15

La encarnación de la oscuridad

Su humeante figura casi llenaba el círculo. Sus inmensas alas correosas no podían extenderse en su totalidad, o habrían sobrepasado la línea limítrofe que el demonio no podía cruzar. Errtu hincó las garras en el suelo y emitió un rugido gutural, echó hacia atrás su enorme y horrenda cabeza y soltó una risotada demoníaca. Después el balor se calmó repentinamente y, mirando al frente, clavó los ojos en los de Drizzt Do’Urden.

Habían pasado muchos años desde que el drow había visto al poderoso Errtu, pero el vigilante no había olvidado al demonio. Su feo rostro parecía el resultado de un cruce entre un perro y un simio, y sus ojos —sobre todo los ojos— eran negros pozos de maldad, a veces unas órbitas desencajadas y ardientes por la cólera, y a veces unas rendijas entrecerradas, intensas, que prometían torturas horrendas. Sí, Drizzt recordaba muy bien a Errtu, recordaba su desesperada lucha en la ladera de la cumbre de Kelvin años atrás.

La cimitarra del vigilante, la que había conseguido en el cubil del dragón blanco, parecía recordar también al demonio, pues Drizzt la sintió llamándolo, instándolo a desenvainarla e hincarla de nuevo en el balor para así nutrirse con el feroz corazón de Errtu. Aquella cuchilla había sido forjada para combatir criaturas de fuego, y parecía realmente hambrienta de la humeante carne de un diablo.

Cattibrie nunca había visto semejante bestia, la encarnación de la oscuridad, la personificación del mal, el alma más abyecta entre las abyectas. La joven quería coger a Taulmaril y disparar una flecha en el feo rostro de la bestia, y, sin embargo, temía que hacerlo dejara libre al perverso Errtu, algo que Catti-brie no deseaba en absoluto.

El balor siguió riéndose y entonces, con aterradora rapidez, el gran demonio descargó el látigo contra Drizzt. La tralla saltó hacia adelante y después se frenó de golpe en el aire, como si hubiera chocado contra una pared, como, en efecto, así era.

—Ni tus armas ni tu cuerpo ni tu magia pasarán a través de la barrera, Errtu —dijo Cadderly sosegadamente. El envejecido clérigo no parecía atemorizado en lo más mínimo por el tanar’ri.

Los ojos de Errtu se estrecharon malignamente mientras clavaba la mirada en Cadderly, consciente de que había sido el clérigo quien había osado invocarlo. De nuevo prorrumpió en aquella atronadora risotada, y unas llamas brotaron a los pies del demonio, ardiendo al rojo vivo, y se alzaron tan altas que casi lo ocultaron a los ojos de los que estaban fueran del círculo.

Los tres amigos entrecerraron los ojos para resguardarlos del abrasador calor. Por fin, Cattibrie retrocedió a la par que lanzaba un grito de advertencia, y Drizzt, haciendo caso de la joven, también dio un paso atrás. Por su parte, Cadderly permaneció plantado en el mismo sitio, impasible, seguro de que los círculos de runas frenarían el fuego. El sudor le bañaba el rostro y le goteaba por la nariz.

—¡Desiste! —gritó el clérigo, alzando la voz por encima del rugido de las llamas. Entonces recitó una sarta de palabras en un lenguaje que ni Drizzt ni Catti-brie habían oído nunca, una frase arcana que terminaba con el nombre del balor, pronunciado con énfasis.

Errtu rugió de dolor, y el muro de fuego desapareció como por ensalmo.

—Te recordaré, viejo —prometió el gran tanar’ri—. Te tendré presente cuando vuelva a caminar por el plano que es tu mundo.

—Sí, hazme una visita —contestó Cadderly con indiferencia—. Tendré mucho gusto en enviarte de vuelta al inmundo lugar al que perteneces.

Errtu no añadió nada más, pero gruñó y volvió la vista de nuevo hacia el drow renegado, el odiado Drizzt Do’Urden.

—Lo tengo en mi poder, drow —lo azuzó el balor—. En el Abismo.

—¿A quién? —demandó Drizzt, pero la única respuesta de Errtu fue otra carcajada demoníaca.

—¿A quién tienes, Errtu? —inquirió Cadderly firmemente.

—No estoy obligado a responder —le recordó el balor al clérigo—. Lo tengo, eso ya lo sabéis, y el único modo en que podéis recuperarlo es poniendo fin a mi destierro. Lo llevaré conmigo a tu tierra, Drizzt Do’Urden. Y, si lo quieres, ¡entonces tendrás que venir por él!

—¡Quiero hablar con Zaknafein! —gritó el drow mientras llevaba la mano hacia su anhelante cimitarra.

Errtu se mofó de él, se rió, disfrutando de lo lindo con la frustración de Drizzt. Era el principio del tormento del drow.

