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Como en los viejos tiempos

El drow sentía el constante gemido del viento en los oídos. Ahora soplaba más del norte, de los glaciares y los gigantescos icebergs del mar de Hielo Movedizo, a la par que la estación cálida iba quedando atrás, pasando por un corto otoño, camino del largo y oscuro invierno.

Drizzt conocía este cambio en la tundra tan bien como cualquier habitante de la región. Había vivido en el valle del Viento Helado sólo durante una década, pero en ese tiempo había aprendido a conocer muy bien la comarca y su clima. Por la textura del suelo podía adivinar exactamente cuál era la época del año con un margen de error de un par de semanas. Ahora el suelo se había vuelto a endurecer, aunque todavía quedaba una pequeña capa deslizante bajo sus pies, un débil indicio de barro debajo de la seca superficie, el último resquicio del corto verano.

El vigilante se arrebujó en la capa, ajustando bien el cuello, para protegerse de la fría brisa. Aunque iba envuelto en un montón de ropa y sólo escuchaba el incesante gemido del viento, el drow estaba alerta, como siempre. Los que se aventuraban por la abierta estepa del valle del Viento Helado y no tenían cuidado no sobrevivían mucho tiempo. Drizzt vio huellas de yetis de la tundra en varios sitios. También encontró los rastros de pisadas que iban muy juntas, del modo en que una cuadrilla de goblins viajaría. Sabía interpretar ese rastro, de dónde venía y hacia dónde iba, pero no había partido de la cumbre de Kelvin para sostener un combate; si se fijó en él, fue por el simple hecho de evitar a las criaturas que lo habían dejado.

Drizzt no tardó en encontrar las huellas que buscaba, dos pares de pisadas calzadas con suaves botas, del tamaño de humanos, que viajaban lentamente, tal como lo haría un cazador al acecho. Se fijó en que la parte anterior se marcaba mucho más. Los bárbaros caminaban posando primero la planta del pie en lugar del talón, como hacía la mayoría de la gente de los Reinos. Ahora ya no le cupo ninguna duda al vigilante. Se había aproximado al campamento de los bárbaros la noche anterior, con intención de hablar con Revjak y Berkthgar. Sin embargo, antes se quedó escuchando las conversaciones desde cubierto, oculto en la oscuridad, y descubrió que Berkthgar tenía proyectado salir de caza al día siguiente, sin más compañía que el hijo de Revjak.

Esa noticia inquietó a Drizzt al principio. ¿Acaso Berkthgar planeaba infligir indirectamente un golpe a Revjak matando al muchacho? El drow desestimó enseguida tal idea; conocía al corpulento guerrero. A pesar de sus defectos, el bárbaro era un hombre honrado y no un asesino. Lo más probable, razonó Drizzt, era que Berkthgar intentara ganarse la confianza del hijo de Revjak, fortaleciendo de ese modo su posición de poder en la tribu.

Drizzt se había quedado en las inmediaciones del campamento toda la noche, en la oscuridad, sin ser descubierto. Al llegar el alba se había alejado y, posteriormente, se había dirigido hacia el norte dando un amplio rodeo.

Ahora había encontrado las huellas de dos hombres caminando a la par. Le llevaban una hora de ventaja, pero iban de caza, por lo que Drizzt estaba seguro de que los alcanzaría en cuestión de minutos.

El vigilante aflojó el paso un momento después, cuando vio que las huellas se separaban, las más pequeñas en dirección oeste, en tanto que las más grandes continuaban hacia el norte, sin desviarse. Drizzt siguió estas últimas, imaginando que eran las de Berkthgar, y al cabo de unos cuantos minutos divisó al gigantesco bárbaro arrodillado en la tundra, resguardándose los ojos y escudriñando intensamente hacia el noroeste.

Drizzt frenó la marcha y avanzó con sigilo. Se sorprendió al notar que estaba nervioso de ver al imponente humano. Drizzt y Berkthgar habían discutido muchas veces en el pasado, por lo general cuando el drow hacía de enlace entre Bruenor y Piedra Alzada, el poblado gobernado por el bárbaro. Esta vez era distinto, comprendió Drizzt. Berkthgar estaba de vuelta en casa, sin necesitar nada de Bruenor, y eso hacía al hombre más peligroso aún.

