12

La niebla del destino

La tripulación trabajó durante toda la tarde, pero los daños eran tantos que apenas se notaba progreso. Podían izar una de las velas, la mesana, pero les era imposible controlarla para ponerla a favor del viento, y tampoco podían dirigir el barco en el rumbo deseado.

Así estaban las cosas cuando Cattibrie dio la alarma desde la atalaya. Deudermont y Drizzt corrieron hacia la batayola para mirar en la dirección señalada, temiendo que se tratara de un barco pirata. En tal caso, averiado como estaba y sin contar con Robillard, era posible que el Duende del mar tuviera que rendirse sin siquiera presentar batalla.

Pero ningún barco pirata se interponía en su camino; directamente al frente se alzaba una cortina de densa niebla. Deudermont alzó la vista hacia Cattibrie, y la joven, sin saber qué contestar, se limitó a encogerse de hombros. Éste no era un fenómeno atmosférico normal. El cielo estaba despejado, salvo el dichoso banco de niebla, y la temperatura se había mantenido constante.

—¿Qué puede causar esa bruma? —preguntó Drizzt al capitán.

—Nada que yo sepa —contestó Deudermont—. ¡Que se pongan varios a los remos! —gritó a los tripulantes—. ¡E intentad izar una vela! Veamos si podemos evitarla dando un rodeo.

Para cuando Deudermont volvió a mirar el mar, sin embargo, vio que Drizzt sacudía la cabeza, dubitativo, pues la niebla se encontraba mucho más cerca. No era un banco estacionario.

—Se nos aproxima —musitó el capitán sin dar crédito a sus ojos.

—Y muy deprisa —añadió el drow. Sus agudos oídos oyeron entonces la risita de Harkle Harpell, y supo con certeza que esto era obra del hechicero. Se volvió a tiempo de verlo desaparecer por la escotilla de la cubierta inferior, y fue tras él. Pero se detuvo antes de llegar a la escotilla al escuchar el respingo de Deudermont y los gritos nerviosos de muchos marineros.

Cattibrie bajó precipitadamente del palo mayor.

—¿Qué es esto? —preguntó, al borde de la desesperación.

Se metieron en el banco grisáceo. Se apagó el sonido del chapoteo del agua, y desapareció cualquier sensación de movimiento. Los tripulantes se acercaron unos a otros, en una apretada piña, y muchos desenvainaron sus espadas como si esperaran que algún enemigo los abordara desde la oscura niebla.

Fue Guenhwyvar quien dio la clave a Drizzt de lo que estaba ocurriendo. La pantera llegó junto al drow con las orejas pegadas al cráneo, pero su expresión denotaba más curiosidad que temor.

—Es dimensional —comentó el elfo oscuro. Deudermont lo miró, desconcertado—. Esto es obra de Harkle. El hechicero está utilizando su magia para sacarnos de mar abierto.

El rostro del capitán se iluminó ante esa idea, e igual le ocurrió a Cattibrie… hasta que ambos se tomaron un momento para considerar al autor de su aparente salvación.

La joven volvió la vista hacia la espesa bruma. De repente, ir a la deriva por el vasto océano en un barco averiado ya no le parecía tan malo.

—¿Qué quieres decir? —rugió Robillard. Dio una fuerte palmada de rabia y tradujo su pregunta al gorgoteante lenguaje del elemental de agua.

La respuesta llegó de inmediato, sin vacilar, y Robillard conocía lo bastante a estos seres para saber que tenían medios de descubrir la verdad. Éste se había mostrado colaborador, como era habitual en los elementales, y el hechicero no creía que lo estuviera engañando.

El Duende del mar no estaba, había desaparecido del océano.

Robillard soltó un suspiro de alivio cuando oyó la siguiente respuesta: el barco no había naufragado, simplemente había salido del agua y se había alejado.

