Y todo el mundo es suyo
Revjak sabía que se llegaría a esto; lo había sabido tan pronto como comprendió que Berkthgar no tenía intención de dividir la tribu del Alce para reinstaurar otra de las tribus.
Así que ahora Revjak se enfrentaba al formidable bárbaro dentro del círculo formado por su pueblo. Todos los de la tribu sabían lo que iba a ocurrir, pero tenía que hacerse correctamente, con las reglas de las antiguas tradiciones.
Berkthgar esperó a que la multitud guardara silencio. Podía permitirse el lujo de ser paciente porque sabía que los murmullos le eran favorables, que los argumentos para su encumbramiento cobraban más fuerza a cada momento. Finalmente, después de lo que a Revjak le parecieron unos minutos interminables, la muchedumbre se calló.
Berkthgar alzó los brazos hacia el cielo, con las manos extendidas. Tras él, sujeto diagonalmente a su espalda, asomaba Bankenfuere, su enorme mandoble.
—Reclamo el Derecho al Desafío —declaró el gigantesco guerrero.
Se alzó un coro de aclamaciones, no tan fuerte como le hubiera gustado a Berkthgar, pero que, en definitiva, demostraba que contaba con bastante apoyo.
—¿Con qué derecho de sangre haces semejante desafío? —respondió Revjak con rigor.
—Por derecho de sangre no —contestó al punto Berkthgar—, ¡sino por méritos propios!
De nuevo se oyeron las aclamaciones de sus jóvenes partidarios.
Revjak sacudió la cabeza.
—No es motivo suficiente si el linaje no exige un desafío —protestó, y sus partidarios, aunque no tan ruidosos como los de Berkthgar, lanzaron sus propios vítores—. He gobernado en tiempos de conflictos y en épocas de paz —terminó el jefe de manera contundente, lo que era totalmente cierto.
—¡Igual que yo! —se apresuró a interrumpirlo Berkthgar—. Lo hice en Piedra Alzada, un lugar muy lejos del hogar. ¡Dirigí a nuestro pueblo en la guerra y en la paz, y encabecé la marcha durante todo el camino de regreso al valle del Viento Helado, a nuestra tierra!
—En donde Revjak es el jefe de la tribu del Alce —interpuso el guerrero de más edad sin mostrar la menor vacilación.
—¿Con qué derecho de sangre? —demandó Berkthgar. Revjak se encontraba en una difícil situación aquí, y lo sabía—. ¿Qué derecho de linaje tiene Revjak, hijo de Jorn el Rojo, que no era jefe, para sostener su posición? —inquirió Berkthgar secamente. El aludido no respondió.
»Esa posición te fue cedida —prosiguió el guerrero, repitiendo una historia que no era una novedad para los suyos, pero haciéndolo desde una perspectiva diferente de la que siempre habían escuchado—. La recibiste, sin que mediara desafío ni derechos, de manos de Wulfgar, hijo de Beornegar.
Kierstaad observaba toda la escena manteniéndose al margen. En ese momento, el joven comprendió la verdadera razón por la que Berkthgar se había lanzado a hacer una campaña de desprestigio contra Wulfgar. Si la figura del legendario guerrero seguía siendo importante aún después de la muerte, entonces el derecho de su padre quedaría muy consolidado. Pero si la memoria de Wulfgar sufría algún desdoro…
—Sí, Wulfgar, que desafió con pleno derecho el liderazgo de Heafstaad, quien, por linaje, era el jefe de la tribu —razonó Revjak, que seguidamente se dirigió a la concurrencia—. ¿Cuántos de los presentes recuerdan el combate en el que Wulfgar, hijo de Beornegar, se proclamó nuestro jefe?
Muchas cabezas se movieron arriba y abajo, la mayoría de ellas de gente mayor que había permanecido en el valle del Viento Helado todos estos años.
—También yo lo recuerdo —gruñó Berkthgar ferozmente—. Y no pongo en duda el derecho de Wulfgar, ni todo lo bueno que hizo por nuestro pueblo. Pero tú no tienes más derecho de sangre que yo, y seré quien dirija a nuestra gente, Revjak. ¡Exijo el Derecho al Desafío!
Las aclamaciones retumbaron más fuertes que antes.
Revjak miró a su hijo y sonrió. No podía eludir la exigencia de Berkthgar, como tampoco estaba en condiciones de vencer en combate al hombretón. Se volvió hacia el guerrero.
—De acuerdo —aceptó, y entonces los gritos fueron ensordecedores tanto por el lado de los partidarios de Berkthgar como por parte de los de Revjak.
