Ganarse la paga
Drizzt y Cattibrie se habían convertido en expertos jinetes en el viaje de Mithril Hall a Aguas Profundas, pero de eso hacía seis años, y en todo ese tiempo los dos amigos sólo habían cabalgado sobre olas. Para cuando la caravana rodeó la estribación occidental de la Columna del Mundo, cinco días después de salir de Luskan, los dos habían recuperado el ritmo de nuevo, aunque ambos tenían doloridas las piernas y las posaderas.
Iban a la cabeza, bastante adelantados a la caravana, cuando llegaron a la entrada del valle.
¡El valle!
Drizzt estuvo a punto de pedir a Cattibrie que fuera más despacio, pero la mujer, tan conmovida como el propio drow, tiró de las riendas antes de que su compañero dijera una palabra.
Estaban en casa, en su verdadero hogar, a ciento cincuenta kilómetros del lugar donde se habían; conocido y donde se habían forjado sus vidas y sus principales lazos de amistad. Todos los recuerdos acudieron a ellos en ese momento, mientras contemplaban la tundra barrida por el viento y escuchaban aquel doliente gemido, la incesante voz del viento que soplaba desde los glaciares del norte y del este. El helado viento que daba nombre al valle.
Cattibrie quería decirle algo a Drizzt, algo profundo y significativo, y él abrigaba el mismo deseo, pero ninguno de los dos encontró palabras para hacerlo. Estaban demasiado conmovidos por el solo hecho de contemplar de nuevo el valle del Viento Helado.
—Vamos —dijo Drizzt finalmente. El drow echó una ojeada hacia atrás y vio que las seis carretas de la caravana seguían ganando terreno, y después volvió la vista al frente, a la bella e imponente vaciedad que era el valle del Viento Helado. Todavía no se divisaba la cumbre de Kelvin ya que aún estaba demasiado lejos, pero no tardaría en verse.
De repente, el drow sintió la desesperada necesidad de contemplar la montaña otra vez. ¿Cuántas horas y cuántos días había pasado en la ladera de aquel cerro rocoso?
¿Cuántas veces se había sentado en las desnudas piedras de la cumbre de Kelvin contemplando las estrellas y las parpadeantes hogueras de los lejanos campamentos de los bárbaros?
Iba a decirle a Cattibrie que siguiera adelante, pero, de nuevo, la joven pareció compartir sus pensamientos, pues azuzó a su montura y emprendió el galope antes de que el drow tuviera tiempo de espolear a su caballo.
Entonces algo más conmovió a Drizzt Do’Urden, otro recuerdo del valle del Viento Helado, una advertencia de su sexto sentido de vigilante de que éste no era un lugar seguro. Al rodear el último extremo de la Columna del Mundo habían entrado una vez más en territorio agreste, donde merodeaban los feroces yetis de la tundra y las tribus de goblins salvajes. No deseaba echar a perder el emotivo momento a Cattibrie; todavía no, pero esperaba que la joven compartiera una vez más sus sensaciones.
La gente imprudente no sobrevivía mucho tiempo en la implacable región llamada valle del Viento Helado.
No toparon con problemas ni ese día ni el siguiente, y estaban en marcha antes de amanecer, progresando a buen paso. El barro del deshielo primaveral se había secado, y las ruedas de las carretas rodaban fácilmente sobre el terreno sólido y llano.
El sol salió de cara, dándoles de lleno en los ojos, hiriente sobre todo para los sensibles iris de color lavanda del drow, adaptados genéticamente a ver en la negrura de la Antípoda Oscura. Incluso después de llevar más de dos décadas en la superficie, después de seis años de navegar por las brillantes aguas del mar de las Espadas, los sensibles ojos de Drizzt no se habían acostumbrado del todo a la luz del mundo exterior. Aun así, no le importó la hiriente luminosidad, sino que gozó de ella, recibiendo al radiante día con una sonrisa, usando ese fulgor como recordatorio de lo lejos que había llegado.
