La caminata de Cepa
Drizzt, Cattibrie, Bruenor y Regis seguían a Cepa en lo que parecía un trayecto marcado a través de la tundra, en dirección noreste. Marchaba en línea recta, como si supiera adónde se dirigía, y caminó durante muchas horas incansablemente.
—Si va a seguir andando todo el día, no podremos aguantar ese ritmo —comentó Bruenor, que miraba a Regis. El halfling jadeaba y resoplaba intentando mantener el paso.
—¿Por qué no traes a la pantera para que vaya tras ella? —sugirió Catti-brie al drow—. Guen podría volver después y mostrarnos el camino.
Drizzt lo pensó un momento y luego sacudió la cabeza, decidiendo que podrían necesitar a Guenhwyvar por razones más importantes que seguir a la enana, y no quería malgastar el precioso tiempo que la pantera podía pasar en el plano material. El drow se planteó la posibilidad de parar a Cepa a la fuerza y atarla, y estaba explicando su idea a Bruenor cuando, de repente, la sacerdotisa se sentó en el suelo.
Los cuatro compañeros la rodearon, temiendo por la seguridad de la enana y también por la posibilidad de que hubieran llegado al lugar que Errtu quería. Cattibrie cogió a Taulmaril y lo preparó para disparar mientras oteaba el cielo del mediodía en busca de alguna señal del demonio.
Pero todo estaba tranquilo, el cielo perfectamente azul y perfectamente vacío salvo por unas cuantas nubes algodonosas que arrastraba el fuerte y constante viento.
Kierstaad oyó hablar a su padre con algunos de los ancianos sobre la marcha de Bruenor y de Drizzt. Prestó atención, especialmente, a los comentarios preocupados de su padre que temía que los amigos se estuvieran metiendo en más problemas otra vez. Esa misma mañana, su padre se marchó del campamento junto con un grupo de sus más íntimos amigos. Dijeron que iban de caza, pero Kierstaad, con una sabiduría impropia de sus pocos años, adivinó que no era verdad.
Revjak iba tras Bruenor.
Al principio, el joven bárbaro se sintió profundamente dolido de que su padre no hubiese confiado en él, que no le hubiese pedido que lo acompañara. Pero entonces pensó en Berkthgar, siempre al borde de la violencia, y Kierstaad se dio cuenta de que ya estaba harto de eso. Si Revjak había perdido la gloria de la familia de Jorn, entonces él, Kierstaad, se proponía reclamarla. Berkthgar dirigía la tribu con mano dura, cada vez más, y sólo un acto de proporciones heroicas le proporcionaría al joven guerrero el espaldarazo necesario para exigir el Derecho al Desafío. Creía saber cómo hacerlo, porque sabía cómo lo había hecho su héroe muerto. Los compañeros de Wulfgar se encontraban ahora recorriendo la agreste estepa y, a su modo de entender, necesitaban ayuda.
Había llegado el momento de que Kierstaad entrara en acción.
El joven llegó a las minas enanas a mediodía, y se deslizó sigilosamente por los pequeños túneles. Una vez más, las estancias estaban vacías en su mayor parte, ya que, como siempre, los enanos estaban trabajando afanosamente en la extracción y la forja de minerales. Por lo visto, su laboriosidad superaba incluso la zozobra que pudieran sentir por la suerte de su cabecilla. Al principio esto le pareció extraño a Kierstaad, pero luego comprendió que la aparente indiferencia de los enanos era simplemente una muestra de respeto hacia Bruenor, que no necesitaba que cuidaran de él y que, después de todo, había viajado frecuentemente con sus amigos, ninguno de ellos perteneciente a su propia raza.
Mucho más familiarizado con el lugar esta vez, Kierstaad no tuvo problemas para volver a la habitación de Bruenor. Cuando tuvo a Aegis-fang de nuevo en sus manos, el tacto del martillo de guerra tan sólido y reconfortante, el joven supo claramente lo que debía hacer.
