Espíritu Elevado
Drizzt, Cattibrie, Deudermont y Harkle no tuvieron problemas para salir de Carradoon hacia las montañas Copo de Nieve. El drow mantuvo la capucha echada sobre el rostro, y todo el mundo en la ciudad estaba tan excitado con la presencia de la goleta que nadie prestó mucha atención al grupo cuando partió.
Una vez que dejaron la puerta de la ciudad atrás, la marcha fue fácil y segura para los cuatro compañeros. Bajo la guía del vigilante drow, que evitaba cualquier posible problema, no ocurrió nada notable ni interesante.
Teniendo en cuenta todo lo que les había pasado durante las últimas semanas, eso era exactamente lo que todos deseaban.
Mantenían una conversación despreocupada, en su mayor parte relacionada con la naturaleza de la vida salvaje que los rodeaba y que Drizzt les explicaba: a qué pájaros correspondía tal canto; cuántos ciervos habían hecho las camas de agujas aplastadas cerca de una pinada. De vez en cuando, la charla se desviaba hacia la misión que tenían entre manos, al poema de la bruja ciega. Aquello puso a Harkle en un buen apuro. Sabía que los demás estaban pasando por alto ciertos puntos obvios, posiblemente críticos, de los versos, ya que gracias a su diario había podido examinar a fondo el poema. No obstante, el hechicero no estaba seguro de hasta qué punto podía intervenir. La niebla del destino había sido creada como un conjuro pasivo, un método para que Harkle facilitara la marcha de los acontecimientos, y después presenciara su evolución. Si se convertía en un participante activo en dichos acontecimientos al dejar que algunos de los integrantes de este drama vieran su diario mágico, o al utilizar lo que el diario le había mostrado, seguramente echaría a perder el conjuro.
Ciertamente, Harkle podía utilizar sus otras habilidades mágicas si el destino los llevaba a un combate, y desde luego podía usar su intuición, como había hecho en la conversación a bordo del Duende del mar cuando se mostró de acuerdo en que necesitaban ver a un hechicero o a un clérigo. Pero una intervención directa, valiéndose de la información facilitada por la naturaleza del conjuro, quizás alteraría el futuro y, en consecuencia, frustraría las intenciones de los hados. El conjuro de Harkle no había sido creado con ese propósito; la magia tenía sus límites. El pobre Harkle ignoraba hasta dónde podía forzar esos límites. Habiendo vivido cuarenta años rodeado de hechiceros al menos tan extravagantes como él, sabía demasiado bien los graves efectos secundarios que podía ocasionar forzar demasiado a la magia.
Así que Harkle dejó que los tres siguieran hablando del poema, asintiendo con la cabeza cada vez que llegaban a lo que parecía la interpretación más acertada de algún verso. Evitaba las preguntas directas, aunque su repetido gesto de encogerse de hombros y sus respuestas farfulladas le acarrearon muchas miradas de curiosidad.
La senda ascendía más y más por las montañas, pero la marcha seguía siendo fácil, pues se notaba que era un camino muy transitado. Cuando los cuatro compañeros dejaron atrás el sombrío dosel de la vegetación y el camino y salieron a un prado llano próximo al borde de un escarpado declive, comprendieron el porqué.
Drizzt Do’Urden había contemplado el esplendor de Mithril Hall, al igual que Cattibrie. Con su magia, Harkle Harpell había visitado muchos lugares exóticos, tales como la Torre de Huéspedes del Arcano, en Luskan. Deudermont había navegado por la Costa de la Espada desde Aguas Profundas a la exótica Calimport. Pero ninguno de esos sitios los había dejado pasmados como la vista que tenían ante ellos en esos momentos.
Se llamaba Espíritu Elevado, un nombre realmente adecuado para el gigantesco templo —una catedral— de altísimas torres y airosos contrafuertes, de grandes ventanales de cristales de colores y un sistema de canalones rematados en cada esquina con una exótica gárgola. Los bordes más bajos del tejado principal estaban a más de treinta metros del suelo, y tres de las torres se alzaban a más del doble de esa altura.