Más avanzada la mañana, cuando el sol se elevaba en el claro cielo suroriental y el horizonte frente a ellos se hizo preciso y definido, divisaron lo que Drizzt afirmó que era la primera vislumbre verdadera de la región que había sido su hogar: un destello que, a juicio de drow, era un reflejo del sol en la nieve cristalina que coronaba la cumbre de Kelvin.
Cattibrie no estaban tan segura de eso. La cumbre de Kelvin no era muy alta, y todavía les quedaban dos días de duro camino por delante. No expresó sus dudas, sin embargo, confiando en que el drow tuviera razón. ¡Deseaba tanto llegar a casa!
Lo mismo le ocurría a Drizzt, y aceleraron el ritmo de la marcha de tal manera que dejaron muy atrás a la caravana. Finalmente, el sentido común y la sucinta llamada del conductor de la carreta que iba a la cabeza les hizo recordar cuál era su deber, y frenaron un poco el paso. La pareja intercambió una sonrisa cómplice.
—Muy pronto —prometió Drizzt.
La marcha siguió siendo rápida durante un rato. Después, Drizzt empezó a sofrenar a su caballo al tiempo que miraba en derredor y olisqueaba el aire.
Fue todo cuando necesitó Cattibrie para ponerse alerta. La joven hizo que su caballo marchara al trote y escudriñó el entorno.
A Drizzt le pareció que no había nada fuera de lo normal. El terreno era llano, pardo y gris, sin irregularidades. No veía nada insólito ni oía nada aparte de la trápala de los cascos y el gemido del aire. No olía otra cosa que no fuera el aroma húmedo que el viento estival llevaba siempre al valle del Viento Helado. Pero por eso no dejó de estar alerta. Que no hubiera ninguna señal era la táctica de los monstruos que merodeaban por el valle.
—¿Qué recelas? —susurró Catti-brie finalmente.
Drizzt siguió mirando, vigilante, en derredor. Había una distancia de unos cien metros entre ellos y la caravana, pero la brecha se cerraba rápidamente. Con todo, los ojos de Drizzt no le revelaban nada, y tampoco sus agudos oídos, ni siquiera su sentido del olfato. Pero aquel sexto sentido del guerrero tenía una mejor percepción, y le decía que Cattibrie y él no se habían dado cuenta de algo, que se les había pasado algo por alto.
Drizzt sacó la figurilla de ónice de su saquillo y llamó a Guenhwyvar en voz baja. A la par que la niebla se hacía más densa y la pantera cobraba forma, el drow indicó a Cattibrie con un gesto que tuviera listo su arco, cosa que la joven ya estaba haciendo, y después que regresara hacia la caravana dando un pequeño rodeo, ella por el flanco derecho, en tanto que él lo hacía por el izquierdo.
La mujer hizo un gesto con la cabeza. Tenía de punta el pelo de la nuca, y su instinto de guerrera la instaba a estar preparada. Llevaba encajada una flecha en Taulmaril, y sostenía el arma en una mano con fácil soltura mientras que con la otra guiaba al caballo.
Guenhwyvar se materializó en la tundra con las orejas aplastadas contra el cráneo, consciente, tanto por el tono cauteloso de la llamada de Drizzt como por su propio instinto, de la cercana presencia de enemigos. La pantera miró hacia la derecha, a Cattibrie, y hacia la izquierda, al drow, y después avanzó silenciosamente por el centro, lista para saltar en ayuda de cualquiera de los dos.
Al reparar en la maniobra de sus dos escoltas y en la presencia de la pantera, el conductor que iba a la cabeza frenó la marcha de la carreta y después ordenó parar a los demás. Drizzt alzó su cimitarra mostrando su acuerdo con la decisión del hombre.
A su derecha, no muy lejos, Cattibrie fue la primera en localizar al enemigo. Estaba enterrado en el suelo, con sólo la parte superior de su greñuda cabeza al aire, asomando por un agujero. Era un yeti de la tundra, el cazador más feroz del valle del Viento Helado. Con la capa de pelo marrón en verano y blanca en invierno, los yetis de la tundra eran unos reconocidos maestros del camuflaje. Catti-brie asintió para sí, completamente de acuerdo con ese parecer, casi admirada por las facultades de las criaturas. Ni Drizzt ni ella eran unos novatos y, no obstante, habían pasado de largo con sus monturas junto a las bestias, ignorantes del peligro. Así era el valle del Viento Helado, se recordó la mujer con premura. Inexorable y despiadado con el más mínimo error.