Drizzt tenía que salir de dudas; además, era por eso por lo que había venido desde la cumbre de Kelvin. Se movió en silencio, paso a paso, hasta que estuvo a pocos metros del bárbaro, que seguía arrodillado y, aparentemente, sin advertir su presencia.

—Saludos, Berkthgar —dijo el vigilante. Su voz no pareció sobresaltar al bárbaro, y Drizzt dedujo que Berkthgar, tan identificado con la tundra, había notado su aproximación.

El bárbaro se levantó lentamente y se volvió para mirar al drow.

Drizzt oteó hacia el oeste, a un punto oscuro y distante.

—¿Tu compañero de caza? —preguntó.

—El hijo de Revjak. Se llama Kierstaad —contestó Berkthgar—. Un buen muchacho.

—¿Y Revjak?

El bárbaro guardó silencio un momento, firme la mandíbula.

—Se rumoreaba que habías regresado al valle —dijo después.

—¿Y te parece bien?

—No —respondió francamente—. La tundra es grande, drow. Lo suficiente para que no tengamos que volver a encontrarnos. —Berkthgar empezó a darse media vuelta, como si no tuvieran nada más que decirse, pero Drizzt no estaba dispuesto a dejar las cosas así.

—¿Por qué no? —preguntó el drow con aparente inocencia, intentando empujar a Berkthgar a jugar con las cartas boca arriba. Quería saber hasta qué punto los bárbaros se habían distanciado de los enanos y de las gentes de Diez Ciudades, y si se iban a limitar a convertirse en invisibles socios que compartían la tundra o, como ocurría antaño, en enemigos irreconciliables.

»Revjak me llama su amigo —continuó Drizzt—. Cuando me marché del valle años atrás, supe que él estaba entre los que echaría verdaderamente de menos.

—Revjak es un viejo —contestó el bárbaro con una voz sin inflexiones.

—Es quien habla por la tribu.

—¡No! —La negativa de Berkthgar fue rápida y violenta. Entonces el bárbaro se calmó y su sonrisa reveló a Drizzt que decía la verdad—. Revjak ya no habla por la tribu —añadió Berkthgar.

—¿Quién, entonces? ¿Tú?

El gigantesco bárbaro asintió con la cabeza, sin dejar de sonreír.

—Regresé para dirigir a mi pueblo —dijo—. Lejos de los errores cometidos por Wulfgar y por Revjak, adoptando de nuevo las costumbres que teníamos antes, cuando éramos libres, cuando no estábamos comprometidos con nadie salvo con nosotros mismos y con nuestro dios.

Drizzt reflexionó sobre eso un momento. El orgulloso bárbaro se estaba engañando a sí mismo, comprendió, pues esos viejos tiempos de los que Berkthgar hablaba con tanta reverencia no eran tan despreocupados y maravillosos como parecía creer. Estaban marcados por la guerra, generalmente entre las propias tribus compitiendo por la comida que a menudo era escasa. Los bárbaros se morían de hambre y de frío, y con frecuencia acababan como alimento de los yetis de la tundra o de los grandes osos blancos que también seguían a las manadas de renos a lo largo de la costa del mar de Hielo Movedizo.

Ése era el peligro de la nostalgia, comprendió el drow. Recordar las cosas buenas del pasado y olvidar las malas.

—Es decir, que ahora eres tú el jefe de la tribu —dijo Drizzt—. ¿Y vas a conducirla a la desesperación? ¿A la guerra?

—La guerra no es siempre desesperación —manifestó el bárbaro con frialdad—. ¿Tan pronto has olvidado que seguir el curso marcado por Wulfgar nos condujo a la guerra con tu propio pueblo?

Drizzt no podía rebatir ese punto. No había ocurrido así exactamente, desde luego. La guerra contra los drows fue mucho más una casualidad del azar que consecuencia de los actos de Wulfgar. Con todo, la afirmación del bárbaro tenía un fondo de verdad, al menos desde su perspectiva.

—Y, antes de eso, el liderazgo de Wulfgar condujo a las tribus a la guerra en apoyo de la reclamación al trono de tu desagradecido amigo —presionó Berkthgar.

Drizzt miró con dureza al bárbaro. De nuevo, sus palabras eran ciertas, aunque afectadas, y el drow comprendió que no había argumento para convencerlo de lo contrario.

Los dos repararon entonces en que el punto en la tundra se hacía más grande a medida que Kierstaad se iba aproximando.