El recinto de la casa Baenre era más grande, desde luego, y la Torre de Huéspedes era una evidente creación de la magia, pero había algo más solemne en este sitio, más reverente y sagrado. La piedra de la catedral era entre gris y parda, nada de extraordinario realmente, pero era la construcción de esas piedras, la fuerza terrena del lugar lo que le otorgaba aquella cualidad sobrecogedora. Era como si las raíces de la catedral estuvieran enterradas profundamente en las montañas y sus altas torres tocaran el propio cielo.
Una hermosa melodía, entonada por una voz rica y dulce, salía del templo y resonaba en las piedras. A los cuatro amigos les costó unos segundos darse cuenta de que era una voz humana, ya que Espíritu Elevado parecía poseer su propia melodía.
El entorno no era menos espectacular. Una arboleda flanqueaba un camino enlosado que conducía a las inmensas puertas principales del templo. A los lados de aquella recta perfecta había un prado de césped segado, denso y muy verde, bordeado por setos perfectamente recortados y lleno de macizos de flores rojas y rosas, púrpuras y blancas. Varios arbustos frondosos salpicaban el prado también, y éstos habían sido podados de manera que semejaban diversos animales del bosque: un ciervo, un oso, un gran conejo y un grupo de ardillas.
Cattibrie parpadeó varias veces cuando localizó al jardinero, un enano de lo más inusual para alguien que, como ella, había crecido entre enanos. Dio un codazo a Drizzt y señaló al pequeño personaje; sus otros dos compañeros también repararon en él. El jardinero los vio y empezó a acercarse hacia ellos, sonriendo de oreja a oreja.
Tenía la barba verde —¡verde!— partida con una raya en el centro, cada mitad echada por encima de sus grandes orejas, y después entretejida con el largo cabello verde en una trenza que le llegaba más abajo de la mitad de la espalda. Vestía una túnica sin mangas, de fina tela verde, que le llegaba a las rodillas y dejaba al aire sus piernas zambas, increíblemente velludas y musculosas. También llevaba al aire sus grandes pies, salvo por las finas correas de las sandalias abiertas.
Acortó en una dirección que lo llevó al camino empedrado, unos doce metros delante de los cuatro compañeros. Allí se frenó en seco, se metió dos dedos en la boca, miró por encima del hombro y lanzó un penetrante silbido.
—¿Qué? —se oyó responder un instante después. Un segundo enano, éste con un aspecto más afín a lo que estaban acostumbrados los amigos, se levantó de la sombra que arrojaba un árbol cercano a las puertas del templo. Tenía unos hombros anchos y una barba rubia. Vestido de marrón, cargaba con una enorme hacha sujeta a la espalda y se cubría con un yelmo adornado con la cuerna de un ciervo.
»¡Te dije que te ayudaría! —gritó el de la barba rubia—. ¡Pero me prometiste un rato de siesta! —Entonces este segundo enano advirtió la presencia del grupo e interrumpió su diatriba de inmediato para echar a andar rápidamente hacia ellos.
El enano de barba verde llegó antes. No dijo una palabra, pero hizo una profunda reverencia, y después tomó la mano de Cattibrie y se la besó.
—¡Ji, ji, ji! —graznó, enrojeciendo, y se apartó de la joven para mirar a Deudermont, a Drizzt, a…
Volvió de nuevo hacia Drizzt y se inclinó para asomarse bajo la capucha echada sobre su rostro.
El drow lo complació, retirando el embozo y sacudiendo la blanca melena. Los primeros encuentros siempre eran difíciles para Drizzt, sobre todo cuando estaba lejos de los lugares en que lo conocían y lo aceptaban.
—¡Aaah! —chilló el enano.
—¡Un asqueroso drow! —bramó el de la barba rubia mientras corría por el camino y sacaba de un tirón el hacha.
A Drizzt no lo sorprendió su reacción, y los otros tres se quedaron más azorados que asombrados.
