El hechicero frenético
¿Dónde está Deudermont? —preguntó Catti-brie a Harkle cuando el mago entró dando tropezones en un pequeño cuarto donde la joven estaba sentada con Drizzt.
—Oh, por ahí fuera —repuso el distraído Harpell.
Había dos sillas en la estancia, las dos colocadas delante de un ventanal desde el que se divisaban las majestuosas montañas Copo de Nieve. Drizzt y Cattibrie las ocupaban, un poco vueltos el uno hacia el otro y otro poco de cara a la maravillosa vista. El elfo oscuro estaba reclinado, con los pies sobre el alféizar del ventanal. Harkle observó la escena un momento, absorto; después pareció volver a este mundo y pasó entre los dos amigos. Hizo un gesto a Drizzt para que quitara los pies y se encaramó de un salto al alféizar del ventanal.
—Siéntate y acompáñanos, por favor —dijo la joven con evidente sarcasmo, al menos para Drizzt, ya que Harkle se limitó a sonreír tontamente.
—Estabais hablando del poema, por supuesto —razonó el mago.
Esto era cierto en parte. Drizzt y Cattibrie estaban hablando acerca de las noticias referentes a la marcha de Bruenor de Mithril Hall y también del importante poema.
—Claro que hablabais de ello —dijo Harkle—. Por eso he venido.
—¿Es que has descifrado algún otro verso? —preguntó Drizzt sin demasiada convicción. Al drow le gustaba Harkle, pero había aprendido a no esperar demasiado del hechicero. Por encima de todo, Harkle y su familia eran imprevisibles; a menudo era de gran ayuda, como en la batalla por Mithril Hall, mientras que en otras ocasiones era más un perjuicio que una ventaja.
Harkle advirtió el tono ambivalente del drow, y sintió el repentino deseo de demostrar su valía en ese momento, de contarle al elfo oscuro toda la información de su diario mágico, de recitar el poema palabra por palabra. Sin embargo, temeroso de las limitaciones de su conjuro y de las posibles consecuencias, se tragó las palabras.
—Creemos que es Baenre —dijo Catti-brie—. Quienquiera que sea la madre matrona que ocupa ahora el trono de la casa, me refiero. «Entregado a Lloth y por ella cedido», es lo que la bruja dijo, y ¿quién mejor que la que se sienta en el trono Baenre para recibir semejante regalo de Lloth?
Harkle asintió con la cabeza, dejando que Drizzt interviniera en la exposición de la idea, pero convencido de que estaban siguiendo una pista falsa.
—Catti-brie cree que es Baenre, pero la bruja habló del Abismo, y eso me hace pensar que Lloth ha empleado una yochlol —acotó Drizzt.
Harkle se mordió el labio y asintió sin convencimiento.
—Cadderly tiene un informador en el Abismo —añadió la joven—. Un trasgo, o algo parecido. Invocará a la bestia e intentará sonsacarle un nombre.
—Pero temo que el destino me llevará… —empezó Drizzt.
—Nos llevará —lo corrigió Catti-brie con tanta firmeza que el drow no le llevó la contraria.
—Me temo que el destino nos llevará de nuevo a Menzoberranzan —concluyó Drizzt con un suspiro. No deseaba regresar allí, eso era evidente, pero también saltaba a la vista que el vigilante se lanzaría de cabeza a la carga y entraría en la maldita ciudad por ayudar a un amigo.
—¿Por qué allí? —preguntó Harkle con un tono casi histérico. El hechicero veía hacia dónde llevaba el razonamiento de Drizzt, y sabía que el segundo verso, el concerniente al fantasma de su padre, había hecho que el vigilante pensara en Menzoberranzan como el origen de todo. En la poesía se hacía referencia a la ciudad drow, pero había una palabra en particular que daba que pensar a Harkle que Menzoberranzan no era su meta.
—Ya lo hemos discutido antes —repuso Drizzt—. Menzoberranzan parecer ser el oscuro camino del que habló la vidente.
—¿Crees que es una doncella de Lloth? —le preguntó Harkle. El drow hizo un gesto incierto, entre asentir con la cabeza y encogerse de hombros—. ¿Y tú estás de acuerdo? —inquirió a Catti-brie.