—Hemos vuelto a encontrar el limpio aire de la tundra —proclamó el bárbaro antes de que el muchacho llegara—. Hemos vuelto a las viejas costumbres, que son las mejores, y esas costumbres no admiten la amistad con los elfos oscuros.

—Te olvidas de muchas cosas —contestó Drizzt.

—Recuerdo muchas cosas —replicó el gigantesco bárbaro, que se dio media vuelta y empezó a alejarse.

—Harías bien en tener en cuenta todo lo bueno que Wulfgar hizo por vuestro pueblo —le dijo Drizzt—. Quizá Piedra Alzada no era lugar para la tribu, pero el valle del Viento Helado es una tierra cruel, una tierra donde los aliados son el bien más valioso de cualquier hombre.

Berkthgar no se detuvo. Llegó a la altura de Kierstaad y pasó de largo. El joven se volvió y lo observó unos segundos mientras se alejaba; enseguida dedujo lo que había ocurrido. Entonces se volvió hacia Drizzt y, al reconocer al drow, corrió hasta plantarse delante de él.

—Bien hallado, Kierstaad —saludó el vigilante—. Te has hecho un hombre.

Kierstaad se irguió un poco al oír el comentario, emocionado de que Drizzt Do’Urden le hiciera un cumplido. Kierstaad era un chiquillo de doce años cuando el drow había partido de Mithril Hall, así que el vigilante no lo había llegado a conocer bien. Pero él sí que conocía a Drizzt, el legendario guerrero. En una ocasión, él y Cattibrie habían ido a Hengorot, la Sala de Aguamiel, en Piedra Alzada, y Drizzt se había encaramado de un salto a la mesa y había pronunciado un discurso para estrechar la alianza entre los enanos y los bárbaros. Según las viejas tradiciones de las que Berkthgar hablaba tan a menudo, a ningún elfo oscuro se le habría permitido entrar a Hengorot, y, por supuesto, no se le habría demostrado respeto alguno. Pero la Sala de Aguamiel mostró respeto a Drizzt Do’Urden aquel día, un reconocimiento al valor y la destreza del drow como guerrero.

Kierstaad tampoco podía olvidar lo que su padre le había contado de Drizzt. En una atroz batalla contra los habitantes de Diez Ciudades, los guerreros bárbaros invasores habían sufrido una derrota espantosa de la que uno de los principales artífices había sido Drizzt Do’Urden. Después de aquel combate, el número de bárbaros quedó muy mermado. Con el invierno en puertas, parecía que a los supervivientes les aguardaban grandes privaciones, en especial a los ancianos y a los niños, ya que no quedaban suficientes cazadores vivos para abastecer de alimentos a todos.

Sin embargo, se habían encontrado renos recién muertos a lo largo del camino mientras los nómadas se dirigían hacia el oeste siguiendo a la manada, abatidos limpiamente y dejados allí para la tribu. Revjak y muchos de los ancianos estuvieron de acuerdo en que era obra de Drizzt Do’Urden, el drow que había defendido Diez Ciudades contra los bárbaros. Revjak jamás había olvidado la importancia de aquel acto de bondad, como tampoco lo hicieron muchos de los ancianos bárbaros.

—Bien hallado, Drizzt Do’Urden —respondió Kierstaad—. Me alegro de que hayas regresado.

—No todo el mundo comparte esa opinión —comentó el drow.

Kierstaad resopló y se encogió de hombros evasivamente.

—Estoy seguro de que Bruenor se alegra de volver a verte.

—Y a Catti-brie —añadió Drizzt—. También ella ha regresado.

De nuevo el joven asintió con la cabeza, y Drizzt se dio cuenta de que quería decir algo más profundo que las simples palabras de una conversación educada. No obstante, no dejaba de echar ojeadas por encima del hombro a Berkthgar, su jefe. Era evidente que su sentido de la lealtad estaba dividido.

Por fin, Kierstaad suspiró y se volvió para mirar cara a cara al drow, una vez tomada una decisión.

—Muchos recuerdan la verdad de Drizzt Do’Urden.

—¿Y de Bruenor Battlehammer?

Kierstaad asintió con un cabeceo.

—Berkthgar lidera la tribu por méritos propios, pero no todos están de acuerdo con cuanto dice.