El de la barba verde continuó pegando brincos y señalando con el dedo, pero el otro enano actuó de un modo más directo y amenazador. Alzó el hacha y cargó contra Drizzt como un toro enfurecido.
El drow esperó hasta el último momento y, entonces, valiéndose de las tobilleras mágicas y de sus aguzados reflejos, se limitó a apartarse a un lado. El de la barba rubia trastabilló al pasar junto a él y se fue de cabeza contra el árbol que había detrás de Drizzt.
El de barba verde miró al otro enano, después a Drizzt, y por un instante dio la impresión de que también iba a cargar contra el drow. Entonces volvió a mirar al otro enano, y reparó en el hacha que ahora estaba embebida en el tronco del árbol. Se acercó al de la barba rubia, plantó los pies en el suelo con firmeza, y empezó a atizarle cachetes en un lado de la cabeza.
—¡Un asqueroso drow! —bramó de nuevo el de barba rubia mientras apartaba una mano del mango del hacha para desviar la lluvia de manotazos. Por fin logró arrancar el hacha, pero, cuando se volvió de un salto, se encontró con que tres de los cuatro forasteros, el drow incluido, lo contemplaban impasibles. Sin embargo, la cuarta, una mujer de cabello cobrizo, sostenía un arco tenso y listo para disparar.
—Si hubiéramos querido matarte lo habríamos hecho antes de que hubieras despertado de tu sueñecito —dijo la joven.
—No quiero haceros ningún mal —añadió Drizzt—. Soy un vigilante de los bosques —explicó, dirigiéndose principalmente al de la barba verde, que parecía el más sensato de los dos—. Un habitante de la floresta, como vosotros.
—Mi hermano es un druida —dijo el de la barba rubia intentando aparentar firmeza, pero dando, más bien, una sensación de empacho.
—¡Duda! —se mostró de acuerdo el de barba verde.
—¿Un enano druida? —preguntó Catti-brie—. He pasado gran parte de mi vida con enanos, y jamás oí que hubiera un druida en esa raza.
Los dos enanos ladearon la cabeza con curiosidad. No cabía duda de que el rudo acento de la joven sonaba enano.
—¿A qué enanos te refieres? —inquirió el de la barba rubia.
La muchacha bajó a Taulmaril.
—Soy Catti-brie, hija adoptiva de Bruenor Battlehammer, octavo rey del Mithril Hall.
Los ojos de los dos enanos —y también sus bocas— se abrieron de par en par. Miraron a la muchacha de hito en hito, después se miraron entre sí, volvieron de nuevo la vista hacia Catti-brie, y una vez más el uno hacia el otro. Entrechocaron sus cabezas con un ruido contundente, y volvieron a mirar a Catti-brie.
—¡Eh! —gritó el de barba rubia mientras apuntaba a Drizzt con su índice rechoncho—. He oído hablar de ti. Eres Drizzt Dudden.
—Drizzt Do’Urden —lo corrigió el drow al tiempo que hacía una reverencia.
—Sí. He oído hablar de ti. Me llamo Iván, Iván Lomo de Peña, y éste es mi hermano, Pikel.
—«Emano» —repitió el de barba verde al tiempo que echaba el brazo sobre los fornidos hombros de Iván.
Iván miró por encima del hombro al profundo tajo abierto en el tronco del árbol.
—Siento lo del hacha —se disculpó—. Nunca había visto a un elfo drow. ¿Venís a ver la carte… la crate… la catre… la iglesia? —preguntó.
—Venimos a ver a un hombre que se llama Cadderly Bonaduce —repuso Deudermont—. Soy el capitán Deudermont, del Duende del mar, con base en Aguas Profundas.
—Pues habéis navegado por tierra —dijo Iván secamente.
Deudermont ya tenía la mano levantada para rechazar con un ademán la esperada respuesta del enano.
—Tenemos que hablar con Cadderly —insistió el capitán—. Es un asunto muy urgente.