Pero esta vez el error era del yeti, concluyó Cattibrie para sus adentros, fríamente, al tiempo que levantaba el arco. La flecha salió volando y alcanzó a la confiada criatura justo en la parte posterior de la cabeza; se sacudió hacia adelante por el impacto, luego retrocedió violentamente y se desplomó en el agujero, muerta.
Una fracción de segundo después, el suelo pareció cobrar vida cuando media docena de yetis salieron de zanjas similares. Eran unas bestias fornidas y peludas que más parecían un cruce entre un humano y un oso, y, de hecho, la tradición popular de las tribus bárbaras del valle del Viento Helado afirmaba que eran eso precisamente.
Detrás de Drizzt y Cattibrie, justo entremedias de la pareja, Guenhwyvar arremetió contra una de las bestias en pleno salto, lanzó un zarpazo que derribó a la criatura en su agujero, y el impulso la llevó al otro lado de la zanja.
El yeti se abalanzó sobre ella y la arrastró al agujero en un abrazo mortal con el que intentaba estrujarla hasta matarla, pero las fuertes patas traseras de Guenhwyvar arparon a la bestia y la mantuvieron a raya.
Entretanto, Drizzt se lanzó a galope tendido contra otro yeti que giraba sobre sí mismo en ese momento, y descargó un golpe doble con sus dos cimitarras mientras que se agarraba firmemente a la montura con sus fuertes piernas.
La ensangrentada bestia, herida de muerte, cayó hacia atrás, rugiendo y aullando en protesta, y Drizzt, ocupado en atacar a otro yeti, no le prestó la menor atención. Este segundo bruto estaba preparado y esperándolo y, lo que era peor, esperando a su caballo. Se sabía que los yetis eran capaces de frenar a un corcel lanzado a la carga y romperle el cuello en el proceso.
Drizzt no podía arriesgarse a que ocurriera tal cosa. Hizo virar a su montura hacia la izquierda del yeti, después pasó la pierna izquierda sobre la silla y desmontó en plena galopada gracias a las tobilleras mágicas, que le permitieron dar varios pasos rapidísimos sin perder el equilibrio.
Pasó junto al sorprendido yeti como un salvaje manchón de colores y descargó varios golpes antes de estar demasiado lejos para arremeter. El drow siguió corriendo, consciente de que el yeti, que no estaba rematado ni mucho menos, se había vuelto para ir tras él. Cuando puso suficiente distancia entre su perseguidor y él, dio media vuelta para realizar otra pasada veloz.
Entonces Cattibrie también se lanzó a galope tendido, utilizando las piernas para sujetarse al caballo, y, agachándose sobre la silla, apuntó cuidadosamente a la bestia que había más cerca.
Disparó y falló, pero al instante tenía otra flecha colocada y lista y volvió a disparar. Esta vez alcanzó al yeti en una cadera.
La criatura se sacudió con el impacto y giró sobre sí misma, sólo para recibir otra flecha, y a continuación otra más en el pecho cuando se volvía de cara a la mujer. Seguía de pie, pertinazmente, en el momento en que Cattibrie llegó a su altura. Lista para improvisar, la mujer colgó a Taulmaril en la perilla de la silla y, con un gesto veloz, desenvainó a Khazid’hea, la fabulosa espada.
Descargó un tajo en un arco descendente mientras pasaba, y el aguzado filo de Khazid’hea hendió el cráneo de la bestia, rematándola. El yeti se desplomó, y los sesos se desparramaron por el pardo suelo de la tundra.
Cattibrie dejó atrás a la bestia muerta; envainó la espada e hizo un quinto disparo con Taulmaril, y alcanzó en el hombro al siguiente yeti, cuyo brazo quedó insensible y colgando al costado. Un poco más adelante de la bestia herida, Catti-brie vio al último yeti, que era el que se encontraba más cerca de las carretas. Más allá distinguió a los otros guardias de la caravana, una docena de fornidos guerreros, que cabalgaban a galope tendido para unirse al combate.
