Cuando sea
Drizzt se reclinó sobre el suave e inclinado costado de un peñasco, con las manos enlazadas detrás de la cabeza y los ojos cerrados, disfrutando del día inusitadamente caluroso, ya que no era habitual alcanzar esta temperatura en el valle del Viento Helado a finales de verano.
Aunque estaba lejos de la entrada de las minas enanas, el drow no temía este breve lapsus en su continuo estado vigilante, pues Guenhwyvar estaba tumbada cerca de él, siempre alerta. Drizzt se hallaba a punto de quedarse dormido cuando la pantera emitió un quedo rugido y aplastó las orejas.
El drow se sentó al instante, pero, al ver que Guenhwyvar se tranquilizaba e incluso rodaba perezosamente sobre sí misma, comprendió que quienquiera que se acercaba no representaba una amenaza. Un instante después, Catti-brie apareció por un recodo de la senda y se dirigió hacia sus amigos. Drizzt se alegró de verla —siempre lo alegraba su presencia— pero entonces reparó en la expresión preocupada de su semblante.
La joven llegó a su lado y se sentó en el peñasco, al lado del elfo oscuro.
—Creo que deberíamos contárselo —dijo de inmediato, poniendo así fin a la incertidumbre.
Drizzt sabía exactamente a qué se refería. Cuando le habían relatado sus aventuras a Bruenor, había sido él, y sólo él, quien había urdido la última historia, en tanto que Cattibrie se había mantenido visiblemente callada. La hacía sentirse incómoda mentir a su padre. A Drizzt le pasaba lo mismo, pero el drow no sabía muy bien qué podía decirle a Bruenor para explicarle los acontecimientos que los habían hecho acudir al valle. No quería causar tensiones que, a su modo de ver, eran innecesarias, puesto que cabía la posibilidad de que transcurrieran años, incluso décadas, antes de que Errtu encontrara la forma de llegar hasta ellos.
—Más adelante —le contestó a Catti-brie.
—¿Por qué quieres esperar? —inquirió la mujer.
Buena pregunta. Drizzt lo pensó un momento.
—Necesitamos más información —explicó al cabo—. No sabemos si Errtu tiene intención de venir al valle, y no tenemos ni idea de cuándo puede ocurrir algo así. Los demonios miden el tiempo con haremos distintos de los nuestros; un año no significa nada para un tanar’ri, ni tampoco un siglo. No veo la necesidad de alarmar a Bruenor y a Regis en este momento.
Cattibrie reflexionó sobre aquello durante un buen rato.
—¿Y cómo piensas conseguir más información? —preguntó después.
—A través de Cepa Garra Escarbadora.
—Pero si apenas la conoces —protestó Catti-brie.
—La conozco lo suficiente, a ella y sus proezas en el valle del Guardián y en Mithril Hall contra los elfos oscuros invasores, para confiar en sus poderes y en su sentido común.
La joven asintió con la cabeza; por lo que había oído contar de Cepa, la sacerdotisa era una elección excelente. Sin embargo, había algo más que la incomodaba, algo a lo que el drow se había referido de pasada. Suspiró profundamente, y ello fue suficiente para que Drizzt comprendiera lo que le rondaba por la cabeza.
—No hay manera de saber cuánto tiempo tendremos que esperar —reconoció el drow, respondiendo a su tácita pregunta.
—Entonces ¿qué? ¿Tendremos que hacer de guardianes durante un año? —inquirió Catti-brie ásperamente—. ¿O durante un siglo? —En ese momento reparó en la expresión afligida del drow y lamentó sus palabras nada más pronunciarlas. Para ella iba a ser difícil ver pasar los días y los meses esperando a un demonio que quizá ni siquiera aparecería, pero para Drizzt sería mucho peor. El drow no sólo esperaba a Errtu, sino también a su padre, su torturado padre, y cada día que pasaba significaba otro más que Zaknafein permanecía en poder del maligno tanar’ri. La mujer agachó la cabeza.
»Lo lamento —dijo—. Tendría que haber pensado en tu padre.
