El sabor del poder
Cepa Garra Escarbadora avanzaba trabajosamente a través de la nieve ladera arriba, a mitad de camino de la cima de la cumbre de Kelvin. La enana sabía que iba por una ruta peligrosa, ya que el deshielo en el valle estaba en pleno apogeo y la montaña no era lo bastante alta para que la temperatura se mantuviera por debajo del punto de congelación. La sacerdotisa sentía que la humedad calaba sus gruesas botas de cuero, y en más de una ocasión escuchó el revelador retumbo de protesta de la nieve.
La porfiada enana continuó caminando, excitada por el potencial peligro. Toda la ladera podía venirse abajo; las avalanchas no eran algo infrecuente en la cumbre de Kelvin, donde el deshielo se producía rápidamente. Cepa se sentía como una verdadera aventurera en este momento, afrontando el riesgo de pisar un terreno que creía que nadie había hollado desde hacía muchos años. Conocía poco la historia de la región, ya que había viajado a Mithril Hall junto con Dagnabit y un millar de guerreros desde la ciudadela de Adbar, y había estado demasiado ocupada trabajando en las minas para prestar atención a los relatos que hacían los miembros del clan Battlehammer sobre el valle del Viento Helado.
Cepa no conocía la historia de la avalancha más famosa de esta montaña. No sabía que Drizzt y Akar Kessel habían sostenido su última batalla antes de que el suelo cediera bajo sus pies, enterrando al hechicero.
Cepa se detuvo y buscó en un bolsillo, del que sacó un trozo de manteca. Pronunció un encantamiento menor y se tocó los labios fruncidos con el lardo, activando el conjuro que la protegería del frío. Al pie de la montaña, la estación cálida avanzaba a pasos agigantados, pero aquí arriba el viento seguía siendo frío, y la enana estaba mojada. Mientras terminaba el encantamiento escuchó otro retumbo, y alzó los ojos hacia la cima, que todavía estaba a sesenta metros de distancia. Por primera vez, Cepa se preguntó si conseguiría llegar allí.
La cumbre de Kelvin no era una montaña grande. De hecho, si hubiera estado cerca de Adbar, la tierra natal de la enana, o cerca de Mithril Hall, ni siquiera se la habría llamado montaña. No era más que un cerro, un amontonamiento de rocas de trescientos metros de altura. Pero aquí, en la llana tundra, parecía una montaña, y Cepa era una enana que consideraba que el propósito principal de cualquier elevación era el reto que suponía escalarla. Sabía que podía haber esperado hasta el verano, cuando no hubiera quedado apenas nieve en la cumbre de Kelvin y el terreno fuera más accesible, pero la enana no era conocida por su paciencia, precisamente. De todos modos, la montaña no habría representado un desafío si faltaba el peligro de un desprendimiento de nieve.
—No se te ocurra desmoronarte sobre mí —le dijo a la montaña—. ¡Y no me arrastres cuesta abajo!
Habló demasiado alto y, como respondiéndole, la montaña emitió un estruendoso gemido. De repente, Cepa se encontró deslizándose hacia abajo.
—¡Oh, maldita seas! —renegó al tiempo que cogía el pico que llevaba y buscaba un agarradero. Cayó hacia atrás, pero mantuvo la orientación lo suficiente para esquivar una roca que sobresalía entre la nieve e hincarle el pico en un lateral. Sus músculos se tensaron al máximo cuando la nieve pasó sobre ella, pero por fortuna no era demasiado profunda y el alud apenas llevaba fuerza.
Unos segundos después volvió a reinar el silencio, salvo por los distantes ecos, y Cepa salió trabajosamente de la gigantesca bola de nieve en que ella y la roca a la que se agarraba se habían convertido.
Entonces reparó en un extraño fragmento de hielo tirado sobre el ahora despejado terreno. Acabó de salir del banco de nieve y apenas prestó atención al fragmento peculiarmente conformado. Subió hasta una zona donde el suelo estaba limpio y se sacudió lo mejor que pudo antes de que la nieve se derritiera y le mojara aún más su ya empapada ropa.