—Dentro de cinco horas, antes de que el sol esté bajo en el horizonte —empezó Berkthgar.
—Ahora —dijo Revjak inesperadamente.
El gigantesco guerrero miró al otro hombre, intentando discernir si se traía algo entre manos. Por lo general, el Derecho al Desafío se disputaba el mismo día en que se había hecho, al cabo de unas horas, después de que los dos contrincantes tuvieran tiempo de prepararse mental y físicamente para el combate.
Berkthgar estrechó los azules ojos y toda la muchedumbre guardó silencio, con expectación. Una sonrisa ensanchó el rostro del hombretón. No temía a Revjak, ni ahora ni nunca. Lentamente, el gigantesco guerrero subió la mano hacia el hombro y, agarrando la empuñadura de Bankenfuere, sacó el enorme espadón de su vaina. La parte superior de la funda había sido recortada a fin de que Berkthgar pudiera extraer el arma rápidamente. Así lo hizo, enarbolándola sobre su cabeza, muy alto.
Revjak cogió su propia arma, pero, como advirtió su preocupado y observador hijo, no parecía muy dispuesto al combate.
Berkthgar se aproximó cautelosamente, sintiendo el equilibrio de Bankenfuere a cada paso.
Entonces Revjak alzó la mano y el otro guerrero se detuvo, esperando.
—¿Quiénes de vosotros esperan que Revjak venza? —preguntó, y un sonoro coro de voces lo aclamaron.
Creyendo que la pregunta no era más que una artimaña para minar su confianza en sí mismo, el guerrero más joven inquirió con voz enronquecida:
—¿Y quién quiere ver a Berkthgar, Berkthgar el Intrépido, como jefe de la tribu del Alce?
Como era de esperar, las aclamaciones fueron más sonoras.
Revjak se acercó enseguida a su oponente sin adoptar una actitud amenazadora, con una mano levantada y la otra sosteniendo el hacha bajada.
—El desafío ha tenido su respuesta —dijo, y tiró su arma al suelo.
Todos los ojos se abrieron de par en par en un gesto de incredulidad, y sobre todo los de Kierstaad. ¡Esto era una deshonra! ¡Era un acto de cobardía entre los bárbaros!
—No puedo vencerte, Berkthgar —explicó Revjak, que habló con voz alta y clara para que todos lo oyeran—. Ni tú puedes derrotarme a mí.
—¡Podría partirte por la mitad! —manifestó el guerrero, ceñudo, mientras levantaba la espada con las dos manos con tanta vehemencia que Revjak creyó que iba hacerlo en ese mismo momento.
—Y nuestro pueblo sufriría las consecuencias de tus actos —declaró Revjak sosegadamente—. Cualquiera que venciera de los dos se encontraría, no con una tribu unida, sino con dos enfrentadas, divididas por la ira y queriendo tomar venganza. —Recorrió con la mirada la asamblea de bárbaros, y se dirigió de nuevo a todos ellos—. Aún no somos lo bastante numerosos para soportar eso. Tanto si vamos a fortalecer los lazos de amistad con Diez Ciudades y con los enanos que han regresado al valle, como si volvemos a las antiguas costumbres, debemos hacerlo juntos, ¡como un solo pueblo!
El entrecejo de Berkthgar continuó fruncido. Ahora lo entendía. Revjak no podía vencerlo en combate —los dos lo sabían— así que el guerrero más viejo había usurpado el propio poder del desafío. En ese momento, Berkthgar ansiaba descargar su arma y partirlo en dos de verdad, pero ¿cómo iba a hacer nada contra el hombre ahora?
—Como un solo pueblo —repitió Revjak, y tendió la mano, ofreciéndosela a su oponente para que se la estrechara.
Berkthgar estaba loco de rabia. Metió la puntera del pie debajo del hacha tirada de Revjak y la lanzó dando vueltas a través del círculo.
—¡Eres un cobarde! —bramó—. ¡Lo has demostrado hoy! —Acto seguido levantó los brazos en señal de victoria.
—¡No puedo apelar a ningún derecho de sangre! —gritó Revjak, atrayendo la atención de nuevo sobre él—. ¡Ni tú tampoco! Es el pueblo el que debe decidir quién ha de gobernar y quién ha de retirarse.
—¡Era un desafío de combate! —replicó Berkthgar.
—¡Esta vez, no! —repuso Revjak con rapidez—. No cuando toda la tribu tendría que sufrir por culpa de tu estúpido orgullo. —Berkthgar hizo otro movimiento como si lo fuera a atacar, pero Revjak no le prestó atención y se volvió hacia los reunidos—. ¡Decididlo! —ordenó.