—Harkle Harpell —razonó el mago en voz alta—. Los ha llevado a un puerto. ¡Bien hecho! —Robillard pensó entonces en su propia situación, solo y lejos de tierra firme. Ordenó al elemental que siguiera llevándolo hacia el este, y le explicó que lo necesitaría hasta el amanecer. Después sacó su libro de conjuros, en el que se había hecho un fabuloso trabajo de encuadernación de piel e impermeabilidad, y cambió el marcador de cinta dorada a la página en la que estaba su conjuro de teleportación.

Luego el hechicero se sentó cómodamente y se relajó. Necesitaba dormir, recuperar las fuerzas. De momento, el elemental se ocuparía de su seguridad, y por la mañana utilizaría su conjuro para transportarse a su cuarto en la casa gremial de Aguas Profundas. Habían sido unas cuantas semanas aburridas y difíciles, y ahora era un buen momento para tomarse un permiso para bajar a tierra.

Deudermont sólo tendría que alcanzarlo y reunirse con él después.

El Duende del mar se deslizó en una quietud surrealista, sin ruido de agua ni viento, durante muchos minutos. La niebla era tan densa a su alrededor que Drizzt tuvo que descolgarse sobre la batayola para poder ver el agua. No se atrevió a tocar aquel líquido grisáceo pues desconocía los efectos del conjuro de Harkle, si es que era un conjuro suyo.

Por fin se escuchó un chapoteo, el de una ola contra la proa del barco. La niebla empezó a disiparse casi de inmediato; pero, aunque todavía no se veía lo que había en derredor, todo el mundo a bordo notó que algo había cambiado.

—Es el olor —comentó Catti-brie, y las cabezas de los que estaban cerca de la joven se movieron arriba y abajo mostrando su conformidad. Había desaparecido el olor a salitre, tan intenso que podía saborearse, reemplazado por un vivificante aroma estival, pleno de árboles, flores y un sutil efluvio untuoso a cala pantanosa. También los ruidos habían cambiado, pasando del hueco e incansable silbido del viento y los apagados chapoteos de las aguas profundas al suave batir de olas más someras y los gorjeos de…

—¿Pájaros cantores? —inquirió Drizzt.

La niebla se disipó y todos los tripulantes soltaron un suspiro de alivio al ver que estaban cerca de tierra firme. A la izquierda se alzaba una pequeña isla cubierta de árboles, coronada por un castillo y salpicada de grandes mansiones. Al frente se extendía un largo puente que iba desde la isla a la costa, a los muelles de una ciudad amurallada y grande. Detrás de la ciudad el terreno se elevaba formando altas montañas, un hito que a ningún marinero le pasaría inadvertido pero que a Deudermont no le era familiar. Había muchas embarcaciones en el agua, pero ninguna era mucho mayor que los botes de salvamento que el Duende del mar llevaba en la popa. Todos los ocupantes de las embarcaciones miraban, boquiabiertos, el magnífico velero.

—No es Aguas Profundas —comentó Deudermont—. Ni, que yo sepa, ningún sitio próximo a la ciudad.

La mirada de Drizzt recorrió la zona, estudiando la línea de la costa, que trazaba un pronunciado arco a su alrededor.

—Ni tampoco mar abierto —dijo.

—Es un lago —razonó Catti-brie.

Los tres intercambiaron una mirada desconcertada, y después gritaron al unísono:

—¡Harkle!

El mago, que esperaba la llamada, salió gateando por la escotilla y corrió hacia el trío con una expresión rebosante de alegría.

—¿Dónde estamos? —demandó el capitán.

—Donde los hados quieren que estemos —respondió Harkle misteriosamente mientras agitaba los brazos haciendo que las voluminosas mangas de su túnica ondearan al aire.

—Creo que tendrás que darnos otra explicación mejor —intervino Catti-brie con brusquedad.

Harkle bajó los brazos y se encogió de hombros.

—No lo sé con seguridad —admitió—. El conjuro facilita el desplazamiento, nada al azar, desde luego, pero ignoro adónde nos ha traído.

—¿Qué conjuro? —inquirió Deudermont.

—La niebla del destino —respondió Drizzt adelantándose a Harkle—. El mismo que utilizó para llegar hasta nosotros.