Su mirada volvía una y otra vez al trozo cristalino. No parecía nada extraordinario, sólo un pedazo de hielo, y, sin embargo, la enana tenía la corazonada de que era más que eso.
Durante unos instantes, Cepa consiguió dominar el irracional apremio de acercarse, y se concentró en ponerse a punto para reemprender la escalada.
El cristalino fragmento seguía llamándola en su subconsciente, incitándola a que lo recogiera.
Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, Cepa tenía el objeto en la mano. De inmediato vio que no era hielo, pues resultaba cálido al tacto; cálido y, de algún modo, reconfortante. Lo alzó hacia la luz. Tenía el aspecto de un carámbano cuadrangular, y medía poco más de un palmo. Cepa se quitó los guantes.
—Es cristal —musitó, en confirmación de su conjetura, ya que el cálido objeto no tenía el tacto resbaladizo del hielo. Cepa cerró los ojos, concentrándose en la palpación del curioso fragmento, intentando calcular su temperatura.
»Mi encantamiento —susurró, creyendo haber dado con la clave del misterio. Entonó de nuevo el conjuro, a fin de liberar la magia que acababa de utilizar para protegerse del frío.
No obstante, el trozo de cristal se mantuvo caliente. Cepa frotó uno de los lados y la sensación de calidez se propagó por todo su cuerpo, llegándole hasta los húmedos dedos de los pies.
La enana se rascó la mejilla con la punta del objeto, pensativa, y miró en derredor para comprobar si la pequeña avalancha había sacado a descubierto algo más. Ahora pensaba con total claridad, reflexionando sobre este inesperado misterio, pero lo único que vio fue blanco, gris y pardo, el vulgar tapiz que era la ladera de la cumbre de Kelvin. Pero eso no hizo que descartara sus sospechas, y volvió a levantar el trozo de cristal hacia la luz, observando los reflejos de la luz del sol en sus profundidades.
—Una varita mágica para proteger del frío —dijo la enana en voz alta—. Algún mercader te trajo hasta el valle —razonó—. Tal vez estuviera buscando un tesoro aquí arriba, o quizá sólo subiera para tener una buena vista de la región, y te llevaba pensando que lo protegerías. Y lo hiciste del frío —razonó, con tono confidencial—, ¡pero no de la avalancha que lo sepultó!
Lo había resuelto. Cepa se creyó muy afortunada de haber encontrado un objeto tan útil en el terreno baldío que era la cumbre de Kelvin. Miró hacia el sur, donde las altas cimas de la Columna del Mundo, cubiertas con nieves perpetuas, se alzaban entre la gris neblina. De repente, la sacerdotisa enana se encontró pensando hasta dónde podría llegar con este fragmento de cristal. ¿Qué montaña estaría fuera de su alcance si llevaba semejante protección consigo? Podría escalarlas todas en un solo día, y su nombre se reverenciaría entre los enanos.
Crenshinibon, la Piedra de Cristal, el artefacto vivo e insidioso, empezaba ya a hacer su efecto, impartiendo sutiles promesas a los deseos más íntimos de Cepa. Crenshinibon reconocía en esta portadora no sólo a una enana, sino a una sacerdotisa, y no le gustaba. Los enanos tenían un carácter difícil y eran tozudos y resistentes a la magia. Con todo, el artefacto más perverso de todos se alegraba de estar desenterrado de la nieve, de que alguien hubiera regresado a la cumbre de Kelvin para sacarlo de allí.
La Piedra de Cristal estaba de vuelta en el reino de los mortales; de vuelta a donde podía ocasionar más destrucción.
Kierstaad se deslizaba a lo largo de los túneles, midiendo sus pasos con el rítmico golpeteo de los martillos enanos. La estrechez del corredor no era agradable para alguien habituado a tener por techo el cielo estrellado, y a veces el alto nómada tenía que ponerse de rodillas para pasar por los bajos arcos.