La tarde estaba mediada cuando Kierstaad se encontró otra vez en la tundra abierta, con Aegis-fang en la mano. Por lo que sabía, Bruenor y sus compañeros le llevaban medio día de ventaja, y Revjak se había puesto en camino hacía casi ocho horas. Sin embargo, Kierstaad estaba seguro de que todos iban caminando; él era joven, y correría.
El alto en la marcha duró lo que restaba de la tarde, hasta que Cepa, de manera tan repentina e inesperada como se había detenido, se puso de pie y echó a andar a través de la yerma tundra, caminando con determinación, a pesar de que en sus ojos sólo había una mirada vacía, inexpresiva.
—Qué demonio tan considerado, que nos da un respiro —comentó Bruenor con sarcasmo.
Ninguno de sus compañeros apreció la ocurrencia del enano; si Errtu había dispuesto esta parada, entonces el balor sabía exactamente dónde se encontraban.
Aquella idea permaneció cernida sobre ellos a cada paso, hasta que algo más atrajo la atención de Drizzt. El drow iba flanqueando al grupo, desplazándose de uno a otro lado rápidamente en amplios arcos. Transcurrido un tiempo, se detuvo e hizo una seña a Bruenor para que se apartara de los otros y se reuniera con él.
—Nos están siguiendo —informó el elfo oscuro.
Bruenor asintió con la cabeza. Buen conocedor de la tundra, el enano había percibido las inconfundibles señales: un movimiento fugaz a un lado, lejos; el repentino vuelo de un ave de la estepa, sobresaltada por el paso de alguien, pero demasiado distante para achacarlo al grupo.
—¿Los bárbaros? —sugirió el enano, con aparente preocupación. A pesar de los recientes problemas entre los dos pueblos, Bruenor confiaba en que fueran Berkthgar y sus hombres. Así, por lo menos, el enano sabría a qué atenerse.
—Quienquiera que nos sigue conoce muy bien la tundra. Son pocas las aves que se han espantado, y no han levantado a ningún venado. Los goblins no serían tan cuidadosos, y los yetis de la tundra no organizan persecuciones, sino que ponen emboscadas.
—Entonces, son humanos —contestó Bruenor—. Y los únicos humanos que conocen bien la tundra son los bárbaros.
Drizzt estaba de acuerdo con él.
Reemprendieron la marcha, y el enano regresó junto a Cattibrie y Regis para ponerlos al corriente de sus sospechas, en tanto que Drizzt emprendía una carrera trazando otro amplio arco. No había nada que pudieran hacer respecto a los perseguidores. El terreno era demasiado abierto y llano para intentar una acción evasiva. Si eran los bárbaros, entonces lo más probable era que los hombres de Berkthgar los estuvieran vigilando más por simple curiosidad que para lanzar un ataque. Si se enfrentaban a los nómadas sólo conseguirían buscar problemas donde no los había.
Así pues, los compañeros siguieron caminando durante el resto del día y gran parte de la noche, hasta que Cepa volvió a detenerse y se dejó caer sin ceremonias sobre el frío y duro suelo. El grupo se puso de inmediato a montar un campamento esta vez, suponiendo que el descanso duraría varias horas. La estación cálida estaba llegando a su término rápidamente, y el frío del invierno empezaba a dejarse sentir en el valle del Viento Helado, sobre todo durante las horas nocturnas, cada vez más largas. Cattibrie arropó a Cepa con una gruesa manta, aun cuando la ausente enana no pareció advertirlo.
La tranquilidad y el silencio duró una hora.
—¿Drizzt? —susurró Catti-brie, pero tan pronto como llamó al drow la joven se dio cuenta de que su amigo no estaba durmiendo, sino sentado, inmóvil, y completamente alerta a pesar de tener los ojos cerrados, advertido de que una pequeña forma alada sobrevolaba el campamento silenciosamente. Quizás era un búho; los había enormes en el valle del Viento Helado, aunque se dejaban ver rara vez.
Era posible, pero no podían permitirse el lujo de darlo por hecho. Volvieron a oír el aleteo apenas perceptible, al norte, y una silueta más oscura que el cielo se deslizó, silenciosa, sobre ellos.