El mago asintió con la cabeza sin parar mientras el drow hablaba, sonriendo de oreja a oreja y con una expresión de orgullo y satisfacción.

—¡Nos has traído a un lago! —bramó el capitán, furioso.

Harkle empezó a balbucir una respuesta, pero una llamada desde el agua interrumpió de golpe la conversación.

—¡Ah, del barco!

Los cuatro se acercaron a la batayola; Drizzt se cubrió la cabeza con el embozo de la capa. No sabía dónde se encontraban o qué recibimiento iban a tener, pero suponía que la acogida sería menos amistosa si estos marineros descubrían que el Duende del mar llevaba un elfo oscuro a bordo.

Un pesquero de buen tamaño se había colocado al lado del velero, y su tripulación, compuesta por seis hombres, observaba la goleta con gran atención.

—Habéis estado en una batalla —dedujo uno de los marineros, un hombre de barba canosa y que parecía ser el patrón del pesquero.

—No, fue una tormenta —lo corrigió Deudermont—. La peor galerna que he visto en mi vida.

Los seis pescadores intercambiaron una mirada dubitativa. Habían salido en la barca a diario durante todo el mes y no habían visto ninguna tormenta.

—Muy lejos de aquí —intentó explicar Deudermont al reparar en sus expresiones desconfiadas.

—¿Y a qué distancia crees que puedes llegar aquí? —preguntó el de la barba canosa mientras miraba en derredor la línea costera, visible por todas partes.

—Te sorprendería saberlo —repuso Catti-brie a la par que miraba de soslayo al abochornado Harkle.

—¿Dónde recaláis? —preguntó el patrón del pesquero.

—Éste es el Duende del mar, que tiene la base en Aguas Profundas —respondió Deudermont.

Las expresiones dubitativas de los pescadores dieron paso a muecas burlonas.

—¿Aguas Profundas? —repitió el patrón.

—¿Es que estamos en otro mundo? —le preguntó Catti-brie al drow, que no podía tranquilizarla si quería ser sincero, sobre todo estando Harkle detrás de todo esto.

—Aguas Profundas —asintió Deudermont con seriedad y toda la convicción de que fue capaz.

—Estás muy lejos de casa, capitán —comentó otro de los pescadores—. A mil quinientos kilómetros.

—A dos mil quinientos —rectificó el patrón.

—Y por tierra firme —añadió otro, echándose a reír—. ¿Es que el Duende del mar tiene ruedas?

Aquello provocó la risa de sus compañeros y de los pescadores de otras barcas que se habían acercado para investigar.

—Y un tiro de caballos que ya me gustaría ver —intervino un hombre desde otro pesquero, lo que ocasionó otro estallido de carcajadas.

Incluso Deudermont esbozó una sonrisa, aliviado de que, aparentemente, su barco y sus hombres siguieran en los Reinos.

—Es obra de un hechicero —explicó—. Navegábamos por la Costa de la Espada, ochocientos kilómetros al suroeste de las Moonshaes, cuando una tormenta nos sorprendió y nos dejó a la deriva. Nuestro mago —el capitán echó una mirada a Harkle— realizó un conjuro para llevarnos a puerto.

—Pues no apuntó muy bien —se chanceó un pescador.

—Pero nos sacó de mar abierto, donde sin duda habríamos perecido —dijo el capitán cuando las risas se hubieron apagado—. Por favor, buenos pescadores, ¿dónde estamos?

—Éste es el lago Impresk —contestó el patrón, que señaló hacia la orilla, a la ciudad amurallada—. Y ésa es Carradoon. —A Deudermont no le sonaban los nombres—. Y aquéllas son las montañas Copo de Nieve —continuó el pescador barbicano, señalando el macizo.

—Al sur —dijo Catti-brie de repente, atrayendo todas las miradas hacia ella—. Estamos muy al sur de Aguas Profundas —dijo—. Si navegamos hacia la parte meridional del lago llegaremos al embalse Profundo, y después al estrecho de Vilhon, en el mar Interior.