—Tal vez lo sea —contestó la joven—. O quizá se trate de una madre matrona, que es lo que yo creo.
—¿No son entes femeninos las doncellas? —La pregunta de Harkle parecía no venir al caso.
—Todos los servidores más cercanos a Lloth lo son —repuso Catti-brie—. Por eso es por lo que hay que temer a la reina araña —añadió, haciendo un guiño para romper un poco la tensión.
—Lo mismo que lo son todas las madres matronas, ¿no? —razonó Harkle.
Drizzt miró a Cattibrie; ninguno de los dos acababa de entender adónde quería llegar el imprevisible mago.
Harkle agitó los brazos repentinamente; por su expresión parecía como si estuviera a punto de estallar. Se bajó del alféizar de un salto y casi tiró a Drizzt de la silla.
—¡Dijo él! —gritó el frenético hechicero—. ¡La vieja bruja dijo él! «¡El traidor a Lloth es ahora buscado por aquel que más lo ha odiado!». —Harkle calló y soltó un borrascoso suspiro de exasperación. Entonces se oyó un ruido siseante y un hilillo de humo gris empezó a salir de su bolsillo.
»Oh, por los dioses —gimió el hechicero.
Drizzt y Cattibrie se levantaron de un brinco, más por el hecho de que el razonamiento del mago fuera tan sorprendentemente perspicaz que por el inesperado espectáculo del humo.
—¿Qué enemigo, Drizzt? —instó Harkle con ansiedad al tener la repentina sospecha de que apenas le quedaba tiempo.
—Aquél, aquél —repitió Catti-brie una y otra vez, tratando de avivar su memoria—. ¿Jarlaxle?
—«El implacable enemigo» —le recordó el mago.
—Entonces, no se trata del mercenario —dijo Drizzt, pues había llegado a la conclusión de que Jarlaxle no era tan malo como la mayoría—. Berg’inyon Baenre, quizá. Me ha odiado desde los días de la Academia.
—¡Piensa, piensa, piensa! —gritó Harkle mientras una gran humareda salía de su bolsillo.
—¿Qué se está quemando? —demandó Catti-brie al tiempo que intentaba que Harpell se volviera para poder verlo mejor. Para su sorpresa y horror, su mano pasó a través del cuerpo del mago que se hacía menos sólido por momentos.
—¡Eso no importa! —replicó Harkle—. Piensa, Drizzt Do’Urden. ¿Qué enemigo implacable, desterrado en el Abismo, te odia más que nadie? ¿Qué bestia debe ser liberada, que sólo tú puedes liberar? —La voz de Harkle iba desvaneciéndose al mismo tiempo que su forma corpórea.
»He sobrepasado los límites de mi conjuro —intentó explicar el mago a sus aterrados compañeros—. Así que, me temo, yo quedo fuera de él, expulsado…
»¿Qué bestia, Drizzt? —La voz de Harkle cobró fuerza inesperadamente—. ¿Qué enemigo?
Entonces desapareció, simplemente, dejando a Drizzt y a Cattibrie plantados de pie en la pequeña habitación, con la expresión en blanco.
Las últimas frases, cuando Harkle se desvaneció, le trajeron a la memoria a Drizzt otros tiempos, cuando había oído otro grito distante mientras una figura se difuminaba.
—Errtu —musitó el drow, falto de aliento. Sacudió la cabeza ante la evidente respuesta, ya que, aunque el razonamiento de Harkle parecía tener sentido, para él no lo tenía en el contexto del poema.
—Errtu —repitió Catti-brie—. Seguro que ése te odia más que nadie, y es lógico que Lloth lo conozca, o haya oído hablar de él.
—No, no puede ser. —Drizzt sacudió la cabeza otra vez—. Nunca lo conocí en Menzoberranzan, como dijo la vidente.
Catti-brie reflexionó sobre ello un momento. —La bruja nunca mencionó Menzoberranzan— dijo al cabo. —Ni una sola vez.
—«Un rival de tu primer…» —empezó a recitar Drizzt, pero las palabras se le atragantaron al comprender de repente que su interpretación del significado podía no ser correcta. Catti-brie también se dio cuenta en ese momento.