—¡Revjak! —gritó un hombre, pero su voz quedó ahogada con las de los jóvenes guerreros que clamaban el nombre de Berkthgar. Éstos, a su vez, fueron superados por un gran grupo que aclamaba a Revjak. Y así continuó durante un rato, imponiéndose primero un bando y luego el otro en sus gritos cada vez más fuertes. Estallaron varias peleas, y salieron a relucir las armas.
Entretanto, Berkthgar dirigió una mirada feroz a Revjak y, al encontrarse con que el guerrero más viejo la sostenía con igual firmeza, se limitó a sacudir la cabeza con incredulidad. ¿Cómo podía Revjak haber causado semejante deshonra a su pueblo?
Pero Revjak estaba convencido de haber obrado bien. No tenía miedo a morir, ni mucho menos, pero creía de verdad que una lucha entre Berkthgar y él dividiría a la tribu y acarrearía privaciones y miseria a ambos grupos. Era mejor así, siempre y cuando las cosas no se escaparan de las manos.
Y parecía que eso era exactamente lo que tenía visos de ocurrir. Los dos bandos seguían gritando, pero ahora cada grito iba acompañado por el gesto amenazador de enarbolar un hacha o una espada.
Revjak observó a la multitud atentamente, calculando el apoyo que tenía y el que recibía su oponente. No tardó en ver y aceptar la verdad.
—¡Alto! —ordenó a voz en grito, y, poco a poco, el enfrentamiento verbal disminuyó—. Con todas vuestras fuerzas, ¿quién está a favor de Berkthgar? —preguntó. Respondió un estruendoso clamor—. ¿Y a favor de Revjak?
—¡Revjak es un cobarde que no quiso luchar! —se apresuró a intervenir Berkthgar, y las aclamaciones para el hijo de Jorn no fueron tan sonoras ni tan entusiastas.
—Entonces, está decidido —dijo Revjak, más para su oponente que para la multitud—. Berkthgar es el jefe de la tribu del Alce.
El gigantesco guerrero apenas daba crédito a lo que acababa de pasar. Deseaba machacar al astuto hombre mayor. Aquél tendría que haber sido su día de gloria, una victoria en un combate a muerte, como había ocurrido desde el nacimiento de las tribus. Pero ¿cómo podía hacer algo así? ¿Cómo iba a matar a un hombre desarmado, el mismo que lo acababa de proclamar el cabecilla de todo su pueblo?
—Sé prudente y sabio, Berkthgar —dijo el hombre mayor en voz baja y acercándose a él, ya que el murmullo generalizado de la multitud era realmente alto—. Juntos, descubriremos el verdadero camino para nuestro pueblo, lo que es mejor para nuestro futuro.
El guerrero lo apartó a un lado de un empellón.
—Eso lo decidiré yo —lo corrigió en voz alta—. ¡No necesito el consejo de un cobarde!
Entonces salió del círculo, seguido por sus partidarios de más confianza.
Dolido por el rechazo de su oferta, pero sin sorprenderse en realidad, Revjak se consoló pensando que había puesto todo su empeño en hacer lo que era mejor para los suyos. Sin embargo, aquello importó poco cuando el hombre miró a su hijo, que acababa de superar los ritos para entrar en la edad viril.
La expresión de Kierstaad era de incredulidad, incluso de vergüenza.
Revjak levantó la cabeza y se dirigió hacia el joven.
—Tienes que comprenderlo —dijo con voz autoritaria—. Era el único modo.
Kierstaad se apartó de su padre. La lógica podría haberle descubierto la gran valentía mostrada por Revjak aquel día, pero la lógica no tenía cabida en la conciencia del joven en ese momento. Se sentía avergonzado, verdaderamente humillado, y sólo deseaba alejarse de allí, correr hacia la tundra abierta.
Vivir o morir, poco importaba.
Cepa estaba sentada en lo más alto de la cumbre de Kelvin, una escalada fácil para ella. Sus pensamientos en las horas de vigilia, como la mayoría de sus sueños, estaban enfocados de lleno en el sur, en los majestuosos picos de la Columna del Mundo. Imágenes fugaces de gloria y victoria pasaban veloces por la mente de la enana. Se veía a sí misma de pie en la cumbre de la montaña más alta, observando todo el mundo.