Al oír unas pisadas hizo un alto en una esquina y se aplastó contra la pared. Iba desarmado, pero no sería bien recibido aquí, en las minas enanas, después del desagradable encuentro de Bruenor con Berkthgar. El padre de Kierstaad, Revjak, había recibido mejor al enano, celebrando el regreso del cabecilla del clan Battlehammer, pero incluso en esa entrevista había reinado una gran tensión. Berkthgar y sus seguidores estaban presionando mucho a Revjak para volver a la vieja costumbre de desconfiar de todo el mundo que no perteneciera a la tribu. El jefe bárbaro era lo bastante sabio para saber que si se oponía a Berkthgar en este sentido podía perder el control sobre toda la tribu.
Kierstaad también lo sabía, y sentía que sus sentimientos estaban divididos. Permanecía leal a su padre, y creía que los enanos eran amigos, pero los argumentos de Berkthgar resultaban muy convincentes. Las antiguas costumbres —la caza por la tundra, las plegarias a los espíritus de los animales abatidos— eran como un soplo refrescante para el joven, que había pasado los últimos años tratando con taimados mercaderes o batallando contra elfos oscuros.
El grupo de enanos giró en la intersección de túneles sin reparar en Kierstaad, y el bárbaro respiró con alivio. Hizo una pausa para orientarse, recordando por qué túneles había pasado y dónde creía que estaban los aposentos del cabecilla enano. Muchos miembros del clan Battlehammer habían salido de las minas ese día y habían ido a Bryn Shander para recoger los suministros comprados por Bruenor. Los que quedaban se encontraban en túneles más profundos, ansiosos por reanudar la explotación de las vetas de preciosos minerales.
Kierstaad no tuvo más encuentros en su camino, que a menudo lo hizo volver sobre sus pasos y a veces lo llevó en círculos. Por fin salió a un pequeño corredor ciego que tenía dos puertas a cada lado y otra al fondo. La primera habitación tenía un aspecto muy poco enano. Alfombras gruesas, un lecho con grandes colchones y un montón de mantas revelaron al bárbaro la identidad de su ocupante.
—Regis —musitó, conteniendo una risita y moviendo la cabeza. El halfling era todo aquello que, supuestamente, el pueblo bárbaro despreciaba: perezoso, gordo, glotón y, lo peor de todo, trapacero. Sin embargo, la sonrisa de Kierstaad (y la de muchos otros bárbaros) se había ensanchado cada vez que Regis había entrado pegando brincos en Piedra Alzada. Regis era el único halfling que Kierstaad conocía, pero si Panza Redonda, como muchos lo llamaban, era un exponente de su raza, Kierstaad opinaba que le gustaría conocer a muchos más. Cerró la puerta suavemente al tiempo que echaba una última ojeada divertida al montón de mantas. Regis alardeaba de que podía encontrar comodidades en cualquier sitio y en cualquier momento.
Desde luego que sí.
Las dos habitaciones al otro lado del pasillo estaban desocupadas, y en cada una de ellas había una cama individual, más apropiada para un humano que para un enano. Esto tampoco sorprendió a Kierstaad, ya que no era un secreto para nadie que Bruenor esperaba que Drizzt y Cattibrie regresaran a su lado algún día.
La del final del pasillo debía de ser una salita de estar, dedujo el bárbaro. La quinta puerta tenía que corresponder a los aposentos del rey enano. Kierstaad avanzó despacio, vacilante, temeroso de que hubiera puesta alguna trampa ingeniosa.
Entreabrió la puerta, sólo un par de centímetros. Bajo sus pies no se abrió ninguna trampilla ni del techo cayeron piedras sobre su cabeza. Cobrando confianza, el joven bárbaro abrió la puerta de par en par.