—Esta pelea es nuestra —dijo la mujer en voz baja, con determinación, y, mientras se aproximaba al yeti herido, colgó a Taulmaril en la perilla de la silla y desenvainó a Khazid’hea de nuevo.
Todavía metida en la estrecha zanja, Guenhwyvar vio que sus garras le daban ventaja. El yeti intentaba morderla, pero la pantera era más rápida, y su cuello, más flexible. Guenhwyvar metió la cabeza debajo de la barbilla de la criatura y le cogió la garganta entre las fauces; sus garras seguían dando zarpazos, y con ello mantenía a raya las considerables armas del yeti, mientras que sus mortíferas mandíbulas se cerraban fuertemente y sofocaban a la bestia.
La pantera salió de la zanja tan pronto como cesaron los forcejeos del yeti, y miró a izquierda y derecha, a Drizzt y a Cattibrie. Lanzó un rugido y corrió hacia la derecha, donde la situación parecía más peligrosa.
El drow cargaba en ese momento contra el yeti herido pero se frenó en seco, con lo que el bruto, que estaba preparado para hacer frente a la carga, se vio obligado a rectificar su posición para compensar la distancia. El yeti se inclinó demasiado hacia adelante, y las cimitarras del drow se descargaron con rapidez y precisión en las manos de la criatura, y le cortaron varios dedos.
El yeti aulló de dolor y retiró los brazos. Drizzt, con una velocidad increíble, siguió el movimiento y descargó a Centella contra los antebrazos, consiguiendo acertar con un golpe bajo en la cintura del yeti con su otra cimitarra. Acto seguido, el drow se desvió a un lado ágilmente, poniéndose fuera del alcance de la bestia antes de que ésta pudiera contraatacar.
Pero el yeti no era estúpido, no en lo concerniente a la lucha, y comprendió que su oponente lo superaba, así que dio media vuelta, dispuesto a huir con largas zancadas que podían dejar atrás a cualquier hombre o elfo.
Sin embargo, Drizzt llevaba las tobilleras mágicas, y alcanzó al yeti enseguida. Llegó a su espalda y después a su lado al tiempo que descargaba golpe tras golpe, dejando la sucia y densa capa de pelo enrojecida con sangre. El vigilante conocía bien a los yetis y sabía que no eran simples animales cazadores. Eran unos monstruos perversos que mataban por gusto además de hacerlo para comer.
Así que se mantuvo junto a la bestia, decidido a no dejarla escapar, y eludiendo fácilmente los débiles intentos del yeti para golpearlo a la vez que continuaba arremetiendo una y otra vez con sus cimitarras. Por fin, el yeti se paró y, dando media vuelta, lanzó una última y desesperada arremetida.
Drizzt cargó también; con una de sus cimitarras hirió al bruto en el cuello, y con la otra, en el vientre, al tiempo que lo esquivaba haciendo una finta al otro lado, justo por debajo del brazo extendido del yeti. De nuevo arremetió contra su espalda, pero la bestia ya se desplomaba, y cayó de bruces sobre el polvo, muerta.
Mientras tanto, entre Cattibrie y el yeti que quedaba ileso se disputaba una carrera para llegar primero junto al otro que la joven había herido en un brazo.
Cattibrie fue la vencedora, y arremetió con la espada al tiempo que la bestia alargaba hacia ella el brazo ileso. Khazid’hea, la excelente Khazid’hea, rebanó limpiamente el miembro por el hombro.
El yeti empezó a aullar de dolor al tiempo que brincaba enloquecidamente, y después cayó al suelo, debilitado por la pérdida de sangre, que le salía a borbotones por la herida.
Cattibrie se alejó rápidamente del yeti para evitar las feroces sacudidas de la bestia moribunda, consciente de que la batalla todavía no estaba ganada. Se volvió justo a tiempo de hacer frente a la carga del último yeti; plantó los pies en el suelo y presentó la espada. La bestia se lanzó de cabeza sobre ella, con los brazos extendidos.
Khazid’hea se hundió en su pecho, pero, aun así, los fuertes brazos se cerraron sobre los hombros de la mujer, y la fuerza del impulso la lanzó por el aire hacia atrás.