—No te preocupes —contestó Drizzt, posando una mano en el hombro de la mujer—. Yo pienso en él constantemente.
Cattibrie alzó los azules ojos para encontrarse con los iris lavanda del drow.
—Lo rescataremos —le prometió seriamente—. Y haremos que Errtu pague todo el daño que le ha causado.
—Lo sé —asintió Drizzt—. Pero no es necesario alertar a los demás todavía. Bruenor y Regis tienen suficientes problemas con la inminente llegada del invierno.
Cattibrie estaba de acuerdo en eso, y se reclinó sobre el cálido peñasco. Esperarían tanto como fuera necesario, y entonces ¡que Errtu se guardara!
Así los amigos entraron en la rutina diaria del valle del Viento Helado, trabajando con los enanos durante el siguiente par de semanas. Drizzt acondicionó una cueva que le servía de campamento en sus muchas salidas por la tundra abierta, y Cattibrie también pasó allí mucho tiempo, junto a su amigo, en silencio, confortándolo con su presencia.
Apenas hablaban de Errtu y la Piedra de Cristal, y Drizzt aún no se había dirigido a Cepa con su petición, pero el drow pensaba en el demonio y, especialmente, en el prisionero del tanar’ri, casi de manera continua.
Cociéndose. A punto de estallar.
—¡Tienes que venir antes cuando te llame! —gruñó el hechicero mientras paseaba por la habitación de un lado a otro, impaciente. No resultaba muy imponente junto al glabrezu de tres metros y medio. El demonio tenía cuatro brazos, dos de ellos terminados en fuertes manos y otros dos en pinzas que podían cortar a un hombre por la mitad.
»Mis colegas no toleran demoras —prosiguió el hechicero.
Una sonrisa astuta frunció los labios caninos del glabrezu, Bizmatec. El mago, Dosemen de Sundabar, estaba acalorado, trabajando con denuedo para ganar un estúpido concurso organizado entre sus cofrades. Quizás había cometido algún error al preparar el círculo…
—¿Acaso te exijo mucho? —protestó Dosemen—. ¡Desde luego que no! Sólo unas cuantas respuestas sin importancia, y a cambio te he dado mucho.
—No me quejo —repuso Bizmatec. Mientras hablaba, el demonio examinaba el círculo de poder, lo único que le impedía dar rienda suelta a su cólera. Si Dosemen no había preparado adecuadamente el círculo, Bizmatec tenía intención de devorarlo.
—¡Pero no me das las respuestas! —chilló el hechicero—. Bien, haré las preguntas una vez más, y dispondrás de tres horas, sólo tres horas, para volver con las contestaciones.
Bizmatec oyó claramente las palabras del mago, y consideró sus implicaciones bajo una nueva y respetuosa perspectiva, ya que había comprobado que el círculo estaba completo y perfecto. No había escapatoria.
Dosemen empezó a citar sin vacilación las siete preguntas; siete preguntas enigmáticas y poco importantes que no valían para nada salvo porque debía encontrar las respuestas para el concurso entablado entre los magos del gremio. La voz de Dosemen denotaba su impaciencia; sabía que al menos tres de sus colegas ya habían resuelto varias de las incógnitas.
Pero Bizmatec apenas le prestaba atención; estaba intentando recordar algo que había oído comentar en el Abismo, uña proposición hecha por un tanar’ri mucho más poderoso que él. El glabrezu miró de nuevo el círculo perfecto y frunció el ceño en un gesto dubitativo; no obstante, Errtu había dicho que ni el poder del invocador ni la perfección del círculo mágico eran inconvenientes.
—¡Aguarda! —bramó Bizmatec, y Dosemen, a pesar de su confianza y su cólera, retrocedió un paso y se calló.
»Me llevará muchas horas resolver las respuestas que quieres —dijo el demonio.
—¡No dispongo de muchas horas! —replicó el hechicero, recobrando parte de la compostura al aumentar su ira.
—Entonces tengo una solución para ti —repuso el glabrezu con una mueca astuta y perversa.