—Jamás llamaste a esa ciudad tu hogar —dijo—. Y a menudo me dijiste que tu primer hogar fue…
—El valle del Viento Helado —concluyó el drow.
—Y fue allí donde conociste a Errtu y lo hiciste tu enemigo —razonó la joven, que en ese instante pensó que Harkle Harpell era un hombre muy inteligente.
Drizzt se encogió e hizo una mueca al recordar bien el poder y la perversidad del balor. Le dolía pensar que Zaknafein estaba en las garras de Errtu.
Harkle Harpell levantó la cabeza de su enorme escritorio y se estiró mientras lanzaba un sonoro bostezo.
—Ah, sí —dijo, al ver el montón de pergaminos extendidos en el escritorio ante sí—. Estaba trabajando en mi conjuro. —Colocó las hojas y las examinó con atención.
»¡Mi nuevo conjuro! —gritó con alegría—. ¡Oh, por fin está acabado! ¡La niebla del destino! ¡Qué alegría, qué día tan feliz!
El hechicero se levantó de la silla y empezó a bailar y dar vueltas por el cuarto, haciendo que su amplia túnica ondeara en torno a sus piernas. Tras muchos meses de agotador trabajo, su nuevo conjuro estaba terminado por fin. Las posibilidades pasaron veloces por la mente de Harkle. Quizá la niebla del destino podría llevarlo a Calimshan, en una aventura con un bajá; o tal vez al Anauroch, El Gran Desierto; o puede que incluso a las tierras yermas de Vaasa. Sí, a Harkle le gustaría ir a Vaasa y a las escabrosas montañas Galena.
—Tendré que enterarme de más cosas sobre las Galena y aprenderlas de memoria cuando ejecute el conjuro —se dijo—. Sí, sí, ahí está el truco. —Chasqueó los dedos y corrió hacia el escritorio, donde colocó con esmero los muchos pergaminos de que constaba el largo y complicado hechizo, y los guardó en un cajón. Luego echó a correr, dirigiéndose a la biblioteca de la Mansión de Hiedra para recoger información sobre Vaasa y la vecina región de Damara, conectadas por el paso Piedra de Sangre. Tan excitado estaba por lo que creía era la primera ejecución de su nuevo conjuro, la culminación de meses de trabajo, que casi no podía guardar el equilibrio.
A Harkle no le quedaban recuerdos de lo que había sido su verdadera prueba inicial. Todo lo ocurrido durante las últimas semanas se había borrado de su mente tan seguro como que las páginas del diario mágico que acompañaba al conjuro volvían a estar tan en blanco como antes. En lo que a Harkle concernía, Drizzt y Cattibrie estaban navegando por la Costa de la Espada a la caza de algún barco pirata cuyo nombre desconocía.
Drizzt estaba de pie junto a Catti-brie en una habitación magníficamente decorada aunque no había ni un solo mueble en ella. Las paredes eran de piedra negra pulida, vidriada, desnudas salvo por los hacheros de hierro forjado, uno exactamente en el centro de cada pared. Las antorchas que sujetaban no estaban prendidas en el sentido convencional de la palabra. Eran metálicas, no de madera, y cada una de ellas estaba rematada por una bola de cristal. La luz —al parecer Cadderly podía conjurar cualquier color que quisiera— emanaba de esas bolas. Una emitía un fulgor rojo; otra, amarillo; y las otras dos, verde. La combinación de colores parecía otorgar a la habitación una textura y una profundidad extrañas, y daba la impresión de que algunos matices penetraban más que otros en la vítrea superficie de las paredes.
Todo ello atrajo la atención de Drizzt durante un rato, ya que era un espectáculo realmente impresionante, pero fue el suelo lo que más sorprendió al elfo, que tantas cosas asombrosas había visto en sus siete décadas de vida. El perímetro era negro y vítreo, como las paredes, pero en su mayor parte lo formaba un mosaico, una circunferencia doble. El área entre ambas líneas, de unos treinta centímetros de ancho, estaba llena de runas arcanas. En el interior había grabado un símbolo, cuyas puntas semejantes a una estrella tocaban la circunferencia interior. Todo el dibujo había sido tallado en el suelo y después se había rellenado con piedras preciosas trituradas, de varios colores. Había una runa esmeralda junto a una estrella rubí, y las dos se encontraban entre las líneas diamantinas de las circunferencias exteriores.