Drizzt se incorporó, veloz como un rayo, al tiempo que sacaba las cimitarras de las fundas. La criatura reaccionó instantáneamente, dando un brusco golpe de alas para ponerse fuera del alcance de las mortíferas armas del drow. Pero no del alcance de Taulmaril.
Una flecha plateada surcó la noche y se hincó en la criatura, fuera lo que fuera, antes de que tuviera tiempo de alejarse del campamento. Unas chispas multicolores iluminaron la zona, y Drizzt pudo ver claramente al invasor, un demonio menor, mientras se desplomaba dando tumbos, estremecido, pero no herido realmente. Aterrizó con un fuerte golpe, rodó sobre sí mismo para quedarse sentado, y después se incorporó con presteza al tiempo que batía las alas, semejantes a las de un murciélago, para remontar de nuevo el vuelo antes de que el peligroso drow se acercara a él.
Regis había encendido una linterna sorda y corrió la pantalla del todo; Bruenor y Drizzt acorralaron a la criatura, en tanto que Cattibrie, plantada en el mismo sitio, tenía presto el arco para disparar.
—Mi amo dijo que harías eso —dijo el diablillo a Catti-brie con voz áspera—. ¡Errtu me protege!
—Pero conseguí derribarte —replicó la mujer.
—¿Por qué estás aquí, Druzil? —inquirió Drizzt, que había reconocido al trasgo, el mismo que Cadderly había utilizado en Espíritu Elevado para conseguir información.
—¿Conoces a esta cosa? —preguntó Bruenor al drow.
Drizzt asintió con la cabeza, pero no dijo nada, ya que estaba demasiado absorto en Druzil para andar con chanzas.
—A Errtu no le hizo gracia descubrir que fui yo quien reveló su nombre a Cadderly —explicó el trasgo con un gruñido—. Ahora me está utilizando.
—Pobre Druzil. —La voz del drow rebosaba sarcasmo—. Qué mala suerte la tuya.
—Ahórrate tu falsa compasión —replicó el diablillo—. Me encanta trabajar para Errtu. Cuando mi amo haya acabado contigo, el siguiente en nuestra lista será Cadderly. ¡Puede que Errtu haga de Espíritu Elevado nuestra plaza fuerte! —Druzil saboreó cada palabra dicha, disfrutando con la idea.
Drizzt tuvo que hacer un gran esfuerzo para no soltar una carcajada. Había estado en la catedral y conocía su fortaleza y su pureza. Por muy poderoso que fuera Errtu, por numerosos y fuertes que fueran sus esbirros, el balor no podría vencer a Cadderly. No allí, en la casa de Deneir, en aquel lugar sagrado.
—¿Entonces admites que Errtu está detrás de esta caminata y del estado de la enana? —inquirió Catti-brie mientras señalaba a Cepa.
Druzil hizo caso omiso de la mujer.
—¡Necio! —insultó el trasgo a Drizzt—. ¿Crees que a mi amo le interesa este lugar desolado? ¡No, Errtu está aquí sólo para encontrarte, Drizzt Do’Urden, para que pagues por los problemas que le has causado!
Movido por un impulso, el drow adelantó un paso hacia el diablillo. Cattibrie levantó el arco, y Bruenor, su hacha.
Pero Drizzt recobró enseguida la calma; quería conseguir más información, así que alzó una mano para frenar a sus peligrosos amigos.
—Vengo a ofrecerte un trato de parte de Errtu —dijo Druzil, dirigiéndose sólo a Drizzt—. Tu alma por la de su atormentado prisionero y por la de la enana.
El modo en que el trasgo se refirió a Zaknafein como «atormentado prisionero» hirió a Drizzt en lo más profundo del corazón. Por un instante, la tentación de aceptar el trato fue casi irresistible. Se quedó con la cabeza gacha y los brazos bajados de manera que las puntas de las cimitarras tocaban el suelo. De buen grado se sacrificaría para salvar a Zaknafein, y también a Cepa, por supuesto. ¿Cómo no iba a hacerlo?