Mientras caía, Cattibrie se dio cuenta de lo peligroso que era que un yeti de doscientos cincuenta kilos se le viniera encima. Y entonces, de repente, aunque ella seguía cayendo, el yeti ya no estaba allí: había desaparecido, invertida la dirección del impulso con el salto de Guenhwyvar.
Cattibrie se golpeó con fuerza contra el suelo, aunque se las arregló para rodar sobre sí misma y así absorber el impacto en parte; acto seguido se puso de pie.
Pero la lucha había terminado; las fauces de Guenhwyvar seguían cerradas prietamente sobre la garganta del yeti ya muerto.
La mirada de la joven se apartó de la pantera y se prendió en los rostros pasmados de los otros guardias de la caravana.
Siete yetis muertos en cuestión de minutos.
Cattibrie no pudo menos que sonreír, y lo mismo le ocurrió a Drizzt cuando llegó junto a ella, mientras los hombres hacían volver grupas a sus caballos y sacudían las cabezas con incredulidad.
Según Cadderly, la reputación del drow como guerrero era lo que había facilitado que los aceptaran en la caravana; ahora, comprendieron los dos amigos, esa reputación se difundiría aún más entre los mercaderes de Luskan, como también lo haría la franca aceptación de este elfo oscuro tan fuera de lo normal.
Poco después, los dos amigos estaban de nuevo sobre sus monturas y a la cabeza de la caravana.
—Me apunto cuatro a mi favor —comentó la joven con tono coloquial.
Los ojos de color espliego de Drizzt se estrecharon mientras la observaba. Sabía cuál era su juego; el mismo que había entablado con Wulfgar, e incluso más a menudo con Bruenor, durante sus días de aventuras juntos.
—Tres y medio —rectificó el drow, recordando el papel jugado por la pantera en la muerte de la última bestia.
Cattibrie echó cuentas para sus adentros rápidamente, y después decidió que no había nada malo en aceptar el argumento del drow, aunque creía que el último yeti estaba muerto antes de que Guenhwyvar cayera sobre él.
—Vale, tres y medio —contestó—. ¡Pero tú sólo te apuntas dos! —Drizzt se echó a reír sin poder evitarlo—. ¡Y uno y medio para la pantera! —añadió la joven, chasqueando los dedos con aire engreído.
Guenhwyvar, que trotaba junto a los caballos, soltó un rugido, y los dos amigos estallaron en carcajadas, imaginando que la inteligente pantera había entendido cuanto habían dicho.
La caravana continuó adentrándose en el valle del Viento Helado sin que ocurriera ningún otro incidente y llegó antes de lo previsto a Bryn Shander, el primer punto comercial del valle y la más grande de las diez ciudades que daban nombre a esta región. Bryn Shander estaba amurallada, y había sido construida en círculo sobre unas colinas bajas. Estaba localizada casi en el centro exacto del triángulo que formaban los tres lagos: Maer Dualdon, Dinneshere y Aguas Rojizas. Era la única de las diez ciudades que no tenía flota pesquera, principal fuente económica de la zona, y, sin embargo, era la más próspera de todas, la residencia de artesanos y mercaderes, el centro gubernativo de toda la región.
Drizzt no tuvo un recibimiento amistoso, ni siquiera después de ser presentado formalmente a los guardias de la puerta, y aunque uno de ellos admitió que recordaba al vigilante drow de cuando era un niño. Por el contrario, a Cattibrie se le dio la bienvenida, sobre todo teniendo en cuenta que su padre adoptivo había regresado al valle y toda la ciudad estaba deseosa de los preciosos metales que empezarían a producir las minas enanas.
Puesto que el período de trabajar como escoltas de la caravana había terminado, a Drizzt no le interesaba entrar en Bryn Shander, pues su intención era dirigirse directamente hacia el norte, al valle de los enanos. No obstante, antes de que los dos amigos tuvieran oportunidad de ajustar cuentas con los jefes de la caravana, a las puertas de la ciudad, a los compañeros les informaron que Cassius, el portavoz de Bryn Shander, había pedido una audiencia con Cattibrie.