Pikel juntó las manos, las puso contra su cabeza ladeada, cerró los ojos y lanzó un ronquido.
—Cadderly está echando la siesta —explicó Iván—. Los pequeños lo agotaron. Iremos a ver a lady Danica y os traeremos algo de comer. —Hizo un guiño a Catti-brie—. Mi hermano y yo queremos saber algo más sobre Mithril Hall. Se dice que un viejo antepasado dirige el reino desde que Bruenor Battlehammer hizo el petate y se marchó.
Cattibrie trató de disimular su sorpresa, e incluso asintió con la cabeza como si no la cogiera de nuevas lo que Iván acababa de decir. Miró de soslayo a Drizzt, que se encogió de hombros. ¿Bruenor se había marchado? De repente, los dos también sintieron ganas de sentarse y charlar con los enanos. La entrevista con Cadderly podía esperar.
El interior de Espíritu Elevado no era menos majestuoso e imponente que el exterior. Entraron en el área principal de la catedral, la capilla central, y, aunque en ella había por lo menos una veintena de personas, el lugar era tan espacioso que los cuatro forasteros se sintieron solos. Todos ellos no pudieron menos que alzar los ojos a lo alto, a la gigantescas columnas, a varios antepechos jalonados con estatuas decoradas, al resplandor que penetraba a través de los cristales de colores de los ventanales, a la bóveda profusamente tallada del techo, a más de treinta metros sobre sus cabezas.
Cuando Iván consiguió por fin que los cuatro pasmados visitantes cruzaran el área principal, los llevó a través de una puerta lateral y los condujo por unas estancias de tamaño más normal. La construcción del lugar, su mera fuerza y minuciosidad, siguió maravillando al grupo. Ningún arco o puerta carecía de decoración, y uno de los accesos que cruzaron estaba tan cubierto de runas y tallas que Drizzt pensó que podía quedarse contemplándolo durante horas y horas sin acabar de ver todos los detalles, sin descifrar todos sus mensajes.
Iván llamó a una puerta y aguardó a la invitación de que entrara. Cuando esto ocurrió, abrió la hoja.
—Os presento a lady Danica Bonaduce —dijo el enano dándose importancia al tiempo que hacía señas a los forasteros para que lo siguieran.
Empezaron a entrar, con Deudermont a la cabeza, pero el capitán se frenó en seco y estuvo a punto de trastabillar cuando dos pequeños, un niño y una niña, se cruzaron en su camino. Al ver al forastero los dos se frenaron bruscamente. El chico, un crío de cabello dorado y ojos almendrados, abrió la boca y apuntó al drow con un dedo.
—Por favor, disculpa a mis hijos —pidió una mujer desde el interior del cuarto.
—No me han ofendido —le aseguró Drizzt, que puso una rodilla en el suelo y los llamó por señas.
Los dos chiquillos se miraron buscando apoyo el uno en el otro, y después se acercaron, cautelosos, al drow. El chico se atrevió a alargar la mano y tocar la piel oscura de Drizzt. Luego se miró sus propios dedos, como para comprobar si se habían llevado algo del color.
—No negro, mami —dijo, mirando a la mujer y sosteniendo la mano en alto—. No negro.
—Ji, ji —rió Pikel detrás de Drizzt.
—Saca a estos mocosos de aquí —le susurró Iván a su hermano.
El enano de barba verde se adelantó para que los niños lo vieran; los rostros de los pequeños se iluminaron de inmediato. Pikel se metió los pulgares en las orejas y agitó los otros dedos en un gesto de burla.
—¡Oh! —gritaron los niños al unísono, y salieron del cuarto en persecución de «tío Pike».
—Deberías tener cuidado con lo que mi hermano les está enseñando a esos dos —le dijo Iván a Danica.
Ella se echó a reír y se levantó de la silla para recibir a los visitantes.
—Sin duda los mellizos son mejores por tener un amigo como Pikel —repuso—. Y como Iván —añadió cortésmente, y el enano duro como el hierro no pudo menos de sonrojarse.