—Esperemos que Berkthgar no tarde en recordar también esa verdad —contestó Drizzt.

Kierstaad echó otra ojeada atrás, y vio que Berkthgar se había parado y lo estaba mirando. El joven comprendió que lo esperaba, así que hizo un leve gesto con la cabeza a Drizzt, y corrió hacia el gigantesco guerrero sin siquiera decirle al drow una palabra de despedida.

Drizzt pasó mucho tiempo pensando en las implicaciones de lo que había visto, el joven corriendo ciegamente, sometido a la voluntad de Berkthgar a pesar de no compartir muchos de los puntos de vista del cabecilla. Después, el drow reflexionó sobre el curso que debía seguir. Había planeado volver al campamento para conversar con Revjak, pero hacerlo parecía inútil, incluso peligroso, ahora que Berkthgar era el jefe de la tribu.

Mientras Drizzt transitaba al norte de la cumbre de Kelvin, otro viajero atravesaba la tundra hacia el sur de la montaña. Cepa Garra Escarbadora caminaba sin descanso, con la espalda doblada por el peso de la enorme mochila y los ojos prendidos en su única meta: los elevados picos de la Columna del Mundo.

Crenshinibon, sujeta a una trabilla del cinturón de la enana, estaba silenciosa y complacida. El artefacto había invadido los sueños de Cepa todas las noches, y su comunicación con ella había sido más sutil de lo que era habitual en el dominador artefacto, ya que Crenshinibon sentía un gran respeto por esta persona, que además de ser enana también era sacerdotisa de un dios del bien. De manera gradual, con el paso de las semanas, Crenshinibon había minado la resistencia de Cepa, la había convencido lentamente de que éste no era un absurdo viaje, sino un desafío que afrontar y coronar con éxito.

Y, así, Cepa había partido el día anterior y se dirigía hacia el sur decididamente, con un arma en la mano y dispuesta a hacer frente a cualquier monstruo, dispuesta a escalar cualquier montaña.

Todavía estaba lejos de las cumbres, a mitad de camino, más o menos, de Aguas Rojizas, el lago más meridional de los tres. Crenshinibon planeaba permanecer callada; la reliquia era fruto de siglos, y unos cuantos días no significaban nada para ella. Cuando llegaran a las montañas, a terreno agreste, encontraría a un portador más acorde con sus deseos.

Pero entonces, de repente, la Piedra de Cristal notó otra presencia, poderosa y familiar.

Un tanar’ri.

Cepa se paró un instante después; una expresión de extrañeza asomó a su rostro mientras contemplaba la reliquia que llevaba en el cinturón. Sentía vibraciones en el objeto, como si fuera algo vivo. Mientras la examinaba, identificó esas vibraciones como una llamada.

—¿Y ahora qué? —preguntó la enana, sacando la Piedra de Cristal de la presilla de cuero—. ¿Qué te pasa?

Cepa seguía mirando el objeto cuando una sombra de negrura apareció en la neblina azulada del lejano horizonte y voló velozmente hacia allí con sus correosas alas al oír la llamada de la reliquia. Finalmente, Cepa se encogió de hombros, sin entender qué pasaba, y metió de nuevo el objeto en la correílla; después alzó la vista al cielo.

Demasiado tarde.

Errtu se abalanzó con rapidez y violencia, arrollando a la enana antes de que ésta tuviera tiempo de empuñar su arma. En cuestión de segundos, el demonio tenía en sus garras a Crenshinibon, una unión deseada por ambos.

Cepa, caída en el suelo y aturdida, con el arma tirada lejos de ella, fuera de su alcance, se incorporó sobre los codos y alzó los ojos hacia el tanar’ri. Empezó a invocar a su dios, pero Errtu no tenía la menor intención de permitírselo. Le propinó una fuerte patada que la lanzó a varios metros de distancia, y después se acercó a ella para matarla de una manera tortuosa.

Crenshinibon se lo impidió. La reliquia no desdeñaba la fuerza bruta ni sentía la menor simpatía por la enana, pero un simple recordatorio a Errtu de que enemigos como Cepa podían ser utilizados en su provecho, consiguió que el tanar’ri reconsiderara su propósito. Errtu no sabía nada de Bruenor Battlehammer y su búsqueda de Mithril Hall; no sabía nada de la marcha del clan desde el valle, y menos aún su regreso a éste. Pero el demonio sí estaba enterado de la previa amistad de Drizzt Do’Urden con los enanos del valle del Viento Helado. Si el drow estaba en la comarca o si volvía a ella algún día, lo lógico era que reanudara su trato amistoso con los enanos que trabajaban las minas al sur de la montaña llamada la cumbre de Kelvin. Esta enana, evidentemente, pertenecía a ese clan.