Pero entonces se le ocurrió que ninguno de ellos, ni Zaknafein ni Cepa, querría que lo hiciera; que ninguno de los dos sería capaz de vivir después conociendo su sacrificio.
El drow se lanzó repentinamente al ataque, demasiado deprisa para que Druzil pudiera reaccionar. Centella hizo un profundo tajo en un ala del trasgo, y la otra cimitarra, la forjada para luchar contra criaturas del fuego, arañó el torso del diablillo mientras éste se giraba, y absorbió su fuerza vital aun cuando la herida era superficial.
Druzil se las ingenió para acabar la finta evasiva, y estuvo a punto de decir algo más en un último y desesperado acto de desafío. Pero el escudo mágico del trasgo se había desvanecido con el primer disparo de Cattibrie, de modo que el segundo, impecablemente certero, lanzó al diablillo por el aire.
Drizzt llegó a su lado en un instante, y su cimitarra se enterró en el cráneo de Druzil. El trasgo sufrió una única sacudida y después comenzó a evaporarse en una humareda negra y acre.
—No hago tratos con seres de planos inferiores —le explicó el drow a Bruenor, que venía corriendo, pero no había sido lo bastante rápido para llegar a tiempo a la pelea.
Aun así, el enano descargó su hacha sobre la cabeza del trasgo muerto para mayor seguridad, antes de que la forma corpórea desapareciera por completo.
—Buena decisión —se mostró de acuerdo con su amigo.
Poco después, Regis roncaba tan campante, y Cattibrie dormía profundamente. Drizzt prefirió mantenerse en vela para vigilar el descanso de sus amigos, a pesar de que el cansado drow no esperaba que surgieran más problemas por parte de Errtu aquella noche. Paseó alrededor del campamento, oteando el horizonte y, cada dos por tres, alzaba los ojos hacia las relucientes estrellas y dejaba que su corazón volara con la libertad que representaba el valle del Viento Helado. En ese momento, bajo el maravilloso espectáculo de la bóveda nocturna, Drizzt entendió por qué había vuelto realmente, y por qué Berkthgar y los que estaban en Piedra Alzada habían regresado a casa.
—No vas a ver muchos monstruos acechándonos detrás de las condenadas estrellas —sonó un rezongo quedo a su espalda.
Drizzt se volvió hacia Bruenor, que se acercaba a él. El enano ya estaba vestido con su equipo de batalla, el yelmo de un solo cuerno ladeado, y el hacha mellada recostada sobre el hombro, preparado para la inminente marcha.
—Los balors vuelan —le recordó el drow, aunque los dos sabían que no miraba el cielo esperando la llegada de ningún enemigo.
El enano hizo un gesto de asentimiento y se puso al lado de su amigo. Los dos permanecieron un largo rato en silencio, cada uno de ellos solo con el viento, con las estrellas. Drizzt notó el estado de ánimo sombrío de Bruenor y comprendió que el enano había dejado el campamento por una razón, probablemente para decirle algo.
—Tenía que regresar —dijo por fin Bruenor. Drizzt lo miró y asintió en silencio, pero el enano no lo vio ya que seguía con la vista clavada en el cielo.
»Gandalug se quedó con Mithril Hall —comentó Bruenor, y por su tono de voz al drow le pareció que el enano intentaba justificarse—. Le pertenecía por derecho.
—Y tú tienes el valle del Viento Helado —añadió Drizzt.
Bruenor se volvió hacia él entonces, como si tuviera intención de protestar, de seguir dando explicaciones. La mirada en los ojos de color espliego de Drizzt le reveló que no tenía necesidad de hacerlo. El drow lo comprendía y entendía sus actos. Tenía que regresar. No hacía falta que dijera nada más.
Los dos amigos pasaron el resto de la noche de pie, sintiendo el frío viento, contemplando las estrellas, hasta que las primeras luces del alba deslucieron la majestuosa vista, o, más bien, la reemplazaron por otra igualmente hermosa. Cepa se levantó poco después, con los mismos movimientos de autómata. Despertaron a Cattibrie y a Regis, y los cuatro amigos emprendieron la marcha en pos de la enana, juntos.