Drizzt había visto habitaciones como ésta en Menzoberranzan, aunque, desde luego, no tan espectaculares. Sabía cuál era su función. En cierto modo le parecía que la estancia estaba fuera de lugar en este monumento al bien, pues la doble circunferencia y el símbolo se utilizaban para invocar a criaturas ultraterrenas; y, puesto que las runas que decoraban los bordes eran de poder y protección, no parecía probable que los seres invocados fueran de naturaleza benigna.
—Son pocos los que tienen acceso a este sitio —explicó Cadderly con voz grave—. Sólo yo mismo, Danica y el hermano Chaunticleer entre los residentes de la biblioteca. Cualquier invitado que requiera los servicios de este lugar tiene que someterse a una exhaustiva investigación.
Drizzt comprendió que había sido objeto de un trato muy especial, pero ello no le hacía olvidar los muchos interrogantes que se le planteaban.
—Existen motivos que justifican estas invocaciones —prosiguió Cadderly, como si le leyera el pensamiento—. A veces la causa del bien sólo se puede desarrollar tratando con representantes del mal.
—¿Y no es en sí mismo un acto maligno invocar a un tanar’ri o incluso a un diablo menor?
—No —repuso Cadderly—. Aquí, no. Esta habitación está perfectamente diseñada y bendecida por el propio Deneir. Un diablo invocado aquí es un diablo atrapado, sin resultar más peligroso entre estas paredes que si hubiera permanecido en el Abismo. Como ocurre con todo lo concerniente al bien y al mal, la intención es lo determinante. En este caso, hemos descubierto que un alma que no es merecedora de tal tortura ha caído en manos de un ser diabólico. Sólo podemos recuperar esa alma tratando con ese demonio. ¿Y qué mejor sitio para hacerlo que éste?
Drizzt estaba de acuerdo con eso, en especial ahora, cuando lo que estaba en juego era tan importante y personal.
—Se trata de Errtu —manifestó el drow, seguro de estar en lo cierto—. Un balor.
Cadderly asintió con la cabeza, confirmando sus palabras. Cuando Drizzt le había informado de las sospechas levantadas tras la conversación con Harkle Harpell, el clérigo había invocado a un demonio menor, un trasgo perverso, y le había encargado la misión de buscar confirmación a la conjetura del drow; ahora se disponía a invocarlo de nuevo para pedirle respuestas.
—El hermano Chaunticleer entró en contacto hoy con un servidor de Deneir —comentó Cadderly.
—¿Y el resultado? —preguntó el vigilante, aunque estaba algo sorprendido por la vía escogida por Chaunticleer para hacer sus investigaciones.
—Ningún servidor de Deneir podría dar esa respuesta —repuso de inmediato Cadderly, viendo que el razonamiento del drow iba desencaminado—. No, no, Chaunticleer quería información acerca de nuestro desaparecido amigo hechicero. No temas, porque, al parecer, Harkle Harpell está de vuelta en la Mansión de Hiedra, en Longsaddle. Tiene medios para ponerse en contacto con él e incluso hacerlo volver si quieres.
—¡No! —exclamó Drizzt sin poder evitarlo, y desvió la mirada, un poco turbado por su repentino estallido—. No —repitió con voz más baja y sosegada—. Harkle Harpell ya ha hecho bastante, desde luego. No quisiera ponerlo en peligro por un asunto que en realidad no le concierne.
Cadderly asintió y sonrió, consciente de lo que verdaderamente motivaba la vacilación del drow.
—¿Llamo ya a Druzil para que así tengamos nuestra respuesta? —preguntó el clérigo, aunque ni siquiera esperó el asenso de Drizzt. Dirigió una palabra a cada hachero y cambió todas las luces de la estancia a una aterciopelada tonalidad púrpura. La siguiente salmodia hizo que los dibujos del suelo emitieran un resplandor sobrecogedor.