—Pero si acabas de decir que…
—No puedo responder a tus preguntas —explicó rápidamente Bizmatec—. Pero conozco a uno que las sabe, un balor.
Dosemen palideció ante la mención de la gran bestia. No era un hechicero de poca monta, y tenía mucha práctica en la invocación y la creación del círculo de poder, pero ¡un balor! Dosemen jamás había intentado traer a semejante bestia a este plano. Los balors, y por lo que sabía no existían más que unos pocos de estos demonios, eran el peldaño superior de los tanar’ris, los seres más terroríficos del Abismo.
—¿Tienes miedo de un balor? —se mofó Bizmatec.
Dosemen se irguió cuanto pudo, recordando que tenía que mostrarse seguro de sí mismo ante el demonio. La debilidad en la compostura llevaba a la debilidad en el dominio del conjuro; éste era el credo del hechicero.
—¡No le temo a nada! —manifestó.
—¡Entonces pide las respuestas al balor! —bramó Bizmatec—. Se llama Errtu.
Dosemen retrocedió otro paso ante la fuerza del grito del glabrezu, pero enseguida se tranquilizó considerablemente. El glabrezu le había dado el nombre de un balor sin pedir nada a cambio. El nombre de un tanar’ri era uno de los bienes más valorados por cualquier demonio, pues con él un hechicero como Dosemen podía consolidar el poder de su invocación.
—¿Hasta qué punto deseas vencer a tus colegas? —lo azuzó Bizmatec, con un tono rebosante de sarcasmo—. Sin duda Errtu te daría la solución a tus interrogantes.
Dosemen lo pensó sólo un momento, y después se volvió bruscamente hacia Bizmatec. Todavía sentía recelo ante la idea de traer a un balor a este plano, pero la golosina, su primera victoria en una de las competiciones semestrales del gremio, era demasiado apetitosa para desdeñarla.
—¡Márchate! —ordenó—. No quiero perder más tiempo y energía con un inepto como tú.
Al glabrezu le gustó oírle decir eso. Sabía que Dosemen se refería sólo a malgastar su energía con él de momento. El hechicero se había convertido en una verdadera molestia para el glabrezu; pero, si los rumores que corrían respecto a Errtu por los humeantes estratos del Abismo eran ciertos, entonces Dosemen se sorprendería y aterraría ante la irónica verdad de sus palabras.
De vuelta al Abismo, mientras la puerta entre planos se cerraba tras él rápidamente, Bizmatec se dirigió presuroso hacia una zona en la que crecían setas gigantescas: la guarida de Errtu. Al principio, el balor hizo intención de destruir al glabrezu, creyendo que se trataba de un intruso; pero, cuando Bizmatec lo puso al corriente de lo que pasaba, Errtu se recostó en su trono, sonriendo de oreja a oreja.
—¿Le diste mi nombre a ese necio? —preguntó.
Bizmatec vaciló, pero no le pareció advertir cólera en la voz del balor, sino una anhelante expectación.
—Por los rumores que había oído… —comenzó el glabrezu con indecisión, pero la risotada de Errtu lo hizo enmudecer.
—Eso está bien —dijo el balor, y Bizmatec se tranquilizó de manera considerable.
—Pero Dosemen no es un hechicero de poca monta —advirtió el glabrezu—. Su círculo de poder es perfecto.
Errtu volvió a reírse, como si tal cosa no tuviera la menor importancia. Bizmatec estaba a punto de insistir en ello, imaginando que el balor creía que encontraría un fallo que él no había sabido ver, pero Errtu se le adelantó, mostrándole un pequeño cofre negro.
—Ningún círculo es perfecto —fue el enigmático comentario del balor, manifestado con gran seguridad—. Vamos, deprisa. Tengo otro encargo para ti, un servicio como guardián de mi prisionero más valioso. —Errtu se levantó del trono y echó a andar, pero se detuvo al ver que el glabrezu vacilaba.
»La recompensa será extraordinaria, general —prometió—. Días y días de vagar libremente por el plano material, muchas almas que devorar.
Ningún demonio podía resistirse a semejante oferta.