Drizzt se dio cuenta de que la mujer era una guerrera simplemente por su forma de caminar al cruzar la habitación, ligera, silenciosamente, en perfecto equilibrio cada paso. Era de constitución ligera, unos cuantos centímetros más baja que Cattibrie y con un peso de unos cincuenta kilos, pero todos sus músculos estaban ejercitados y se movían en armonía. Sus ojos eran aún más exóticos que los de sus hijos, almendrados y de un profundo color castaño, rebosantes de intensidad, de vida. Su cabello, de un tono rubio rojizo y tan espeso como la blanca melena del drow, se mecía alegremente sobre sus hombros como si la plétora de energía que fluía del interior de esta mujer no pudiera contenerse.
La mirada de Drizzt pasó de Danica a Cattibrie, y vio una gran semejanza de carácter, ya que no de apariencia.
—Te presento a Drizzt Dudden —empezó Iván mientras se quitaba el yelmo astado—. A Catti-brie, hija de Bruenor de Mithril Hall, al capitán Deudermont, del Duende del mar, de Aguas Profundas, y a… —El enano de barba rubia miró con curiosidad al flaco hechicero—. ¿Cómo dijiste que te llamabas? —preguntó.
—Harpell Harkle… eh… Harkle Harpell —farfulló el mago, obviamente impresionado con Danica—. De Longsaddle.
La mujer inclinó la cabeza.
—Encantada —saludó por turno a cada uno, terminando con el drow.
—Drizzt Do’Urden —corrigió el vigilante.
Danica sonrió.
—Vienen a hablar con Cadderly —explicó Iván.
—Ve y despiértalo —dijo Danica, sin soltar la mano de Drizzt—. No querrá perderse una audiencia con tan distinguidos visitantes.
Iván se alejó por el pasillo a buen paso.
—¿Es que nos conoces? —preguntó Catti-brie.
Danica se volvió hacia ella y asintió con la cabeza.
—Vuestra reputación os precede —le aseguró a la joven—. Hemos oído hablar de Bruenor Battlehammer y de la batalla para recuperar Mithril Hall.
—¿Y la guerra con los elfos oscuros? —inquirió Drizzt.
—En parte —contestó Danica, haciendo un gesto de asentimiento—. Confío en que dispongáis de tiempo antes de marcharos para contarnos la historia con detalle.
—¿Qué sabéis sobre la marcha de Bruenor? —preguntó Catti-brie sin andarse por las ramas.
—Cadderly sabe más de ese asunto que yo —contestó Danica—. Me han dicho que Bruenor abdicó en favor de un antepasado.
—Gandalug Battlehammer —explicó Drizzt.
—Eso parece —prosiguió Danica—. Pero ignoro hacia dónde fue el rey y doscientos de sus leales.
Drizzt y Cattibrie intercambiaron una mirada; los dos suponían adónde se había dirigido Bruenor.
Iván regresó en ese momento acompañado de un hombre mayor pero pleno de energía que vestía una túnica de color crudo y unos pantalones a juego. Llevaba una capa de seda azul claro echada por encima de los hombros, y se cubría con un sombrero de ala de color azul con una cinta roja. En el centro de dicha cinta iba prendido un dije de oro y porcelana que representaba un ojo con una vela encendida encima, y que los cuatro amigos reconocieron como el símbolo de Deneir, el dios de la literatura y el arte.
El hombre era de estatura media, alrededor del metro ochenta, y musculoso, a pesar de su avanzada edad. Su cabello —lo que quedaba de él— estaba canoso en su mayor parte, con un leve rastro de color castaño. Algo en su apariencia les parecía, curiosamente, fuera de lugar a los compañeros. Por fin Drizzt cayó en la cuenta de que eran los ojos del hombre, unas órbitas de un sorprendente color gris, chispeantes como las de un hombre más joven.
—Soy Cadderly —dijo afablemente, haciendo una reverencia—. Bienvenidos a Espíritu Elevado, el hogar de Deneir y de Oghma, y de todos los dioses del bien. ¿Conocéis ya a mi esposa, Danica?