Era el cuarto de Bruenor, no le cupo la menor duda. En medio de la habitación había un escritorio de madera con un montón de pergaminos desperdigados sobre el tablero, y en un rincón se veía una pila de ropas más alta que Kierstaad; la cama no estaba hecha, y era un revoltijo de sábanas y mantas.
El bárbaro apenas reparó en nada de eso. En el momento en que abrió la puerta, sus ojos se quedaron prendidos en un objeto colgado de la pared, sobre la cabecera de la cama de Bruenor.
Aegisfang, el martillo de guerra de Wulfgar.
Casi sin respirar, Kierstaad cruzó el pequeño cuarto hasta plantarse delante de la poderosa arma. Vio las hermosas runas talladas en su reluciente cabeza de mithril: las montañas gemelas, el símbolo de Dumathoin, dios de los enanos, el Guardián de los Secretos. Al observarlo con más atención Kierstaad reparó en fragmentos de otras runas disimuladas bajo el símbolo de las montañas gemelas. Estaban tan perfectamente camufladas que fue incapaz de descifrarlas. Sin embargo, conocía muy bien la leyenda de Aegis-fang. Aquellas runas ocultas eran el yunque de Moradin, el Forjador de Almas, el principal dios de los enanos, y las hachas cruzadas de Clangeddon, dios enano de la Batalla.
Kierstaad permaneció inmóvil largo rato mirando el arma, pensando en la leyenda que era Wulfgar, pensando en Berkthgar y en Revjak. ¿Dónde encajaba él? Si estallaba el conflicto entre el antiguo cabecilla de Piedra Alzada y el actual jefe de la tribu del Alce, ¿qué papel desempeñaría Kierstaad?
Sin duda, uno mucho más importante si tuviera a Aegis-fang en su poder. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, el joven bárbaro alargó la mano y, cogiendo el martillo de guerra, lo levantó de los soportes.
¡Qué pesado parecía! Kierstaad lo acercó más a sí; luego, con gran esfuerzo, lo alzó sobre su cabeza.
El arma chocó contra el techo bajo, y Kierstaad estuvo a punto de caer de lado cuando el arma rebotó en un arco demasiado amplio para controlar el impulso. Cuando por fin recuperó el equilibrio, el joven se rió de su estupidez. ¿Cómo pudo ocurrírsele siquiera que sería capaz de manejar el poderoso Aegis-fang?. ¿Cómo se le había pasado por la cabeza que estaba en condiciones de seguir los pasos del legendario Wulfgar?
Apretó contra su pecho el fabuloso martillo de guerra y lo rodeó con los brazos en un gesto reverente. Podía sentir su fuerza, su equilibrio perfecto; casi podía sentir la presencia del hombre que tan bien lo había blandido durante tanto tiempo.
El joven Kierstaad quería ser como Wulfgar. Quería dirigir la tribu siguiendo lo que le dictaba su intuición. Ya no estaba de acuerdo con el curso seguido por Wulfgar, como tampoco lo estaba con el de Berkthgar, pero había un punto intermedio, un término medio en el que los bárbaros disfrutarían de la libertad de los viejos tiempos y las alianzas de los nuevos. Con Aegis-fang en la mano, Kierstaad se sentía como si fuera capaz de hacerlo, de tomar el control y conducir a su pueblo por el mejor camino posible.
El joven bárbaro sacudió la cabeza y volvió a reír, mofándose de sí mismo y de sus sueños de grandeza. Era poco más que un muchacho, y Aegis-fang no le pertenecía. Aquella idea hizo que Kierstaad mirara por encima del hombro hacia la puerta abierta. Si Bruenor regresaba y lo encontraba aquí con el martillo de guerra en la mano, el taciturno enano lo abriría en canal.
No le fue fácil desprenderse del martillo y volver a colocarlo sobre sus soportes; y aún más difícil le resultó abandonar la habitación. Pero no tenía opción. Con las manos vacías, regresó a los túneles en silencio y con cautela, regresó al espacio abierto del valle, y volvió corriendo todo el camino hasta el campamento de la tribu, unos ocho kilómetros a través de la tundra.