La llamada de Dosemen se produjo poco después, y, como estaba débil por haber gastado gran parte de su energía mágica al invocar a Bizmatec, Errtu recogió su valioso cofre y acudió rápidamente. Entró por la puerta interplanar a la habitación de Dosemen, en Sundabar, y se encontró, tal como le había advertido Bizmatec, de pie en el centro de un círculo de poder perfectamente trazado.
—¡Cierra la puerta, deprisa! —gritó el balor, cuya voz atronadora y chirriante retumbó en las paredes de la habitación—. ¡Los baatezus pueden seguirme a través de ella! ¡Oh, necio! ¡Me has separado de mis esbirros, y ahora esas bestias de perdición vendrán tras de mí! ¿Qué harás, necio mortal, cuando los demonios del averno entren en tu dominio?
Como haría cualquier hechicero prudente, Dosemen ya se afanaba en cerrar la puerta en los planos. ¡Baatezus! ¿Y más de uno? Ningún círculo, ningún mago, podía retener a un balor y a dos o más baatezus. Dosemen continuó con su salmodia y movió los brazos haciendo círculos concéntricos al tiempo que lanzaba al aire distintos componentes mágicos.
Errtu siguió fingiendo rabia y terror mientras su mirada iba del mago a su espalda, como si estuviera viendo la puerta por la que había cruzado. El balor necesitaba que esa puerta se cerrara, pues cualquier magia activa se disiparía pronto y, si para entonces el acceso entre los planos seguía funcionando, lo más probable era que lo mandara de vuelta al Abismo.
Por fin, la puerta se cerró y Dosemen volvió a sentirse tranquilo, al menos, tanto como podía estarlo en presencia de un balor cuyo rostro era una mezcla entre un simio y un perro.
—Te he invocado para una sencilla… —empezó el hechicero.
—¡Silencio! —rugió el poderoso Errtu—. ¡Me has invocado porque eso era exactamente lo que yo quería!
Dosemen observó a la bestia con curiosidad. Después miró su círculo, su círculo perfecto. Tenía que mantener la confianza en sí mismo e interpretar las palabras del balor como una baladronada.
—¡Te ordeno que te calles! —le gritó Dosemen. Y, como el círculo de poder era en verdad perfecto y había invocado al tanar’ri correctamente, usando su verdadero nombre, Errtu no tuvo más remedio que obedecer.
Así que el balor guardó silencio mientras sacaba el cofre negro y lo sostenía en alto para que Dosemen lo viera.
—¿Qué es eso? —demandó el mago.
—Tu perdición —repuso Errtu, y no mentía. Con una sonrisa perversa, el balor abrió el cofre y descubrió un reluciente zafiro negro del tamaño del puño de un hombre, una reliquia del Tiempo de Conflictos. En el núcleo de la piedra preciosa había una energía antimagia, ya que era un fragmento de una zona de magia muerta, una de las reliquias más importantes de los días en que los avatares de los dioses caminaban por los Reinos. Cuando el cofre protector quedó abierto, el dominio mental de Dosemen sobre Errtu desapareció, y el círculo del hechicero, aunque su trazado seguía siendo perfecto, dejó de ser una prisión para el demonio invocado, anulado su poder de disuasión, así como el de todos los hechizos de protección con los que el mago se salvaguardaba.
Tampoco Errtu disponía de poderes mágicos en presencia de aquella piedra de magia muerta, pero el gigantesco tanar’ri, cuatrocientos cincuenta kilos de músculos y destrucción, no los necesitaba.
Los colegas de Dosemen entraron en su cuarto más tarde esa misma noche, alarmados por la ausencia de su compañero de gremio. Encontraron un zapato, sólo uno, y un charco de sangre reseca.
Errtu, tras meter el zafiro de nuevo en el cofre que servía de escudo protector contra el aberrante efecto antimagia, estaba ya lejos, muy lejos, volando a toda velocidad hacía el noroeste, al valle del Viento Helado, donde Crenshinibon, un artefacto que el balor había codiciado desde hacía siglos, aguardaba.