Aunque estaba sucia de la larga cabalgada y lo único que quería era tenderse en una cómoda cama, la joven no podía rehusar, pero insistió en que Drizzt la acompañara.
—Salió bien —comentó Catti-brie más tarde ese mismo día, cuando Drizzt y ella se marcharon de la mansión del portavoz.
Drizzt no la contradijo. En realidad, había salido mejor de lo que el drow esperaba, ya que Cassius recordaba muy bien al elfo oscuro y lo había recibido con una impensada sonrisa, y ahora Drizzt caminaba abiertamente por las calles de Bryn Shander, soportando muchas miradas de curiosidad, pero no una hostilidad declarada. Muchos, sobre todo los niños, lo señalaban y susurraban entre sí, y los agudos oídos del drow captaron algunas palabras, tales como «vigilante» y «guerrero» en más de una ocasión, siempre dichas con respeto.
Era agradable estar de nuevo en casa, tanto que Drizzt casi olvidó la desesperada búsqueda que lo había llevado allí. Durante un rato al menos, el drow no pensó en Errtu ni en la Piedra de Cristal.
Antes de llegar a las puertas de la ciudad, otro residente de Bryn Shander llegó corriendo hasta ellos mientras los llamaba por sus nombres.
—¡Regis! —exclamó Catti-brie al tiempo que giraba sobre sus talones para ver al pequeño halfling. El rizoso cabello castaño le brincaba al ir corriendo, así como también su enorme barriga.
—¡Os marchabais sin siquiera visitarme! —gritó el halfling, cuando por fin alcanzó a la pareja. De inmediato se encontró estrechado en un fuerte abrazo por la enmudecida Catti-brie—. ¿Ni siquiera vas a saludar a tu viejo amigo? —preguntó Regis al drow, una vez que sus pies estuvieron de nuevo en contacto con el suelo.
—Creíamos que estarías con Bruenor —dijo Drizzt sinceramente, y el halfling no se ofendió, pues la explicación era sencilla y verosímil. Sin duda, si sus dos amigos hubieran sabido que estaba en Bryn Shander habrían ido derecho a verlo.
—Divido mi tiempo entre las minas y la ciudad —explicó Regis—. ¡Alguien tiene que hacer de embajador entre los mercaderes y ese desabrido padre tuyo!
Cattibrie le dio otro fuerte abrazo.
—Hemos cenado con Cassius —explicó Drizzt—. Parece que nada haya cambiado en Bryn Shander.
—A excepción de gran parte de sus habitantes. Ya sabes cómo es la vida en el valle. La mayoría no se queda mucho tiempo o no vive demasiado.
—Cassius sigue gobernando Bryn Shander —comentó el drow.
—Y Jensin Brent es el portavoz de Caer-Dineval —informó Regis rápidamente. Aquélla era una buena noticia para los compañeros, pues Jensin se encontraba entre los héroes de la batalla en defensa del valle del Viento Helado contra Akar Kessel y la Piedra de Cristal. Era uno de los políticos más sensatos que conocían.
»Con lo bueno también hay lo malo —prosiguió el halfling—, porque Kemp sigue en Targos.
—Ese inflexible cabeza de orco —dijo Catti-brie en voz queda.
—Más inflexible que nunca —repuso Regis—. Por cierto, también Berkthgar ha regresado.
Drizzt y Cattibrie asintieron con la cabeza. Habían oído rumores al respecto.
—Se ha instalado con Revjak y la tribu del Alce —explicó el halfling—. Apenas tenemos noticias de ellos. —Por su tono, los compañeros comprendieron que había algo más—. Bruenor hizo una visita a Revjak, y las cosas no fueron muy bien.
Drizzt conocía a Revjak, sabía la forma de pensar del juicioso hombre mayor. También conocía a Berkthgar, y no le costó mucho trabajo imaginar el origen de los aparentes problemas.
—Berkthgar jamás perdonó del todo a Bruenor —dijo Regis.
—No estará a vueltas otra vez con el martillo, ¿verdad? —quiso saber Catti-brie, exasperada.