Drizzt contuvo el aliento, ya que jamás se había encontrado a gusto en este tipo de ceremonias. Apenas escuchó el suave y rítmico cántico de Cadderly, y, enfocando su atención en las fulgentes runas, se ensimismó en sus conjeturas y en las posibilidades que podía depararle el futuro.
Tras varios minutos sonó un seco y siseante ruido en el centro del círculo, seguido de un instante de negrura cuando el tejido entre los planos se desgarró. Un fuerte chasquido puso fin al siseo y al desgarrón, y apareció sentado en el suelo un enfurecido diablo de rostro perruno y alas de murciélago que mascullaba injurias y escupía.
—Vaya, saludos, mi querido Druzil —dijo Cadderly alegremente, lo que, naturalmente, hizo que el perverso diablo, un servidor a la fuerza, rezongara todavía más. Druzil se puso de pie de un salto y plegó las correosas alas; sus pequeños cuernos apenas le llegaban a Drizzt a la altura de la rodilla.
»Quería que conocieras a mi amigo —añadió Cadderly en tono coloquial—. Todavía no he decidido si dejarle que te haga pedacitos con esas excelentes cimitarras suyas.
Los perversos ojos negros de Druzil se prendieron en los iris de color espliego del drow.
—Drizzt Do’Urden —escupió el diablo—. El traidor a la reina araña.
—Oh, estupendo, veo que lo conoces, así que tienes que haber hablado con algún demonio que sabe la verdad —dijo Cadderly, y su tono dejó claro al trasgo que, involuntariamente, le había dado información al admitir que conocía al drow.
—Querías una respuesta específica —manifestó Druzil con voz ronca—. ¡Y me prometiste un año de paz a cambio!
—En efecto —admitió el clérigo—. ¿Tienes esa respuesta?
—Te compadezco, estúpido drow —dijo Druzil, que miraba fijamente a Drizzt—. Me das pena y risa, necio drow. Ahora ya no le importas lo más mínimo a la reina araña, porque, como recompensa, ha cedido tu castigo a alguien que la ayudó en la Época de Tumultos.
Drizzt apartó los ojos de Druzil y miró a Cadderly; el envejecido clérigo se mantenía perfectamente tranquilo y seguro de sí mismo.
—Compadezco a cualquiera que haya incurrido en la ira de un balor —prosiguió Druzil, que soltó una perversa risita.
Cadderly se dio cuenta de que la actitud del diablo le resultaba penosa a Drizzt, quien estaba sometido a una tremenda tensión por todo este asunto.
—¡El nombre del balor! —demandó el clérigo.
—¡Errtu! —bramó Druzil—. ¡Óyelo bien, Drizzt Do’Urden!
En el fondo de los ojos de color lavanda ardió un fuego abrasador, y Druzil fue incapaz de sostener su escrutadora mirada. Apartó los ojos del drow y volvió la vista hacia Cadderly.
—Un año de paz, lo prometiste —repitió con voz ronca.
—Los años pueden medirse de muy distintas maneras —le replicó Cadderly, devolviéndole una furiosa mirada.
—¿Qué traición…? —empezó a decir el diablo, pero Cadderly dio una palmada al tiempo que pronunciaba una palabra, y dos líneas negras, hendiduras en el tejido entre los planos, aparecieron a ambos lados del diablo y se unieron con igual fuerza a la imprimida por las manos del clérigo cuando se volvieron a juntar. Druzil desapareció en medio del estampido de un trueno y una bocanada de humo.
Cadderly incrementó la luz de la estancia de inmediato, y permaneció inmóvil y en silencio unos segundos contemplando a Drizzt, que tenía gacha la cabeza mientras digería la información.
—Deberías acabar de una vez por todas con ése —dijo al cabo el drow.
—No es algo tan sencillo de hacer —admitió Cadderly al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa—. Druzil es una manifestación del mal, un prototipo, más que un verdadero ser. Podría partir en dos su forma corpórea, pero con eso sólo conseguiría devolverlo al Abismo. Sólo allí, en su humeante hogar, me sería posible destruirlo, y no tengo muchas ganas de visitar el Abismo. —Cadderly se encogió de hombros, como si en realidad aquello importara muy poco—. Druzil es bastante inofensivo porque lo conozco, sé cosas de él, sé dónde encontrarlo y sé cómo hacer su miserable vida aún más miserable si es preciso —explicó el clérigo.