La mirada de Cattibrie fue del viejo Cadderly a Danica, que no podía ser mucho mayor que ella, y, desde luego, no llegaba a los treinta años.
—Sí, y también a vuestros mellizos —añadió Iván con una sonrisa, sin quitar los ojos de Catti-brie mientras ésta observaba a Danica. Los perspicaces Drizzt y Deudermont tuvieron la impresión de que el enano estaba familiarizado con esta confusión al hacer las presentaciones, un hecho que llevó a ambos a pensar que la avanzada edad de Cadderly no era un suceso natural.
—Ah, sí, los mellizos —dijo Cadderly mientras sacudía la cabeza y sonreía sin poder evitarlo al pensar en su bulliciosa progenie.
El sabio clérigo observó las expresiones de los cuatro compañeros, apreciando su cortés discreción al refrenar las obvias preguntas.
—Veintinueve —dijo coloquialmente—. Tengo veintinueve años.
—Treinta, dentro de dos semanas —añadió Iván—. ¡Pero no aparentas más de ciento seis!
—Fue la tarea de construir la catedral —explicó Danica, y sólo hubo un leve atisbo de pena y rabia en su voz controlada—. Cadderly le dio su fuerza vital, una elección que hizo por la gloria de su dios.
Drizzt contempló larga e intensamente a la joven mujer, la dedicada guerrera, y comprendió que también ella se había visto obligada a aceptar un gran sacrificio a causa de la elección de su esposo. El drow percibió una cólera soterrada en la mujer, pero estaba muy oculta, domeñada por su profundo amor a este hombre y admiración por su sacrificio.
A Cattibrie no le pasó nada por alto. Ella, que también había perdido un gran amor, sin duda comprendía a Danica, y, no obstante, sabía que a esta mujer no debía compadecérsela. Con aquellas pocas frases de explicación, viendo a Cadderly y a Danica, y en el interior de este sagrado recinto, Catti-brie supo que compadecer a Danica rebajaría la magnitud del sacrificio, menguaría lo que Cadderly había logrado a cambio de sus años.
Las miradas de las dos mujeres se encontraron y se quedaron trabadas, los exóticos ojos almendrados de Danica y los grandes y azules de Cattibrie. Ésta le habría querido decir que ella, al menos, tenía a los hijos de su hombre amado, habría querido explicarle el vacío de su propia pérdida al haber muerto Wulfgar antes de…
Antes de tiempo, terminó para sus adentros Cattibrie, con un suspiro.
Danica conocía la historia y, simplemente con compartir aquella larga mirada con Cattibrie, supo y apreció lo que había en el corazón de la otra mujer.
Los ocho —ya que Pikel regresó enseguida, explicando que los niños dormían en el jardín, vigilados por varias sacerdotisas— pasaron las dos horas siguientes intercambiando relatos. Drizzt y Cadderly parecían espíritus gemelos y, en realidad, habían compartido muchas aventuras. Ambos habían hecho frente a un dragón rojo y habían vivido para contarlo; los dos habían superado el legado de su pasado. Congeniaron espléndidamente, al igual que Danica y Catti-brie, y aunque los hermanos enanos deseaban saber más cosas sobre Mithril Hall les resultó imposible interrumpir la conversación entre las dos mujeres y la que mantenían Drizzt y Cadderly. En consecuencia, cedieron de manera gradual, y pasaron el tiempo charlando con Harkle. El mago había estado en Mithril Hall y había participado en la guerra contra los drows, y resultó ser un estupendo narrador que hacía resaltar sus relatos con pequeños trucos ilusorios.
Deudermont se sentía extrañamente ajeno a todo aquello, y se encontró echando de menos el mar y su barco, anhelando zarpar de Aguas Profundas otra vez para perseguir piratas por mar abierto.