—¡Libérame! —bramó el balor, acallando las preguntas—. ¡Libérame ahora! Cada día es una eternidad de tormentos para mi prisionero, tu querido pa… —Errtu calló repentinamente, dejando la mortificante frase en el aire. El balor señaló con un dedo a Cadderly—. ¿Me has engatusado? —dijo con fingido horror—. Casi respondí a una pregunta, algo a lo que no estoy obligado.

El clérigo miró a Drizzt, consciente del dilema del vigilante. Cadderly sabía que el drow saltaría de buena gana al interior del círculo y lucharía con Errtu aquí y ahora por bien de su perdido padre, o de un amigo, o de cualquier persona buena, pero liberar al balor era un acto desesperado y peligroso para el noble elfo oscuro, un acto egoísta por bien de su padre que perjudicaría a muchos otros.

—¡Libérame! —gritó el balor, cuya voz atronadora levantó ecos en la cámara.

Drizzt se tranquilizó de repente.

—Eso es algo que no puedo hacer, repugnante bestia —repuso con calma mientras sacudía la cabeza, cobrando, aparentemente, seguridad en su decisión a cada segundo que pasaba.

—¡Necio! —rugió Errtu—. ¡Le arrancaré la piel a latigazos! ¡Lo devoraré poco a poco! ¡Y lo mantendré con vida, lo juro! ¡Estará vivo y consciente durante todo el proceso, y le diré antes de someterlo a cada tortura que rehusaste ayudarlo, que eres la causa de su tormento!

Drizzt miró a otro lado, perdida de nuevo la calma, respirando entre jadeos, ahogado por la rabia. Pero conocía a Zaknafein, sabía lo que guardaba su corazón, y estaba convencido de que el maestro de armas no querría que liberara a Errtu, costara lo que costara.

Cattibrie cogió a Drizzt de la mano, y lo mismo hizo Cadderly.

—No te diré lo que has de hacer, buen drow —manifestó el envejecido clérigo—; pero, si este demonio tiene prisionera un alma que no merece tal suerte, entonces es responsabilidad nuestra salvar…

—Pero ¿a qué coste? —lo interrumpió Drizzt, desesperado—. ¿A qué precio para el mundo?

Errtu reía de nuevo, salvajemente. Cadderly se volvió hacia él para hacerlo callar, pero el tanar’ri se le adelantó.

—Tú lo sabes, clérigo —acusó el balor—. ¡Tú lo sabes!

—¿A qué se refiere esta horrenda bestia? —preguntó Catti-brie.

—Díselo, clérigo —instó Errtu a Cadderly, quien, por primera vez, parecía desasosegado. El clérigo miró a Drizzt y a Catti-brie, y sacudió la cabeza.

»¡Entonces lo haré yo! —bramó Errtu, la atronadora y rugiente voz del balor retumbando otra vez en las paredes de piedra con tal fuerza que les hizo daño en los oídos.

—¡Regresarás a tu plano! —prometió Cadderly, que empezó a entonar unas palabras.

Errtu se sacudió de repente, con violencia, y después pareció empequeñecer, como si se estuviera encogiendo sobre sí mismo.

—¡El precio es que ahora soy libre! —proclamó el balor.

—Aguarda —pidió Drizzt a Cadderly, y el clérigo obedeció.

—¡Iré a donde me plazca, necio Drizzt Do’Urden! Por tu propio deseo he pisado el suelo del plano material, y así has puesto fin a mi destierro. ¡Puedo regresar acudiendo a la llamada de cualquiera!

Cadderly reanudó su salmodia, más urgentemente, y Errtu empezó a desvanecerse.

—Ven a mí, Drizzt Do’Urden —llamó la ahora distante voz del balor—. Ven si quieres volver a verlo. Yo no acudiré a ti.

Entonces el demonio desapareció, dejando a los tres compañeros exhaustos en la cámara vacía. El más agotado de los tres era Drizzt, que se derrumbó contra una pared, y a los otros dos les pareció que lo único que mantenía en pie al debilitado vigilante era la sólida piedra.

—No lo sabías —lo animó Catti-brie, consciente de la sensación de culpabilidad que se descargaba sobre sus hombros. La joven miró al clérigo, que no parecía muy afectado por las revelaciones.

—¿Es cierto? —le preguntó el drow.

—No estoy seguro —repuso Cadderly—. Pero creo que el haber invocado a Errtu al plano material puede muy bien haber puesto fin a su destierro.

—Y lo sabías desde el principio —intervino la joven con tono acusador.

—Lo sospechaba —admitió el hombre.

—Entonces ¿por qué me dejaste llamar a la bestia? —inquirió Drizzt, sin salir de su sorpresa. Jamás habría imaginado que Cadderly pusiera fin al destierro de semejante monstruo. Sin embargo, al mirarlo ahora, Drizzt advirtió que a Cadderly no lo inquietaba en absoluto.