El halfling no tenía respuesta a eso, pero Drizzt decidió en ese mismo momento que haría una visita a los bárbaros. Berkthgar era un noble y fuerte guerrero, pero también podía mostrarse muy tozudo, y el drow sospechaba que su viejo amigo Revjak podría necesitar un poco de apoyo.
Pero ese asunto tenía que dejarlo para otro día. Drizzt y Cattibrie durmieron en la casa que Regis tenía en Bryn Shander, y los tres se despertaron temprano al día siguiente, frescos y descansados, y emprendieron la marcha a buen paso hacia el norte, a las minas enanas.
Llegaron allí antes del mediodía, y, mientras descendían al valle, la impaciente Cattibrie, que había crecido en este lugar, se puso a la cabeza, delante de Regis. La joven no necesitaba un guía en este entorno familiar. Se dirigió directamente a la entrada del complejo minero y entró sin vacilación, inclinándose para pasar por debajo del pequeño marco de la puerta con tanta naturalidad que parecía como si nunca se hubiera marchado de allí.
Avanzó por los corredores, apenas iluminados, casi a la carrera, deteniéndose brevemente para saludar a cada enano que se topaba en el camino; los rostros barbudos se iluminaban con una sonrisa al ver que Cattibrie y Drizzt habían regresado. Intercambiaban unas frases amables, pero breves: unas palabras de bienvenida por parte del enano; una pregunta de Catti-brie y de Drizzt para saber dónde podían encontrar a Bruenor.
Por fin llegaron al cuarto donde les habían dicho que Bruenor estaba trabajando. Dentro se oía el golpeteo rítmico de un martillo; el enano estaba forjando, algo que apenas había hecho durante la última década, desde la creación de Aegis-fang.
Cattibrie entreabrió la puerta una rendija. Bruenor estaba de espaldas a ella, y la joven supo que era él por la fornida silueta de sus hombros, el revuelto cabello pelirrojo, y el yelmo de un solo cuerno. Con el ruido de los martillazos y el chisporroteo del rugiente fuego que tenía al lado, el enano no los oyó entrar.
Los tres amigos llegaron al lado del desprevenido enano, y Cattibrie le dio unos golpecitos en el hombro. Bruenor se volvió a medias, mirando de pasada a la joven.
—¡Lárgate de aquí! —gruñó el enano—. ¿Es que no ves que estoy arreglando…?
Bruenor enmudeció y tragó saliva con esfuerzo. Siguió mirando fijamente al frente un momento interminable, como si tuviera miedo de volver la vista atrás, miedo de que la rápida ojeada lo hubiera confundido.
Entonces el barbirrojo enano se volvió, y se tambaleó al ver que su hija había regresado, y que su mejor amigo estaba de nuevo con él después de seis largos años. El martilló resbaló de sus dedos flojos y le cayó justo en el pie, pero Bruenor no pareció notarlo; avanzó un paso y estrechó a Cattibrie y a Drizzt en un abrazo tan prieto que los dos amigos pensaron que el fornido enano acabaría rompiéndoles la espalda.
Poco a poco, Bruenor liberó a Drizzt de su abrazo de oso, pero siguió apretando contra sí a Cattibrie al tiempo que musitaba una y otra vez: «mi pequeña», «mi pequeña».
Drizzt aprovechó la oportunidad para traer a Guenhwyvar a este plano, y, tan pronto como el enano se apartó de Cattibrie, la pantera le saltó encima, lo tiró patas arriba en el suelo y se tumbó sobre él con actitud triunfante.
—¡Quita a este condenado animal de encima de mí! —rugió Bruenor, a lo que Guenhwyvar contestó lamiéndole la cara con entusiasmo—. ¡Oh, estúpido bicho! —protestó el enano, pero no había el menor rastro de enfado en su voz. ¿Cómo iba a estar enfadado si tres de sus compañeros más queridos habían vuelto?
¿Y cómo habría mantenido ese enfado, de haberlo, con las alegres carcajadas de Drizzt, Cattibrie y Regis? Un derrotado Bruenor alzó la vista hacia la pantera, y tuvo la impresión de que Guenhwyvar estaba sonriendo.