Podrían haber seguido durante toda la tarde, pero una sacerdotisa llamó a la puerta e informó a Danica que los niños se habían despertado. La mujer, acompañada por los dos enanos, iba a marcharse, pero Drizzt la detuvo. Sacó la figurilla de la pantera y llamó a Guenhwyvar.
¡Aquello sí que hizo que Iván pegara un buen brinco! Pikel también chilló, pero de alegría, ya que el druida enano siempre había querido conocer a tan magnífico animal a pesar de que la pantera pudiera borrarle los rasgos de un zarpazo.
—Los mellizos lo pasarán bien con Guenhwyvar —aseguró el drow.
El enorme felino salió del cuarto lentamente, seguido de cerca por Pikel, que iba agarrado a la cola de la pantera para que Guenhwyvar lo llevara a rastras.
—No tanto como mi hermano —comentó Iván, tembloroso todavía.
Danica iba a hacer la obvia pregunta sobre seguridad, pero no llegó a plantearla, consciente de que, si la pantera no fuera de fiar, Drizzt no la habría llamado. Sonrió e hizo una cortés reverencia, y después se marchó con Iván. A Cattibrie le hubiera gustado acompañarlos, pero la actitud de Drizzt, repentinamente formal, le reveló que había llegado el momento de hablar de cosas serias.
—No habéis venido solamente para intercambiar relatos, por muy entretenidos que sean —dijo Cadderly, que se sentó erguido al tiempo que enlazaba las manos sobre el regazo y se disponía a escuchar lo que sabía era la aventura más importante de todas.
Deudermont la narró, en tanto que Drizzt y Cattibrie se limitaban a añadir algo cuando creían que era preciso, y Harkle resaltaba la historia haciendo continuos comentarios que realmente no tenían nada que ver con ella, al menos a juicio de los demás.
Cadderly confirmó que conocía la existencia de Caerwich y de la bruja ciega.
—Habla con enigmas que no siempre son lo que parecen —advirtió.
—Eso hemos oído decir —manifestó Deudermont—. Pero éste es un enigma que mis amigos no pueden pasar por alto.
—Si la vidente dijo la verdad, entonces un amigo perdido, mi padre, Zaknafein, está en poder de un ser maligno —explicó Drizzt—. Quizás un secuaz de Lloth o una madre matrona de las casas regentes de Menzoberranzan.
Harkle se mordió el labio con fuerza. Sabía que había un error aquí, pero debía tener en cuenta las limitaciones de su conjuro. Había leído el poema de la bruja, palabra por palabra, al menos un docena de veces, y se lo había aprendido de memoria. Pero aquélla era una información privilegiada que sobrepasaba el ámbito de su hechizo. La niebla del destino facilitaba lo que tenía que devenir; pero, si Harkle utilizaba la información que le había proporcionado el hechizo, entonces podía alterar el destino. El mago sólo podía imaginar el resultado de tal cosa, ya fuera la catástrofe o un final mejor.
Cadderly asintió con la cabeza, mostrándose de acuerdo con el razonamiento de Drizzt, pero preguntándose dónde encajaba él en todo este asunto, qué esperaban de él sus visitantes.
—Supongo que se trata de una doncella de Lloth —prosiguió Drizzt—, un ser de otro plano del Abismo.
—Y quieres que utilice mis poderes para confirmarlo —razonó Cadderly—. Quizás incluso que haga venir a la bestia para que puedas hacer un trato con ella o luchar por el alma de tu padre.
—Sé muy bien la gravedad de mi petición —dijo el drow con firmeza—. Una yochlol es un ser muy poderoso…
—Hace mucho tiempo que aprendí a no temer al mal —lo tranquilizó Cadderly con actitud sosegada.
—Tenemos oro —ofreció Deudermont, creyendo que el precio sería alto.
Pero Drizzt sabía que no era así. En el poco tiempo que había pasado con Cadderly, el drow supo ver el fondo y las motivaciones del hombre. Cadderly no aceptaría oro, no querría ningún tipo de pago. Así que no se sorprendió cuando el hombre se limitó a responder:
—Salvar un alma es suficiente recompensa.