—Y ahora también sabemos que se trata de Errtu —dijo Drizzt.
—Un balor —repuso Cadderly—. Un poderoso enemigo.
—Un enemigo del Abismo —manifestó el drow—. Un lugar al que tampoco yo tengo muchas ganas de ir.
—Todavía necesitamos más información —le recordó Cadderly—. Respuestas que Druzil no puede proporcionarnos.
—Entonces ¿quién?
—Tú lo sabes —respondió el clérigo quedamente.
Drizzt lo sabía, sí, pero la idea de invocar a Errtu no le resultaba muy agradable.
—El círculo retendrá al balor —le aseguró Cadderly—. Además, no tienes que estar aquí cuando lo inv…
Drizzt desestimó este comentario con un ademán, sin dejar siquiera que Cadderly acabara la frase. Estaría allí para hacer frente a aquel que más lo odiaba, al que, aparentemente, mantenía cautivo a un amigo. El drow soltó un profundo suspiro.
—Creo que el prisionero al que hizo mención la bruja es Zaknafein, mi padre —le confesó al clérigo, pues confiaba plenamente en Cadderly—. Todavía no estoy muy seguro de lo que siento respecto a ello.
—Sin duda te atormenta pensar que tu padre está en manos de un ser tan espantoso —dijo Cadderly—. Y seguramente te emociona pensar que quizá vuelvas a encontrarte con Zaknafein.
—Sí —admitió Drizzt—, pero es algo más que eso.
—¿Tienes sentimientos encontrados? —preguntó Cadderly, y Drizzt, cogido por sorpresa ante la pregunta directa, ladeó la cabeza y observó de hito en hito al envejecido clérigo—. ¿Cerraste la puerta a esa parte de tu vida, Drizzt Do’Urden, y ahora tienes miedo porque puede volver a abrirse?
Drizzt sacudió vigorosamente la cabeza, pero en el gesto faltaba convicción. Guardó silencio un largo rato, y después suspiró hondo.
—Me siento decepcionado —admitió el drow—. De mí mismo, de mi egoísmo. Quiero volver a ver a Zaknafein, estar a su lado, aprender de él, escuchar su voz. —Drizzt levantó los ojos hacia el clérigo, y en ellos había una expresión realmente serena—. Pero recuerdo la última vez que lo vi —dijo, y le contó a Cadderly aquel último encuentro.
El cadáver de Zaknafein había sido reanimado por la matrona Malicia, madre de Drizzt, y después había sido imbuido con el espíritu del drow muerto. Sometido a la esclavitud de la perversa Malicia, actuando como su asesino, Zaknafein había salido en busca de Drizzt por la Antípoda Oscura para matarlo. En el momento crítico, la verdadera naturaleza de Zaknafein se había impuesto a la voluntad de la maligna madre matrona durante un fugaz instante, había salido a la superficie de nuevo y le había hablado a su amado hijo. En ese momento de victoria, el espíritu de Zaknafein había encontrado la paz consigo mismo y había destruido su propio cadáver animado, liberando así a Drizzt y a sí mismo de las garras de Malicia Do’Urden.
—Cuando oí las palabras de la bruja ciega y tuve tiempo para reflexionar sobre ellas, me sentí realmente apenado —acabó diciendo el drow—. Creía que Zaknafein estaba libre de ellas ahora, libre de Lloth y de todo el mal, y que se encontraba en un lugar donde sólo tendría recompensas por la verdad que siempre hubo en su alma. —Cadderly puso su mano en el hombro del drow—. Y pensar que lo han vuelto a capturar…
—Pero quizá no sea ése el caso —dijo el clérigo—. Y, si lo es, todavía hay esperanza para él. Tu padre necesita tu ayuda.
Drizzt apretó los dientes y asintió con un cabeceo.
—Y la de Catti-brie —manifestó—. También ella estará aquí cuando invoques a Errtu.