—El balor, como siempre es el caso con este tipo de seres, sólo puede entrar en el plano material con la ayuda de un clérigo o un hechicero —explicó Cadderly—. Cualquier persona de esa índole que desee invocar a semejante bestia puede encontrar a infinidad de ellas aguardando su llamada, incluso a otros balors. Liberar a Errtu, si es que realmente está libre, no representa gran diferencia.

Puesto así, tenía sentido para Drizzt y Cattibrie. Los que quisieran invocar a un demonio a su servicio no encontrarían escasez; el Abismo estaba repleto de estos seres perversos, todos ellos ansiosos de salir de allí y desatar muerte y destrucción entre los mortales.

—Lo que me da miedo —admitió Cadderly—, es que ese balor en particular te odia por encima de todo, Drizzt. Es posible que, a despecho de sus palabras, te busque si alguna vez consigue regresar a nuestro mundo.

—Tal vez sea yo quien lo busque a él —contestó el drow con sosiego, sin el menor atisbo de temor, cosa que hizo sonreír a Cadderly. Acababa de tener la respuesta que esperaba oír del valeroso elfo oscuro. Sabía que era un gran guerrero para la causa del bien. El clérigo tenía fe en que, si tal batalla se presentaba, Drizzt y sus amigos prevalecerían, y que el tormento del padre de Drizzt llegaría a su fin.

Waillan Micanty y Dunkin Mástil Alto llegaron a Espíritu Elevado mas tarde ese mismo día y encontraron al capitán Deudermont en el exterior del santuario, sentado a la sombra de un árbol y dando de comer unos extraños frutos secos a una ardilla blanca.

—Se llama Percivall —les dijo Deudermont al tiempo que le ofrecía otro fruto a la ardilla. Tan pronto como Percivall lo cogió, el capitán señaló a Pikel Lomo de Peña, que trabajaba, afanoso como siempre, cuidando los jardines—. Pikel me ha dicho que Percivall es amigo personal de Cadderly.

Waillan y Dunkin intercambiaron una mirada perpleja, sin tener ni idea de qué demonios hablaba Deudermont.

—Bah, no tiene importancia —comentó el capitán, que se puso de pie y sacudió las ramitas y hojas pegadas a sus pantalones—. ¿Qué noticias tenéis del Duende del mar?

—Las reparaciones marchan bien —repuso Waillan—. Muchos pescadores de Carradoon están ayudando. Incluso han encontrado un árbol adecuado para reemplazar el mástil.

—Buena gente, estos hombres de Carradoon —dijo Dunkin.

Deudermont observó al hombrecillo un instante, complacido con los sutiles cambios que se apreciaban en él. Había dejado de ser el emisario huraño e intrigante que había pisado por primera vez el puente del Duende del mar en representación de lord Tarnheel Embuirhan buscando a Drizzt Do’Urden. El hombrecillo era un buen marinero y un buen compañero, según Waillan, y Deudermont planeaba ofrecerle un puesto fijo como tripulante de la goleta tan pronto como se les ocurriera cómo llevar al Duende del mar de vuelta a la Costa de la Espada, que era donde tenía que estar.

—Robillard se encuentra en Carradoon —anunció Waillan de improviso, cogiendo desprevenido al capitán, aunque Deudermont no había dudado ni por un momento que el hechicero había sobrevivido a la tormenta y acabaría por encontrarlos—. O estaba. Quizás ha regresado a Aguas Profundas a estas alturas. Dijo que podía hacernos volver allí.

—Pero nos costará un buen precio —añadió Dunkin—, ya que el hechicero necesitará la ayuda de sus colegas, un puñado de elementos realmente codiciosos, según ha confesado el propio Robillard.

A Deudermont no lo preocupaba mucho eso. Los Señores de Aguas Profundas reembolsarían los gastos que se produjeran. Al capitán no le pasó por alto el hecho de que Dunkin utilizara la palabra «nos», cosa que lo complació sobremanera.

—Robillard dijo que le llevaría un tiempo organizado todo —concluyó Waillan—. De todos modos, necesitaremos un par de semanas para acabar las reparaciones del Duende del mar, y, ya que tenemos ayuda, será más fácil arreglarlo aquí que en Aguas Profundas.

Deudermont se limitó a asentir con la cabeza. Entonces llegó Pikel dando saltitos, atrayendo sobre sí la atención de Waillan y Dunkin, cosa que el capitán agradeció. Los detalles de llevar a la goleta de vuelta a su base se resolverían por sí mismos, no le cabía duda. Robillard era un hechicero competente y leal. Pero el capitán veía la llegada de cambios en un futuro inmediato, ya que dos amigos (tres, contando a Guenhwyvar) no regresarían con el barco o, si lo hacían, no se quedarían en él mucho tiempo.