La enana extendió el brazo cuanto pudo, y sus regordetes dedos apartaron la encostrada nieve para aferrarse, desesperadamente, a la roca. El último repecho, la antesala a la cima, la propia cumbre.
Cepa gimió y se esforzó, consciente de que era un obstáculo insalvable, sabiendo que había sobrepasado sus límites y sin duda estaba destinada a sufrir una caída de cientos de metros que la llevaría a la muerte.
Pero entonces, no sabía cómo, encontró energía suficiente para continuar, y sus dedos se cerraron firmemente en la piedra para acto seguido auparse a pulso con todas sus fuerzas. Las cortas piernas patearon y rascaron en la roca, y, de repente, se encontró sobre el repecho, en la llana meseta que era la cumbre de la montaña más alta del mundo.
La resistente enana se irguió en aquel elevado lugar y recorrió con la mirada el paisaje que se extendía a sus pies, el mundo conquistado. Entonces divisó las multitudes, millares y millares de sus barbudos servidores, llenando todos los valles y todos los caminos. La estaban aclamando.
Cepa se despertó bañada en sudor. Le costó unos instantes orientarse, darse cuenta de que estaba en su pequeño cuarto de las minas enanas en el valle del Viento Helado. Esbozó una leve sonrisa al recordar el vivido sueño, la pasmosa oleada de fuerza que la hizo llegar a la cumbre. Pero su sonrisa quedó borrada por el desconcierto al pensar en la escena siguiente, en los enanos aclamándola.
—¿Por qué habré soñado eso? —se preguntó Cepa en voz alta. Jamás escalaba para alcanzar gloria; lo hacía simplemente por la satisfacción personal que le proporcionaba conquistar una montaña. A Cepa le importaba un ardite lo que los demás pensaran de sus logros como escaladora, y rara vez le decía a nadie adónde iba, dónde había estado o si la escalada había sido un éxito o no.
La enana se enjugó el sudor de la frente y volvió a recostarse en el duro colchón, con las imágenes del sueño todavía vividas en su mente. ¿Un sueño o una pesadilla? ¿Se estaba engañando a sí misma sobre la verdad del motivo por el que escalaba? ¿Existía realmente una satisfacción personal, un sentimiento de superioridad, cuando conquistaba una montaña? Y, si tal era el caso, entonces ¿era esa sensación de superioridad no sólo con la montaña, sino con sus congéneres?
Las preguntas asaltaban con machacona insistencia a la sacerdotisa, por lo habitual inquebrantable y humilde. Cepa esperaba que esas ideas no fueran ciertas. Tenía mejor opinión de sí misma, de su verdadero yo, que el estar interesada en semejantes mezquindades. Tras un buen rato de dar vueltas en el lecho, la enana consiguió quedarse dormida otra vez.
Cepa no tuvo más sueños esa larga noche. Crenshinibon, guardada en un cajón con llave a los pies de la cama de la enana, percibió la consternación de Cepa y comprendió que tenía que ser prudente en impartir tales sueños. Esta enana no era de los que caían en la tentación con facilidad. El artefacto no tenía ni idea de qué posesiones o riquezas podía prometer para despertar el deseo de Cepa Garra Escarbadora.
Sin esas insidiosas promesas, la Piedra de Cristal no podía apoderarse de la voluntad de la enana. Pero, si Crenshinibon se hacía más patente, más vehemente, podía poner sobre aviso a Cepa sobre la verdad de sus orígenes y sus designios. Y, desde luego, el artefacto no quería levantar sospechas de alguien que podía recurrir a los poderes de los dioses benignos, quizás incluso descubrir los secretos de cómo destruirlo.
La Piedra de Cristal se cerró en su magia, guardó sus pensamientos de ente vivo en lo más profundo de sus facetas cuadradas. Comprendió que la larga espera no había acabado del todo; no mientras estuviera en manos de esta enana.