—Eso es, muchacha, lo tienes —confirmó el patrón—. Pero no encontraréis calado suficiente en el lago Shalane para este barco.

—¡Y, a menos que tengáis alas además de ruedas, no podréis navegar por las montañas Hendidas! —exclamó el hombre que estaba junto al pescador barbicano. Pero los marineros, tanto los del Duende del mar como los de los pesqueros, no tenían muchas ganas de reír al comprender la gravedad de la situación.

Deudermont soltó un profundo suspiro y miró a Harkle, que bajó los ojos.

—Nos preocuparemos de hacia dónde vamos después —dijo el capitán—. Lo primero es arreglar el Duende del mar. —Se volvió hacia el patrón del pesquero—. Me temo que vuestra costa no tiene calado suficiente. ¿Hay algún muelle grande donde podamos atracar para hacer las reparaciones?

El patrón señaló hacia la isla de Carradoon, a un largo atracadero que sobresalía en dirección al Duende del mar.

—Hay más profundidad en la parte norte de la isla —comentó el hombre que estaba a su lado.

—Pero el muelle es privado —intervino un tercer pescador.

—Pediremos permiso para atracar —dijo el patrón firmemente.

—No va a resultar fácil hacerlo —manifestó Deudermont—. No tenemos velas y tampoco funciona el timón. Además, no conozco estas aguas.

—Echad unos cuantos cabos, capitán…

—Deudermont —repuso el comandante de la goleta—. Capitán Deudermont.

—Encantado. Yo me llamo Terraducket —se presentó el patrón haciendo señas a los otros pesqueros mientras hablaba. Las barcas se acercaron al Duende del mar y maniobraron para ponerse en posición.

»Os llevaremos al muelle, y en Carradoon hay unos cuantos armadores que os ayudarán con las reparaciones —prosiguió Terraducket—. Incluso con ese mástil, ¡aunque tendremos que encontrar un árbol muy alto para reemplazarlo! Sin embargo, eso os va a costar un buen montón de relatos sobre vuestras aventuras por la Costa de la Espada, ya lo veréis. ¡Conozco a mis conciudadanos!

—Pues tenemos mucho que contar —le aseguró Deudermont.

Se lanzaron los cabos y la flota pesquera empezó a remolcar a la gran goleta.

—La hermandad entre marineros se extiende hasta en los lagos —comentó Drizzt.

—Eso parece —asintió Deudermont—. Si hiciera falta reemplazar a la tripulación, sabría por dónde empezar a buscar. —El capitán miró a Harkle, que seguía con la vista clavada en la cubierta, apesadumbrado—. Hiciste un buen trabajo, Harpell —dijo, y el semblante del hechicero se iluminó al alzar los ojos hacia el capitán—. Habríamos perecido en aguas desconocidas, tan lejos de las Moonshaes, y ahora seguimos con vida.

—Pero en un lago —contestó Harkle.

Deudermont desestimó su comentario con un ademán.

—Robillard nos encontrará, y entre vosotros dos hallaréis la manera de llevarnos de vuelta a casa, estoy seguro. De momento, mi barco y mi tripulación están a salvo, y eso es lo que importa. ¡Bien hecho!

Harkle estaba que no cabía en sí de gozo.

—Pero ¿cómo es que hemos venido a parar aquí? —preguntó Catti-brie sin poder remediarlo.

—Por la niebla del destino —respondieron Drizzt y Harpell al unísono.

—Lo que significa que en este lugar hay algo que nos hace falta —continuó el mago.

—¿Que nos hace falta para qué? —inquirió la joven.

—¡Para la misión, por supuesto! —exclamó Harkle—. De eso se trata, ¿no? —Miró a su alrededor como si aquello lo explicara todo, pero advirtió que en las miradas de los otros había desconcierto—. Antes de la tormenta nos dirigíamos hacia…

—Aguas Profundas —lo interrumpió Deudermont—. Tu conjuro no nos ha llevado cerca de la ciudad.