Lo inverosímil de la imagen, su pura irracionalidad, no penetraba en los pensamientos conscientes de Cepa. La constante andanada de imágenes, la oleada de alucinaciones, empezaba a corroer la mentalidad siempre pragmática de la enana. Para Cepa, la lógica perdía terreno ante los deseos a pasos agigantados, unos deseos que en realidad no eran suyos.
—Voy para allá, elevadas cumbres —dijo la enana de repente, dirigiéndose a las distantes montañas—. ¡Y ninguna de vosotras es lo bastante grande para hacerme desistir!
Se acabó. Ya lo había dicho en voz alta. De inmediato empezó a recoger sus cosas, y después se descolgó por el borde e inició el descenso a la base del monte.
Dentro de su mochila, Crenshinibon ronroneaba de puro júbilo. El poderoso artefacto no tenía proyectado hacer de Cepa su portadora. La Piedra de Cristal conocía la testarudez de la enana, a pesar de que sus insidiosas alucinaciones habían hecho mella gradualmente en ella. Y, lo que era peor, Crenshinibon sabía la posición de Cepa en su sociedad como sacerdotisa de Moradin, el Forjador de Almas. Hasta el momento, el artefacto se las había ingeniado para desbaratar cualquier intento de la enana de comunicarse con su dios, pero, antes o después, Cepa buscaría ese contacto espiritual, y probablemente descubriría la verdad sobre la «varita calorífica» que guardaba en su mochila.
En consecuencia, Crenshinibon la utilizaría para alejarse de los enanos, para escapar a las agrestes cumbres de la Columna del Mundo, donde podría encontrar un troll o un gigante o tal vez incluso a un dragón que le sirviera de portador.
Sí, un dragón sería fabuloso. Al artefacto le gustaría trabajar en connivencia con uno de esos feroces reptiles.
Ignorante de tales deseos, incluso del hecho de que su «varita calorífica» podía tenerlos, a la pobre Cepa sólo la preocupaba conquistar la gran cordillera, aunque ni siquiera estaba segura de por qué quería hacerlo.
En la primera noche de su jefatura, Berkthgar empezó a revelar los preceptos que los bárbaros del valle del Viento Helado seguirían, un estilo de vida igual al que habían llevado hasta hacía sólo una década, antes de que Wulfgar derrotara a Heafstaad.
Ordenó que se interrumpieran todos los contactos con las gentes de Diez Ciudades bajo pena de muerte, y ningún bárbaro debía hablar con Bruenor Battlehammer ni con los demás enanos.
—Y, si encontráis a alguno de ellos en apuros en la tundra —dijo Berkthgar, y pareció que miraba directamente a Kierstaad mientras hablaba—, ¡dejadlo morir!
Más tarde esa misma noche, Kierstaad se sentó solo bajo la inmensa bóveda estrellada del cielo, un alma torturada. Ahora comprendía lo que su padre había intentado hacer esa tarde. Revjak no podía vencer a Berkthgar, todos los sabían, así que el antiguo jefe había tratado de alcanzar un compromiso que beneficiara a todos los bárbaros. Ahora se daba cuenta de que la abdicación de su padre, cuando la mayoría estaba a favor de Berkthgar, había sido un acto valeroso, pero en su corazón el joven seguía sintiendo el sonrojo por la renuencia de su padre a combatir.
Kierstaad pensaba que mejor habría sido que Revjak hubiera cogido su hacha y hubiera muerto a manos de Berkthgar, o, al menos, una parte de sí mismo lo pensaba. Ése era el proceder de su pueblo, el sistema antiguo y sagrado de los bárbaros. ¿Qué pensaría hoy Tempus, dios de la Batalla, de Revjak? ¿Qué lugar en el otro mundo aguardaría a un hombre como su padre, que rehusaba un justo y honrado combate?
Kierstaad se cubrió la cara con las manos. No era sólo su padre el que había quedado deshonrado, sino también su familia.
Quizá debería proclamar su lealtad a Berkthgar y renegar de su padre. Berkthgar, que había estado con él todos esos años en Piedra Alzada, que había estado a su lado cuando abatió su primera pieza en la tundra, recibiría de buen grado su apoyo. Lo vería, no cabía duda, como una consolidación de su posición como cabecilla.
No. No podía abandonar a su padre por muy enfurecido que estuviera. Se enfrentaría a Berkthgar si era necesario, y lo mataría o moriría para devolverle el honor a su familia. No le daría la espalda a su padre.
La opción del combate con Berkthgar también le parecía ridícula, y se quedó sentado, angustiado, bajo el vasto manto de estrellas del valle del Viento Helado. Un alma torturada.