Errtu se plantó a su lado, imponente, amenazador, impidiendo que alcanzara la concentración necesaria para ejecutar un hechizo o incluso para recuperar el arma. El demonio alargó una mano; en el dedo anular llevaba un anillo adornado con una gema púrpura oscuro. Los negros ojos de Errtu se encendieron con un ardiente fuego mientras recitaba unas palabras en la lengua gutural del Abismo.

La gema emitió un destello purpúreo que envolvió a Cepa.

De pronto, la perspectiva visual de la enana cambió. Ya no miraba al demonio, sino que se miraba a sí misma desde arriba. Oyó la horrenda risotada del tanar’ri, percibió la aprobación de la Piedra de Cristal, y entonces contempló, impotente, cómo su cuerpo se levantaba del suelo y empezaba a recoger los objetos tirados.

Como un autómata, caminando con movimientos agarrotados, el cuerpo sin alma de la enana dio media vuelta y empezó a caminar hacia el norte.

El espíritu de Cepa quedó atrapado dentro de la gema púrpura, escuchando las risotadas del demonio, percibiendo los impulsos que el maligno artefacto enviaba a Errtu.

Esa misma noche, Drizzt y Cattibrie se sentaron en lo alto de la Escalada de Bruenor, junto con el barbirrojo enano y Regis, para disfrutar del espectáculo del cielo estrellado. El enano y el halfling notaban la inquietud de sus compañeros, notaban que Drizzt y Catti-brie guardaban un secreto.

Muchas veces, el drow y la mujer intercambiaban miradas preocupadas.

—Bueno, ¿qué os pasa? —dijo por último Bruenor, incapaz de aguantar más tiempo las furtivas miradas.

Cattibrie soltó una risita, aliviada su tensión por la aguda perspicacia de su padre. Drizzt y ella habían llevado a Bruenor y a Regis allí arriba esa noche para algo más que para admirar la belleza de la luna y las estrellas. Tras largas discusiones, el drow había aceptado por fin el razonamiento de Catti-brie de que no era justo mantener a sus compañeros ignorantes de las verdaderas razones por las que habían vuelto al valle del Viento Helado.

Así pues, el drow les relató lo ocurrido durante las últimas semanas a bordo del Duende del mar, el ataque a Deudermont en Aguas Profundas, la travesía a Caerwich, el traslado mágico a Carradoon ocasionado por el conjuro de Harpell, y el vuelo sobre el viento con Cadderly que los había llevado a Luskan. No dejó nada por contar, ni siquiera los fragmentos del poema de la vieja vidente que recordaba y la conclusión de que su padre estaba en poder de Errtu, el gran tanar’ri.

Cattibrie intervino a menudo en el relato, sobre todo para asegurar a su padre que en gran parte el motivo de que decidieran que era hora de regresar al valle se debía a que éste era su hogar, porque Bruenor estaba allí, y Regis estaba allí.

El silencio cayó sobre los compañeros cuando Drizzt terminó de hablar. Los ojos de los dos amigos convergieron en Bruenor, aguardando su respuesta como si estuviera a punto de juzgarlos.

—¡Condenado elfo! —bramó por fin el enano—. ¡Siempre estás metiéndote en líos y metiéndonos a los demás! ¡Sabes mejor que nadie cómo ponerle pimienta a la vida!

Tras una corta y forzada risa, Drizzt, Cattibrie y el enano se volvieron hacia Regis para oír lo que tenía que decir al respecto.

—Está decidido: tengo que buscarme otro círculo de amistades —manifestó el halfling, pero al igual que el estallido de Bruenor, el desalentado comentario de Regis sólo era una farsa.

El rugido de Guenhwyvar resonó en la noche.

Los cinco compañeros se habían reunido de nuevo, y estaban más que dispuestos a enfrentarse a cualquier enemigo, prestos para luchar.

No conocían la profundidad del horror que era Errtu; no sabían que el demonio ya tenía en sus perversas garras a Crenshinibon.