poco que ganar y mucho que perder aventurándose en las peligrosas masas de hielo flotantes, el territorio del oso blanco y de las grandes ballenas.

—No te pediríamos que vinieras —se apresuró a decir Drizzt, y sus compañeros parecieron sorprendidos con sus palabras. Iban a luchar contra un balor y todos sus taimados secuaces, y un ejército de bárbaros les vendría muy bien. Pero Drizzt sabía que Berkthgar no iría en contra de la antigua ley, y no quería que Revjak se distanciara más del cabecilla ni deseaba poner en peligro la reconciliación que se había iniciado aquí. Además, ninguno de los guerreros de Revjak había resultado muerto en el enfrentamiento con los taers, pero no ocurriría lo mismo si los acompañaban hasta dar con Errtu. Drizzt Do’Urden ya tenía bastante sangre sobre su conciencia. Para el vigilante drow, ésta era una lucha privada. Habría preferido enfrentarse solo a Errtu, uno contra uno, pero sabía que el balor tendría refuerzos, y no podía oponerse a que sus más íntimos amigos estuvieran a su lado del mismo modo que él estaría al lado de ellos.

—¿Pero admites que tu pueblo le debe al menos esto a Bruenor? —no pudo menos que preguntar Catti-brie.

Una vez más, Berkthgar no respondió nada, pero su silencio, el no negarlo, era todo lo que la mujer necesitaba.

Los compañeros se vendaron las magulladuras lo mejor posible, dieron las gracias a los bárbaros, y se despidieron. Los hombres de Revjak soltaron a Cepa en el suelo, y la enana reanudó la marcha. Los compañeros fueron tras ella.

La tribu del Alce volvió hacia el sur en una marcha unificada, Berkthgar y Revjak caminando uno al lado del otro.

Al cabo de un rato, Kierstaad llegó a la playa y se encontró con el espectáculo de un centenar de cadáveres taers hinchándose bajo el sol de la tarde. No le costó mucho al astuto joven imaginar lo que había ocurrido. Evidentemente, los bárbaros del grupo de su padre se habían unido al grupo de Bruenor en la lucha, y había tantas huellas que Kierstaad llegó a la conclusión de que otro grupo —sin duda uno encabezado por Berkthgar— también había estado en la escena de la batalla.

Kierstaad miró hacia el sur, preguntándose si su padre había regresado al campamento escoltado como prisionero. Estuvo a punto de dar media vuelta y correr tras ellos, pero las otras huellas —las de dos enanos, un drow, una mujer, un halfling y un felino— lo apremiaron a dirigirse hacia el norte.

Con Aegis-fang en la mano, el joven bárbaro descendió hasta la fría playa y después echó a andar a través de la accidentada superficie de témpanos flotantes. Sabía que estaba quebrantando el antiguo edicto de su pueblo, pero desechó esa idea. En su mente y en su corazón, seguía los pasos de Wulfgar.