—No, no —lo corrigió Harkle mientras agitaba las manos con energía—. No íbamos exactamente a Aguas Profundas, sino a buscar un clérigo, o tal vez un hechicero, que hubiera en la ciudad.

—¿Y crees que es más fácil que encontremos a un conjurador del poder que nos hace falta aquí que en Aguas Profundas? —preguntó Drizzt con incredulidad—. ¿En esta pequeña ciudad tan lejos de casa?

—Capitán Terraducket —llamó Harkle.

—Estoy aquí —llegó la respuesta, bastante más lejos que antes, ya que el pesquero de Terraducket se había movido para unirse a la flotilla de arrastre.

—Necesitamos un clérigo —dijo el mago—. Un clérigo muy poderoso…

—Cadderly —lo interrumpió el patrón sin vacilación—. Cadderly Bonaduce. ¡No encontraréis un clérigo más poderoso en todos los Reinos! —exclamó, como si el tal Cadderly fuera propiedad de toda Carradoon.

Harkle echó una mirada de superioridad a sus amigos.

—La niebla del destino —comentó.

—¿Y dónde podemos encontrar a ese Cadderly? —preguntó Deudermont—. ¿En Carradoon?

—No —respondió Terraducket—. A dos días de marcha de aquí, en las montañas, en un templo llamado Espíritu Elevado.

Deudermont miró a Harkle con una expresión libre de toda duda. El mago palmeó.

—¡La niebla del destino! —repitió—. Oh, y qué bien encaja todo —añadió, excitado, como si se le acabara de ocurrir otra idea.

—Encaja igual que el Duende del mar en un lago —intervino Catti-brie con sarcasmo, pero Harkle no hizo caso.

—¿Es que no lo veis? —les preguntó el hechicero, tan excitado que agitaba los brazos como si fueran alas—. Espíritu Elevado, «EE», como «HH», Harkle Harpell.

—Necesito dormir —gimió Catti-brie.

—¡Y «DD»! —gritó Harkle. El elfo oscuro lo miró con curiosidad—. ¡Drizzt Do’Urden! —explicó el excitado mago, mientras daba golpecitos con el dedo en el pecho del drow—. Y tú… —señaló a la joven.

—Ahí te ha fallado —repuso Catti-brie.

—No importa —intervino Drizzt. Deudermont se mordía el labio inferior, tratando de no estropear el momento de gloria de Harkle soltando una carcajada.

—Oh, hay algo especial en las letras —continuó el mago, que hablaba más para sí mismo que para los demás—. ¡Tengo que investigar esto!

—Investiga tu cerebro —le dijo Catti-brie, que añadió en un quedo susurro para que sólo Drizzt y Deudermont la oyeran—: Y más vale que coja un farol y un morral de los que llevan los enanos cuando entran en una caverna.

Aquello provocó risotadas.

—¡Tu padre! —gritó de repente Harkle al tiempo que saltaba hacia Catti-brie que, a punto estuvo de darle un puñetazo, tan grande fue su sorpresa.

—¿Mi padre? —preguntó.

—¡«BB»! —dijeron a la vez Harkle, Drizzt y Deudermont, estos dos últimos con fingida excitación.

Cattibrie volvió a gemir.

—Sí, sí. Bruenor Battlehammer —dijo Harpell para sí mismo, y echó a andar, alejándose de ellos—. «BB». Oh, tengo que investigar la correlación de las letras. Sí, he de hacerlo.

—Puesto a ello, encuentra la correlación de «CC» —le dijo Catti-brie.

El distraído hechicero asintió con la cabeza y siguió caminando directamente hacia el camarote de Deudermont, que Harkle tenía prácticamente invadido.

—¿«CC»? —inquirió el capitán.

—Chiflado charlatán —respondieron Drizzt y ella a la par, provocando más risotadas en los que estaban cerca.

Con todo, ni Drizzt ni Cattibrie ni Deudermont ni ninguno de los demás podían negar el hecho de que el «chiflado charlatán» había salvado al Duende del mar y los había acercado a su meta.