Los cinco compañeros pasaron el resto del día y gran parte de la noche intercambiando noticias. Bruenor y Regis tenían poco que contar, aparte de un sucinto relato sobre su decisión de dejar Mithril Hall en manos de Gandalug y volver al valle del Viento Helado.
Bruenor fue incapaz de explicar claramente esa elección —la suya, ya que Regis se había limitado a seguirlo—, pero Drizzt sí podía. Cuando el enano superó la pena causada por la muerte de Wulfgar, y su entusiasmo por la victoria sobre los elfos oscuros acabó por disiparse, empezó a sentirse intranquilo, como les había ocurrido a Catti-brie y a Drizzt. El barbirrojo enano tenía una edad avanzada, más de doscientos años, pero no era demasiado viejo para la media de vida de los enanos. Todavía no estaba preparado para quedarse sentado en casa y vivir feliz y comer perdices. Con la vuelta de Gandalug a Mithril Hall, Bruenor, por una vez, fue capaz de olvidarse de las responsabilidades y pensar sólo en sus propios sentimientos.
Por su parte, Drizzt y Cattibrie tenían mucho más que contar, y relataron sus aventuras persiguiendo piratas por la Costa de la Espada con el capitán Deudermont. Bruenor también había navegado con el capitán, si bien Regis no conocía al hombre.
¡Y cuántas historias tenían los dos amigos! Una batalla tras otra, persecuciones emocionantes, marineros tocando música, y Cattibrie esforzándose siempre por divisar la insignia del enemigo desde la alta atalaya de la goleta. Cuando les llegó el turno a los acontecimientos de las últimas semanas, sin embargo, Drizzt dejó de hablar de repente.
—Y así hemos pasado estos años —concluyó el drow—. Pero incluso tales aventuras pueden convertirse en un entretenimiento vano. Los dos sabíamos que era hora de volver a casa, de reunimos con vosotros.
—¿Cómo supisteis dónde encontrarnos? —preguntó Bruenor.
Drizzt tuvo un fugaz momento de tartamudeo.
—¡Vaya, por eso fue por lo que comprendimos que era el momento de volver a casa! —mintió—. Nos enteramos en Luskan de que algunos enanos habían estado de paso por la ciudad, de regreso al valle del Viento Helado. Según los rumores, entre ellos se encontraba un tal Bruenor Battlehammer.
El enano hizo un gesto de asentimiento, aunque se daba cuenta de que su amigo no le había dicho la verdad o, al menos, no del todo. El grupo de Bruenor había dado un rodeo para evitar, adrede, Luskan, y, aunque la gente de allí se había enterado sin duda de la marcha, los enanos no «habían estado de paso por la ciudad», como Drizzt acababa de decir. Sin embargo, el barbirrojo enano no hizo ningún comentario, pues estaba seguro de que el drow se lo contaría todo a su debido tiempo.
Sospechaba que su hija y su amigo guardaban un gran secreto, y creyó saber de qué se trataba. Bruenor se dijo para sus adentros lo irónico que era que él, un enano, tuviera por yerno a un elfo oscuro.
El grupo guardó silencio un rato, una vez que las aventuras de Drizzt y Cattibrie habían sido relatadas en su totalidad; al menos, hasta donde parecían que estaban dispuestos a contar en esta tertulia. Regis salió un momento al exterior y volvió con la noticia de que el sol ya había asomado por el horizonte oriental.
—¡Tras una buena cena y una buena charla, lo mejor es una buena cama! —proclamó Bruenor, y todos se marcharon a sus dormitorios después de que Drizzt hiciera regresar a Guenhwyvar a su hogar astral con la promesa de que volvería a llamarla en cuanto estuviera descansada.
Después de un corto sueño, volvieron a reunirse —a excepción de Regis, que consideraba todo lo que fuera menos de diez horas un descanso demasiado corto— y charlaron con el ánimo alegre. Pero Drizzt y Catti-brie no revelaron nada nuevo sobre las últimas semanas de sus aventuras, y Bruenor no quiso hacer hincapié en el tema, manteniendo plena confianza en su amigo y su hija.
En ese corto tiempo, por lo menos, el mundo parecía un lugar alegre donde no existían las preocupaciones.